Mark Twain



Las aventuras de Tom Sawyer



Traducción y notas

Jorge Pérez











Título original: The Adventures of Tom Sawyer.

Traducido de la edición príncipe de 1876.

Prefacio





La mayoría de las aventuras registradas en este libro sucedieron de verdad; una o dos son experiencias propias, el resto son de niños de mi escuela. Huck Finn está tomado de la realidad; también Tom Sawyer, pero no de un solo individuo, es una mezcla de las particularidades de chicos que conocí, por tanto pertenece al orden compuesto de la arquitectura.

Las extrañas supersticiones que se mencionan prevalecían entre los hijos de los esclavos en el oeste durante el periodo de esta historia, es decir, hace treinta o cuarenta años.

A pesar de que mi libro está pensado sobre todo para el entretenimiento de chicos y chicas, espero que por eso no sea rechazado por hombres y mujeres, pues parte de mi plan ha sido tratar de recordar gozosamente a los adultos lo que alguna vez fueron, y cómo se sintieron y cómo hablaban, y las extrañas travesuras en las que a veces se vieron envueltos.



El autor,

Hartford, 1876.

Capítulo I





—¡Tom! —no hubo respuesta—, ¡Tom! —silencio—. Me pregunto, qué le pasará a este chico. ¡Ey, Tom! —nada.

La vieja dama bajó sus lentes y vio sobre ellos por todo el cuarto, luego se los ajustó de nuevo y vio por debajo. Rara vez, casi nunca, miraba a través en busca de algo tan insignificante como aquel niño; eran sus anteojos de lujo, su mayor orgullo, usarlos era cuestión de estilo, no de utilidad. Ella podría haber mirado igualmente a través de un par de fondos de botella. Quedó con incertidumbre por un momento, y luego dijo, sin ira, pero sí lo suficientemente fuerte como para que la oyeran los muebles:

—Bien, te juro que si te pongo las manos encima… —no terminó de hablar, porque se agachó para dar escobazos por debajo de la cama, así que necesitaba el aliento para asestar sus golpes con fuerza. Lo único que consiguió fue despertar al gato.

—No se ha visto semejante cosa como este chiquillo —fue hacia la puerta, donde se paró viendo las plantas de tomate y las hierbas silvestres que poblaban el jardín. Ni rastros de Tom. Así que subió el tono de su voz en un ángulo calculado para la distancia y gritó—: ¡Tom, ven!

Hubo un ligero ruido detrás de ella, así que se dio la vuelta apenas para alcanzar al chico por un extremo de su chamarra y detener su vuelo.

—De haber sabido que estabas en la alacena… ¿qué hacías ahí?

—Nada

—¡Nada! Mira nada más tus manos, y ve tu boca, ¿de qué estás manchado?

—No sé, tía.

—Bueno, pues yo sí sé. Es mermelada, eso es lo que es. Te he dicho miles de veces que si no dejas en paz la mermelada te voy a castigar. Dame ese frasco —el frasco voló por el aire, aquello era una situación peligrosa.

—Dios santo, tía, ¡mira detrás de ti! —la anciana se giró y levantó su falda para esquivar el peligro. El chamaco voló en ese instante, escaló la cerca y desapareció tras ella.

Su tía Polly quedó atónita al principio, y luego soltó una carcajada suave.

—Caray, con este chico, ¿es que no aprendo? Me la ha aplicado una y otra vez que ya debería conocerlo. Pero ya estoy grande para aprender. Perro viejo no aprende trucos nuevos, dice el dicho. Pero, Dios mío, siempre le cambia, de un día para otro, ¿cómo se supone que sepa qué sigue? Parece que sabe justo cuánto puede atormentarme antes de estallar de coraje, y sabe que si logra desconcertarme o hacerme reír ya todo está perdido para mí y no puedo pegarle. No hago mi deber con este chico, verdad de Dios, el cielo lo sabe. Pero el que escatima en regaños, al niño aborrece, dice el Buen Libro.1 Estoy bajo pecado y sufro por los dos, ya lo sé. Tiene el diablo en el cuerpo, qué puedo hacer, es hijo de mi hermana, que en paz descanse; pobrecillo, pero no tengo el valor de reprimirlo de ninguna manera. Cada que lo dejo me remuerde la consciencia, pero cada que le pego mi viejo corazón se parte en dos. Así las cosas, el hombre nacido del vientre de una mujer tiene pocos días y muchas penas, como dicen las Escrituras, y así lo creo yo. Seguro se hará la pinta esta tarde, y me veo obligada a hacerlo trabajar mañana, a guisa de castigo. Es algo difícil hacerlo trabajar los sábados, cuando todos los demás chicos tienen el día libre, pero es que odia el trabajo más que cualquier otra cosa, y tengo que cumplir mi compromiso con él, o arruinaré su vida.

De hecho, Tom se hizo la pinta, y se la pasó muy bien. Regresó a casa justo a tiempo para ayudar a Jim —el pequeño negro— a aserrar la madera del día siguiente y cortar el ocote antes de la cena. Por lo menos llegó a tiempo para contarle sus aventuras a Jim mientras éste hacía tres cuartas partes del trabajo. El hermano menor de Tom —o mejor dicho, el medio hermano—, Sid, ya había terminado su parte del trabajo —recoger las astillas—, pues era un niño pequeño, y no era para nada travieso ni problemático.

Mientras Tom terminaba su sopa —y agarraba sin permiso azúcar en cada oportunidad—, la tía Polly le cuestionaba con astucia y profundidad, porque quería atrapar al muchacho y ponerlo en aprietos. Como cualquier gente sencilla, se jactaba de creer tener la capacidad diplomática para ahondar en misterios y resolverlos, y adoraba contemplar sus más obvios recursos como maravillas de astucia sutil. Dijo:

—Tom, hacía mucho calor en la escuela, ¿no es así?

—Sí, señora.

—Pero muchísimo calor, ¿no crees?

—Sí, señora.

—¿No te hubiera gustado ir a nadar, Tom? —un ligero temor pasó por la mente de Tom, una sospecha molesta. Analizó el gesto de la tía Polly, pero no encontró nada. Le contestó:

—No… bueno, no mucho —la anciana estiró su brazo hasta tocar su camisa:

—Pero tú no te sientes tan caluroso, hasta eso —y le satisfizo haber descubierto la camisa seca, sin dejar entrever lo que tenía en mente. Pero a pesar de ella, Tom ya sabía por dónde soplaba el viento. Así que atacó por donde sabría que iría el siguiente golpe:

—Algunos chicos nos arrojamos agua a la cabeza. De veras —a la tía le molestó pensar que había exagerado una evidencia falsa y que falló en el primer intento. Se inspiró de nuevo y dijo:

—Tom, debiste desabrocharte el cuello de tu camisa que te cosí, para poder mojarte la cabeza, ¿cierto? ¡Desabróchate la chamarra! —el rostro de Tom no mostraba preocupación. Abrió su chamarra: el cuello de su camisa estaba perfectamente cosido.

—Caray, exageré: pensé que te habías hecho la pinta para ir a nadar. Pero te perdono, Tom. Es que contigo uno ve moros con tranchete, y por ahora no hiciste nada —en parte estaba apenada porque su habilidad no fue certera, y además estaba complacida de que Tom se hubiera portado bien. Pero Sidney dijo:

—A ver… yo recuerdo que cosiste el cuello con hilo blanco, pero ése es negro.

—¡Cierto! De veras que lo cosí con hilo blanco, ¡Tom! —pero Tom no se iba a quedar esperando. Mientras corría rumbo a la puerta decía:

—Sid, me las vas a pagar por eso —ya en un lugar seguro, Tom sacó dos agujas de la solapa de su chamarra, en las que había enrollado hilo negro y blanco, una y una. Se dijo—: Nunca se hubiera dado cuenta de no ser por Sid. Si será…, a veces me lo cose con blanco, a veces con negro. Quisiera que se decidiera ya de una vez por un color, no puedo seguirle el paso. Pero ya me las pagará Sid, ¡le voy a enseñar!

No era el chico modelo del pueblo, como ejemplo singular había otro muchacho, él lo conocía y le caía mal. Con el paso de un par de minutos o menos ya había olvidado sus pesares, no solo porque sus pesares fueran mucho menos pesados y amargos que los de un hombre mayor, sino porque un nuevo interés le vino a la mente, de la misma forma en que los problemas de los adultos se olvidan con nuevos proyectos. Este flamante interés suyo era un nuevo estilo de chiflar, que le fue enseñado por un negro y que ya ansiaba practicar a solas. Consistía en un peculiar sonido similar a las aves, una especie de variación líquida del gorjeo producido por el contacto de la lengua con el paladar alto, con pequeños intervalos entre sonido y sonido. El lector quizá recuerde cómo hacerlo, si es que alguna vez fue niño. Con rapidez y atención dio en el clavo, y fue por la calle con su boca rebosante de armonía y su espíritu lleno de gratitud. Se sintió mejor que cualquier astrónomo al descubrir un nuevo planeta; no hay duda, entre ambos sentimientos tan fuertes, profundos y placenteros, el del niño era mayor al del astrónomo.

En el verano las tardes son más largas. Aún no era de noche, y pronto Tom paró sus silbidos. Un desconocido estaba frente a él. Era un niño más alto. Un recién llegado de cualquier edad o género era suficiente para la curiosidad de cualquier pobre habitante de un pueblucho como San Petersburgo. Este muchacho estaba bien vestido, demasiado bien vestido para no ser sábado. Eso era asombroso. Su gorra era juguetona, la chaqueta azul era nueva, de paño y elegante, al igual que sus pantalones. Llevaba zapatos puestos, y eso que apenas era viernes. Hasta usaba corbata, una brillante y colorida. Tenía un aire citadino sobre sí que molestaba a Tom como lo haría una ofensa. Mientras más veía Tom aquella espléndida maravilla, más alto levantaba su nariz con presunción, y lo andrajoso de su vestimenta le parecía que se exaltaba. Ninguno de los niños habló. Si uno se movía, igual el otro, pero solo de lado, creando un círculo; se mantenían cara a cara, viéndose a los ojos todo el tiempo. Finalmente, Tom dijo:

—¡Te gano!

—Quisiera verte.

—Pues puedo hacerlo.

—No, no puedes.

—A que sí.

—A que no.

—Que sí.

—Que no

—¡Sí!

—¡No! —y luego una pausa incómoda. Después Tom dijo:

—¿Cómo te llamas?

—Qué te importa.

—Me importa si quiero.

—¿Y por qué no lo quieres?

—Si sigues hablando lo haré.

—Blablablá. Ahí está.

—Bah, te crees muy listo, eh. Te gano incluso con una mano atada a mi espalda, si quisiera.

—Bueno, ¿y por qué no quieres? Si dices que puedes hacerlo…

—Pues lo hago, si te metes conmigo.

—Uh, claro, he visto familias enteras por el estilo.

—Te crees muy listo, te crees importante, ¿no? Ah, ¡mira tu sombrero!

—Puedes quitármelo si no te gusta. Te reto a que intentes quitármelo, a cualquiera que lo intente le puedo ganar.

—Mientes.

—Tú también.

—Eres muy mentiroso y no se te va a quitar.

—¡Vete de aquí!

—¡Bah!, si me dices más tonterías te voy a arrojar una piedra en la cabeza.

—Uh, claro que no.

—De veras que sí.

—¿Y por qué no lo haces ya? ¿Por qué sólo dices que vas a hacer algo y nunca haces nada, eh, por qué? Es porque tienes miedo.

—Yo no tengo miedo.

—Sí que lo tienes.

—Que no.

—Que sí —otra pausa, más miradas y otra vuelta en círculo. De golpe estaban hombro a hombro. Tom dijo:

—¡Aléjate de mí!

—¡Aléjate tú!

—No.

—Pues yo tampoco —se quedaron así, cada uno con una pierna como eje, ambos empujando contra el otro con fuerza y coraje, con furiosas miradas para el otro. Pero ninguno sacaba ventaja. Luego de forcejear hasta que los dos quedaron agitados y sudorosos, fueron cediendo con precaución. Tom habló:

—Eres un cobarde y un niñato. Le hablaré a mi hermano mayor de ti, y te hará picadillo con su dedo meñique; le diré que lo haga.

—¡A mí qué tu hermano mayor? Tengo un hermano mayor que es más grande que el tuyo, y lo que es más, lo puede mandar a volar por esa cerca, también —ambos hermanos eran imaginarios.

—Eso es mentira.

—Di lo que quieras —Tom dibujó una línea en la tierra con el dedo gordo del pie, y dijo:

—Te reto a que pases a este lado, si lo haces te daré una paliza que no te vas a poder levantar. El que la busca la encuentra —y muy veloz el chico nuevo pasó la línea, diciendo:

—Dijiste que lo harías, quiero ver.

—No te metas conmigo, mejor ándate con cuidado.

—No, dijiste que lo harías, ¿por qué no lo haces?

—Ya dijiste, lo haría por menos de un peso —el recién llegado sacó dos tostones de su bolsillo y los agitó en burla. Tom los tiró al suelo. En fa los muchachos ya rodaban por el suelo, prensados como gatos, y por el lapso de un minuto soltaron manotazos y jalones contra sus ropas y cabello, arañaron y golpearon sus narices, se cubrieron con polvo y gloria. De repente, la confusión cobró forma y una nube de polvo por la batalla dejó entrever a Tom, montado sobre la espalda del chico nuevo, sometiéndolo con su puño.

—¡Ríndete! —dijo. El niño sólo forcejeaba para soltarse. Ya lloraba, más que nada de rabia—. ¡Ríndete! —y la paliza seguía. Por fin el desconocido musitó:

—¡Me rindo! —y Tom lo soltó y dijo:

—A ver si aprendes. Mejor ándate con cuidado, ve con quién te metes la próxima vez —el niño se fue, sacudiendo el polvo de su ropa, sollozando y gimiendo, volteando de vez en vez mientras meneaba su cabeza y amenazaba a Tom sobre lo que le haría «la próxima vez que lo viera», a lo que Tom respondía con burlas, retomando su paso con orgulloso talante. Tan pronto como le dio la espalda, el chico nuevo del pueblo agarró una piedra y la lanzó: le pegó en los hombros; se dio la vuelta y se soltó corriendo desbocado. Tom persiguió al traidor hasta la puerta de su casa, para saber dónde vivía. Se mantuvo un tiempo afuera de la puerta, retando al enemigo para que saliera, pero el enemigo sólo le hacía caras desde la ventana, negándose, hasta que la madre del traidor apareció y le llamó a Tom mal chico, vulgar, travieso y vicioso, corriéndolo del lugar. Así que se fue, no sin antes decirle que se las debía y se las pagaría.

Llegó a casa muy tarde aquella noche, y cuando subió con precaución por la ventana cayó en la emboscada de su tía, que al ver el estado de sus ropas decidió castigarlo el sábado para mantenerlo en cautiverio y con trabajos forzados, inflexible en su sentencia.





1 Proverbios, 13:24.

Capítulo II





Llegó la mañana del sábado, y todo el mundo veraniego surgió lleno de frescura y brillo, rebosante de vida. Todo corazón llevaba un canto en sí, y si el corazón era joven, su música se elevaba hasta los labios. Había júbilo en el rostro de la gente y alegría en cada paso. Las acacias florecían y su aroma inundaba el ambiente. El monte Cardiff reverdecía su flora, y distante dominaba el pueblo, lo suficientemente lejos para considerarse una tierra prometida, soñada, de descanso y de ensueños.

Tom apareció en la banqueta con una cubeta de pintura de cal y una gran brocha en la mano. Vio de reojo la cerca, y todo el encanto del ambiente que le rodeaba se desvaneció en una profunda melancolía. Treinta tablas de la cerca, más de dos metros y medio de altura cada una. La vida le pareció vacía, la existencia una carga pesada. Al suspirar sumergió la brocha en el balde y la pasó por la parte alta de la cerca; repitió la operación; otra vez; comparó la insignificante diferencia entre la parte recién encalada y el resto del terreno faltante de la cerca, y se sentó sobre el tronco seco y cortado de un árbol. Jim pasó dando brincos por la puerta, con un balde pequeño, cantando «Buffalo Gals».2 Traer agua del pozo del pueblo siempre fue una labor odiosa, según Tom; antes, porque para entonces no le molestaría. Recordó que siempre había compañía por allá: chicos blancos, mulatos, negros, niños y niñas siempre esperando su turno, y mientras tanto descansar, intercambiar juguetes, platicar, pelear o chiflar. Recordó que, con todo y que el pozo estaba a unos doscientos metros de ahí, Jim nunca volvía con el balde lleno de agua en menos de una hora, y para eso alguien tenía que ir por él. Tom dijo:

—Ey, Jim, yo voy por el agua si tu encalas un poco —Jim meneó la cabeza negando y dijo:

—No se puede, amo Tom. El ama Polly, ella me dijo que debía ir por el agua sin detenerme en nada ni con nadie. Y me dijo especialmente sobre el amo Tom, que me querría cambiar el agua por la cerca, y me dijo que no hiciera caso y me fuera a hacer lo mío, que no me metiera con lo del encalado.

—Oh, que no te importe lo que dijo. Eso dice siempre. Dame la cubeta, vuelvo en menos de un minuto. Ni se va a dar cuenta.

—Oh, no lo haré, señor Tom. La vieja señora me arrancaría la cabeza, sí que lo haría.

—¡Ella! Ella nunca regaña a nadie, a lo mucho suelta un zape con su dedal puesto, y a quién le importa eso, quisiera saber. Habla mucho, pero sus palabras no hacen daño, de cualquier forma, ni lo hace si llora. Jim, te doy una canica, te doy una de las blancas —Jim empezó a dudar—. De las blancas, Jim, de las buenas.

—Dios, de esas casi no se ven, yo lo sé. Pero, señor Tom, tengo mucho miedo de la señora.

—Mira, si me dejas ir también te enseño mi dedo que parece gangrenado —Jim era un simple humano, y tal atracción era demasiado para él. Bajó la cubeta, tomó la canica blanca y se agachó para ver el dedo con absorto interés mientras Tom quitaba el vendaje. Enseguida ya iba volando calle abajo con su cubeta luego de una nalgada, Tom encalaba con vigor y la tía Polly se retiraba del campo de batalla con una zapatilla en la mano y la victoria en la mirada.

Pero el vigor de Tom no duró mucho. Empezó a pensar en las diversiones que había planeado para su día, lo que multiplicó sus pesares. Muy pronto los muchachos libres pasarían dando brincos camino a sus divertidas actividades, y se burlarían de Tom a lo grande por tener ese trabajo: la sola idea de esto le carcomía por dentro. Sacó todas sus pertenencias mundanas y las analizó: partes de juguetes, canicas y todo tipo de desperdicios; lo suficiente para pagarle a alguien por el trabajo, tal vez, pero no tanto como para comprar una hora de libertad, siquiera. Lo regresó todo de vuelta a sus bolsillos y se rindió en eso de sobornar a los chicos que pasaran. En semejante momento de desesperanza y oscuridad un atisbo de inspiración le vino; un gran y magnífico momento de inspiración.

Tomó la brocha y volvió tranquilo a trabajar. Ben Rogers apareció de pronto: de entre todos los chicos, era él de quien más temía las burlas. La forma de caminar de Ben era dando brincos leves, zapateando, dando señal de que su ánimo era altivo y con grandes propósitos. Comía una manzana, de cuando en cuando soltaba un largo y melodioso alarido con ciertos intervalos, seguido de un profundo «ting-a-ling-ling, ting-a-ling-ling», porque fingía ser un buque de vapor. Al acercarse bajó la velocidad, tomó la mitad de la calle, se inclinó a estribor y dio la vuelta a la esquina con laborioso porte y solemnidad, porque estaba jugando a ser el Big Missouri, con tres metros de calado. Era buque, capitán y maquinaria, campanas incluidas, todo junto, así que tenía que imaginarse enfrentando un huracán, dando y ejecutando órdenes:

—¡Alto!, ting-a-ling-ling —la arrancada disminuyó y se acercó con lentitud a la banqueta—. ¡Para atrás!, ting-a-ling-ling, sh, shooo, sho —mientras tanto con su tiesa mano derecha dibujaba círculos—. Atrás estribor, ting-a-ling-ling, sh, sho, shooo —la mano derecha comenzó con los círculos, pues representaba las enormes aspas traseras—. Paren la de babor, ting-a-ling-ling —el brazo izquierdo dio vueltas—, paren estribor… Adelante estribor. ¡Ting-a-ling-ling! ¡Alto!… Adelante estribor, ¡alto!, vuelta lento, ting-a-ling-ling, sh, shooo. Fuera del camino, pronto, ¡ya! Saquen la amarra, qué hacen ahí. Tomen turnos, quédense en la plataforma. ¡Lista la maquinaria, señor!, ¡ting-a-ling-ling! ¡sh!, ¡sh!, ¡sh! —se colocó ganando el barlovento.

Tom siguió encalando la verja, sin prestar atención al buque de vapor. Ben se le quedó viendo un momento y dijo:

—Oh, la… estás, castigado, ¿verdad? —no hubo respuesta. Tom examinó su última pincelada con el ojo de un artista; luego otro brochazo sutil y vio los resultados, como antes. Ben atracó a un costado. A Tom se le hacía agua la boca por la manzana, pero continuó con su labor. Ben dijo—: Qué hay, ¿tienes que trabajar, verdad? —Tom giró de súbito, dijo:

—Ah, eres tú, Ben, ¡no te había visto!

—Oye, me voy a nadar, me voy… ¿No quieres venir? Claro que no, de seguro que no, te gusta más trabajar, ¿cierto? Eso creo —Tom contempló un poco al chico, y luego contestó:

—¿Le llamas a esto trabajar?

—¿Qué, no lo es? —Tom siguió encalando, y amable respondió:

—Pues puede que sí, puede que no. Todo lo que sé es que le va bien hacerlo a Tom Sawyer.

—Oh, vamos, no querrás decir que te gusta eso —la brocha seguía en acción.

—¿Gustarme? No veo por qué no habría de gustarme, ¿o es que tenemos la oportunidad de encalar una cerca todos los días? —ese detalle puso el asunto bajo un nuevo cariz. Ben dejó de mordisquear su manzana. Tom movió la brocha con delicadeza hacia arriba y hacia abajo, y dio un paso atrás, para ver el resultado; agregó un brochazo aquí, uno allá, y de nuevo a observar. Ben miraba cada movimiento, cada vez más y más interesado, más y más absorto. De pronto dijo:

—Ey, Tom, déjame encalar un poco —Tom lo pensó, estaba a punto de acceder, pero cambió de parecer:

—No, no, creo que no estaría bien, Ben. Verás, la tía Polly es muy exigente con esto de su cerca, aquí, en la calle, ya sabes: pero si fuera la cerca trasera no le importaría. Sí que es muy exigente cuando se trata de esta cerca, tiene que hacerse muy bien, con mucho cuidado: creo que no hay ningún chico entre mil, a la mejor entre dos mil, que pueda hacerlo en la forma como es.

—No me digas. Anda, vamos, déjame intentarlo. Sólo un poco, yo te dejaría, si fuera tú, Tom.

—Ben, te digo, sí quisiera, palabra de indio, pero la tía Polly… bueno, con decirte que Jim quería hacerlo, pero no lo dejó: Sid quiso hacerlo, pero tampoco dejó a Sid. Ves cómo está la cosa. Si te encargas de la cerca y pasa algo…

—Oh, de veras, lo haré con cuidado. Pero déjame calarle. Y te doy el corazón de mi manzana.

—Bueno, así sí… ¡No!, Ben, no puedo: tengo miedo.

—Te doy toda la manzana —Tom soltó un brochazo indiferente, a primera vista, pero muy feliz en su interior. Mientras el antiguo Big Missouri trabajaba y sudaba bajo el sol, el artista en retiro se sentó a la sombra sobre un barril, con las piernas colgando; comió la manzana y planeó ser el verdugo de más inocentes. No faltaba material: muchachitos pasaban seguido, llegaban para burlarse pero se quedaban a encalar. Al tiempo en que Ben se cansó, Tom ya había vendido el turno a Billy Fisher por un papalote en buen estado; cuando éste se cansó, Johnny Miller pagó con una rata muerta y una soga para darle vueltas; y así por el estilo, una y otra vez, hora tras hora. Al llegar a la mitad de la tarde, de ser un pobre muchacho sin pertenencias en la mañana, Tom ya estaba literalmente repleto de cosas. Tenía, además de lo ya mencionado, doce canicas, parte de un arpa de boca,3 un pedazo de vidrio azul a modo de caleidoscopio, un carrete,4 una llave que no abría nada, un pedazo de tiza, un tapón de cristal, un soldadito de plomo, un par de renacuajos, seis petardos, un gato tuerto, una perilla de latón, un collar para perro —sin perro—, el mango de un cuchillo, cuatro gajos de naranja, y una chapa semidestrozada.

Se la había pasado bien, después de todo: mucha compañía, ¡y la cerca ya tenía tres manos de cal! Si no se hubiera acabado la pintura habría llevado a la bancarrota a todos los chicos del pueblo. Tom se dijo a sí mismo que el mundo no era tan desesperanzador, hasta eso. Descubrió una de las grandes leyes de la conducta humana, sin saber nombrarla: con tal de que chicos o grandes anhelen una cosa, todo lo que hay que hacer es dificultar su acceso. De haber sido un ilustre y sabio filósofo —como el autor de este libro—, habría comprendido que el trabajo consiste en lo que uno está obligado a hacer, y la diversión consiste en cualquier acto que no sea obligatorio. Esto le ayudaría a comprender por qué confeccionar flores artificiales o montar en el treadmill5 es trabajo, mientras jugar a los bolos o escalar el Mont Blanc es pura distracción. Hay caballeros de alta cuna en Inglaterra que manejan carretas de cuatro caballos por treinta o cincuenta kilómetros en un día cualquiera, durante el verano, porque pueden costear el privilegio de hacerlo; pero si les ofrecieran carretones de servicio, eso lo convertiría en trabajo y entonces renunciarían.

El chaval deliberó un rato sobre el cambio sustancial que tuvo lugar dadas las circunstancias, y luego se encaminó a su cuartel general para reportar lo sucedido.





2 Tema escrito en 1844 por John Hodges: sigue siendo reconocido dentro del repertorio sureño. Su título original era «Lubly Fan», y originalmente se cantaba como número dentro del teatro cómico satírico.

3 El arpa de boca es un lamelófono diminuto cuya forma recuerda a la letra griega j. Hecho de metal o de bambú, se coloca en la boca y se percute con un dedo.

4 Para usarse como cerbatana.

5 Era común en el siglo XIX que los presos tuvieran como trabajos forzados caminar sobre rodillos para accionar diversos mecanismos (molinos, norias, etcétera).

Capítulo III





Tom se presentó ante su tía Polly, quien estaba sentada frente a la ventana abierta de su placentera recámara, que era habitación, desayunador, comedor y estudio al mismo tiempo. El delicado aire veraniego, tranquilo y callado, el aroma de las flores y el soporífero murmullo de las abejas, habían tenido cierto efecto sobre ella porque cabeceaba sobre su tejido, pues no tenía más acompañantes que el gato, que dormía en su regazo. Sus lentes se resguardaban en su cabellera gris, por seguridad. Estaba segura de que Tom había desertado de su labor horas atrás, y se extrañaba al verlo llegar ahí y ponerse bajo sus órdenes; astuto como él solo, dijo:

—¿Ya puedo ir a jugar, tía?

—¿Qué, ya acabaste? ¿Qué tanto hiciste?

—Ya está terminado, tía.

—No mientas, Tom; no lo soporto.

—De veras, tía; ya está todo terminado —la tía Polly confiaba poco en tal declaración, así que salió para verlo por sí misma. Se habría alegrado con encontrar aunque fuera veinte por ciento de verdadero entre lo que decía Tom. Al encontrar la cerca entera encalada, y no sólo encalada una vez, sino cuidadosamente con una y otra mano, y con todo y una franja en el suelo, su asombro era inefable. Dijo:

—Bueno, nunca lo hubiera creído. No hay duda, puedes trabajar cuando te lo propones, Tom —pero diluyó el cumplido al agregar—: pero muy rara vez te da la gana hacerlo, debo decir. Bueno, andavete y juega, pero no te vayas a tardar una semana en volver, o te daré una tunda —estaba tan sorprendida por el esplendor de sus resultados que lo llevó hasta la alacena y escogió una manzana para dársela junto a un provechoso sermón sobre el valor extra y el gusto que toman las cosas cuando surgen del esfuerzo virtuoso alejado del pecado. Y mientras ella remataba con una sabia cita bíblica, él le birló una rosquilla.

Se alejó caminando alegre, cuando vio a Sid al comienzo de la escalera trasera que llevaba directo a las habitaciones del segundo piso. Había terrones a la mano, y en un pestañear ya estaban volando. Llegaron hasta Sid como una granizada, y antes de que la tía Polly pudiera salir de su pasmo y entrar al rescate, seis o siete terrones habían dado en el blanco, y Tom ya había brincado la cerca para desaparecer. Había una puerta, pero por regla general siempre tenía mucha prisa como para usarla. Tras la venganza estaba tranquilo, luego de saldar cuentas con Sid por haber chismeado sobre el detalle del hilo negro y meterlo en problemas. Tom le dio la vuelta a la cuadra y llegó hasta un callejón terregoso que llevaba de regreso hasta el establo de su tía. Rápido se fue a un lugar seguro lejos de la captura y el castigo, al encaminarse hacia la plaza central del pueblo, donde dos bandos militares de niños se encontrarían para resolver sus conflictos, como estaba previsto. Tom era el general de uno de los pelotones, Joe Harper —su mejor amigo—, era el general del otro pelotón. Los dos grandiosos comandantes no peleaban cuerpo a cuerpo, pues eso se relegaba a la tropa menor: ambos se sentaban en un montículo y desde ahí conducían las acciones en el campo de batalla, con órdenes que llevaban los ayudantes de campo. El ejército de Tom obtuvo una honrosa victoria, luego de un largo y difícil combate. Se contabilizaron los muertos, se intercambiaron prisioneros y se establecieron los términos para el siguiente enfrentamiento; posteriormente, los batallones rompieron filas y se fueron por su lado. Tom regresó solo a su hogar.

Al pasar por la casa donde vivía Jeff Thatcher vio en el jardín a una nueva niña; una adorable criatura de ojos azules, pelo rubio dividido en dos largas trenzas, un blanco vestido de temporada con fondo bordado. El héroe laureado cayó herido sin que nadie disparara. Una tal Amy Lawrence se desvaneció de su corazón y no dejó ni un rastro de su existencia tras de sí. Él creía que la amaba apasionadamente, la tenía en sus sentimientos en el lugar de la adoración, pero ahora la pobre se diluía parcialmente. Había pasado meses enfocado en su conquista, apenas la semana anterior había cedido, haciéndolo el chico más feliz y orgulloso del mundo, por tan sólo siete días, pues ahí mismo, en un instante minúsculo ella salía de su corazón como un extraño que se aleja entre tantos otros en la calle.

Admiró a esta nueva y angelical figura con furtivas miradas, hasta que se dio cuenta de que había sido descubierto; fingió que no la tenía en cuenta, pero quiso llamar la atención con toda clase de formas infantiles con tal de ganarse su admiración. Mantuvo sus grotescas tonterías por cierto tiempo, pero de repente, mientras estaba en medio de una peligrosa exhibición acrobática, volteó de reojo y vio que la niña se encaminaba a la casa. Tom se acercó a la reja y se asomó, cabizbajo, con el deseo de que se quedara un poco más. Se detuvo un poco en los escalones y se fue al interior de la casa. Tom soltó un largo suspiro cuando ella puso su primer pie dentro. Pero su rostro se elevó, de inmediato, porque antes de desaparecer arrojó sobre la cerca un pensamiento que había cortado.

El muchacho corrió y se frenó a centímetros de la flor, se cubrió del sol con la mano y comenzó a mirar al suelo como si hubiera descubierto algo de gran interés. De golpe tomó una paja y empezó a balancearla sobre su nariz, con la cabeza hacia atrás: mientras se movía de lado a lado, por el esfuerzo, se acercaba al borde, más y más cerca del pensamiento; finalmente su pie desnudo se posó sobre ella, sus dedos hábiles la tomaron y se fue cojeando de un pie con el tesoro, para desaparecer al dar la vuelta en la esquina. Pero sólo por un minuto, mientras sujetaba la flor al interior de su chamarra, cerca de su corazón… o cerca de su estómago, quizá, pues no sabía mucho de anatomía, y no le importaba tanta exactitud.

Regresó, ahora sí, y estuvo alrededor de la cerca hasta el anochecer, alardeando como antes; pero la niña nunca se dejó ver de nuevo, aunque Tom se reconfortaba un poco con la esperanza de que estuviera cerca de alguna ventana, en algún momento, para que viera sus atenciones. Por último volvió a casa, renuente, son su pobre cabeza llena de ilusiones.

Durante la cena sus ánimos estaban tan enaltecidos que su tía se preguntaba «¿qué le pasará a este chico?». Mereció un buen regaño por arrojar los terrones contra Sid, pero no pareció importarle mucho. Intentó agandallar algo de azúcar, incluso frente a su tía, pero recibió un manotazo por ello, por lo que dijo:

—Tía, no regañas a Sid cuando él agarra.

—Bueno, Sid no me atormenta como tú lo haces. Siempre tendrías las manos sobre esa azúcar si no te estuviera viendo.

La tía entró a la cocina, y Sid, feliz con su inmunidad, alcanzó el tazón del azúcar, como vanagloriándose frente a Tom, lo cual era insoportable para él. Pero los dedos de Sid fueron resbaladizos y el tazón cayó y se rompió. Tom estaba en éxtasis, un éxtasis tal en el que incluso controló su boca y se mantuvo en silencio. Se dijo a sí mismo que no diría ni una sola palabra aun si su tía entrara; se quedaría inmóvil hasta que ella preguntara quién había hecho la travesura, entonces hablaría y no habría nada mejor en el mundo más que ver al chico modelo en aprietos. Estaba tan rebosante de emoción que apenas pudo contenerse cuando la vieja tía regresó y vio los destrozos mientras echaba chispas de ira por sus gafas. Tom pensó «¡ya se armó!», y al siguiente instante se tumbó al suelo. La mano potente se levantó de nuevo para azotarlo cuando Tom gritó:

—Aguanta, espera, ¿por qué me pegas? Sid lo rompió.

La tía Polly se detuvo perpleja, y Tom miró en busca de compasión. Pero cuando ella tomó la palabra sólo dijo:

—Uhm, de cualquier forma a ti no te sobran los regaños, creo yo. De seguro anduviste haciendo otras vagancias cuando no estaba cerca.

Luego le remordió la consciencia a la tía, y pensó decir algo amable y cariñoso; pero juzgó que sería confesar que se equivocó, y la disciplina prohíbe eso. Así que no dijo nada y regresó a sus actividades sin remordimiento alguno. Tom se fue a una esquina y se agazapó, exagerando su dolor. Él sabía que a su tía la tenía más que ganada, lo cual le causaba alegría. No daría señales, no mostraría ningún gesto. Bien sabía que una mirada de arrepentimiento caía sobre él, de vez en cuando, a través de una cortina de lágrimas contenidas, pero él se hacía el que no notaba nada. Se imaginaba a sí mismo muriendo enfermo con su tía agachándose sobre su lecho, buscando en él la menor palabra de perdón; pero él le voltearía la cara hacia la pared, para morir sin decir nada. Ah, ¿cómo se sentiría ella entonces? Y se imaginaba que su cuerpo era traído del río, ya muerto, con los chinos mojados y su triste corazón ya en reposo. De qué manera se lanzaría ella sobre Tom, y cómo sus lágrimas caerían como lluvia, mientras sus labios le pedían a Dios: que si le regresara al chico jamás, pero jamás volvería a castigarlo. Pero él descansaría ahí, frío y pálido sin dar señales de vida: un pequeño que sufrió, pero cuyas penas habrían acabado ya para siempre. Tanto trabajó Tom sus sentimientos con el ánimo de su ensoñación, que al pasar saliva casi se ahoga; sus ojos nadaban en un río de llanto que se desbocaba en cada parpadeo, descendiendo hasta gotear desde la punta de su nariz. Tal lujo se daba en presumir sus pesares, que no se permitía cualquier gozo mundano o que cualquier deleite complaciente se entrometiera; era algo tan sagrado que nada se podía meter con eso: pero, de repente, su prima Mary entró bailando, llena de alegría por volver al hogar luego de una larguísima visita de una semana al campo. Él se levantó y se salió por una puerta entre nubes y oscuridad, al tiempo que ella traía cantos y luz a la habitación.

Vagó lejos de los sitios acostumbrados por otros chicos, y buscó lugares desolados para estar en armonía con su espíritu. Frente al río una canoa improvisada con troncos lo atrajo, y se sentó en un borde mientras contemplaba la triste vastedad de la marea, deseando, a veces, que tan sólo pudiera ahogarse de una vez por todas y sin darse cuenta, sin tener que pasar por las incómodas rutinas determinadas por la naturaleza. Entonces pensó en su flor. La sacó, ya marchita y arrugada, lo que incrementó su nostálgica felicidad. Se imaginó si ella se compadecería de él si acaso supiera. ¿Lloraría, deseando tener el permiso de poner sus brazos alrededor de su cuello para consolarlo? ¿O se alejaría, dándole la espalda fríamente como todo el mundo insensible? Esa imagen lo llevó a una agonía de sufriente placer, tanto que la imaginó una y otra vez bajo distintos matices, hasta que se desgastó. Por fin, se puso de pie, suspirando, y se fue en la oscuridad.

Pasadas las nueve y media o diez de la noche pasó por la calle vacía donde vivía la amada desconocida; se detuvo un momento, ningún sonido captó su oído atento: una vela emitía una agónica luz a través de la cortina del segundo piso. ¿Estaba su sagrada presencia ahí? Trepó la cerca, se escabulló entre las plantas hasta que llegó a los pies de la ventana; miró hacia arriba un buen rato, y con emoción; luego se tiró en el piso, bajo la ventana, de espaldas y con las manos dobladas sobre su pecho, agarrando la pobre flor marchita. Así moriría, lejos del mundo sin sentimientos, sin cobijo para su cabeza, sin una mano amistosa para limpiar el sudor de su frente, sin un rostro amable que se le acercara piadosamente cuando le llegara la agonía final. Y entonces ella lo vería cuando se asomara a la mañana siguiente, y, ¡oh!, ¿soltaría alguna lágrima sobre él, ya sin vida: daría el mínimo suspiro al ver semejante vida apenas empezando, pero arrancada ya?

La ventana se abrió, la voz disonante de la criada profanó la calma sagrada, ¡y un diluvio empapó los restos del mártir en ciernes! El héroe, casi ahogado, se levantó de un saltó. Se escuchó el zumbido de una piedra en el aire, mezclado con el murmullo de alguien que maldecía, un sonido como de vidrio rompiéndose, una pequeña y vaga silueta saltó por la cerca y se esfumó en la niebla.

Poco después, cuando Tom estaba desvestido para dormirse, examinó sus prendas a la luz de la vela. Sid se despertó; pero no tenía ni la remota intensión de hacer «referencias o alusiones», pensó que sería mejor dejarlo por la paz, ya que se notaba el peligro en los ojos de Tom, quien volteó sin agregar nada a sus oraciones: Sid tomó nota mental de esa omisión.