Leopoldo Alas «Clarín»

Cuesta Abajo

Índice

Día 7 de enero de 18…
Día 8 de enero de 18…
Día 9 de enero de 18…
Día 10 de enero de 18…
Día 11 de enero de 18…
Día 12 de enero de 18…
Día 14 de enero de 18…
Día 15 de enero de 18…
Día 16 de enero de 18…





 



Día 7 de enero de 18…


A las cinco de la tarde Ambrosio Carabín, portero segundo o tercero (no lo sé bien) de esta ilustre escuela literaria, cerraba la gran puerta verde de la fachada oriental, y, después de meterse la llave en el bolsillo, se quedaba contemplando al propietario de la cátedra de Literatura general y española, que bajaba, bien envuelto en su gabán ceniciento, por la calle de Santa Catalina. Carabín, es casi seguro, pensaba a su manera: —¡Y que este insignificante, que ni toga tiene, me obligue a mí, con mis treinta años de servicios, a estar de plantón toda la tarde porque a él se le antoje tener clase a tales horas en vez de madrugar como hacen otros que valen cien veces más, según lo tienen acreditado!

Si el propietario de la cátedra de Literatura general y española hubiera oído este discurso probable de Carabín, se hubiera vuelto a contestarle:

—Amigo Ambrosio, reconozco la justicia de tus quejas; pero si yo madrugara ¡qué sería de mí! Déjame la soledad de mis mañanas en mi lecho si quieres que siga tolerando la vida. Me has llamado insignificante. Ya sé que lo soy. ¿Ves este gabán? Pues así, del mismo color, soy todo yo por dentro: ceniza, gris. Soy un filósofo, Carabín. Tú no sabes lo que es esto: yo tampoco lo sabía hace algún tiempo cuando estudiaba filosofía y no sabía de qué color era yo. Pues sí: soy un filósofo y casi casi un naufragio de poeta (no te rías)… y por eso no puedo, no debo madrugar. En cuanto a que mi cátedra te estorba, te molesta, lo admito: me lo explico. También me estorba, también me molesta a mí. Intriga con el Gobierno para que me paguen sin poner cátedra, y habrás hecho un beneficio al país, a ti mismo y al propietario de esta asignatura, que ni tú, ni yo, ni los estudiantes sabemos para qué sirve.

Pero el no madrugar es indispensable: por eso, por eso es por lo que debían pagarme a mí. No creas que en la cama no hago más que dormir. No, Carabín: medito, siento, imagino, leo, escribo… Justamente ahora doy principio a una obra, si no te parece ambiciosa la palabra, a una obra muy interesante para el curioso lector, que soy yo mismo, yo solo. Ea, con Dios, Ambrosio: queda con Dios, y no me desprecies demasiado. Y, en último caso, despréciame mucho… pero no me mandes madrugar.

El que habría hablado de esta suerte al portero, de haberle oído, es el principal personaje de estas memorias, el que tiene el honor de dirigirse la palabra, el autor, yo, D. Narciso Arroyo. Tengo treinta yseis años, ninguna cana, pocos desengaños, ninguno de esos personales que llegan al corazón; creo haber amado bastante, he creído lo suficiente, no me remuerde la conciencia por ninguna gran picardía de acción o de omisión; y no emigro de España porque cuando sueño que estoy lejos de la patria me dan amagos de disnea, allá entre pesadillas. Además, por lo que he visto de la tierra en los periódicos ilustrados y en Le Tour du monde, todo viene a ser lo mismo. Toda la humanidad se ha retratado, y ya no quedan más que dos tipos: o se trae corbata o se enseña el ombligo; o se sujetan con el corsé las sagradas fuentes de la vida o se dejan resbalar languideciendo. Otrosí, estoy enamorado de esa torre, estoy enamorado de ese monte. ¡Ay, sí! ¡Bien enamorado, mucho más de lo que yo sabía! Ayer pasó junto a mí Elvira (como yo soy el lector de estos apuntes, no necesito explicarme más; Elvira: demasiado sé yo quién es Elvira). ¡Qué vieja! Sí, esto pensé: ¡qué vieja! Estos ojos suyos no son ya aquellos ojos míos. ¿Se le apagaron a ella, o se me han apagado a mí? A ella, a ella sin duda. Y, si no, veamos. Ahí están la torre, el monte, que no han engordado, que no palidecen. Y no es que no se gasten… sí se gastan algo, el monte sobre todo: está más triste, más comido por las canteras; se va quedando algo calvo de robles y de castaños; pero, con todo, son los mismos, y yo siento por ellos más, mucho más que sentía hace veinte años y hace diez, y veo en ellos lo que entonces no veía. Tienen, de esto que sigo llamando mi alma, mucho más de lo que yo pensaba. ¡Y el cristianismo, el santo cristianismo, que me ordena amar más a D. Torcuato, el primer teniente alcalde, que a esa torre y que a esa montaña! Es que el cristianismo no conoce bien a D. Torcuato. ¡D. Torcuato Angulo! Parece hecho por el diablo para probar que no hay Dios. ¡D. Torcuato! Nunca le perdonaré el susto de la otra noche. Fue como sigue. Estaba yo acostado. Iba a dormirme, ya apagada la luz, cuando de repente recordé que Angulo había dicho de mí, en la confitería, que yo era ateo. La conciencia clara, clarísima, de que valgo más que Angulo, de que éste es un ser miserable hasta el asco, me dio remordimientos y me arrojó en los tiquis miquis de los escrúpulos de vanidad, soberbia, falsa filosofía, unción superficial y puramente artística con que suelo atormentarme en cuanto tomo la postura supina si no he trabajado con intensidad durante el día. En vano buscaba, en el fondo de esto que llamo el alma, actos de humanidad y caridad para quedar tranquilo, dormirme y acabar de una vez. Nada: la obsesión persistía. D. Torcuato no era digno de ser amado: ni metiéndole en la cuenta del gran todo, sumándole con lo Infinito para que pasara sin ser notado, conseguía yo hacer tolerable a aquel gandulazo. Y no había modo de dormir. Nada, una de dos: si yo no encontraba el lugar armónico que en la realidad y en mi corazón ocupaba necesariamente Angulo, no había tal realidad una, ni yo era un verdadero pensador, ni una persona decente: había que amar a D. Torcuato y explicárselo. Por poco me vuelvo loco. Claro: aquel ir y venir de argumentos en que el suelo se venía abajo de minuto en minuto y se volvía arriba, aquel círculo de contradicciones y aquella angustia metafísica, trajeron, como siempre, la excitación nerviosa, las náuseas, el miedo a la enajenación mental, y el sueño triste y lleno de visiones desanimadoras, que es lo peor que saco de estas campañas estériles. ¡Y todo por culpa de D. Torcuato!

Ahora que estoy bien despierto, y el sol alegre llega hasta besar la blancura de esta sábana, y tengo el torso vertical, y no hay miedo al hígado ni al cerebro; ahora, apoyado en los estribos del buen sentido, santo, del mediodía, ahora grito: —¡Mala centella parta a D. Torcuato Angulo! —Y sigo—. No sé si he dicho que soy viudo: lo soy. No se crea que me acuerdo ahora de esto porque mi mujer me la haya matado D. Torcuato, no: capaz sería, pero no fue él. No estoy seguro de no haber sido yo. Pero bien sabe Dios que si contribuí a su muerte fue sin querer.

Culpa, ninguna. Por eso estoy tranquilo. Aunque no siempre del todo. Porque hay horas también en que tengo remordimientos, a pesar de no creerme responsable de los actos en que esos remordimientos se fundan. Por ejemplo, cuando hablo en cátedra de las tres unidades de acción, lugar y tiempo, y digo que para el artista moderno ya no hay tales trabas, no estoy seguro de decir la verdad. Tal vez las tres unidades dramáticas son esenciales. Vaya V. a saber. Pero ahora lo corriente es decir que se puede prescindir de algunas de ellas. Y se prueba. No se prueba del todo, pero se prueba. ¿Voy yo a reñir con todo el mundo? ¿Voy a declararme paladín de las unidades? No: anda que corra la bola.

Pues ¡no tendría yo que discurrir poco para averiguar el fondo último de la verdad en este punto! Tendría que emplear toda la vida en averiguar eso… y me quedaría a oscuras. De modo que ¡abajo las unidades y caiga el que caiga! ¿Qué culpa tengo yo? Bien, pues así y todo me remuerde la conciencia. ¡Ay! Bien piensa Carabín: siempre seré un insignificante.

Pero voy a mi asunto. Yo, Narciso Arroyo, catedrático de la facultad de Filosofía y Letras, viudo, de treinta y seis años, domiciliado en la calle de Santa Catalina, número nueve, he decidido escribir las memorias de mi vida en variedad de metros como quien dice, y sin respetar gran cosa las tres unidades. Pienso ser unas veces predominantemente épico, como yo digo muy serio en cátedra, porque hay que vivir; y otras veces me inclinaré visiblemente a lo lírico. Días habrá en que todo lo que guarde de aquellas veinticuatro horas mi libro de memorias no será más que una canción. ¡Días felices aquellos en que el alma fue no más una cuerda de la lira, y la conciencia una vibración sonora!

¡Quién le diría a mi compañero, el de Literatura griega y latina, que yo sé explicarme tan poéticamente! ¡Él, que me cree seriamente preocupado con el origen de los versos leoninos! ¡Mi buen D. Heliodoro! ¡Él ve a Grecia a través del director de Instrucción Pública, y jamás se le ha ocurrido imaginarse la cara que pondría Friné si le presentaran a Gil y Zárate y viceversa!

Hoy, pasada la Epifanía, se reanuda el curso, comienza el año nuevo… en cátedra, y quiero que hoy también se inauguren mis Memorias.

Cuesta abajo, es decir, camino del hoyo. Sí, no hay que forjarse ilusiones: ya no hay más horizonte; doblé la cumbre y voy descendiendo ya al otro lado de la montaña. Sólo podré ver la vertiente que dejo atrás con los ojos del recuerdo. Mientras yo bajo por este lado, las Memorias volverán a subir por el otro; pero, ¡ay!, el espíritu que las dicta va cuesta abajo. ¡Qué diferencia de vivir a volver a vivir! Si se pudieran hacer las cosas dos veces ¡qué mal las haríamos la segunda vez! Esta segunda vida sería obra del hombre, y la primera es obra de Dios. Tal creo.



Día 8 de enero de 18…


Si, como quieren ciertos filósofos modernos, el hombre es un compuesto inestable, yo a los diez y siete años era un compuesto inestable… y sin novia. No tenía más novia que la Virgen Santísima. Alabada sea ella de todos modos. Nunca le perdonaré a Renan lo poco que dice de María. A los diez y siete años yo no sabía de Renan más que por una traducción de Los Apóstoles que publicaba en el folletín un periódico republicano que con motivo de la revolución triunfante quería arrancar a España de las garras del fanatismo, aunque fuera descalabrando el idioma de nuestros intolerantes antepasados.

Además, ahora que me acuerdo, había visto una traducción, mala también, de la Vida de Jesús, en la maleta de un americano muy rico y muy bruto, que quería educar a sus hijos a la moderna, y para ello se preparaba leyendo El Evangelio del Pueblo, del Sr. Henao y Muñoz, y llevando consigo a todas partes el libro de Renan, aunque sin leerlo, porque no estaba escrito en estilo cortado, como El Evangelio de Henao y los artículos de los periódicos satíricos que también deletreaba, y él los períodos largos no los entendía.

Tenía yo, en consecuencia, por un hombre de malas entrañas y mal gusto, por filósofo superficial y por historiador embustero, al insigne bretón; y eso que no sabía entonces, como supe después, que los oradores del Ateneo de Madrid, que el tal Renan todo lo copiaba de los Alemanes, menos la cháchara poética. No por ser tan injusto con el autor de San Pablo era yo en aquel entonces tan mentecato como parece deducirse del contexto. Hay que acostumbrarse a distinguir de facultades, porque unas se desarrollan antes y otras después, y algunas nunca, y no por eso deja de haber elementos dignos de aprecio en las almas de ese modo incompletas. Ni hay que suponer que ciertos espíritus, encerrados en la letra de una fe quieta, estancada, no puedan tener sus grandes anhelos poéticos de esperanzas insaciables, de abnegación metafísica, de idealidad independiente, y también los sentimientos y arranques anejos. No es lo más frecuente, pero los hay que tienen todo eso. También es verdad que cada día hay menos, y que las almas completamente sinceras y de cierto temple, casi todas son libres, en el sentido de que no las sujeta ningún dogma histórico. Pero vuelvo a mis diez y siete años. Acababa de pasar una gran fiebre nerviosa. Me encontré del lado de acá de la adolescencia en poder de una tristeza milenaria, suavemente apocalíptica. El mundo se había hecho viejo de repente; las cosas, todas pálidas, apenas tenían más que la superficie; el sol no era tan claro como antes; y entre mis ojos y las nubes, entre mis ojos y el mar lejano, aparecían enjambres de puntos, de circulillos opacos, como una vía láctea de estrellas apagadas. Aquello era para mí lo más doloroso y el símbolo de la ruina universal y, sobre todo, de mi propia ruina. Mi ruina era inmensa: aquel velo de puntos que había entre mis ojos y el mundo me decía que la hermosa vida, que ya no era hermosa, no era para mí. Yo venía a ser un príncipe, más, un emperador del ancho mundo, a quien habían destronado durante una enfermedad peligrosa. Como Gil Blas se levantó del lecho sin sus doblones, yo me levanté sin mis ensueños de rapaz ambicioso y fantaseador. Por eso no tiene nada de particular que cuando me ponía a escribir versos los dejase siempre sin concluir, aun sin mediar; porque tanta desesperación había en las primeras estrofas, tanto anhelo del aniquilamiento universal, que ya no había nada más que decir en este sentido, no cabía apurar más la gradación del desencanto, y no merecía en el mundo cosa alguna el esfuerzo de seguir buscando consonantes no vulgares, única clase que yo admitía; trabajillo que acaso entraba por algo en el abandono de todas mis tentativas rítmicas. Mientras fui niño, proximus infantiae primero y proximus pubertali después, fui absolutamente épico en mis lecturas y épico y dramático en mis escritos y en mis aspiraciones: leía novelas de aventuras y de pasión, historia, política, viajes y su poquito de filosofía; poemas y versos clásicos que no entendía; hacía alarde de mi erudición y de la imaginación siempre exaltada; contaba a mis amigos cuentos que yo iba discurriendo según los contaba, y escribía comedias y dramas a docenas, alguno de los cuales representábamos en teatritos caseros, en las guardillas y desvanes.

Enfermé, y, al volver tristemente a la vida, mi alma era ya toda lirismo. Había perdido mis comedias, olvidado mis lecturas en gran parte, despreciándolas casi todas; y hasta la ortografía, que había aprendido bien de chiquillo y que días antes de caer en cama noté que se desvanecía de mi memoria, hasta la ortografía, tuve que volver a cultivarla, porque siempre tenía presente la anécdota de: —Orestes se escribe sin h— y me daba mucha vergüenza el contraste de mis cavilaciones y profundidades escritas con el mal uso de las haches y el abuso de las ges o las jotas.

Era durante el verano mi larga convalecencia, prolongada en mis adentros, cuando ya los médicos me daban por restablecido completamente.

Estaba yo en la aldea, en un valle frondoso, muy retirado, ancho y largo, limitado por colinas suaves, de líneas graciosas cubiertas hasta la cima de árboles copudos. No sé cómo llegó a mis manos una edición diamante de las poesías de Leopardi, más algunos artículos que hablaban de su vida y comentaban sus pensares y sus dolores. Por la primera vez me picó en el alma la idea del ateo, del ateo honrado, digno de cariño, del ateo hermano. Leopardi no creía en Dios, no volvía los ojos del alma a la Providencia, al Padre Espiritual; y a pesar de esto, que era entonces para mí un horror, en mi corazón, intolerante en su inocencia, nacía, como un pecado, una lástima infinita, una dulcísimo aunque desesperada intimidad de dolores con el solitario de Recanati.

Muchos años después he leído en Parerga y Paralipomena de Schopenhauer, que el aburrimiento es patrimonio de las almas inferiores. No hay que decir estas cosas tan en absoluto: hay muchas maneras de aburrimiento. El vacío, el que consiste en la ausencia de espacio para la imaginación, es ciertamente propio de los jugadores de tresillo; pero el aburrimiento, que fue la décima musa del poeta de Recanati, es diferente aunque no en todo. Las dudas o las negaciones de la voluntad no son propias de los hombres vulgares, como el mismo Schopenhauer viene a reconocer en el mismo libro; y esas negaciones y esas dudas, las dudas sobre todo, engendran esa otra especie de aburrimiento dignificado por su objeto y por el dolor positivo que causa. El ateísmo de Leopardi es de los más tristes, porque es un ateísmo de soñador, de místico sin divinidad; es decir, lo infinito como teatro, pero sin personajes, sin drama. Para mí el ateísmo de Leopardi fue siempre más triste, más simpático, que el de los más grandes poetas modernos, ateos también. El ateísmo de Shelley es toda una tesis, una filosofía batallona, hasta una especie de palingenesia. El ateísmo de los modernos poetas indianizantes, de los amigos del nirvana, me parece menos inmediato, menos sentido, que el de Leopardi, y, lo que más importa para el caso, más divertido, menos doloroso. Estos orientalistas no se aburren: se duermen, y sueñan formas hermosas, libres de la congoja metafísica. El ateísmo de Leopardi está continuamente ligado a un espiritualismo que, una vez muerto Dios, encuentra inerte la naturaleza, estúpida, como la llama el Sr. Feuillet en una novela que está publicando estos días(1) (Honor de artista). Por eso la poesía de este desgraciado genio (de Leopardi, no de Feuillet) que para mí simboliza mejor su poesía, su carácter poético, es la canción de un pastor a la luna en una llanura de Asia. Nunca olvidaré el día, la hora, el sitio en que por vez primera devoraron mis ojos y tragó mi corazón aquella hiel. Aquella mañana de setiembre, calurosa, cenicienta en el cielo, había yo tenido una extraña crisis nerviosa: había inventado salir a la huerta, al sentarme a almorzar, porque la casa se me venía encima; me ahogaba de tristeza, de imposibilidad de vivir así, si el mundo seguía pareciéndome tan inútil, tan descompuesto, tan ilógico, tan partido en moléculas sin cohesión… Me agarré a mi madre, di gritos de angustia, de espanto, y salimos juntos a la huerta. Paseamos un poco bajo las parras que formaban un pórtico. Ella me daba el brazo, me consolaba con frases que, por lo mismo que no llegaban a la inteligencia de mi desazón, de mi disparatada aprensión respecto de la realidad que me rodeaba; por mismo que eran una afirmación del mundo normal, lógico, bueno, una verdadera petición de principio; me confortaban, me distraían de mi alucinación interior, de mi locura pasajera inefable. Entre el cariño y el buen sentido me iban volviendo a la realidad verdadera, sana, consistente, continua. Pasó la angustia que llamaré intelectual impropiamente.

Nos sentamos sobre el pretil de la muralla que daba sobre el corral de abajo.

¡Oh, qué inolvidable aniquilamiento el que sentí un minuto después de sentarme! Ha dicho un crítico francés de los del día que el dolor físico es, si hablamos con sinceridad, mayor que el moral, en suma. Yo no lo afirmo, pero en aquella ocasión el terror de lo que sentí fue entonces superior con mucho a la angustia y a la locura de poco antes. Ello era que se me iba la vida por la espalda. Aquello no se llamaba morirse: era irse… escapar todo por la espalda, cayendo… cayendo, alejándome de mi madre, que, agarrada al mundo, a la materia, de que ella era parte, se quedaba allá lejos, desvaneciéndose, sin comprender mi mal, inútil para mí a pesar de su cara de compasión y de angustia.

Me tendía los brazos, que a pesar de tocarme no llegaban a mí, ¡ay!, no llegaban a la región en que yo sentía el espanto y también el cariño que llevaba ella dentro, como un niño en una cuna olvidada. Yo volvía atrás, volvía atrás, a la primera infancia… pero no para entrar en el seno de mi madre: para alejarme de él, cayendo, cayendo en la nada, que me invadía.

… Volví a la vida entre besos, lágrimas y abrazos de mi madre, más un poco de azahar, que llegó a tener para mí, a fuerza de usarlo, algo del olor del regazo materno. Mi madre creía en el azahar como en las oraciones. —La oración —pensaba ella— es medicina para los creyentes: el azahar para los nerviosos.

Siguió una reacción de alegría sin causa, como síntoma no más halagüeño, pero como bien positivo actual muy sabroso. Las alegrías sin causa no hay que descontarlas en la vida, porque tienen en sí mismas su razón de ser, que es la causa más constante. Ni los pesimismos ni los ascetismos deben echar en saco roto estos argumentos de las almas alegres quand même. ¡Oh! ¡No hay que llevar demasiada metafísica a las pasajeras ráfagas de buen humor que orean de tarde en tarde la prosa manida de la existencia! Según me hago viejo, me inclino más cada día a un empirismo espiritual, a un epicurismo de buenas costumbres, moral y suave… Decía que, pasada la crisis nerviosa, volví aquel día al dominio de mi espíritu, alegre, vibrando, como placa sonora, con todas las impresiones que venían de la luz, del sonido, de los olores, del contacto. ¡Horas memorables éstas de armonía interior, en que la presencia de la realidad se convierte en una música y el alma adivina el timbre de todas las cosas y escucha las grandiosas sinfonías de la naturaleza latente!

Para mí, sobre todo en aquella edad, fue siempre el remate obligado de estas excitaciones la necesidad de leer versos buenos en voz alta, a mis solas, en lugar a propósito, y acabar la lectura con ahogos de enternecimiento, con lágrimas en la voz y en los ojos, refiriendo el sentido íntimo, esencial, de lo leído a un sentimiento de caridad, de un orden o de otro, pero de caridad vivísima, inefable. No recomiendo el procedimiento a los pedagogos; no pido que a los niños de las escuelas o de los institutos provinciales se les enternezca artificialmente hasta el punto que me enternecía yo, por medio de la lectura de los grandes poetas, hasta conseguir fabricar una buena porción de sentimientos humanitarios que sumados aseguren al Estado grandes dosis de abnegación y sentimentalismo públicos. No, no estaría eso bien. Sin contar con los refractarios, que no faltarían, tal vez ni conveniente sea acaso que los muchachos lleguen a ser tan visionarios y sentimentales como yo confieso que fui en mi adolescencia (más adelante tuve ocasión de cambiar de conducta y llegué en mi viril endurecimiento hasta el punto de ser escritor satírico). Un ilustre pedagogo extranjero, coetáneo, cuyo nombre siento no recordar ahora, demuestra, o poco menos, que los niños no deben llorar, pese a ciertas preocupaciones contrarias. Pues que no lloren. Sobre todo, si se ha de mirar la cuestión desde el punto de vista puramente fisiológico (y así parece que debe ser), por mí que no lloren, que no sean sentimentales. No quiero que se me culpe de conspirador contra el mejoramiento de la especie humana.

Harto se ha insultado al pobre Rousseau con motivo de sus sensiblerías, que, según la autorizada opinión de personajes que no han llorado nunca, corrompió a varias generaciones con su falso sentimentalismo.

Así debe ser en adelante, es decir, no se debe provocar el enternecimiento a no ser cuando se trate de causa mayor, de un duelo legítimo y que tenga algo de parecido con el zollverein, o sea la unión aduanera, esto es, cuando se trate de algo que importe a la mitad más uno, o sea, la mayoría absoluta de los ciudadanos. Todo lo demás es subjetivismo, afeminamiento, impresionabilidad excesiva y otra porción de sustantivos más o menos clásicos.

Pero cuando yo tenía diez y siete años no veía las cosas como ahora; así es que aquella tarde, para saciar el ansia poética que siguió a mis ataques de nervios, busqué un autor de los que más me conmovieran, de los que mejor me hablasen de las cosas de más adentro. Llegué a mi cuarto. Sobre la mesa de noche se destacó, como imponiéndose a mi atención y a mi voluntad, el volumen lindo, pequeño, que parecía un extracto de ideas y emociones, el libro familiar de aquella temporada: Leopardi. No dudé. La acción siguió al impulso: tomé el libro. Como con una presa, huí a lo más escondido de la huerta, a una gruta artificial, fresca, nemorosa, hecha por nosotros mismos con laurel en un socavón de una muralla antigua. ¿Por qué más que nunca entonces necesitaba mi alma al poeta triste? ¿No estaba yo alegre, no creía firmemente en tales instantes en las armonías del mundo? Por lo mismo, por la comezón irresistible del contraste, por la curiosidad peligrosa de ponerme a prueba, quería leer aquello. Además, disparatadamente, como si el libro no fuera cosa muerta, constante por su misma inercia en el dolor de que hablaba, yo iba a leer con la esperanza absurda… de influir en Leopardi aquella tarde en vez de dejarme entristecer por él.

¡Era tanta mi alegría íntima, tan sólidos creía yo los cimientos de mi dulce optimismo! —A ver quién vence a quién: a ver si él me comunica, como siempre, su congoja, o si yo infiltro en estas hojas frías el espíritu de amor y fe que me inunda. «Consolemos al triste.» Del absurdo nunca pudo salir nada bueno—. Por casualidad, lo primero con que tropezaron mis ojos fue con El sábado de la aldea, que es uno de los más sublimes cantos a la esperanza, pero a la esperanza sola, que ha inspirado a ser humano la decepción eterna. Aquella impresión agridulce aún no enfrió mi celo de catequista. En seguida llegué, a saltos, a la famosa poesía en que Leopardi habla del renacimiento de la ilusión…

Meco ritorna a vivere
la piaggia, il bosco, il monte;
parla il mio core il fonte,
meco favella il mar…

Olvidado yo de lo que sabía que venía después, medio creí un momento en el milagro. Mi alegría, mi fe, mi amor, se comunicaban al poeta muerto… me seguía, él amaba también y comprendía la belleza y bondad del mundo. ¡Momento solemne aquel! ¿Por qué he olvidado yo tantas escenas culminantes de mi vida: mi primera declaración de amor, mi primera comunión y otras cosas por el estilo, que tanto debían importarme, y tengo grabadas en el cerebro, como presentes, estas nimiedades de que hoy hablo, y otras así? ¡Ay! Porque ya más que un hombre soy una entelequia de la facultad de filosofía y letras.

El poeta decía en seguida, ¡claro!
Dalle mie vaghe immagini
so ben ch’ella discorda;
so che natura e sorda,
che miserar non sa

Como si en el cielo azul y sonriente, allá hacia la parte del Este, donde se aglomeraban las nubes, como recogidas, hubiera una cortina negra envuelta en sus pliegues, y de repente esta sombra, esta oscuridad, se corriera con chirridos de metal por todo el firmamento; así quedé, frío, a oscuras, lejos de la luz de mi alegría, del sólido fundamento de mi fe racional que hacía un minuto me animaba a convertir el libro a mis ilusiones.

Aviso a la juventud incauta. (Este aviso es de una pedagogía absolutamente correcta, no encierra ningún elemento malsano de sentimentalismo, y puede verse, en otra forma, en varios autores).

Aviso a la juventud incauta. No se debe luchar, a cierta edad, con los grandes hombres que hablan en los libros. Siempre vencen ellos. El joven que piensa haber sacudido las riendas de la autoridad, el magister dixit, se rinde sin saberlo al primer maestro que él a ciegas, por capricho, escoge por tirano. La fuerza de la autoridad, que es mucho más poderosa de lo que muchos creen ahora, se venga de los que rracionalmente se burlan de ella, imponiéndose a esos mismos en la más divertida y caprichosa variedad de formas. Cuenta otro pedagogo que a los niños de muy pocos años se les puede imponer la voluntad ajena con afirmaciones rotundas, enérgicas, de que los mismos niños desean lo que se pretende que hagan. El infante toma por voluntad propia la sugerida de esta suerte. Pues bien: a los jóvenes se les hace tomar por dictado de la razón lo que es dictado de la opinión de un hombre que tiene a sus ojos mucha autoridad. Los cambios de la opinión (aparente) de muchos jóvenes, librepensadores y todo, se deben a imposiciones de este género, tanto más fuertes y peligrosas cuanto que no son reconocidas. Tal vez parte, no digo más que parte, de la causa por que Hegel influyó tanto en el pensamiento moderno, consiste en esto.

Sí: los filósofos, los poetas, los moralistas, etc., etc., que hablan como dictadores, que mezclan elementos de voluntad, de energía en sus ideas, las imponen más fácilmente. Hegel, en efecto, en su Lógica, por ejemplo, nos llega a convencer de que seremos unos pelagatos intelectuales, unos cualquiercosa metafísicos, vulgo y nada más que vulgo, si no preferimos lo que él dice y quiere que sea la verdad a lo que el sentido común nos sugiere. Tal vez la famosa cuestión kantiana, la que es base del moderno escepticismo más o menos disimulado, la cuestión del fenómeno y del noúmeno, no pueda resolverla la humanidad nunca en un sentido satisfactorio para el valor real de la razón… sino por un acto de voluntad: no queriendo dudar de la correspondencia de lo representado con la representación. Schopenhauer debe gran parte de sus triunfos tardíos a su dandysmo filosófico, que se funda en un desdén, querido con constancia, de las ideas contrarias a su sistema.

Pero ¿qué más? El secreto del triunfo inmenso de todas las grandes religiones históricas está en los actos de fe, que no son en suma más que otros tantos martillazos de una voluntad de hierro descargados sobre el cráneo, de hueso al fin, de la mísera razón humana.

Todas estas dudas, estas negaciones desconsoladoras, de que se queja el hombre moderno, el fin del siglo, ¿son racionales propiamente? ¿Ha dudado o ha negado cada cual por cuenta propia?

¡Ay, no! Ni mucho menos. Así como la Iglesia se encargaba y se encarga de pensar por cuenta de sus fieles y afirmar por ellos, así el escepticismo y el materialismo, etc., etc., de unos pocos, lleva la cura de almas de una infinidad de pobres diablos que si se condenan no será por culpas de su intelecto. ¡Bajar a beber al fondo de las ideas, que es un abismo, cuando es tan fácil pedir en el camino un poco de agua a los que suben con el ánfora llena! Lo malo es que como los del ánfora saben que los otros no bajan… pueden ellos no bajar tampoco y fingir que sacan de lo hondo el agua que puede ser de los arroyos de la superficie.

En fin, cualquier joven reflexivo habrá observado que muchas veces se ha dejado deshacer sus ilusiones racionales por una afirmación, o negación, rotunda de un pensador famoso; y esto sin más que la fuerza de voluntad acumulada, como electricidad, en la negación o en la afirmación misma.

Yo, jóvenes pensativos, os aconsejo, como ligero alivio a ese tormento de que tan poco se habla y que es tan doloroso y tan frecuente, que consiste en la tortura causada por los grandes pensadores y los poetas tristes y desengañados, que son los que nos quitan las ilusiones que podrían reverdecer hasta bajo las canas y al borde de la sepultura; yo os aconsejo que os apliquéis a examinar con rigorosa lógica las doctrinas que destruyen vuestros ideales en los libros de los grandes maestros.

Es cuestión de química intelectual: separad los elementos racionales, propiamente racionales, de la mezcla sentimental y prasológica; no admitáis esa especie de opio que la voluntad mete en las ideas para darles eficacia comunicativa. ¡Mirad, oh jóvenes de corazón robusto y generoso, que muchas veces, cuando creéis estar meditando… estáis amando!…–

Así hacía yo aquella tarde de mi cuento. Para mi corazón el desgraciado solitario de Recanati era una autoridad muy fuerte.

Leopardi no hacía más que quejarse… y a mis ojos estaba argumentando.

Lloraba, y me convencía. Y entonces, después de correrse aquel triste velo oscuro de que hablé más arriba, fue cuando llegué a las lamentaciones que el pastor de Asia dirige a la luna, su compañera de inútil aburrimiento. Como en un pozo, volví a caer de cabeza en mi ordinaria congoja, volví al estado normal de aquella mi triste convalecencia de alma; mas ahora caía en aquel marasmo desconsolado con un dogma poético, con una leyenda metafísica para mi aprensión nerviosa: la fuerte cadena de toda una filosofía didascálica me amarraba al fondo de mi desesperación de adolescente enfermizo. Yo iba creyendo aquello que decía de la infinita vanidad de todo el poeta, como si fueran demostraciones matemáticas sus quejas: debía de parecerme a los discípulos entusiásticos y candorosos de aquella primera filosofía jónica que era mitad poesía mitad fantasía reflexiva. Así como aquellos Tales, Anaximenes, Anaximandros, Heráclitos, etc., etc., decían que todo era agua, o todo era aire, o todo era fuego, el pastor de Leopardi y yo decíamos, como si lo viéramos, que todo era hastío. Encontrar el mundo inútil a los diez y siete años es un gran dolor. Tal vez no se cura de este mal por completo nunca. Cuando muchos años después creí en la vida, y hasta fui a votar a los comicios, y cuidé mi hacienda, aunque poca, y hasta jugué algún albur en la banca de la suerte a la carta del progreso, y me decidí a escribir un programa de Estética, dividiéndolo, por supuesto, en parte general, especial y orgánica; todas estas cosas, y otras muchas por el estilo, las hice yo con un poco de comedia que procuraba ocultarme a mí mismo. Desde aquellas primeras tristezas serias de mi adolescencia, siempre que estoy contento me encuentro cierto aire de actor. Una voz secreta y melancólicamente burlona me dice: —

¡Ah, farsantuelo! —y otra voz también secreta, y tal vez más honda, me dice:

—¡Haces bien, cómico! ¡Adelante!

Si estas memorias, o lo que sean (pues ya fuera de cátedra no creo apenas en los géneros), cayesen en manos de uno de esos literatos eminentemente romanistas, arianos, como dicen ahora algunos críticos judaizantes; en manos de uno de esos literatos que, ante todo, en toda clase de arte aman la arquitectura, y en el plan de toda obra ven como lo principal un plano; si tal aconteciera, digo, el tal literato notaría que ya había perdido el hilo lastimosamente, que todo me volvía digresiones e incoherencias.

Había empezado, en efecto, por decir que a los diez y siete años era Narciso Arroyo, el que suscribe, un chico sin novia, a no ser que contáramos a la Virgen María… y después salto a Leopardi, al ateísmo poético, etc., etc.: ¿qué orden es éste?

Sepa de una vez para siempre el Zoilo hipotético que yo soy germanista, que soy un latino que en esto de despreciar la arquitectura literaria me acerco a las leyendas de Odino y a los poemas caóticos de los primitivos sajones y demás hombres del norte.

El orden lo llevo yo en el alma: no es cuestión de literatura, es cuestión de conciencia. Yo aseguro que hay orden en todo lo dicho y basta. Leopardi y la Virgen María… ¿qué tienen que ver una cosa con otra? ¡Bah! Para la historia de mi espíritu, mucho. Yo, en el tiempo a que me vengo refiriendo, hacía a mi manera (de que ya hablaré) compatibles mis tristezas metafísicas, mi bancarrota universal, con las creencias católicas, o que por tales tenía mi relativa ignorancia. Yo creía, como tantos otros creen, que porque tenía el símbolo de la fe tenía la fe. No sabía que si mi catolicismo hubiese sido fuerte como el de un creyente de la edad media, verbigracia, mis tristezas no llegarían hasta la raíz del mundo. Pero, en fin, entre contradicciones, de que a ratos tenía conciencia en forma de remordimiento, yo me llamaba católico, y era casi místico, en el sentido de cuasi visionario. El culto de María, no externo, pues éste desde la lejana infancia no había vuelto a tenerle (fuera de las oraciones que mi madre me había enseñado poco después de nacer); el culto de María, interior, poético, vago y misterioso, era uno de mis pocos consuelos de entonces. Mi madre y la Virgen eran, en rigor, las únicas ventanas por donde yo veía entonces un poco de cielo azul. A veces, en horas de exaltación, yo había casi creído en la proximidad de una aparición de María. Pues bien: al terminar la lectura de aquellas quejas del pastor oriental a la luna, entre las lágrimas de compasión infinita que me inspiraba Leopardi, el pastor, la luna, el rebaño, el mundo entero… yo mismo sobre todo… como un engendro del llanto y de la caridad, nació en mi alma esta extraña idea: —La Virgen debió presentarse al pastor de Asia: ella, tan amiga de aparecerse a los pastores, a los adolescentes solitarios del campo, que meditan, en la somnolencia de su inocente vida, debió presentarse, apareciendo detrás de la luna, al mismo pastor de aquellas soledades y bajar hasta ponerle en el corazón una mano, con lo cual bastaría para explicarle el porqué del mundo, el porqué de las vueltas de la plateada rueda, como llamó a la luna nuestro Fray Luis de León, un pastor de almas que llevaba a María dentro del pecho. ¡Pobre Leopardi, pobre solitario de Recanati, alma llena de amor infinito y que no encuentra objeto para tanto amor, pues no hay enfrente de su cariño… no más que una infinita vanidad!

¿A quién mejor que al pobre poeta, joven, casi niño, tan capaz de comprenderla, tan capaz de amarla, tan inocente en su dolor, en su negación dolorosa; a quién mejor que a este ateo bueno, a este huérfano del alma podía aparecerse María?

Y puesta a disparatar mi fantasía calenturienta, ayudada por mi corazón pasmado, llegué, al ocurrírseme aquellas cosas, que no eran blasfemias ni sacrilegios, dada la pureza de mi intención, llegué a desear volver atrás el curso del tiempo y resucitar a Leopardi, y hacer que la Virgen se le apareciera y le consolase.

Sí, sí: bien lo merecía. Además de lo dicho había otros motivos.

Leopardi había amado a las mujeres del mundo, a las que en la cara, y hasta en el aire a veces, se parecen a María; había amado como sólo aman los grandes corazones solitarios, y las mujeres del mundo le habían desdeñado: no le quería Dios, que le dejaba negarle; no le quería la mujer… ¿Qué le quedaba ya, a no ser el regazo de María?

Y lloraba yo como un perdido ideando estas locuras; lloraba en aquella gruta artificial construida por nosotros; lloraba sin que nadie me viera, es claro; sin que nadie, ni mi padre, sospechara, ni con cien leguas, que había allí, tan cerca, quien llorase por estas cosas.

Y por último fui a dar al egoísmo, fin triste de muchos enternecimientos.

Ya que no a Leopardi, porque no existe; ya que no al pastor de Asia, porque no existió nunca; ¿por qué María no me consuela más a mí, no se me presenta a mí?… No he de ocultar que, al decirme para mis adentros esto de presentárseme María, a pesar de la seriedad del momento, a pesar de mi buena fe, un diablillo se reía dentro de mí gritando:

—¡Presentarse, aparecerse! ¿Qué es eso?

—Y otra voz que no debía de ser un diablo, me decía: —Tú tienes a tu madre… —Y después, como si fuesen ecos que decían cada cual cosa distinta, por milagro, por supuesto, otras voces gritaban más lejos, es decir, más adentro: Una: —Tú tendrás mujer… Otra: —Tú tendrás hijas…

Y otra: —Tú tendrás sueños…

Estas varias voces merecen y necesitan explicación. Por eso escribo estas memorias. Por ahora sólo diré, respecto de la voz del diablillo que no quiso que yo creyese en apariciones, que el tal demoniejo estaba llamado a crecer y crecer dentro de mí como me temía, y a devorarme la bondad que más adelante había de ir naciéndome como un jugo de la buena salud que llegué a tener, a Dios gracias.

Quién me hubiera dicho a mí, entonces, que por culpa del tal diablo burlón, yo mismo, el que casi esperaba ver a la Virgen, había de ser autor, años después, de cierto suelto de un periódico satírico, que decía:

«En la parroquia de Tal se juntaron siete curas y mataron a palos a un feligrés. Hay que hacer un escarmiento con el clero. No hay que pagarle un cuarto.»

Y de este otro suelto, publicado al día siguiente:

«Estábamos mal informados. No era completamente cierta la noticia que dábamos ayer respecto al crimen cometido por siete curas en la persona de un feligrés. Fue de otro modo: fue que entre siete feligreses mataron al cura. Pero nos ratificamos en lo dicho: hay que hacer un escarmiento con el clero.»

¡Y dirán que el hombre moderno no es complejo! ¡Dios mío, si hasta lo soy yo, Narciso Arroyo… que soy tan sencillo!



Día 9 de enero de 18…


—Conoció mi madre que me aburría en nuestro querido retiro; y como abandonar el campo durante el verano ambos lo hubiéramos reputado solemne locura, pensó ella en el modo de procurarme alguna distracción que me arrancara, por horas a lo menos, al hastío de mi soledad y a los peligros que ella barruntaba en mis largas cavilaciones.

No había que pensar en los aldeanos de la vecindad, pues aunque yo en aquella época no creía del todo lo que decían los desengañados retóricos acerca de la falsedad del género bucólico, y no desesperaba por completo de encontrar a Flérida algún día, escondida, a la hora de la siesta, en la calor estiva, entre los laureles y zarzas de una selva, a la sombra; sin embargo, esta vaga esperanza no bastaba a cerrarme los ojos ante los desencantos diarios de la triste y prosaica realidad.

No acababan de parecer Galatea ni Flérida, y mi madre me llevó una tarde consigo a visitar a las de Pombal. Había de mi casa a la de estas señoritas media legua larga, y nos la anduvimos a pie, porque mi madre no conocía el cansancio. En casa, todos los días, subiendo y bajando, de la cocina al corral, de la sala al desván, se tragaba dos o tres leguas. Lo que ella no quería era montar en burro; y en coches no había que pensar tratándose de los caminos empinados y fragosos de aquella tierra. Doblamos una colina y bajamos a un valle hondo, estrecho; un pozo de verdura que yo desde lo alto había contemplado muchas veces en mis paseos melancólicos, pero al cual no había descendido nunca, por aquella pereza triste de mis soledades y por cierto miedo pueril a encontrarme por aquellas pomaradas y castañares de la vega con las de Pombal, dueñas del Castillo y de la casita blanca y verde que a mí, desde arriba, se me antojaba semejante a cierto templo griego que había visto pintado en un libro. No tanto me recordaba el templo por la sencilla forma, como por la situación que ocupaba a media ladera, entre follaje, en un montículo que parecía artificial, una imitación de las lomas vecinas hecha por los pastores. El Castillo no era más que un antiguo torreón edificado en lo más alto de un cerro, en un prado de yerba muy alta, heredad de la casería de Pombal.

—Si no fuese por las de Pombal, bajaría —me había yo dicho mil veces, contemplando desde lo alto las hermosas profundidades del valle angosto, que me atraían con el secreto de su misterio. En vano la razón me decía que allá abajo no habría más que cosas parecidas a las que ya veía y tocaba del lado de acá de la colina, en el valle nuestro, más grande y claro: una superstición dulce me inclinaba a imaginar, en aquellos parajes desconocidos para mí, novedades y atractivos de que los aldeanos que frecuentaban tales sitios no me hablaban porque ellos no los veían. Los nombres de la parroquia, barrios, lugares y cuetos y vericuetos del valle desconocido me eran familiares: trataba yo a muchos de los vecinos de aquel misterioso país; y, con todo, lo tenía por singular, lleno de sorpresas, de emociones nuevas para mí… si me determinaba a bajar. Pero estaban allí las de Pombal y no bajaba. ¿Por qué? Porque me daba vergüenza encontrarme con señoritas.

Además, si había algo penoso en aquel miedo a bajar, también el encanto del misterio y el temor de que éste desapareciese contribuían a dilatar mi resolución de entrar por aquellas arboledas adelante.

En vano el más sencillo raciocinio me demostraba fríamente que nada debía esperar ni temer de la excursión siempre aplazada: había en mí algo que mantenía la ilusión con sus mezclas de esperanza loca y de temores absurdos, algo instintivo, muy arraigado en el alma, y que debía de ser del mismo orden de energías que el apego a la vida que siguen mostrando la mayor parte de los pesimistas, que, sin quererlo ni creerlo, siguen naturalmente esperando algo de ella.

Pero mi madre cortó por lo sano. Yo no me decidía a descender al valle de Concienes, que así se llamaba, por miedo de encontrarme con las dueñas del Castillo, y mi madre resolvía de plano poniéndome sobre la cama la ropa nueva, el traje que acababa de enviarme el sastre de la ciudad, y una brillante camisola; todo con el fin de que me vistiera para ir a visitar a las de Pombal.

—Pero, madre, si yo no las conozco.

—Pero las conozco yo, hijo. Tu padre fue compañero de armas del suyo. Yo traté mucho a su tía y a ellas las tuve en brazos cuando eran chiquillas, es decir, tuve a la mayor, porque a la otra no la conozco tampoco: nació después que la familia se marchó de esta tierra. Y cuando volvieron ya huérfanas, no fui a verlas… por lo que ya sabes: porque yo lloraba lo mío, y el mundo entonces me importaba dos cominos.

Hice mal: fui egoísta: debí visitarlas, debí estrechar relaciones con las desgraciadas hijas del amigo de tu padre. Ello fue que no las estreché. Algunos años les he enviado cestas de fruta y tortas muy finas; pero nunca fui por allá.

—¿Y ellas? ¿Por qué no vienen ellas?

—¿Ellas? Es verdad. Podían haber venido ellas. Pero ya ves: los cumplidos. Yo era la que debía ir allá primero. No empezando yo… ellas no podían saber si quería o no tratarlas. Además, esto es lo que se usa. Las chicas no sé si serán así; pero lo que es la tía, que ya debe de estar chocha porque es muy vieja, tiene esto de los cumplidos por una religión. Es muy fina, muy buena; pero la etiqueta lo primero.

—Sí: además recuerdo haberte oído que tiene ciertos humos aristocráticos.

—No, humos no; no se puede decir humos. Es más bien una manía… que no ofende. Que se cree más que uno porque es parienta de una porción de condes y marqueses… vaya, eso es seguro. Pero no importa: ni se da tono, ni esas ideas le sirven para nada malo. Ella es la que paga la manía, porque con su aristocracia se pasa la vida como D. Quijote la noche de velar las armas.

Sí: así habló mi madre: esto último es casi textual. Los diálogos que a veces reproduciré aquí para darme a mí propio el placer de convertir en novela mi historia, no serán siempre muy aproximados. La verdad por lo que toca a la letra, ¡quién va a decirla! Pero esta conversación que estoy copiando no sólo es exacta por su espíritu, sino que, en gran parte, estoy seguro de que reproduce las palabras de mi madre.

¡Bendita sea su memoria! Aquel diálogo era solemne a pesar de las apariencias: por él entraba yo en la iniciación de mi destino. Ir o no ir a ver a las de Pombal: ésta era la cuestión. Iba a comenzar el noviciado de mi profesión. ¡Es tan natural, tan justo, que fuera mi madre quien me condujera a mi suerte!

Ella, tan ajena siempre a mis grados académicos, tan olvidada de mis sabidurías y borlas doctorales, de mis triunfos periodísticos; tan extraña a la vida de mis cavilaciones y empresas intelectuales, de las que jamás supo cosa mayor, si no así, en montón, que tenía un chico listo que padecía jaquecas y se levantaba muy tarde, por culpa de los pícaros libros y de las endiabladas filosofías; ella, que jamás leyó nada mío, que hubiera sido el último de los lectores… que no leen, filisteos y burgueses, de que tanto he abominado cuando imitaba a Heine y demás; ella, tan buena católica apostólica romana que cuando se trataba de discutir dogmas convertía el alma en un erizo; ella, el ángel que Dios me había puesto al lado de la cuna, era la que debía llevarme a casa de las de Pombal… para que Dios me repartiese el dolor y la dicha que me tocaban en el mundo.

Cuando mi madre, tomándome una mano, me hacía estrechar con ella la de aquella señorita a quien, presentándomela, llamó «la pequeña de Pombal, Elena», no sabía que sus palabras, al parecer insignificantes, vulgares, eran toda una frase sacramental; sí, de un sacramento humano, que consiste en pasar el corazón de una mano a otra en la vida, de un apoyo y un amor a otro amor y otro amparo. Mi madre, sin saberlo entonces ni ella, ni Elena, ni yo, me decía:

—Mira, hijo: hasta aquí hemos llegado. Yo soy tu madre, que te traje hasta aquí. Esta es tu esposa, que te llevará, si lo mereces, hasta la muerte.

¡Ay! ¡No lo merecí! La vida feliz es la que va de la mano de la madre a la mano de la esposa, y de la mano de la esposa a la del misterio de la sepultura. ¡Mi madre, mi Elena, las dos muertas! ¡Y ella, lo inesperado, lo imposible, Eva, muerta también!



Día 10 de enero de 18…