Françoise Roy



Cartografía menor



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© Françoise Roy



D.R. © 2011 Arlequín
Editorial y Servicios, S.A. de C.V.




Se editó para publicación digital en julio de 2017



ISBN
978-607-9046-49-1

 







Dedico este libro a mis hijos, Juan Claudio, Micael Alexi,

Leïlani y Samira, obras maestras de mi propio cuerpo

Introducción





El cuerpo humano que conocemos hoy en día, sí bien físicamente no ha cambiado desde entonces, no se parece a lo que —epistemológicamente— era para un médico del Medioevo. Las teorías imperantes sobre el mundo que nos rodea, por muy científicas que sean, siempre son difíciles de poner en tela de juicio. Más difícil aun es romperlas, ya que atrás del conocimiento anatómico se habían agazapado, a través de los siglos, un sinfín de prejuicios, tabúes, dogmas religiosos, supersticiones y equivocaciones orgánicas. Pensemos en algo ahora tan banal como los espermatozoides, que fueron descubiertos por Antoni van Leeuwenhoek en 1679. Su descubrimiento a partir de un estudio microscópico del semen es consignado en comunicados a la Royal Society de Londres, pero con la siguiente advertencia: «Si Su Señoría juzgara que esas observaciones son propensas a provocar repulsiones o escándalo entre los doctos, le rogaría muy atentamente las considere privadas, para publicarlas o destruirlas según Dios le dé a entender». Así, lo que ahora es parte del conocimiento básico de la reproducción de los seres vivos era por aquellos tiempos no sólo tópico bochornoso, sino que descansaba en supuestos erróneos. Como lo apunta Daniel Boorstin en The Discoverers: «Algunos años antes, William Harvey, en su De Generatione (1651), había descrito el huevo como la única fuente de toda nueva vida. Se creía comúnmente entonces que el esperma no producía más que vaporesfertilizantes. Leeuwenhoek —para quien la movilidad era sinónimo de vida— cayó en el otro extremo, atribuyéndole el papel preponderante en la creación de vida».1 Así, un letrado holandés que se dedicaba al llano comercio de telas descubre —por curiosidad— el mundo de las bacterias; pero al mismo tiempo, debe resguardarse de ofender la moral de la época, y abre —sin saberlo— una vía nueva en la gran carrera hacia el conocimiento.

Nada fue sencillo en el camino de las ciencias de la salud, y lo que sabemos ahora del cuerpo humano viene del derrumbe sucesivo de falacias que a menudo nos parecen, hoy en día, totalmente risibles. Nuevas ideas, nuevos métodos de experimentación y descubrimientos anatómicos dieron pie a rupturas de paradigmas que a veces supusieron el riesgo de ser excomulgado o cabalmente excluido de la comunidad médica. Los adelantos en medicina vieron la luz, a través de las edades, previo experimentos concebidos por mentes nada menos que revolucionarias. No es de sorprender, entonces, que un concepto falso haya podido tener la vida tan larga; después de todo, los conocimientos de Galeno —el padre de la medicina occidental—, cuyos supuestos dominaron la visión del cuerpo durante siglos y siglos, venían en parte de la disección de changos y puercos. Esta práctica —la de estudiar la morfología animal para compararla luego con la del ser humano—, por ejemplo, siempre fue prohibida bajo el Islam. Si bien el mundo cristiano era más tolerante hacia el saber obtenido a partir del estudio de los animales, la prohibición de abrir un cadáver humano imperó durante siglos. Esta interdicción, por razones teológicas, retrasó considerablemente la evolución de los conocimientos anatómicos. Cuando Andreas Vesalius, el célebre anatomista flamenco —autor del libro Sobre la estructura del cuerpo humano—, siguiendo las huellas de Leonardo da Vinci, revolucionó el conocimiento de la anatomía humana al basarse —al contrario de la costumbre medieval que privilegiaba los libros de texto y los escritos de Galeno— en la observación directa que le proporcionaban las disecciones de cadáveres de condenados a muerte, se abrió la puerta al interior del cuerpo, a lo que había sido vedado hasta entonces por prohibiciones de índole moral.

Es en honor a todos esos pioneros —Harvey, que desentrañó los misterios de la circulación sanguínea y de la respiración; Santorio, que descubrió los arcanos de la transpiración; Malpighi, que estudió por vez primera la estructura de la piel; Paracelso, que retó las teorías de Galeno; Crick y Watson, que descubrieron el ADN— que escribí este poemario. Espero, al reflexionar poéticamente sobre una de las máquinas más complejas y asombrosas de nuestro mundo —el cuerpo humano— rendir homenaje a esa retahíla de seres apasionados que dedicaron sus vidas al saber, a la salud y a la enfermedad.



FRANÇOISE ROY

 

1 Traducción libre.





El sistema circulatorio

 

1. La sangre





Da vueltas y vueltas, samsara de hierro y plasma, estelicio del color rojo, feria de glóbulos y agua arrebolada que transportan el planetoide del alma en su órbita —aunque lo nieguen los anatomistas, así la concebían los vejestorios del Antiguo Testamento.

El tallo principal de ese árbol invisible da al mismo corazón, arañuela que en vez de florecer en blanco, lo hace en carmín.

Dócilmente contenida en el cántaro ramificado de las venas, no desborda su lecho: cauce de vida mientras oculta, cauce de muerte mientras derramada.

¿Qué apellido prendido de vela en vela surca así el lecho interno, qué memoria de antiguas voces, qué dote de la cepa carnal devuelta por los siglos?

Sangre: lo primero en marchitarse en la flor caduca del cuerpo, lo último en quedarse quieto en la orografía de la carne.



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La sangre es el principal fluido biológico de los integrantes del reino animal superior. Tejido líquido cuya base, el plasma, es esencialmente proteico, transporta en disolución varias sustancias orgánicas, minerales y diversas células como los glóbulos y plaquetas. Su función es trasladar oxígeno y alimentar las células mediante el sistema vascular —arterias, venas y capilares—, que la distribuye en todo el cuerpo. Un cuerpo humano adulto contiene entre 4.5 y 6 litros de sangre, cuyo color rojo se debe a la presencia de los eritrocitos, encargados de llevar el oxígeno.

Hecho insólito, las moléculas de la clorofila y las de la sangre son químicamente similares, con la diferencia de que en la clorofila, el átomo principal es el magnesio, mientras que en la sangre es el hierro. Resulta casi increíble que una sola gota de ese preciado líquido contenga 5 millones de glóbulos rojos, entre 5,000 y 10,000 glóbulos blancos, y 250,000 plaquetas.

En diversas tradiciones, la sangre es sinónimo de vida, pasión o linaje.

2. La vena yugular





El nombre de una vena. Ducto que sale del corazón y da la vuelta al cuerpo. Palabra que evoca el puñal y los dramas pasionales. Busco el parentesco con el «yugo», el verbo «subyugar», y no encuentro genealogía común entre ese delicado tubo de carne de pétalos —atraviesa la garganta por fuera, como planta trepadora que fuese puro tronco— y lo que somete y pesa —bulto de Sísifo— sobre el lomo de los bueyes.

El libro de anatomía me dice que son cuatro y que ciñen el cuello.

Mano estranguladora sin palma: sólo cuatro dedos de piel tan delgada como la de una cebolla, rellenos de una savia rojo oscuro —la venal, más guinda que escarlata.

Uno pronuncia el nombre, yugular, y piensa de inmediato en un cordero tendido en el altar de un Dios seguramente refractario a los derrames de sangre.



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La yugular es una vena superficial situada en la parte lateral del cuello —de ahí su nombre—, y que va desde la mandíbula hasta la clavícula; se encarga de drenar la sangre de la cara y del cuero cabelludo. Forma parte de una extensísima red vascular, ramificada a tal punto que si pusiéramos de punta a punta todas las arterias, venas, vasos sanguíneos y capilares de un solo cuerpo adulto, cubrirían sesenta mil kilómetros lineales, es decir, un trecho que alcanzaría a darle la vuelta al ecuador.

3. Los linfocitos





La sangre —quién iría a dudar de su color— no es puro rojo: miles de soldados blancos la habitan —desde los alvéolos de la médula ósea; desde los globos plúmeos, inmóviles, agobiados de balasto, de los ganglios linfáticos—. La habitan como uno habita una alcoba, una madriguera, un lapso en las comarcas del tiempo.

Albo regimiento de infantería —digo infantería porque no hay ejércitos nadadores, y los pies son lo más cercano a las aletas caudales—, sus vigías extrañamente armados —desde la torre flanqueante, la almena de un minúsculo castillo invisible— acechan al invasor antes de que llegue al puente levadizo, atraviese el foso a nado, destroce la muralla.

Ataviados con armaduras de nieve —peces incorpóreos en el río púrpura— los leucocitos —individuos mononucleares, fieles a su oficio de defensa— producen el contrario de un cuerpo: un anticuerpo, algo que sólo un ángel o su equivalente pudiera entender.



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También llamados leucocitos, los glóbulos blancos flotan en medio de la sangre y de la linfa.

Su función es defender al organismo contra los microbios. Asumen con tal rigor esa función que cada milímetro cuadrado de sangre contiene 7,000 de éstos, un verdadero ejército defensor al acecho de los gérmenes invasores que constantemente buscan atacar el cuerpo.

4. Los glóbulos rojos





Flores redondas, sin pétalos.

Puro centro estallando de carmesí.

Peces de superficie.

En vilo casi por el río de plasma, los glóbulos rojos son pequeños sísifos cargando su bulto de oxígeno

(piedra ligera en el lomo multiplicado del cardumen).



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También llamados eritrocitos o hematíes, los glóbulos rojos son las células sanguíneas que contienen la hemoglobina, la proteína rica en hierro que le da su color característico a la sangre —en tal cantidad que el cuerpo humano contiene tanto hierro como un clavo—. Los produce la médula ósea a partir de células madres que se multiplican velozmente. Su membrana flexible les permite atravesar los capilares más estrechos. Tienen como función transportar el oxígeno aspirado por los pulmones y asir el bióxido de carbono producido por la combustión del oxígeno en los tejidos. Esta operación tan complicada se da, sin embargo, cada vez que inspiramos y expiramos.

Verdadera fábrica de vida, el cuerpo humano contiene la asombrosa cantidad de 30 millones de glóbulos rojos.

5. El pericardio





Tela de un pétalo translúcido.

Estuche de dos hojas que envuelve en sus invisibles valvas la perla latiente del corazón.

Tegumento de satín en cuya malla Dios ha puesto esa joya rojísima que bombea el zumo de la sangre.

¿Qué le hace a la almendra febril que el joyero de Arriba le encomendó? ¿La vela para volverla más secreta?

¿La protege como la fina película de un escudo de organdí?

¿La viste, lechosa indumentaria, piel de cebolla que oculta las muñecas rusas de las cámaras cardiacas, para que al pelarlas la muerte, sólo quede —gema que en el centro mismo brilla con el fulgor de un sol antes de apagarse— el pequeño hueso del amor?



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El pericardio es tanto la cavidad donde se encuentra el corazón como la membrana de dos capas que lo envuelve y lo protege. Entre las dos capas de ese saco, hay un líquido que lubrica el órgano cardiaco y permite que se mueva con facilidad al latir.

 

6. Los ventrículos cardiacos





Al dr. Francisco Javier Martín de la Torre





Son dos para armar el corazón, doble frambuesa del tamaño del puño, níspero tembloroso que escurre los jugos dulces del amor, metrónomo de los días, amaneceres y ocasos, contados por Dios —Dios, que según la Torá debe cuidar de sus criaturas— al principio de cada vida.

Órgano bivalvo, dos medias frutas separadas por un tabique, el corazón faena día y noche su rítmico canto.

Sístole y diástole, ritmo de los que los anatomistas han extirpado los más bellos vocablos: apex cordis, ostium infundibuli, banda septal, crista supraventricularis —crista: ¿una versión hembra del Maestro?—, foseta subinfundibular, músculo papilar, en sí una plétora de sonidos que tañen como campanas: versos sanguíneos en otra lengua que la propia.



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A las dos cavidades inferiores del corazón, de donde parten la aorta y la arteria pulmonar, se les denomina ventrículos. Funcionan como cámaras para recibir la sangre de sendas aurículas —las cavidades superiores— y mandarla luego a las arterias —pulmonar y aorta, respectivamente—. Si conectáramos un corazón humano a un camión-cisterna de ocho mil litros, podríamos llenarlo en un solo día; su función de bombeo es tal que late cien mil veces al día —unas setenta veces por minuto—, de treinta a cuarenta millones al año y dos mil millones de veces en una vida promedio. Con sus pulsaciones, los ventrículos y aurículas activan incesantemente los veinticinco millones de glóbulos sanguíneos que se esparcen a través de los noventa y seis mil kilómetros del sistema circulatorio humano, bombeando a diario diez mil litros de sangre.

Dato interesante, el corazón de la mujer late más rápido que el del varón.

7. La vena cava





El rojo lebrel corre suelto por tus mamparas, icor venido a menos, indumentado de leves ponzoñas, impaciente de alcanzar el riñón cardiaco —eterno reloj de agua, nocturlabio del cuerpo— que opera la transmutación de pardo a escarlata.

Dos venas cava: hemoductos en el delicado alcantarillado del cuerpo, tallos de una flor invisible —stipula cordis—, son únicos en el gremio de los seres de rapiña, carroñeros, pepenadores y recolectores de basura —bióxido de carbono, qué nombre tan rimbombante para decir «desecho».

En calidad de venas, ameritan ser condecoradas por su labor de limpieza, su luminosa necrofilia.

Bendito cautiverio para la escolopendra de sangre, el regato que en su montaña rusa agita las ondeantes flámulas de los glóbulos rojos.



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La vena cava, siendo doble y también la vena más gruesa del cuerpo, es de suma importancia, ya que se encarga de transportar la sangre desoxigenada desde los órganos; ésta desemboca en la aurícula o atrio del corazón, de donde será impulsada otra vez hacia los pulmones. Así, cada una de sendas venas cava se dedica a recoger la sangre «sucia» que circula, respectivamente, en los órganos situados arriba y abajo del diafragma.





El aparato respiratorio