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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Cathy Williams

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Rendición peligrosa, n.º 2375 - marzo 2015

Título original: The Uncompromising Italian

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5778-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Lesley Fox se detuvo lentamente delante de la casa más imponente que había visto jamás. El viaje desde Londres apenas le había llevado tiempo. Era un lunes de mediados de agosto y, al contrario que la mayoría de los vehículos, ella salía de la ciudad. Había tardado menos de una hora en llegar desde su piso en la concurrida Ladbroke Grove hasta aquella majestuosa mansión, que parecía digna de aparecer en la portada de una revista.

Las verjas de hierro forjado anunciaban su esplendor, al igual que la avenida delimitada por altos árboles y los cientos de metros cuadrados de cuidados jardines que ella había tenido que atravesar hasta llegar a la casa.

Aquel hombre debía de ser mucho más que rico. Por supuesto, eso ya lo sabía. Lo primero que había hecho cuando se le pidió que desempeñara aquel trabajo había sido investigarlo en Internet.

Alessio Baldini, italiano pero residente en el Reino Unido desde hacía mucho tiempo. El listado de sus numerosas empresas era largo, por lo que había decidido pasarlo por alto. No le interesaba en absoluto a lo que se dedicara. Solo quería asegurarse de que Alessio Baldini existía y que resultaba ser quien Stan decía que era.

No era siempre recomendable aceptar encargos a través de amigos de amigos, y mucho menos en la clase de trabajo al que Lesley se dedicaba. Tal y como a su padre le gustaba decir, una chica debía tener mucho cuidado.

Se bajó de su pequeño Mini, que resultaba aún más pequeño por el amplio patio en el que estaba aparcado, y miró a su alrededor.

Aquel maravilloso día de verano hacía que el césped y las flores que adornaban la fachada de la mansión resultaran tan hermosos que parecieran casi irreales. Cuando investigó a Baldini en Internet, no había visto fotos de su casa, por lo que no había estado en absoluto preparada para aquella exhibición de riqueza.

Una suave brisa le revolvió el cabello castaño, muy corto. Se sintió algo incómoda con su habitual indumentaria de pantalones de camuflaje, esparteñas y la camiseta de un grupo de rock a cuyo concierto había ido hacía cinco años y que era de las menos deslucidas que tenía.

Aquel no parecía la clase de lugar en la que se toleraría aquel tipo de atuendo. Por primera vez, deseó haber prestado más atención a los detalles del hombre al que había ido a ver.

Había encontrado largos artículos sobre él, pero pocas fotografías, que había pasado por alto casi sin fijarse quién era él entre un grupo de aburridos hombres con traje. Decidió que lo mejor sería enmendar ese error. Tomó su ordenador portátil y cerró la puerta del coche.

Si no fuera por Stan, no estaría allí en aquellos momentos. Ella no necesitaba el dinero. Podía pagar la hipoteca de su apartamento de un dormitorio cómodamente y no le gustaba comprarse ropas femeninas sin sentido para una figura que no poseía con el único objetivo de atraer a los hombres, por los que, además, tenía poco interés. Inmediatamente, decidió ser sincera consigo misma. Eran los hombres los que tenían poco interés por ella..

Con eso en mente, tenía más de lo que necesitaba. Su trabajo como diseñadora de páginas web estaba bien pagado y, por lo que a ella se refería, no le faltaba nada.

Stan, un irlandés, era amigo de su padre desde hacía mucho tiempo. Los dos se habían criado juntos. Él acogió a Lesley cuando ella se mudó a Londres después de la universidad y Lesley se sentía en deuda con él.

Con un poco de suerte, se marcharía de allí en un santiamén.

Respiró profundamente y observó la mansión. Era un enorme edificio de elegante piedra color crema. Una casa de ensueño. La hiedra la adornaba en los lugares adecuados y las ventanas conservaban todo el encanto de lo antiguo. Aquella era la clase de riqueza que debería atraerla más bien poco, pero Lesley, muy a su pesar, se sentía completamente encantada por tanta belleza.

Por supuesto, el dueño no sería tan encantador como su casa. Así ocurría siempre. Los hombres ricos siempre se consideraban un don de Dios para las mujeres cuando, evidentemente, no lo eran. Había conocido a algunos en su trabajo y le había costado mucho mantener la sonrisa en el rostro.

No había timbre, sino un impresionante llamador. Lo golpeó con fuerza y oyó que el sonido que producía reverberaba por toda la casa mientras esperaba que el mayordomo, o quien estuviera al servicio del dueño de la casa, fuera a abrir la puerta.

Se preguntó qué aspecto tendría. Rico e italiano. Seguramente tendría el cabello oscuro y hablaría con un marcado acento extranjero. Podría ser que fuera bajo de estatura, lo que resultaría algo embarazoso porque ella medía casi un metro ochenta y le sacaría la cabeza. Eso no era bueno. Sabía por experiencia que a los hombres no les gustaba que las mujeres fueran más altas que ellos. Lo más probable era que fuera elegante y que fuera ataviado con ropa y zapatos muy caros.

Estaba tan ocupada pensando en el posible aspecto de su interlocutor que se sorprendió cuando la puerta se abrió sin previo aviso. Durante unos segundos, Lesley perdió la capacidad de hablar. Separó los labios y miró fijamente al hombre que se encontraba ante ella como no lo había hecho nunca antes con ningún otro en toda su vida.

El hombre era, simplemente, de una belleza indescriptible. Unos centímetros más alto que ella, iba ataviado con unos vaqueros y un polo azul marino. Además, iba descalzo. El cabello negro peinado hacia atrás dejaba al descubierto un hermoso y sensual rostro. Tenía los ojos tan negros como el cabello, ojos que devolvían plácidamente la fija mirada de Lesley. Ella sintió que se sonrojaba y que regresaba al planeta Tierra con una terrible sensación de azoramiento.

–¿Quién es usted?

Aquella voz, profunda y aterciopelada, la hizo reaccionar. Lesley se aclaró la garganta y se recordó que no era la clase de chica que se viera intimidada por un hombre, por muy guapo que fuera. Procedía de una familia de seis y ella era la única chica. Se había criado asistiendo a partidos de rugby y viendo el fútbol en televisión, subiéndose a los árboles y explorando la gloriosa campiña irlandesa con unos hermanos a los que no siempre les había gustado que su hermanita pequeña los acompañara.

Siempre había sido capaz de ocuparse del sexo opuesto. Siempre había sido una más entre los chicos…

–He venido por su… Bueno, me llamo Lesley Fox –dijo. Extendió la mano, pero la dejó caer al ver que él no correspondía su gesto.

–No esperaba a una mujer –replicó Alessio mientras la miraba de arriba abajo.

Efectivamente, él había estado esperando a Les Fox y había dado por sentado que Les era un hombre. Les, un hombre de la misma edad que Rob Dawson, su técnico de ordenadores. Rob Dawson tendría unos cuarenta años y parecía una pelota de playa. Había estado esperando un hombre de unos cuarenta y tantos y con un aspecto similar.

En su lugar, estaba frente a una mujer de cabello corto y oscuro, con los ojos de color del chocolate y un aspecto físico muy masculino que iba vestida…

Alessio observó los pantalones de camuflaje y la camiseta. No recordaba la última vez que había visto a una mujer vestida con un desprecio tan evidente por la moda. Las mujeres siempre se esforzaban al máximo con él. Su cabello estaba siempre perfecto y su maquillaje impecable. La ropa que llevaba estaba siempre a la última y los zapatos eran siempre muy sexys y de alto tacón.

Le miró los pies. Llevaba puestas unas zapatillas de lona y suela de esparto.

–Siento haberle desilusionado, señor Baldini. Es decir, doy por sentado que es usted el señor Baldini y no su criado.

–No creía que nadie usara todavía ese término.

–¿Qué termino?

–Criado. Cuando le pedí a Dawson que me proporcionara el nombre de alguien que me pudiera ayudar con el… problema que tengo, di por sentado que él me recomendaría a alguien de más edad y experiencia.

–Da la casualidad que se me da muy bien lo que hago, señor.

–Dado que esta no es una entrevista de trabajo, no puedo pedir referencias –dijo. Se hizo a un lado y la invitó a pasar–. Sin embargo, considerando que parece que acaba de salir de la facultad, querría saber algo más sobre usted antes de explicarle la situación.

Lesley refrenó su genio. No necesitaba el dinero. Aunque la cantidad que se le había dicho que se le pagaría por hora era escandalosa, no tenía por qué estar allí ni escuchar cómo aquel perfecto desconocido cuestionaba su experiencia para un trabajo que ella ni siquiera había solicitado. Entonces, pensó en Stan y en todo lo que él había hecho por ella y contuvo sus deseos de marcharse de allí sin mirar atrás.

–Entre –le dijo Alessio por encima del hombro al ver que ella no se animaba a pasar.

Segundos después, Lesley atravesó el umbral. Se vio rodeada de mármol y alfombras orientales. Las paredes estaban adornadas de obras maestras modernas, que deberían haber estado fuera de lugar en una casa como aquella. Sin embargo, no era así. El vestíbulo quedaba dominado por una escalera que ascendía delicadamente al piso superior antes de dividirse en direcciones opuestas. Las puertas indicaban que había una multitud de habitaciones en cada ala.

Más que nunca, sintió que su atuendo resultaba inapropiado. A pesar de que él iba vestido de un modo casual, su ropa era elegante y cara.

–Una casa muy grande para una persona –comentó ella mirando a su alrededor sin ocultar lo impresionada que estaba.

–¿Cómo sabe que no tengo una enorme familia viviendo aquí?

–Porque lo he investigado –respondió Lesley con sinceridad. Volvió a mirarlo y, una vez más, tuvo que apartar la mirada–. No suelo viajar a territorio desconocido cuando trabajo como freelance. Normalmente, el ordenador viene a mí. No soy yo quien va al ordenador.

–Creo que resulta refrescante abandonar las costumbres de cada uno –repuso Alessio. Observó cómo ella se mesaba el cabello y se lo ponía, sin querer, de punta. Aquella mujer tenía las cejas muy oscuras, igual que su cabello, lo que enfatizaba el peculiar tono marrón de sus ojos. Tenía la piel muy blanca, sedosa, tanto que debería haber tenido pecas. No era así–. Sígame. Podemos sentarnos en el jardín. Haré que Violet nos sirva algo para beber… ¿Ha almorzado usted?

Lesley frunció el ceño. ¿Había almorzado? No era muy cuidadosa con sus hábitos alimenticios, algo que se prometía rectificar diariamente. Si comiera algo más, tendría más posibilidades de no parecer un palillo.

–Tomé un bocadillo antes de salir –contestó–, pero le agradecería mucho una taza de té.

–Jamás deja de divertirme que, en un cálido día de verano, los ingleses sigan optando por tomar una taza de té en vez de algo frío.

–Yo no soy inglesa. Soy irlandesa.

Alessio inclinó la cabeza y la miró con curiosidad.

–Ahora que lo menciona, detecto un cierto acento…

–Pero sigo prefiriendo una taza de té.

Alessio sonrió y ella se quedó sin aliento. El italiano rezumaba atractivo sexual. Lo tenía sin sonreír, pero en aquellos momentos… Era suficiente para arrojarla en un estado de confusión. Parpadeó para librarse de aquella sensación tan ajena a ella.

–Este no es mi lugar de residencia favorito –dijo él mientras la conducía hasta las puertas que llevaban a la parte posterior de la casa–. Vengo aquí de vez en cuando para airearlo, pero paso la mayor parte de mi tiempo en Londres o en el extranjero por negocios.

–¿Y quién cuida de esta casa cuando no esta usted aquí?

–Tengo empleados que se ocupan de eso.

–Es un desperdicio, ¿no le parece?

Alessio se dio la vuelta y la miró con una mezcla de irritación y de diversión.

–¿Desde qué punto de vista? –le preguntó cortésmente. Lesley se encogió de hombros.

–Hay tantos problemas con el alojamiento en este país que parece una locura que una persona posea una casa de este tamaño.

–¿Quiere decir usted que debería subdividir la casa y convertirla en un montón de pequeñas conejeras para los que se han quedado sin hogar? –preguntó con una seca carcajada–. ¿Le explicó mi hombre cuál es la situación?

Lesley frunció el ceño. Había pensado que él podría verse ofendido por su comentario, pero estaba allí para realizar un trabajo. Sus opiniones no importaban demasiado.

–Su hombre se puso en contacto con Stan, que es amigo de mi padre, y él… Bueno, solo me dijo que tenía usted una situación delicada que quería solucionar. No me dio detalles.

–No se le dieron a él. Simplemente sentía curiosidad sobre si las especulaciones ociosas habían entrado a formar parte de la ecuación.

Alessio Baldini abrió las puertas y los dos salieron a un magnífico jardín. Unos altos árboles bordeaban el impecable césped. A un lado, había una pista de tenis y más allá se podía ver una piscina con una caseta al lado, que Lesley dio por sentado que eran los vestuarios. La zona en la que se encontraban era tan grande como el jardín comunitario que ella compartía con el resto de residentes de su bloque de pisos. Si se pidiera que cien personas ocuparan aquel espacio, no tendrían que luchar por hacerse sitio.

Se sentaron en unas sillas de madera que había en torno a una mesa de cristal. Inmediatamente, una mujer salió de la casa, como si la hubiera llamado un silbato solo audible para ella.

Alessio le indicó que les sirviera el té y algo frío para él, junto con algo para comer. A continuación, centró su atención en Lesley.

–Entonces, ¿la persona a la que mi hombre acudió es amigo de su padre?

–Así es. Stan creció con mi padre y cuando yo me mudé a Londres después de la universidad… Bueno, él y su esposa me acogieron. Me hicieron sitio en su casa hasta que yo conseguí independizarme. Hasta me pagaron los tres meses de fianza del primer piso que alquilé porque sabían que mi padre no podía permitírselo. Por lo tanto, sí, estoy en deuda con Stan y esa es la razón de que haya aceptado este trabajo, señor Baldini.

–Alessio, por favor. ¿Y trabajas de…?

–Diseño páginas web, pero, ocasionalmente, trabajo como hacker. Las empresas me contratan para ver si sus cortafuegos están intactos y son seguros. Si hay algo que pueda piratearse, yo lo descubro.

–No se trata de un trabajo que yo asocie inmediatamente con una mujer –murmuró él. Lesley se tensó inmediatamente–. No lo he dicho como un insulto, sino simplemente como un hecho. Hay un par de mujeres en mi departamento de informática y programación, pero principalmente son hombres.

–¿Por qué no le ha pedido a alguno de sus empleados que resuelva su problema?

–Porque es un asunto algo delicado y, cuanto menos se hable de mi vida privada dentro de las paredes de mis oficinas, mucho mejor. Entonces, tú sabes diseñar páginas web. Trabajas como freelance y afirmas que puedes acceder a cualquier sitio de la web.

–Así es. A pesar de no ser un hombre.

Alessio notó el tono defensivo de la voz de Lesley y sintió que se despertaba su curiosidad. Su vida se había acomodado en una rutina previsible en lo que se refería a los miembros del sexo opuesto. Su único error, que cometió cuando tenía dieciocho años, había sido suficiente para desarrollar un saludable escepticismo en lo que se refería a las mujeres. Había llegado a la conclusión de que llamar sexo débil a las mujeres había sido un error de abrumadora magnitud.

–Por lo tanto, si me pudiera explicar la situación –dijo Lesley mirándolo a los ojos. Se sentía intrigada y emocionada ante la posibilidad de resolver el problema que él pudiera tener. Casi no se dio cuenta de que el ama de llaves le colocaba delante una tetera y un plato de deliciosas pastas.

–Llevo un tiempo recibiendo correos electrónicos anónimos –comenzó él. Se sonrojó un poco. No le gustaba tener la sensación de admitir que tenía las manos atadas en lo que se refería a solucionar su propio dilema–. Empezaron a llegar hace unas semanas.

–¿A intervalos regulares?

–No –respondió él mesándose el cabello–. Al principio no les hice mucho caso, pero los dos últimos han sido… ¿Cómo podría describirlos? Un poco… contundentes –admitió. Agarró la jarra de limonada y se sirvió un vaso–. Si me has investigado, habrás visto que soy el dueño de varias empresas informáticas. A pesar de ello, reconozco que mis conocimientos sobre los entresijos de los ordenadores son escasos.

–En realidad, no tengo ni idea de las empresas que posee o que no posee. Le investigué porque quería asegurarme de que no había nada raro sobre usted. He hecho antes esta clase de cosas. No estaba buscando detalles, sino simplemente cosas que pudieran resultar sospechosas.

–¿Sospechosas? ¿Pensaste que yo era sospechoso?

Parecía tan escandalizado e insultado que Lesley no pudo evitar echarse a reír.

–Podría haber tenido artículos periodísticos sobre tratos sospechosos, vínculos con la Mafia… ya sabe a lo que me refiero. Si hubiera habido algo poco recomendable sobre usted, yo podría haberlo encontrado, por escondido que estuviera, en pocos minutos. No encontré nada.

Alessio estuvo a punto de atragantarse con su limonada.

–¿Vínculos con la Mafia…? Porque soy italiano, claro. Eso es lo más ridículo que he escuchado nunca.

Lesley se encogió de hombros.

–No me gusta correr riesgos.

–Yo no he hecho nada ilegal en toda mi vida –dijo con un gesto que era peculiar de un extranjero–. Te aseguro que hasta pago mis impuestos, lo que no es habitual entre los más ricos. Sugerir que yo podría estar relacionado con la Mafia porque soy italiano…

Alessio se inclinó hacia delante y la miró fijamente. Ella se sonrojó y tragó el té que tenía en la boca haciendo un gesto de dolor.

No era su estilo preguntarse lo que los hombres pensaban de ella. Más o menos lo sabía. Llevaba toda la vida sabiendo que, para los hombres, era una más. Incluso su trabajo los ayudaba a sacar aquella conclusión.

Era demasiado alta, demasiado angulosa y demasiado descarada para poder resultar objeto de atracción sexual y mucho menos cuando el hombre en cuestión tenía el aspecto de Alessio Baldini. Se encogió solo de pensarlo.

–No, has estado viendo demasiadas películas de gángsteres. Estoy seguro de que debes haber oído hablar de mí.

Él siempre estaba en los periódicos, normalmente relacionado con grandes acuerdos comerciales y de vez en cuando en las columnas de sociedad con una hermosa mujer del brazo. No estaba seguro de por qué había dicho aquella última frase, pero, dado que la había dicho, esperaba con verdadera curiosidad lo que ella pudiera responder.

–No.

–¿No?

–Supongo que piensa que todo el mundo ha oído hablar de usted, pero, en realidad, yo no leo los periódicos.

–No lees los periódicos… ¿Ni siquiera las páginas de sociedad?

–Sobre todo no leo las páginas de sociedad –replicó ella–. No todas las chicas estamos interesadas en lo que los famosos hagan.