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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Hermosilla, 21

28001 Madrid

© 1996 Nora Roberts. Todos los derechos reservados.

UNA LARGA ESPERA, Nº 5 - febrero 2012

Título original: The Heart of Devin Mackade

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2007

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-513-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

Devin MacKade consideraba que los veinte años eran una edad difícil en la vida de un hombre. Era lo suficientemente mayor como para que lo consideraran responsable de sus actos, como para ganarse la vida y como para querer a una mujer. Sin embargo, a los ojos de la ley, no era lo suficientemente mayor como para que lo consideraran adulto.

Se alegraba de que aquel estado sólo durara doce meses.

Era el tercero de cuatro hermanos, así que ya había visto a Jared y a Rafe pasar a la edad adulta, y Shane no iba muy por detrás de él. En realidad, Devin no tenía prisa. Estaba disfrutando de la vida, pero también había empezado, con su carácter metódico, a hacer planes para lo que sería su existencia.

En la pequeña ciudad de Antietam, en Maryland, todo el mundo se habría quedado sorprendido al saber que había decidido respetar la ley en vez de quebrantarla.

Su madre lo había presionado para que fuera a la facultad, cierto, pero una vez que había llegado allí, Devin había decidido disfrutar de los estudios. Los cursos de administración de justicia, criminología y sociología le fascinaban. Le gustaba saber cómo se hacían las normas, por qué y cómo se hacían cumplir. Le había parecido casi desde el principio que aquellos libros, aquellas palabras, aquellos ideales, estaban esperando a que él los descubriera.

Así que había decidido hacerse policía.

No era algo que quisiera compartir con la familia todavía. Sus hermanos le tomarían el pelo, sin duda. Ni siquiera Jared, que ya estaba en camino de convertirse en abogado, mostraría la más mínima piedad. A Devin no le importaba. Sabía que podría mantener el tipo ante sus hermanos, ya fuera con palabras o con los puños. Sin embargo, por el momento, aquéllos eran sus planes personales y no se los iba a desvelar a nadie.

Sabía que no todo lo que uno deseaba salía bien. Y tenía la prueba ante sí, en el Ed’s Café, donde sus hermanos y él estaban tomando una comida rápida antes de ir a Duff’s Tavern a jugar al billar. Sí, la prueba estaba exactamente allí, sirviéndole el plato especial, ruborizándose con timidez ante las bromas de Rafe.

Con un metro setenta de altura, unos cincuenta kilos de peso, era tan delicada y frágil como una flor. Tenía el pelo de un ángel, y los ojos grises. Una naricilla respingona y la boca más bonita de todo el condado, como la de una muñeca. Unas manos pequeñas, con las que manejaba los platos, las cafeteras y los vasos con eficacia.

En una de aquellas manos había un anillo con un diminuto diamante, del tamaño justo para brillar en el dedo anular.

Ella se llamaba Cassandra Connor, y Devin tenía la sensación de que llevaba queriéndola toda la vida. La conocía de toda la vida, la había visto crecer con una chispa de interés que se había convertido en un enamoramiento profundo. Sin embargo, Devin siempre se había sentido avergonzado a la hora de hacer algo al respecto.

Y aquél era el problema. Para cuando se había decidido a actuar, ya era demasiado tarde. Joe Dolin se la había llevado. Se casarían en junio, dos semanas después de que ella se graduara del instituto.

Y no había nada que él pudiera hacer al respecto.

Devin se abstuvo de mirarla mientras ella se apartaba de su mesa. Sus hermanos tenían la mirada muy aguda, y él no podría soportar que le tomaran el pelo con algo tan íntimo y humillante como un amor no correspondido.

Así que se quedó mirando por la ventana que daba a Main Street. Aquello era algo en lo que sí podía participar. Un día le devolvería algo al pueblo que había sido una parte tan importante de su vida. Un día serviría a la ley y protegería a los ciudadanos allí. Era su destino. Lo sentía.

De la misma manera que, según soñaba a veces, había hecho en el pasado, o al menos había intentado hacer, cuando el pueblo estaba devastado por la guerra y dividido en lealtades opuestas. En sueños, veía cómo había ocurrido todo, y era igual que en aquellas fotografías de la Guerra Civil. Casas de piedra e iglesias, caballos y carruajes. Algunas veces casi podía oír a los hombres agrupados en las esquinas o en la barbería, hablando sobre la guerra entre los estados.

Por supuesto, pensó con fría racionalidad, el pueblo, o al menos algunas partes de él, estaban encantadas. La vieja casa Barlow, que estaba en una colina que había a las afueras del pueblo, el bosque, su propia casa, los campos que ayudaba a cultivar todas las primaveras. Había ecos de vidas y muertes, de esperanzas y de miedos.

Sólo había que pararse a escuchar.

–Es casi tan bueno como el de mamá –dijo Shane, mientras devoraba el puré de patatas de su plato. El hoyuelo de los MacKade se le marcó en la mejilla al sonreír–. Casi. ¿Qué pensáis que hacen las mujeres cuando salen de noche?

–Cotillear –dijo Rafe, cuyo plato ya estaba vacío. Se apoyó en el respaldo de la silla y encendió un cigarrillo–. ¿Qué iban a hacer?

–Mamá tiene derecho a hacerlo –comentó Jared.

–Yo no he dicho que no lo tenga. Sin embargo, seguramente la vieja señora Metz le está dando un buen sermón sobre nosotros –dijo Rafe, sonriendo con picardía. Sabía que su madre era capaz de manejar a la señora Metz con un brazo atado a la espalda.

Devin miró a su hermano.

–¿Hemos hecho algo últimamente?

Todos pensaron en ello. No porque no tuvieran recuerdos, sino porque se metían en problemas tan fácilmente que a menudo hacían la vista gorda con los resultados.

Cualquiera que pasara por delante del escaparate del Ed’s Café vería a los cuatro MacKade, morenos y de ojos verdes, tan guapos como para subirle la presión sanguínea a cualquier mujer, de diez a ochenta años. Tan imprudentes y temerarios como para que la mayor parte de los hombres se prepararan o se echaran atrás.

Discutieron un rato sobre quién había hecho más recientemente, entre peleas e infracciones de la ley. Al final llegaron a la conclusión de que había ganado Rafe, con su carrera contra el Chevy de Joe Dolin en la Route 34.

La policía no los había atrapado, pero era un secreto a voces. Sobre todo, porque Rafe había ganado, y Joe se había dedicado a decir que quería venganza.

–Ese tipo es un imbécil –dijo Rafe. Nadie lo contradijo, pero Rafe señaló con un gesto de la cabeza a Cassie, que estaba sirviendo otra mesa–. ¿Qué verá en él una chica tan guapa y buena como Cassie?

–En mi opinión, ella quiere salir de su casa –dijo Jared, mientras apartaba su plato vacío–. Su madre sería capaz de poner a cualquiera a la fuga. Esa mujer es una fanática.

–Quizá ella lo quiera –dijo Devin en voz baja.

La opinión de Rafe era mucho más cruda.

–Esa chica sólo tiene diecisiete años –dijo–. Se enamorará una docena de veces.

–No todo el mundo tiene el corazón tan flexible.

–Un corazón flexible –repitió Shane, riéndose–. No es que Rafe tenga el corazón flexible, Dev, es su…

–Cállate, idiota –dijo Rafe, mientras le metía un codazo en las costillas a Shane–. ¿Nos tomamos una cerveza, Jared?

–Sí.

–Es una pena que vosotros dos tengáis que seguir bebiendo refrescos. Estoy seguro de que Duff tiene un barril lleno de burbujitas para vosotros, niños –les dijo Rafe en tono de sorna a sus hermanos menores.

Aquel comentario, por supuesto, ofendió a Shane. Era el objetivo deseado. Al principio hubo palabras subidas de tono, y después empujones. Desde el mostrador, Edwina Crump les gritó que salieran a la calle.

Y obedecieron. Devin se quedó atrás, pagando la cuenta.

Al otro lado de la ventana de la cafetería, sus hermanos seguían empujándose, más por hábito que por mal humor. Sin hacerles caso, Devin sonrió a Cassie.

–Sólo están bravuconeando –le dijo, dándole una propina que no la avergonzara.

–A veces, el comisario viene a estas horas de la noche –dijo ella. Su voz fue sólo un susurro de advertencia. Y tan dulce, que Devin estuvo a punto de suspirar.

–Iré a separarlos.

Devin se levantó de la mesa. Pensó que, probablemente, su madre conocía sus sentimientos. Era imposible ocultarle algo. Dios sabía que todos lo habían intentado y ninguno lo había conseguido. Devin también pensó que sabía lo que ella iba a decirle.

Que aún era joven, que habría otras chicas, otras mujeres, otros amores. Y se lo diría con la mejor de las intenciones.

Devin era consciente de que, aunque aún no era adulto completamente, sí tenía un corazón de hombre. Y de que ya lo había dado.

Sin embargo, disimuló lo mejor que supo, porque por nada del mundo quería la compasión de Cassie. Con aire despreocupado, salió de la cafetería para separar a sus hermanos. Agarró a Shane por el brazo, le dio un codazo en el estómago a Rafe, arqueó la ceja hacia Jared y sugirió, amablemente, que todos se marcharan a jugar un rato al billar.

Uno

El pueblo de Antietam estaba muy bonito en primavera.

Al comisario Devin MacKade le gustaba pasear por las aceras, oler la hierba recién cortada y las flores, escuchar el ladrido de los perros y los gritos de los niños.

Le gustaban el orden de las cosas y la continuidad, y también los pequeños cambios. Fuera del banco había un macizo de begonias rosas abriéndose. Los tres coches cuyos dueños esperaban ser atendidos en la ventanilla rápida constituían un atasco. Frente a la oficina de correos había ancianos sentados en un banco, tomando el fresco. Y a través del escaparate de la barbería, Devin vio a un niño experimentando su primer corte de pelo, mientras su madre lo observaba con los ojos humedecidos.

Había ya pancartas colgadas para celebrar el desfile anual del Memorial Day, el último lunes de mayo, jornada durante la cual, todo el país recordaba a los caídos en la Guerra Civil. Todo el mundo preparaba sus casas y sus jardines para el evento.

Devin disfrutaba de aquel acto, pese a que requería una logística especial y a que siempre causaba problemas de tráfico. Le gustaba cómo la gente de su pueblo se dedicaba a aquel fin de semana y mostraba lo mucho que le importaba, lo orgullosos que estaban. En pequeñas ciudades como la suya, que habían conocido el sonido de los rifles y el mortero y los terribles gritos de los heridos, no se olvidaba a los muertos de la contienda.

Cuando volvió la cabeza para seguir su ruta y miró hacia delante por la calle, Devin suspiró. Allí estaba el Buick de la señora Metz, aparcado, como siempre, en la zona roja. Devin pensó que podía ponerle una multa, también como siempre, y ella la pagaría. Sin embargo, cuando fuera a su oficina a darle el dinero, también le echaría un sermón. Dejó escapar una exhalación resignada y miró la puerta de la biblioteca. Sin duda, la señora Metz estaba allí, cotilleando sobre el mostrador con Sarah Jane Poffenberger.

Devin hizo acopio de valor y fortaleza y subió las viejas escaleras de piedra. La señora Metz estaba exactamente donde él había pensado: hablando del último chisme con la bibliotecaria.

–Señora Metz –le dijo él en voz baja. Muchas veces, en su juventud, la señorita Sarah Jane lo había echado de la biblioteca por no mantenerse en silencio.

–Vaya, Devin, hola –respondió la señora Metz con una enorme sonrisa–. ¿Cómo estás esta preciosa tarde?

–Muy bien. Hola, señorita Sarah Jane.

–Devin –respondió la bibliotecaria. Tenía el pelo de color gris, recogido en un moño, y la piel muy blanca. Iba con un vestido almidonado abotonado hasta el cuello. Sarah Jane asintió majestuosamente–. ¿Has venido a devolverme ese ejemplar de La insignia roja del valor?

–No, señora –respondió él, casi ruborizado.

Había perdido aquel maldito libro casi veinte años antes, lo había pagado e incluso había estado barriendo la biblioteca durante un mes como castigo por su descuido. Y, aunque ya se había convertido en un hombre, un hombre que llevaba placa y al que la mayoría de la gente consideraba responsable, se sintió como un niño ante la mirada inflexible de Sarah Jane Poffenberger.

–Un libro es un tesoro –le dijo ella, como siempre.

–Sí, señora. Eh… señora Metz… –más por salvarse que por hacer respetar las leyes de aparcamiento, Devin desvió la mirada–. Ha aparcado en un sitio indebido. De nuevo.

–¿De veras? –preguntó la señora Metz, toda inocencia–. Vaya, no sé cómo ha podido ocurrir, Devin. Juraría que he aparcado en un lugar permitido. He venido a buscar unos cuantos libros. Leer es uno de los regalos de Dios, ¿verdad, Sarah Jane?

–Por supuesto –respondió la bibliotecaria.

Aunque la expresión de su cara permaneció solemne, en los ojos oscuros de Sarah Jane se reflejaba la risa. Devin tuvo que concentrarse para no comenzar a arrastrar los pies.

–Está en la zona roja, señora Metz.

–Oh, querido. No me habrás puesto una multa, ¿verdad?

–Todavía no –murmuró Devin.

–Porque el señor Metz refunfuña mucho cuando me ponen una multa. Y sólo llevo aquí un par de minutos, ¿verdad, Sarah Jane?

–Un par de minutos –confirmó Sarah Jane, pero le hizo un guiño a Devin.

–Si no le importa mover su coche…

–Lo haré. En cuanto mire estos libros. O mejor, elígelos tú por mí, Sarah Jane, mientras Devin nos cuenta qué tal está su familia.

Devin sabía cuándo lo habían derrotado. Después de todo, era policía.

–Todos están bien.

–Y esos preciosos bebés. ¡Imagínate! Tus dos hermanos teniendo niños con sólo meses de diferencia. Tengo que acercarme un día a verlos a todos.

–Los bebés también están bien –dijo él, suavizándose al pensar en los niños–. Creciendo.

–Oh, cómo crecen, ¿verdad, Sarah Jane? Crecen como las malas hierbas antes de que te des cuenta. Ahora ya tienes un sobrino y una sobrina.

–Dos sobrinos y una sobrina –le recordó Devin, añadiendo al hijo de Savannah, la mujer de Jared. El pequeño se llamaba Bryan.

–Sí, sí, claro. ¿No te entran ganas de comenzar tu propia familia?

Devin se mantuvo firme.

–Ser tío me gusta –dijo. Y después, sin un solo remordimiento, echó a su cuñada a los lobos–. Regan tiene al pequeño Nate en la tienda hoy. Los he visto hace un par de horas.

–¿De veras?

–Mencionó que quizá Savannah pasara a hacerles una visita con Layla.

–¡Oh, vaya! Bueno… –el hecho de ser capaz de atrapar a dos mujeres MacKade con sus niños era tal golpe de suerte que la señora Metz estuvo a punto de echarse a temblar de emoción–. Date prisa con los libros, Sarah Jane. Tengo que hacer los recados.

–Muy bien. Ahora mismo acabo –dijo Sarah Jane. A los pocos segundos, le entregó una bolsa de papel llena de volúmenes. Y momentos después, la señora Metz salía de la biblioteca resoplando, y Sarah Jane sonrió–. Eres un chico listo, Devin. Siempre lo fuiste.

–Si Regan averigua que la he enviado para allá, me desollará vivo –dijo él con una sonrisa–. Pero un hombre tiene que hacer lo que debe. Me alegro de haberla visto, señorita Sarah Jane.

–Encuentra ese ejemplar de La insignia roja del valor, Devin MacKade. Los libros no deben perderse.

Él se encogió cuando salía por la puerta.

–Sí, señora.

Para lo corpulenta que era, la señora Metz se había movido rápidamente. Ya estaba sacando el coche de la zona roja. Se adentró en el tráfico y desapareció. Felicitándose por haber hecho bien su trabajo, Devin se dijo que podía acercarse un momento a MacKade Inn.

Sólo necesitaba comprobar que todo iba bien, se dijo mientras caminaba hacia su coche patrulla. Era la casa de su hermano Rafe, después de todo. Devin tenía el deber de vigilarla de vez en cuando.

El hecho de que Cassie Dolin llevara la casa de huéspedes y viviera en el tercer piso con sus dos niños no tenía nada que ver.

Sólo estaba haciendo su trabajo.

Lo cual era, pensó mientras se sentaba tras el volante, una enorme y ridícula mentira.

Sin embargo, sí estaba haciendo lo que tenía que hacer, que era verla. Al menos una vez al día, tenía que verla. Pese a lo mucho que le doliera, o lo cuidadoso que debía ser. Más cuidadoso aún teniendo en cuenta que ella se había divorciado de aquel miserable que la había pegado y maltratado durante años.

Joe Dolin estaba en la cárcel, pensó Devin con satisfacción mientras se dirigía a las afueras de la ciudad. Y estaría allí durante bastante tiempo.

Y el comisario, como amigo, como el hombre que la había amado durante casi toda su vida, Devin tenía el deber de cerciorarse de que Cassie y los niños estaban seguros y felices.

Lo que había sido la vieja casa Barlow, y que seguramente quedaría con aquel nombre para siempre en la mente de los habitantes del pueblo, estaba en una colina a la salida de Antietam. Antiguamente era la propiedad de un hombre que disfrutaba del tamaño de la casa, de su mobiliario caro y de sus vistas envidiables. Se había mantenido en pie mientras las batallas más sangrientas de la Guerra Civil se libraban a su alrededor. Se había mantenido en pie cuando un joven soldado había sido asesinado en su gran escalinata. Se había mantenido en pie mientras la señora de la casa sufría hasta morir. O eso decía la leyenda.

Había seguido en pie, cayendo en el olvido, en el desuso, en la decadencia. Había quedado vacía, salvo por sus fantasmas, durante décadas.

Hasta que Rafe MacKade había vuelto y se había convertido en su propietario.

Era la casa lo que había unido a Rafe y a Regan. Entre los dos habían convertido aquel viejo edificio inquietante en algo precioso y encantador.

Donde antes había malas hierbas y espinos, habían plantado flores y césped. El mismo Devin había ayudado a preparar el jardín. Los MacKade siempre se unían cuando se trataba de hacer realidad un sueño, o de destruir enemigos.

Los cristales brillaban, las ventanas tenían un marco azul y en las macetas de los alféizares siempre había pensamientos. Los porches estaban pintados del mismo azul, y ofrecían a los huéspedes un lugar donde sentarse y mirar hacia el pueblo. O, si querían, podían sentarse en el porche trasero de la casa, donde tendrían una gran vista de los bosques encantados que rodeaban la finca de la posada, de la propia granja de los MacKade y de las tierras donde vivían Jared, su mujer, Savannah, y sus hijos.

Devin no llamó. Entró, simplemente. No había coches en el aparcamiento, salvo el de Cassie, así que Devin supo que los huéspedes de la noche anterior se habrían marchado, y que los otros estaban por llegar.

Se quedó un momento en el vestíbulo. El suelo estaba reluciente, cubierto por preciosas alfombras. La escalinata era magnífica. Siempre había flores en los jarrones. Cassie se ocupaba de ello.

Así que, para Devin, aquella casa siempre olía a Cassie.

No estaba seguro de dónde iba a encontrarla; podía estar en la cocina, en el jardín o en su apartamento del tercer piso. Él atravesó la casa hacia la parte trasera para buscarla allí primero.

Era difícil creer que, menos de dos años antes, la casa estuviera llena de telarañas y polvo, de humedades y de desconchones. En aquel momento, todo brillaba y las mesas antiguas estaban cubiertas de bonitas figuras de porcelana.

Rafe y Regan habían hecho algo precioso con la mansión. Habían construido algo. Igual que estaban haciendo en la casa antigua que habían comprado para vivir a las afueras del pueblo.

Devin le envidiaba a su hermano no sólo el amor, sino la compañía de una mujer, el hogar y la familia que habían creado juntos.

Shane tenía la granja. Técnicamente era de los cuatro, pero en realidad era de Shane en cuerpo y alma. Rafe tenía a Regan y a su bebé, la casa de huéspedes y la preciosa casa que estaban convirtiendo en su hogar. Jared tenía a Savannah, a los niños y la cabaña.

¿Y qué tenía él?, se preguntó Devin. Bueno, supuso que tenía la ciudad. Y un camastro en la habitación privada del comisario que había en la comisaría.

Siguió caminando por la casa en busca de Cassie. La cocina estaba vacía, pero por la ventana, Devin vio que ella estaba recogiendo las sábanas que había tendido fuera y que se habían secado con la cálida brisa.

Parecía que estaba feliz. Tenía una ligera sonrisa en los labios y una mirada soñadora en los ojos grises. La brisa que movía las sábanas le revolvía el pelo, haciendo que los rizos dorados le bailaran alrededor de la cara, del cuello y de la garganta.

Era una mujer ordenada, limpia, eficiente, pero no fría. Llevaba una camisa blanca de algodón y unos pantalones azul marino. Últimamente había empezado a llevar, incluso, pequeñas joyas, pero no anillos. Llevaba divorciada un año, y él sabía el día exacto en que se había quitado la alianza.

Exactamente igual que recordaba la primera vez que había recibido una llamada de la casa que tenía alquilada con Joe, de parte de los vecinos. Recordaba el miedo que había visto en sus ojos cuando le había abierto la puerta, las marcas que tenía en la cara, su voz temblorosa al decirle que no había ningún problema en absoluto. Sólo se había resbalado y se había caído. Eso era todo.

Sí, lo recordaba. Y también se acordaba de su propia frustración, de la horrible sensación de impotencia de aquella primera vez, y de todas las otras veces en las que había tenido que hablar con ella, que preguntarle, que decirle en voz baja que había alternativa, opciones que ella rechazaba con un susurro.

No había nada que él hubiera podido hacer, como sheriff, para detener lo que ocurría en aquella casa, hasta el día en que ella se había presentado en su oficina, llena de hematomas, golpeada, aterrorizada, para presentar una denuncia.

Había muy poco que pudiera hacer en aquel momento, como sheriff, salvo ofrecerle su amistad.

Así que salió por la puerta trasera, con una sonrisa despreocupada.

–Hola, Cass.

Lo primero que se reflejó en sus ojos fue la alarma. Devin ya estaba acostumbrado, aunque le dolía terriblemente saber que pensaba en él como comisario en primer lugar, como autoridad, como mensajero de problemas, antes de pensar en él como un viejo amigo. Sin embargo, ella sonrió con más rapidez que antes, y la tensión desapareció de aquellos delicados rasgos.

–Hola, Devin –respondió ella, con calma, porque estaba aprendiendo a conservar la tranquilidad. Prendió una pinza en la cuerda y comenzó a doblar una de las sábanas.

–¿Necesitas ayuda?

Antes de que ella pudiera rehusar el ofrecimiento, él estaba quitando pinzas y tomando las sábanas. Cassie no podía acostumbrarse a que un hombre hiciera aquellas cosas. Sobre todo, semejante hombre. Era tan… grande. Tenía los hombros anchos, las manos grandes, las piernas largas. Y era guapísimo, por supuesto. Todos los MacKade lo eran.

Devin tenía algo tan masculino que Cassie no podía explicarlo. Incluso doblando competentemente las sábanas y poniéndolas en la cesta era todo virilidad. No llevaba uniforme de policía, sino pantalones vaqueros y una camisa azul de algodón, remangada. Tenía músculos allí debajo, Cassie los había visto. Y ella tenía poderosas razones para temer la fuerza de un hombre. Pero, pese a sus manos grandes y sus hombros anchos, Cassie no había visto nada más que amabilidad en Devin. Intentó recordar eso cada vez que se rozaban involuntariamente al tomar las sábanas de la cuerda.

Sin embargo, Cassie se retiró un par de pasos para mantener la distancia entre ellos. Devin sonrió, y ella intentó pensar en algo que decir. Sería más fácil si él no fuera tan… seguro, supuso. Tan vivo. Tenía el pelo negro y ligeramente ondulado, y los ojos tan verdes como la hierba. Tenía los rasgos de la cara marcados, formando planos y ángulos. Y la boca firme, y aquel hoyuelo que atraía constantemente la mirada.

Incluso olía a hombre. Jabón y transpiración fresca. Él siempre había sido bueno con ella, y había formado parte de su vida desde siempre. Sin embargo, cuando estaban a solas, ella se sentía tan nerviosa como un gato frente a un perro.

–Hace un día demasiado bonito como para secarlas en la secadora.

–¿Qué? –preguntó ella, desconcertada–. Ah, sí. Me gusta colgar la ropa fuera cuando tengo tiempo. Ayer hubo dos huéspedes, y hoy llegará otra pareja. Está todo ocupado para el fin de semana del Memorial Day.

–Vas a tener mucho trabajo.

–Sí. Aunque, en realidad, para mí no es trabajo.

Él observó las suaves sábanas que había en la cesta.

–No como ser camarera en Ed’s Café.

–No –respondió Cassie. Sonrió mientras experimentaba un sentimiento de culpabilidad–. Ella siempre ha sido maravillosa conmigo. Fue estupendo trabajar en su cafetería.

–Todavía está molesta con Rafe por haberte contratado –dijo él, y al darse cuenta de que ella se quedaba consternada, sacudió la cabeza–. Sólo estaba bromeando, Cassie. Sabes que Edwina está muy contenta de que aceptaras este trabajo. ¿Cómo están los niños?

–Están bien. Estupendamente –dijo ella. Antes de que pudiera tomar la cesta de las sábanas, Devin se la apoyó en la cadera, dejándola sin nada que hacer con las manos–. Volverán pronto del colegio.

–¿Hoy no hay liga infantil?

–No. Connor está entusiasmado por haber conseguido entrar en el equipo.

–Es el mejor lanzador que tienen.

–Eso dice todo el mundo –respondió ella. Habían entrado en la cocina, y automáticamente, fue hacia los fuegos a preparar café–. Es muy raro. A él nunca le habían interesado los deportes antes de… bueno, antes –terminó, torpemente–. Bryan ha sido una influencia muy buena para él.

–Mi sobrino es un niño estupendo.

En aquella afirmación había un orgullo tan sincero que Cassie se volvió a mirarlo.

–Lo ves como tu sobrino, ¿verdad? Aunque no tengáis relación de sangre.

–Cuando Jared se casó con Savannah, Bryan se convirtió en su hijo, y al mismo tiempo, en mi sobrino. La familia no es sólo cuestión de sangre.

–No, y algunas veces, la familia de sangre causa más problemas que la que no lo es.

–Tu madre ha vuelto a fastidiarte otra vez.

Ella encogió un hombro y se volvió de nuevo hacia la cafetera.

–Tiene su forma de pensar –dijo.