Escritor y pintor, comenzó su actividad pública como creador en Palma de Mallorca, en torno a la revista Papeles de Son Armadans, en donde conoció a Camilo José Cela, A. F. Molina, Robert Graves, Cristóbal Serra y Antoni Serra.
En 1967 se transladó al Barrio Gótico de Barcelona desde donde dirigió la colección La Esquina, en la que publicaron, entre otros escritores, a Juan Eduardo Cirlot, Max Aub, Joan Brossa, Juan Ramón Jiménez, Alejandra Pizarnik, Ramón Gómez de la Serna y Carlos Edmundo de Ory.
Es autor de: Los chicos salvajes, 1971; Textos para leer dentro de un espejo morado, 1975; Cartas Apócrifas, 1987; Tiempo de Quimera, 2001; El otro viaje, 2003; Códols en New York, 2004; Un bárbaro en Barcelona, 2009; Escritos caóticos, 2009, y Dentro de un espejo morado (edición bilingüe, francés - castellano), 2010, entre otros títulos.
Defensor de la estética postista, del surrealismo, y de cierto realismo, Beneyto ha proclamado a los cuatro vientos su código poético y estético, que supone un desvío de los valores generalmente aceptados. Una amplia visión de su trayectoria pictórica y escultórica se halla en el libro monográfico Beneyto, creador postista (Colección Art-Land, March Editor, Barcelona, 2002) y también en la web: www.antonio-beneyto.com
En la actualidad es jefe de redacción de la revista cultural Barcarola (Albacete), y coordina Biblioteca Íntima, colección de libros en March Editor. Y sigue viviendo y trabajando, desde 1967, en el Barrio Gótico de Barcelona.
AQUEL niño que había nacido sin padres en vez de uñas tenía flores y por esto se las comía.
Aquel niño en vez de ojos usaba faros de automóvil porque había nacido en el año 5.000.
Aquel niño recordaba a su padre (¿?) en la cárcel y entonces veía una gran pared blanca cruzada por una raya negra.
Aquel niño para consolarse vivía en un ataúd y coleccionaba círculos rojos, azules, verdes, y maravedís de oro.
LA niña era hija de un homosexual. Sin embargo, ella jugaba a las casitas, a los papás y a las mamás y, cuando sentía muchas ganas de llorar abría las piernecitas, se pinchaba con un alfiler en el ombligo y entonces brotaban por él las lágrimas. Su padre, mientras, se iba a pasear con el sacristán de la ciudad por la vereda solitaria del cementerio.
EL chico del farmacéutico era alto, delgaducho y desgarbado. Siempre andaba jugando a las tres en raya con las amigas de su hermana y representando teatro religioso.
Viéndolo el padre cruzaba el índice y el pulgar de la mano izquierda y rezaba un Padrenuestro.
El chico del farmacéutico acabó sus días escribiendo cartas a todos los periódicos del contorno donde él reposaba su cabeza de ratón de campo de pata blanca.
MIENTRAS el hojalatero curaba a la rana selvática su hija escribía un poema de amor que, luego más tarde, leía a sus compañeras en la escuela de religiosas.
Sus compañeras oyéndola decir los versos reían pues sabían que era la hija del hojalatero y que había nacido por la voluntad de una perra que los oriundos del lugar llamaban puta.
ERA rubio y empezaba a salirle el bigote y por esto y otras cosas un mediodía de mucho calor decidió abandonar la ciudad.