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Joseph Conrad

KARAIN: UN RECUERDO

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I

Le conocimos en aquellos días inseguros en que nos conformábamos con poder conservar en nuestras manos vida y hacienda. Ninguno de nosotros, creo, disfruta ahora de hacienda alguna y tengo entendido que muchos, por descuido, perdieron la vida; mas sé bien que los escasos supervivientes no son tan miopes que no acierten a discernir, en la dudosa exactitud de los periódicos, las noticias de las varias rebeliones de indígenas ocurridas en el archipiélago Oriental. Entre las líneas de aquellos breves párrafos brilla el sol y se percibe el destello del mar. Un nombre extraño aviva nuestros recuerdos; las frases impresas perfuman ligeramente la humosa atmósfera de la época con la fragancia penetrante y sutil de una brisa costera alentada bajo las estrellas de pretéritas noches; un fuego de señales brilla como una joya sobre la frente erguida de la sombría colina; enormes árboles, centinelas avanzados de bosques inmensos, se levantan, vigilantes e inmóviles, sobre dormidos estuarios; una línea de blanca resaca retumba contra una playa desolada, mientras las aguas, poco profundas, espuman en los arrecifes; y sobre la superficie de un mar luminoso, salpicados en la calma del mediodía, se extienden verdes islotes como un puñado de esmeraldas en el acero de un escudo.

Hay rostros también: rostros oscuros, truculentos, sonrientes; rostros francos y audaces de hombres de pies desnudos, bien armados y silenciosos. Llenaron completamente la estrecha longitud de los puentes de nuestra goleta con su ornamentada y bárbara aglomeración, con los variados colorines de sus túnicas a cuadros, sus rojos turbantes, blancas chaquetillas y bordados, con el brillo de sus cimitarras, argollas de oro, amuletos, ajorcas, lanzas y las enjoyadas empuñaduras de sus armas. Eran decididos, de ojos resueltos, de maneras recogidas, y nos parece escuchar aún sus voces suaves hablando de combates, viajes y escapadas, envaneciéndose con mesura, bromeando jovialmente; ensalzando, a veces, en comedido murmullo, la propia audacia, nuestra generosidad, o celebrando, con leal entusiasmo, las virtudes de su señor. Recordamos los rostros, los ojos, las voces; vemos nuevamente el brillo de las sedas y los metales; el estremecimiento rumoroso de aquella multitud, brillante, alegre y marcial, y nos parece sentir aún el apretón de sus broncíneas manos, que, tras ligera sacudida, volvían a apoyarse sobre las cinceladas empuñaduras. Tales eran las gentes de Karain, sus devotos partidarios. Sus movimientos pendían de sus labios, y en sus ojos leían ellos sus pensamientos; él les hablaba, en voz baja y con gran desenfado, de la vida y de la muerte, y sus hombres aceptaban sus palabras humildemente, como dones de la fatalidad. Todos eran hombres libres; mas, cuando a él se dirigían, se llamaban «Tu esclavo». A su paso, callaban las voces, como si marchase custodiado del silencio; temerosos murmullos le seguían. Le llamaban su jefe guerrero. Era Karain el gobernante de tres villorrios en una angosta planicie; el amo de una insignificante faja de tierra conquistada, que, semejante en sus contornos a una luna nueva, se extendía ignorada entre las montañas y el mar.

Desde el puente de nuestra goleta, anclada en el centro de la bahía, nos indicó con un gesto teatral de su brazo, la extensión de sus dominios, a lo largo de la rugosa silueta de las montañas, y con su ademán pareció alejar sus límites, acrecentándolos de pronto hasta algo tan inmenso y tan vago que, por un instante, se diría que su sola frontera era el cielo. Y en verdad, observando el lugar, apartado del mar e incomunicado de la tierra por el desigual declive de las montañas, difícil era suponer la existencia de vecindad alguna. El sitio era tranquilo, solitario, ignorado y pletórico de una vida que se deslizaba clandestinamente, con una inquietante impresión de soledad, de una vida que se antojaba indeciblemente vacía de cualquier cosa que pudiera estremecer el pensamiento, llegar al corazón, ofrecer una indicación del paso ominoso de los días. Tal pareció a nuestros ojos como tierra sin recuerdos, desengaños ni esperanzas; una tierra donde nada podría sobrevivir a la llegada de la noche y en la que todo amanecer, como acto deslumbrante de creación especialísima, estuviese desligado en absoluto de la víspera y el mañana.

Karain alargó el brazo sobre ella: «¡Mía toda!».

Golpeó el puente con su largo cetro, cuyo puño de oro relampagueó como una estrella desprendida. Muy cerca de él, un viejo silencioso, metido en negra vestidura bordada, fue el único, de entre los malayos que rodeaban al jefe, que no siguió con la vista el ademán dominador. No levantó siquiera los párpados. Detrás de su amo, conservaba inclinada la cabeza, e inmóvil, sosteniendo en su hombro derecho una larga hoja envainada en funda de plata. Estaba allí de guardia, pero sin curiosidad, y parecía fatigado, no por los años, sino por la posesión de algún pesado secreto de la existencia. Karain, fuerte y orgulloso, guardaba pretenciosa actitud y respiraba tranquilamente. Era aquella nuestra primera visita y paseamos a nuestro alrededor la mirada curiosa.

La bahía semejaba un insondable pozo de luz. La líquida pantalla circular reflejaba un cielo luminoso, y las costas que la encerraban formaban un opaco anillo de tierra flotando en un vacío de transparente azul. Las colinas, rojas y áridas, se erguían pesadamente contra el cielo; sus picos parecían desvanecerse en colorido estremecimiento de vapor ascendente; señaladas sus escabrosas faldas por el verde de estrechas quebradas, a sus pies se extendían arrozales, plantíos y arenas amarillas. Como hebra de hilo tirada en el suelo corría un arroyo. Grupos de árboles frutales indicaban los lugares; palmas frágiles unían sus aprobadoras cabezas sobre bajas casuchas; a lo lejos, como si fuesen de oro, brillaban las hojas de palma seca de los techos, entre la oscura aglomeración de los árboles; pasaban figuras, rápidas y fugaces; sobre la masa de los floridos matorrales se elevaba el humo de los fuegos, y, perdiéndose en líneas quebradas por entre los campos, resplandecían cercas de bambú. Un grito repentino se levantó en la costa y resonó, melancólico, en la distancia, cesando bruscamente, como si en aquella lluvia de sol se hubiera apagado; una bocanada de aire oscureció por un instante las aguas tranquilas, acarició nuestros rostros, y se perdió en olvido. Nada se movía. El sol ardiente caía a un vacío sin sombras, de colores y paz.

Tal era el escenario sobre el cual discurría, espléndidamente ataviado en su papel, incomparablemente digno, lleno de la importancia de que le rodeaba el poder provocar la absurda expectación de algo heroico e inminente —una hazaña o una canción— sobre el tono vibrante de un sol maravilloso. Resultaba pintoresco e inquietante, porque no era posible imaginar qué profundidad de espantable vacío podía disimular tan cuidada apariencia. No iba enmascarado: respiraba demasiada vida, y una máscara no es sino algo muerto, pero se presentaba a sí mismo, esencialmente, como un actor, como un ser humano agresivamente disfrazado. El más nimio de sus actos resultaba ficticio a la par que inesperado; sus palabras, graves; sus frases, fatídicas como profecías y complicadas en arabesco. Se le trataba con ese solemne respeto que en el Occidente irreverente se tributa solo a los monarcas de las candilejas; y él aceptaba el profundo homenaje con firme dignidad, rara vez vista en las tablas ni en el grosero artificio de alguna situación de escena trágica. Se hacía casi imposible recordar quién era: no más que el insignificante jefecillo de un rincón de Mindanao, convenientemente apartado, en donde nos era dable quebrantar, con relativa impunidad, la ley que contravenía el tráfico de armas y municiones con los nativos. Una vez en la bahía, no nos inquietaba lo más mínimo lo que pudiera ocurrir si alguno de los moribundos cañoneros españoles daba repentinas señales de vida: tan completamente alejada parecía del alcance de un mundo próximo. Además, por aquellos días, éramos dueños de la imaginación necesaria para considerar, con cierta regocijada ecuanimidad, la perspectiva de vernos colgados tranquilamente, lejos de cualquier protesta diplomática. En cuanto a Karain, nada podría ocurrirle que no pudiera ocurrir a los demás: la adversidad y la muerte; pero su mayor cualidad era la de presentarse eternamente envuelto en la ilusión de un triunfo inevitable. Creíase harto sensacional, demasiado necesario allí, demasiado condición vital en la existencia de sus dominios y su pueblo, para temer su destrucción por otra cosa que un terremoto. En él se resumía su raza entera; su patria, la fuerza elemental de una ardiente existencia de naturaleza tropical. El hombre poseía toda su energía exuberante, su mismo encanto, y como ella, ocultaba en su interior la semilla del peligro.

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