Cubierta

María José Nacci

En búsqueda de la tierra sin mal

Raíces y trayectorias político-productivas de un movimiento social
en América Latina

Biblos

Agradecimientos

En el largo recorrido que implica un trabajo de estas características, los agradecimientos se multiplican.

En primer lugar agradezco a las y los integrantes de la CCT, cuya experiencia motivó el presente libro.

Desde el punto de vista institucional debo agradecer a la Universidad de Buenos Aires en cuyo seno me formé, donde cursé mis estudios de grado y posgrado, donde he investigado y dado clases y al Consejo Nacional de Ciencia y Técnica que me ha becado durante cinco años, posibilitando mis estudios doctorales.

En particular, quiero agradecer a mi directora de tesis y de beca, la profesora Alcira Argumedo, quien me ha guiado y alentado generosamente en todo momento. Considero a este trabajo fruto de la persistencia y la creencia compartida en que resistir por la tierra sin mal tiene sentido. Tengo el privilegio de contar con su sabiduría. A ella, mi sincero agradecimiento y cariño.

En lo personal debo agradecer a mi familia, en especial a mis padres María Ester Luchetta y José Nacci que me han alentado en mis iniciativas.

Quiero agradecer el valioso apoyo de mis amigas y amigos. En particular a Ángeles Legisa y Gabriela Lerner que me acompañaron en trabajos de campo, posibilitando una labor por momentos inabarcable, oficiando múltiples tareas entre ellas de destacadas fotógrafas. A María Jones, amiga y colega, un especial agradecimiento por tantas horas de charlas y trabajo compartido. Sus aportes y atentas lecturas han sido decisivos para concluir esta tesis. A ellas, ¡muchísimas gracias!

A Sandra Albertoni, un agradecimiento especial por su decisivo apoyo.

A Rosario Luaces, por su acompañamiento y paciencia, debo agradecer especialmente. Sin su compañía, difícilmente hubiera podido realizar esta tarea. A Paula Fernández que me escuchó pacientemente y acompañó en la iniciativa de transformar mi tesis en un libro para que pueda circular y existir.

A la editorial Biblos, por su interés y predisposición para que este trabajo doctoral se transforme en un libro, lo cual es todo un desafío.

Por último y, principal, quiero agradecer a Emiliano Luaces, mi marido y gran compañero, por su inconmensurable ayuda, ¡gracias! Y a Julieta Inés, nuestra hija, que me acompañó desde la panza en la defensa de la tesis y que me sigue haciendo creer que una tierra sin mal es posible.

Prólogo

Alcira Argumedo

Pozo Azul es un lugar de encuentro de múltiples raíces culturales e historias humanas, que se entrecruzan y confluyen en demandas comunes por la posesión de sus tierras, integrando un movimiento campesino de múltiples matices. La realidad, casi mágica de ese espacio social de frontera rodeado por la selva misionera, con sus secretos y potencialidades creativas, se va develando en este trabajo de María José Nacci a través del despliegue de múltiples y creativos recursos. Estos constituyen un aporte invalorable para las investigaciones sobre movimientos sociales en nuestra América, cuya complejidad es difícil de ser captada en toda su riqueza con los instrumentos del individualismo metodológico y por marcos teóricos impregnados de eurocentrismo y colonialidad del saber.

Establecer relaciones de confianza y complicidad con quienes iban a ser estudiados, significaría un primer paso que, ante todo, debía cuestionar la tradicional idea positivista de definirlos como un “objeto de estudio” que los cosifica y los considera “sujetos de intercambio”: seres humanos cuyos sentimientos, saberes e ideas sobre la vida en común, aportan elementos decisivos para interpretar de un modo dinámico y por medio de la interacción, las claves que permiten comprender las características más profundas de este movimiento campesino en sus múltiples dimensiones. Los códigos de complicidad –en este caso, hablar portuñol, el idioma que se ha ido construyendo en ese espacio, con aportes del guaraní y palabras derivadas del alemán o del italiano– permitieron horadar las apariencias y los silencios, que han sido históricamente formas de resistencia de las mayorías populares de este continente frente al poder de sus dominadores. Como señala la autora:

Las costumbres guaraníes no aparecen a simple vista, resultan cuidadosamente resguardadas a través del silencio. El silencio aparece como una forma de resguardo o resistencia. Sólo cuando se establece una relación de sólida confianza y se deja de ser un extraño, aflora la vigencia de las costumbres ancestrales. Entonces, importantes prácticas como el cuidado de las semillas tradicionales, el conocimiento y uso de plantas medicinales y la lengua guaraní, son mostrados como saberes.

Una paradoja que emerge ante esta posibilidad de superar el silencio es que, mientras “muchos de los saberes y relatos de las concepciones guaraníes han sido señalados como supersticiones y estigmatizados por la cultura oficial”, el idioma guaraní es, después del latín, el que ha dado mayor número de palabras para la catalogación de flora y fauna en las ciencias naturales, debido al rico conocimiento que los indígenas tenían de su hábitat. La cantidad de “americanismos” incorporados por los naturalistas es tal que llevaría a uno de ellos a afirmar que “hablamos guaraní sin saberlo”.

El portuñol, como lengua común, sintetiza disímiles raíces, una síntesis que en pocos sitios del mundo es susceptible de ser alcanzada como en nuestros parajes latinoamericanos, donde Pozo Azul constituye un paradigma más de intrincadas trayectorias de seres humanos. Con el fin de develar la dinámica compleja de estos movimientos populares en un territorio determinado, el estudio se enriquece al tomar en cuenta “las dimensiones de la memoria colectiva: las memorias cortas, medianas y largas, que no se definen rígidamente y se dirimen en claroscuros de recuerdos y olvidos”. Un enfoque ineludible, en tanto que a esos parajes llegaron descendientes de alemanes del Volga radicados inicialmente en Brasil –donde se asentaron sus antepasados después de una travesía indescriptible desde las estepas rusas– y también nietos de colonos italianos, que se suman a pobladores criollos, aldeas indígenas y familias de origen guaraní, junto a algunos integrantes de ascendencia negra –esclavos fugidos de Brasil antes de la abolición en 1888– todos ellos portando sus propias historias y concepciones culturales.

Como parte de antiguas tradiciones que confluyen y se entrecruzan en Pozo Azul, otro rasgo que caracteriza al movimiento es un fuerte sentimiento comunitarista, con valores de reciprocidad y pertenencia colectiva, característico de gran parte de las experiencias y concepciones populares en nuestro continente. Experiencias cuyas raíces se remontan a las culturas originarias y a los aportes de culturas africanas, que se irían fundiendo con las vertientes del cristianismo primitivo, dando origen a la peculiar religiosidad de las clases subordinadas latinoamericanas. La memoria larga de esta religiosidad conjuga la historia de las misiones jesuíticas en esa región, con el aporte que recibiera en sus inicios el movimiento por parte de la Pastoral Social. El fuerte arraigo territorial de los pobladores, lleva a la autora a dar énfasis a la geograficidad de lo social, en tanto existen estrechos vínculos de estas experiencias con el espacio geográfico, donde la dinámica de la interacción con la naturaleza lo va transformando y tiene para sus habitantes una alta densidad histórica y cultural. En esta faceta es posible detectar la influencia de las tradiciones guaraníes, que sustentan una defensa de la naturaleza como fuente de vida y ámbito de su religiosidad. A diferencia de las concepciones occidentales –que la consideran como algo exterior a los seres humanos, quienes deben conocerla para dominarla y explotarla– en la cosmovisión de los pueblos originarios, los seres humanos pertenecen a la naturaleza y, por lo tanto, deben establecer con ella relaciones armónicas y no depredadoras.

Estos señalamientos dan cuenta de algunos de los rasgos del movimiento campesino en estudio, cuando sus condiciones de vida comienzan a ser amenazadas, hacia fines de los años setenta, por las políticas de frontera de la dictadura militar argentina –que buscaba controlar la presencia de intrusos sin tierras provenientes de Brasil– y más tarde a causa de la revalorización de esas tierras para las plantaciones de pinos destinados a la industria del papel o la ampliación de los cultivos transgénicos promovida por los agronegocios, que supuso la deforestación de amplias áreas de selva nativa. La riqueza del relato permite percibir cómo, además del choque de intereses, en Pozo Azul se confrontan dos visiones del mundo, dos bagajes culturales referidos a concepciones acerca de los valores y creencias que rigen las relaciones de los seres humanos entre sí y con la naturaleza. En este sentido, resalta especialmente la capacidad de la investigadora para incorporar en el análisis el accionar de diferentes instituciones, que permiten relacionar esta experiencia social específica con macroestrategias de construcción de hegemonía.

Los tanques de pensamiento, que a fines de los años setenta alimentaron el lanzamiento del proyecto neoliberal de Ronald Reagan, planteaban, entre otros aspectos, que la hegemonía cultural de Estados Unidos sobre América Latina no podría consolidarse si no se lograba convertir esa religiosidad popular basada en lazos comunitarios y de cooperación, en una religiosidad con una marcada impronta individual, capaz de desplazar de la conciencia social mayoritaria patrimonios, saberes y valores culturales de larga tradición. A comienzos de la década del ochenta, se inicia una proliferación de iglesias evangélicas en todo el continente, y en tanto quienes ingresan a esos cultos dejan de participar en las actividades colectivas, funcionan como dispositivos de fortalecimiento del individualismo y de desmovilización social. Los campesinos de Pozo Azul en la selva misionera vinculados con estas iglesias, no participan del movimiento; en la selva Lacandona de México, los grupos tzotziles vinculados con estas iglesias, no participan en el zapatismo. En el mismo sentido actúan en la dinámica del movimiento las ONG, que también crecen en Nuestra América desde comienzos de los ochenta como formas de delegación de funciones del Estado, siguiendo las ideas neoliberales; y en Pozo Azul han actuado como factores de debilitamiento y división. A pesar de estas intervenciones, la conciencia social mayoritaria y la fortaleza de sus convicciones permitió la consolidación de las luchas y el Movimiento de las Comunidades Campesinas por el Trabajo Agrario (CCT) continúa su resistencia en esa tierra sin mal.

Solamente pretendemos destacar algunos de los múltiples aportes que brinda el trabajo de María José Nacci a los estudios sobre movimientos sociales en América Latina. Con su mirada al mismo tiempo creativa y rigurosa, sumada a un fuerte compromiso con ese “sujeto de intercambio”, le fue posible incluso brindar ciertas claves para actuar como un puente en la superación de tensiones internas del movimiento, vinculadas con el poder de la palabra en la cultura guaraní y las contradicciones generadas por el analfabetismo, entre la palabra oral de los mayores y la palabra escrita que dominan los más jóvenes. Un resultado especialmente valioso, donde se demuestra el potencial que tiene para las ciencias sociales el conocimiento de las tradiciones histórico-culturales de las mayorías populares en nuestro continente y la posibilidad de superar el acoso del eurocentrismo, de la colonialidad del saber y de las modas intelectuales.

Introducción

Este libro se propone realizar un aporte al desarrollo de un marco teórico autónomo para el estudio e interpretación de los movimientos sociales en América Latina desde una perspectiva analítica que intente superar las secuelas de las diferentes expresiones de la colonialidad del saber. Desde esta perspectiva, el estudio de caso de las Comunidades Campesinas por el Trabajo Agrario (CCT) no se plantea como un estudio etnográfico de la zona de Pozo Azul en Misiones, sino como un caso exploratorio que aporte elementos sobre los sustratos culturales que emergen en el accionar de un movimiento social latinoamericano.

En el desarrollo de la investigación, el proceso de constitución del objeto de estudio se delineó a partir de la interacción, de la posibilidad de encuentro y de la colaboración mutua con los integrantes de la CCT. En este sentido, el objeto de estudio se constituyó en términos de “sujeto de intercambio”. Durante el transcurso de la investigación se ha incursionado en ciertos lineamientos de investigación-acción, considerando que la investigación-acción participativa reniega de la separación sujeto-objeto por razones epistemológicas y político-éticas, tal como se ha concebido desde los planteos realizados por Lewin hacia mediados de los años 40 y en América Latina hacia fines de la década del 60 y comienzos de la década del 70 mediante los trabajos, entre otros, de Orlando Fals Borda (1999). Con respecto a la relación entre sujeto y objeto de estudio este autor sostiene:

Evitamos extender al campo de lo social aquella distinción positivista entre sujeto y objeto que se ha hecho en las ciencias naturales, y en esta forma impedir la mercantilización o cosificación de los fenómenos humanos que ocurre en la experiencia investigativa tradicional y en las políticas desarrollistas. Sin negar características disímiles estructurales en la sociedad, nos parecía contraproducente para nuestro trabajo considerar al investigador y al investigado, o al “experto” y los “clientes”, como dos polos antagónicos, discordantes o discretos. En cambio, queríamos verlos a ambos como seres “sentipensantes”, cuyos diversos puntos de vista sobre la vida en común debían tomarse en cuenta conjuntamente.1

Sobre esta problemática, resuenan los aportes de Pierre Bourdieu en el clásico trabajo El oficio del sociólogo,2 respecto a que el objeto de estudio no puede ser definido y construido, sino es en función de una problemática teórica que permita someter a examen sistemático los aspectos de la realidad que abarca. Bourdieu destaca la importancia del estudio crítico y autocrítico de las condiciones de producción de las ciencias sociales y afirma que el verdadero objeto científico nunca está “dado”, sino que es el resultado de una construcción analítica que comienza a gestarse al desechar el sentido común en el proceso de elaboración y construcción de la problemática de estudio. En la misma línea destaca que uno de los problemas centrales en la construcción del objeto de estudio es que no se trata de un objeto pasivo y petrificado, sino de aquel hecho que “nos habla” (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 1975). Por ende, no es a partir de los hechos que se construye la problemática de estudio, sino a través de los conceptos teóricos que permiten su construcción y análisis.

Resulta importante en este sentido aclarar que la decisión de acercarse a este movimiento campesino, con el cual comenzó un proceso de interacción, estuvo vinculada con el conocimiento de su importancia para la región, sus potencialidades productivas y políticas y la relevancia de la CCT en la historia reciente de la lucha por la tierra en Misiones. En síntesis, retomando los planteos de Fals Borda y los aportes de Pierre Bourdieu, es posible afirmar que la construcción del objeto de estudio en la investigación se ha ido delineando en un modo dinámico por medio de la interacción –en tanto que los integrantes de la CCT han sido considerados como “sujetos de intercambio”– a partir de una decisión teórica y metodológica de búsqueda de un marco analítico específico para el análisis de movimientos sociales latinoamericanos.

La geograficidad3 de lo social

Los diferentes movimientos sociales resignifican el espacio y así, como nuevos signos “grafan” la tierra, “geografan”, reinventando la sociedad. La geografía de este modo, de sustantivo pasa a verbo, acto de marcar la tierra.

Carlos Porto-Gonçalves, “A geograficidade do social: uma contribuição para o debate metodológico sobre estudos de conflito e movimentos sociais na América Latina”

Durante mucho tiempo se han realizado trabajos sobre movimientos sociales latinoamericanos utilizando enfoques foráneos, es decir, importando teorías que se adaptaban de un modo artificial a los sucesos de estas latitudes. Por lo tanto, buscamos rastrear los estudios de investigadores latinoamericanos que aporten a la construcción de perspectivas analíticas desde y para América Latina. Partimos de los siguientes interrogantes: ¿Cómo pensar y repensar el accionar de los movimientos sociales latinoamericanos contemporáneos? ¿Cómo pensar, particularmente, las metodologías de acción de los llamados nuevos movimientos sociales en el contexto de crisis argentina post 2001? ¿Cómo construir herramientas analíticas pertinentes para el análisis de las experiencias de los movimientos sociales de América Latina?

Los procesos de desproletarización a partir de los años 70 y la retracción del rol del Estado, constituyen el marco situacional en el cual emergen diversos tipos de protestas sociales (Schuster y Scribano, 2001). Desde mediados de la década del 90 en América Latina se han sucedido varios ciclos de protesta, expresión de las inéditas experiencias de movilización social de los sectores populares del continente. La notoriedad de las acciones de protesta, la emergencia y consolidación de movimientos sociales en casi todo el continente conllevaron, en algunos casos, a fuertes enfrentamientos, marcadas crisis políticas e incluso caídas de gobiernos. Es destacable la relevancia de la “Guerra del gas” (2003) en Bolivia que termina con la renuncia de Sánchez de Losada y una transición iniciada con las llamadas “Guerras del agua”, que comienza en Cochabamba en 2000 y se expresó también en la lucha del movimiento cocalero en la región del Chapare así como en el movimiento indígena en el Altiplano, procesos que anteceden la llegada de Evo Morales a la presidencia. En Ecuador, adquiere relevancia el movimiento indígena y la Confederación de Nacionalidades Indígenas de Ecuador (Conaie) en los conflictos sociales que conllevan a la caída del presidente Mahuad. En Paraguay, las movilizaciones campesinas alcanzan un gran protagonismo en la caída del presidente Cubas Grau (1999) y en la resistencia a las políticas neoliberales posteriores. En Perú, las experiencias de los frentes cívicos regionales resultan decisivas en el fin del gobierno de Fujimori en 2000. Estas experiencias son apenas algunos de los sucesos desarrollados en América Latina en la última década que marcan un fuerte crecimiento en la protesta social y la importancia de los movimientos sociales en la región (Nacci y Seoane, 2007). Por su parte, en la Argentina el movimiento de trabajadores desocupados que converge con las protestas de las capas medias urbanas privadas de sus ahorros, desencadena la renuncia de Fernando De La Rúa y la crisis en diciembre de 2001.

A partir de este contexto, se desarrolla un marco teórico analítico que da cuenta de las diversas memorias y resistencias (Argumedo, 1993) de los integrantes de los denominados nuevos movimientos sociales latinoamericanos. Sobre el caso argentino, se han realizado numerosas investigaciones para dar cuenta de estos fenómenos sociales que proliferaron a mediados de los años 90 con la constitución de los diversos movimientos piqueteros, tanto en el norte como en el sur del país, en torno a los pueblos que crecieron circundantes a los yacimientos petrolíferos fiscales, los llamados pueblos “ypefeanos” (Svampa, 2004) y se ha destacado la importancia de la base territorial de estas experiencias (Svampa, 2003; Zibechi, 2003). Desde mediados de la década del 90 y principalmente luego de las jornadas de diciembre de 2001, fueron multiplicándose en la Argentina diferentes experiencias de prácticas comunales y nuevas modalidades de construcción política que, entonces,4 parecían exceder el marco institucional tradicional. Aparentemente, la democracia comenzaba a desarrollarse por fuera de los ámbitos tradicionales en los que habían estado enmarcada durante el último siglo: sindicatos y partidos políticos como formas de representación política.

Una compleja situación socioeconómica caracteriza nuestro presente social. A partir de la década del 70, específicamente desde la última dictadura militar argentina, la desproletarización de la población, la notoria retracción del rol del Estado “benefactor” e interventor (Orlansky, 1994) y un enorme índice de desocupación y subocupación, en el contexto de un agudo proceso recesivo, enmarcan una compleja situación, resultado de los procesos de neoliberalización económica, privatizaciones, retracción industrial e imposiciones internacionales del sistema financiero en el marco del capitalismo globalizado (Ferrer, 1997; Schvarser, 1998). En 1983 se restablece el régimen democrático, generando en sus inicios importantes expectativas de cambio. Sin embargo, la representatividad política comenzó a cuestionarse desde diversos sectores de la sociedad, ya que la democracia parecía desarrollarse en términos formales, en tanto no satisfizo, ni satisface, variadas demandas sociales ni ha resuelto las principales problemáticas socioeconómicas. El descreimiento en “la política”, entonces, como forma de participación y construcción social, se ha ligado a lógicas individualistas, que en el marco de la retórica neoliberal construyó y fomentó la idea de imposibilidad de construcción de “caminos alternativos”, naturalizando un pensamiento “único” (Borón, Gambina y Minsburg, 2000; Rapoport, 2002).

No obstante, desde mediados de los años 90 y más específicamente en la Argentina en el post 2001 comenzaron a organizarse y proliferar movimientos sociales cuyas trayectorias políticas eran formas novedosas o “no convencionales” de participación y construcción política. Como plantea el autor uruguayo Raúl Zibechi (2003):

Los movimientos sociales de nuestro continente están transitando por nuevos caminos, que los separan tanto del viejo movimiento sindical como de los nuevos movimientos de los países centrales. A la vez, comienzan a construir un mundo nuevo en las brechas que han abierto en el modelo de dominación. Son las respuestas al terremoto social que provocó la oleada neoliberal de los ochenta, que trastocó las formas de vida de los sectores populares al disolver y descomponer las formas de producción y reproducción, territoriales y simbólicas, que configuraban su entorno y su vida cotidiana. (1)

Los denominados nuevos movimientos sociales han desarrollado novedosos espacios de anclaje identitario y construcción político-comunitaria. Por ende, resulta menester distinguir y analizar detenidamente qué tipo de nuevas formas de participación política y qué nuevos movimientos sociales se desarrollan, qué posturas presentan, cuáles son sus senderos de proyección y cuáles las implicancias en la transformación identitaria de sus integrantes. Entre ellos, se encuentran diferentes grupos de piqueteros que comenzaron a tejer su historia desde hace prácticamente dos décadas (con los piquetes de Cutral-co/Plaza Huincul, a mediados de los 90), y que se han multiplicado y atomizado llamativamente en los últimos años. La notoria proliferación y desarrollo de los movimientos sociales campesinos, las asambleas barriales, de las fábricas y empresas recuperadas bajo control obrero y cooperativizadas, junto al movimiento piquetero, dan cuenta de la inminente relevancia social del estudio de estos múltiples movimientos que intentan volver a tejer y reconstruir el tejido social.

Resulta pertinente señalar ciertas diferencias entre los movimientos sociales-populares latinoamericanos y los denominados nuevos movimientos sociales (NMS) europeos y norteamericanos. En Europa y Estados Unidos, los NMS representan la eclosión de identidades parciales producto de la ruptura en los años 70, de la idea de sujeto universal y occidental y la concepción lineal de la historia. Ya no se trata del movimiento obrero, cuyo sujeto histórico, (el proletario), es protagonista de las demandas sociales. Estos NMS se caracterizan por la pertenencia a grupos de afinidad e identificación, reunidos entorno a problemáticas concretas que no se distinguen necesariamente por la pertenencia a una clase social o racial; por ejemplo, los movimientos sociales nucleados en torno a demandas feministas o ecologistas.

Por su parte, los movimientos latinoamericanos generalmente conservan rasgos de tradiciones culturales de larga data y sus acciones colectivas no se postulan como acciones realizadas por una sumatoria de individuos con afinidades compartidas. No se trata meramente de novedosos “grupos de afinidad” ya que en sus acciones se revelan rasgos históricos y una marcada influencia de sustratos culturales propios. Las posturas de los movimientos campesinos e indígenas latinoamericanos –quienes históricamente han mantenido vivos los bolsones de biodiversidad mediante el intercambio y cultivo de las semillas orgánicas – mantienen una fuerte lucha ecologista que, sin embargo, está vinculada a su condición de reproducción simbólica y material y a la relación con sus territorios y sus tradiciones culturales. Respecto a las diferencias de estos NMS con los movimientos sociales-populares de América Latina resulta interesante la ejemplificación realizada por Boaventura de Sousa Santos:

Si en los países centrales la enumeración de los nuevos movimientos sociales incluye típicamente los movimientos ecológicos, feministas, pacifistas, antirracistas, de consumidores y de autoayuda, la enumeración en América Latina –donde también es corriente la designación de movimientos populares o nuevos movimientos populares para diferenciar su base social que es característica de los movimientos en los países centrales (la “nueva clase media”)– es bastante más heterogénea.5

Y sobre el caso brasileño,6 destaca la multiplicación de movimientos sociales urbanos y los llamados CEB, es decir, Comunidades Eclesiales de Base, organizadas a partir de adeptos de la Iglesia Católica; además del nuevo sindicalismo urbano y rural; el movimiento feminista, el ecologista, el movimiento pacifista en etapa de organización y los pujantes movimientos de jóvenes que se han destacado en las movilizaciones de los últimos años.

Los denominados NMS7 son abordados generalmente por medio de lineamientos teóricos tales como la teoría de movilización de recursos,8 que pondera variables postuladas como “objetivas”: entre otras la organización, los intereses, los recursos, las oportunidades y las estrategias para explicar movilizaciones a gran escala. Esta escuela teórica hace foco en las formas de acción colectiva, indagando sobre motivaciones individuales y colectivas para la acción o en el uso de los recursos organizacionales y “motivacionales” que darían cuenta del porqué de su acción colectiva. A estas variables muchas veces se las trata desde una óptica “neoutilitarista” imputada a los actores colectivos. El “actor racional” (el individuo o el grupo), que emplea un razonamiento estratégico e instrumental, reemplazaría a la multitud como referente central para el análisis de la acción colectiva. Consideramos que esta óptica no es la más fecunda para el análisis de los movimientos sociales latinoamericanos ya que en el abordaje de este tipo de movimientos resulta pertinente un marco teórico que contemple sus acervos culturales.

Tampoco consideramos fructífero dar cuenta de estos fenómenos sociales que se multiplican por diferentes latitudes latinoamericanas, desde los planteos de los clásicos marxistas, tales como los debates sobre el rol del campesinado en la teoría clásica de Marx, Lenin, Kautsky y Chayanov, acerca del campesinado ruso de principios de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX y su rol en la transición al capitalismo que han sido de gran importancia en su contexto histórico y geopolítico. Sin desconocer su relevancia, estos lineamientos teóricos no han sido incluidos en este libro, puesto que dan cuenta de situaciones históricas y geográficas en las cuales se jerarquiza la problemática social en los comportamientos colectivos o políticos sin darle preeminencia a las identidades culturales. La importancia sustantiva de la dimensión étnico-cultural, así como las variantes políticas y sociales de los movimientos sociales latinoamericanos, han alentado la búsqueda de herramientas analíticas que nos permitan comprender a estos fenómenos sociales desde su singularidad y complejidad. La proliferación de movimientos sociales campesinos e indígenas en las últimas décadas en diversas áreas latinoamericanas, por ejemplo, en Bolivia o Ecuador, da cuenta de fenómenos sociales que requieren perspectivas teóricas y posturas epistemológicas pensadas desde América Latina, en las cuales se otorgue preeminencia a los sustratos culturales y las memorias históricas.

En nuestro continente se han realizado interesantes desarrollos teóricos de posturas marxistas latinoamericanizadas, entre cuyos referentes se destaca José Carlos Mariátegui (1894-1930) quien identificó el potencial emancipatorio de prácticas comunitarias y tradiciones populares peruanas en una síntesis con el marxismo.9 El “Amauta”, como era llamado, luego de regresar de Europa donde se vinculó con importantes referentes del marxismo, planteó la necesidad de traducir al quechua los postulados marxistas, lo cual suponía traducir el marxismo a la realidad peruana y latinoamericana, vertebrando esas herramientas teóricas con las tradiciones políticas y culturales, especialmente la tradición comunitaria campesina e indígena. Siguiendo a Miguel Mazzeo (2008), puede afirmarse que Mariátegui ha sido “el traductor” del marxismo a la realidad latinoamericana:

Mariátegui ha sido presentado, con justeza, como un “traductor” del marxismo (o el socialismo revolucionario) a la realidad de Nuestra América (al castellano, al quechua, al guaraní, al mapuche, etc.) y a la inversa. Una traducción creativa de alto rango. Esta doble operación es crucial, en ella radica la originalidad del marxismo de Mariátegui, un marxismo que, aunque hoy puede presentarse como bastión contra el dogmatismo y la ortodoxia, no nació precisamente de su oposición “doctrinaria” o “filosófica” a la misma, sino del trabajo de peruanizarlo y enraizarlo en la historia y las tradiciones de Nuestra América. (86)

Entre los marxistas e indianistas latinoamericanos que fueron influenciados por Mariátegui se destaca Álvaro García Linera, reconocido investigador social y actual vicepresidente de Bolivia, quien plantea que el marxismo difundido en Bolivia ha subestimado la importancia y potencialidad política de la comunidad y el campesinado indígena y recién hacia fines del siglo XX y comienzos del XXI, comenzó a desarrollarse una generación de marxismo crítico a la que él mismo pertenece, que supo entender la importancia del ayllu y buscó reconciliar marxismo e indianismo, los cuales habían sido hasta entonces dos razones revolucionarias desencontradas e incluso enfrentadas.10 García Linera, quien suele presentarse a sí mismo en muchos casos como traductor o intérprete entre las clases medias urbanas y los campesinos e indígenas,11 en su gobierno junto a Evo Morales ha impulsado la inclusión de las concepciones y cosmovisiones indígenas a la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia.12

Uno de los objetivos centrales de esta investigación es aportar a la construcción de un marco teórico analítico desde América Latina, que posibilite un abordaje específico de los fenómenos sociohistóricos latinoamericanos. Por ende, la utilización o adaptación de teorías y debates eurocéntricos iría en detrimento de los objetivos enunciados, condicionando el desarrollo de una perspectiva original. Por lo tanto, se ha considerado pertinente considerar en el marco teórico –entre otros– los aportes de Aníbal Quijano (2000), Bernardo Mançano Fernández (2005) y Silvia Rivera Cusicanqui (1986) quienes nos brindan fecundas herramientas de análisis para la comprensión y abordaje del papel de los sustratos culturales en la acción de los movimientos sociales latinoamericanos.

El campesinado invisible

Desde mediados de la década del 70, se produce en la Argentina un cambio significativo en la producción agropecuaria, vinculado al desarrollo de los agronegocios (Girbal, 2008; Rulli, 2006). La expansión de la frontera agrícola para la producción de soja transgénica está generando no sólo un fuertísimo y aún no evaluado impacto ambiental, sino también un importante impacto social, ocupacional y cultural (Feinstein, 2004; Giarraca y Teubal, 2004; Pengue, 2003 y 2004). Respecto a las consecuencias ecológicas, que son de suma gravedad, podemos nombrar el proceso de desertificación, producido por la pérdida de minerales de las tierras monocultivadas que se vuelven infértiles, además de los efectos altamente nocivos de los agroquímicos como el glifosato. Esto implica destrucción de la biodiversidad con sus consecuentes secuelas para el ecosistema, además de los nefastos efectos que sufren los campesinos y pequeños productores que habitan y cultivan desde hace muchos años esas tierras. En este contexto debemos nombrar también el proceso de deforestación que avanza rápidamente en la Argentina, a razón de 250.000 hectáreas por año (según datos de Greenpeace) y se inicia con el proceso de alteración del suelo, disminución de la productividad agrícola y, a largo plazo, el cambio del ciclo hidrológico que conlleva a un proceso tendiente a acelerar la desertificación ambiental (Pengue, 2004).

En términos sociales y ocupacionales, el modelo sojero es el principal motor actual de generación de marginalidad urbana, como denuncia un comunicado del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase), perteneciente a Vía Campesina:

El modelo de agronegocios basado en la soja transgénica desalojó, en los últimos diez años, 300 mil familias de campesinos e indígenas, que tuvieron como destino barrios empobrecidos de las grandes ciudades.13

Según este enfoque, podría afirmarse que –a un promedio de seis integrantes por familia– 1,8 millones de campesinas y campesinos han inmigrado y pasan a engrosar las filas de desocupados y habitantes de asentamientos y barrios precarios de las grandes ciudades. Según expone el investigador Jorge Rulli (2006):

Las últimas informaciones nos hablan de 24 villas miserias nuevas, tan sólo en la ciudad de Buenos Aires, y según los estudios del INTA, 8 de cada 10 de los desocupados que las pueblan, son desempleados de la agricultura.

Se trata de un modelo de fuerte concentración de capitales que genera gran rentabilidad a los grupos de inversión quienes en su gran mayoría arriendan campos para la producción sojera.14 Un modelo productivo que concibe “un campo sin campesinos” donde se genera tan sólo un puesto de trabajo cada 500 hectáreas, mientras la agricultura campesina genera treinta y cinco puestos de trabajo cada 100 hectáreas.15

El conflicto atravesado por la Argentina entre los meses de marzo y julio de 2008 por la modificación de la política de retenciones sobre la exportación de materias primas, puso en el centro de la escena pública “al campo” y el debate por la distribución de la renta agraria nacional. No obstante, cabe preguntarse quiénes componen a este sujeto “campo”: ¿Se trata solamente de los representados por las cuatro entidades –Sociedad Rural Argentina, Confederación Rural Argentina, Federación Agraria Argentina y Coninagro– integrantes de la mesa de enlace?

Entre estas entidades sólo se encuentran algunos de los actores que conforman al sector. En el tratamiento mediático del conflicto han quedado invisibilizados los pequeños campesinos y comunidades indígenas, quienes afirman que son:

Al menos 1,5 millón de personas. No producen soja ni subscriben a los agronegocios, siembran alimentos y crían animales para autoconsumo y tienen una relación especial con la tierra, no la consideran un medio para negocios, se entienden como parte de ella, de su cultura, su historia y un bien común de las próximas generaciones. (Comunicado Movimiento Campesino de Santiago del Estero, Mocase, 2008)16

En trabajos anteriores he analizado cómo se invisibilizan las acciones de los numerosos movimientos sociales del país y cómo los medios de comunicación construyen mediáticamente, a través de cadenas referenciales a los sujetos legítimos e ilegítimos de protesta (Nacci y Aguilar, 2007; Nacci, 2005).

En este comunicado, el Mocase Vía Campesina presenta la postura del movimiento campesino frente al avance de la frontera agropecuaria y el acorralamiento de las familias campesinas, mencionando cifras sobre cantidad de personas afectadas en este proceso. Este comunicado se realizó en el contexto del conflicto del campo durante 2008, durante el cual fueron excluidos de los debates ya que no estaban bajo el manto redentor del sujeto “campo”. Consideramos que más allá de la precisión de las cifras mencionadas en el comunicado, los movimientos campesinos intentan dar a conocer sus posturas e incluir su voz y así, reafirmar su existencia. Las cifras sostenidas en esta declaración no fueron sometidas a una verificación estadística, ya que no se trata de realizar un análisis de constatación, sino de dar lugar a la voz de aquellos sujetos silenciados. Es válido aclarar que el contraste entre las cifras censales y las enunciadas por los campesinos17 responde a una decisión política y explicita el punto de vista de estos movimientos campesinos que magnifican el fenómeno cuantitativamente, poniendo de manifiesto la importancia, que en términos cualitativos, tiene para estos sectores esta problemática. Es decir, estas declaraciones resuenan a modo de reafirmación ante la invisibilización que niega su existencia.

La invisibilización de los campesinos se plantea no sólo desde la óptica mediática, sino desde su marginalidad en las políticas públicas. El presupuesto y los programas destinados al fomento de los movimientos campesinos es irrisorio respecto al que se destina a otros sectores, pese al gran potencial que tienen los campesinos para el desarrollo de empresas sociales de calidad, como lo muestran tantas experiencias entre ellas las de la CCT. En este sentido, se incluyen estas declaraciones del Mocase Vía Campesina para remarcar la existencia de estos sectores y la importancia que tienen los programas sociales destinados, por ejemplo, a la compra de semillas tradicionales de maíz que realiza el Ministerio de Trabajo con los integrantes de la CCT que, a partir de una muy baja inversión, alienta el desarrollo de muchas comunidades campesinas marginales. El accionar de los movimientos sociales, sobre todo de anónimos campesinos e indígenas que se han organizado colectivamente en defensa de los recursos naturales en los últimos años, tiene un importante y aún no evaluado impacto en la sociedad. En este sentido se toman las declaraciones del Mocase como expresiones de las voces y las perspectivas de estos sectores sociales postergados e invisibilizados.

Este proceso de marginación de los campesinos es resultado de un proceso de varias décadas iniciado con el desarrollo de un nuevo modelo productivo. Entre las décadas del 70 y 90, en la Argentina y en el mundo, se da una profunda transformación del sistema alimentario, donde las organizaciones campesinas de los productores familiares son desplazadas de los complejos industriales. Como explica el investigador Diego Domínguez (2009):

En el tabaco, en el algodón, en la caña; en esa relación en la que el Estado con todo un marco institucional había permitido que los campesinos produjeran al interior de los complejos agroindustriales, en los años 90 sobre todo, pero ya venía de los años 70, se barre con todo ese andamiaje institucional, esas regulaciones que permitían que el campesinado tuviera participación en los complejos agroindustriales, subordinado a que pagándosele poco por el precio por producto, éste estuviera integrado.18

El nuevo modelo productivo, el agronegocio, demanda tierras que antes no se consideraban productivas, y por ende se restablece una presión sobre las empresas y las poblaciones en las regiones extrapampeanas debido al avance del monocultivo de soja en gran parte del país y en Misiones, particularmente, por el avance de las plantaciones de pinos y eucaliptos para la industria papelera.

El agronegocio genera una nueva avanzada sobre los territorios donde las poblaciones campesino-indígenas habían estado resistiendo y cuidando la biodiversidad. Porque si hoy hay bolsones de biodiversidad en la Argentina es debido a que las comunidades campesino-indígenas los protegieron. Allí donde el agronegocio avanzó, no hay más que tierra desertificada. El otro nivel del agronegocio tiene que ver con el “supermercadismo”, o sea, controlar todo lo que es el procesamiento y distribución de los alimentos. (Ibídem)

¿Qué pasa entonces con las poblaciones rurales? En la década del 80, hacia finales de la dictadura, se observa una emergencia de organizaciones en distintas regiones del país de base campesina o indígena (los collas en Salta y Jujuy, los mapuches en Neuquén, en Río Negro y Chubut, poblaciones guaraníes y mocovíes en Chaco, Formosa y Salta). A nivel campesino, el hito tiene que ver con la recuperación de la identidad campesina, el surgimiento y emergencia del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase) y otras organizaciones de pequeños productores surgidas en el Chaco pero que comienzan a hacerse visibles en diversas regiones del país como parte de la emergencia y el (re)activismo del campesino-indígena en la lucha contra los despojos.

El desalojo es una amenaza constante precisamente por la presión que ejerce el agronegocio. Genera desplazamiento de las poblaciones y pequeños productores que se organizan para resistir. En este sentido, la resistencia no se da sólo en la cuestión de la lucha por la tierra y la resistencia al desalojo, también aparece con las organizaciones la necesidad de nuevas estrategias productivas. Dado que al quedar desarticulados el campesinado y los pueblos originarios de los complejos agroindustriales, las organizaciones campesinas debieron responder con creatividad y generar nuevas estrategias productivas y económicas. Por ende, el resurgimiento del movimiento campesino indígena se vislumbra en una doble dimensión: por un lado la resistencia por el territorio y, por el otro, la búsqueda de nuevas estrategias productivas:

Entonces, aparece principalmente la cuestión del territorio propio, el campesinado en ese sentido innova y los pueblos originarios ponen sobre el tapete la cuestión territorial, y vinculado a eso la cuestión de la autonomía: formas de producir autónomas de la producción capitalista. Hay como tres banderas básicamente: la soberanía alimentaria, la reforma agraria como política de acceso a la tierra y una tercera cuestión que tiene que ver con los pueblos originarios, que es la demanda al Estado del reconocimiento de su derecho a la tierra y al territorio. Estas tres banderas tienen que ver con la emergencia de los movimientos campesino-indígenas al final del siglo XX y a comienzos del XXI. (Ibídem)

En los últimos años gran parte de los movimientos sociales plantea la defensa del medio ambiente y los recursos naturales como motivo de lucha alrededor de la cual organizarse. Es destacable que los recursos naturales representan no sólo una valiosa fuente de ingresos, sino una condición de subsistencia y expresión de la soberanía de los pueblos. Indicios aportados por investigaciones recientes,19 permiten afirmar que se estaría reconfigurando un movimiento social campesino e indígena en la Argentina que tiene como característica común el debate sobre el control de los recursos naturales y una estrecha relación con la naturaleza. Si bien los movimientos y organizaciones campesinas están bastante invisibilizados en la escena política nacional, en la última década han crecido y se han fortalecido notoriamente, generando espacios de articulación y coordinación en varias provincias. Los movimientos campesinos más importantes se nuclean principalmente en dos “movimientos de movimientos”: el Movimiento Nacional Campesino Indígena (MNCI) y el Frente Nacional Campesino. Algunos de los integrantes del MNCI son: Mocase Vía Campesina, Movimiento Campesino de Córdoba, Unión de Trabajadores Rurales Sin Tierra de Mendoza, Movimiento Campesino de Misiones, Encuentro Calchaquí de Salta, Comunidades Unidas de Molinos de Salta, Red Puna de Jujuy, y Sercupo de Buenos Aires. Por otra parte, algunos de las organizaciones que componen el Frente Nacional Campesino son: Movimiento Campesino Formoseño (Mocafor), Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase), Movimiento Campesino Jujeño (Mocaju), Movimiento Agrario Misionero (MAM), Mesa de Agricultura Familiar de Buenos Aires, Mesa Provincial de Organizaciones de productores Familiares Francisco Álvarez, y la Organización de Naciones y Pueblos Indígenas en la Argentina.

Las demandas al Estado por apoyo a la agricultura familiar imponen la urgencia de la cuestión de la soberanía alimentaria. En palabras de un referente de Vía Campesina:

La soberanía alimentaria expresa una estrategia para desmentir y desenmascarar estos sistemas desiguales e insostenibles que provocan tanto la desnutrición crónica como el aumento de la obesidad. En la soberanía alimentaria está incluido el derecho a la alimentación, el derecho del pueblo al alimento saludable y culturalmente apropiado producido por un método social y económicamente muy sensible. Esto implica el derecho de los pueblos a decidir, definir su propio sistema de agricultura, ganadería, pesca, defendiendo los intereses de la inclusión de las futuras generaciones. (José “Cuero” Rosseli, referente Vía Campesina)20

La soberanía alimentaria plantea el derecho de los pueblos a producir su propio alimento y la conformación de canales de distribución de productos de los pequeños agricultores. Ésta se plantea como una política de defensa de los mercados locales, de los consumidores frente a los alimentos de mala calidad e insalubres y de los alimentos genéticamente modificados. También plantea el acceso y control de los bienes naturales, incluyendo el territorio, la tierra, los pastizales, el agua, las semillas y los bosques, y propone el uso de estos recursos de forma social y ecológicamente sustentable y sostenible para la conservación de la diversidad. Reconoce que los territorios locales a menudo traspasan fronteras geopolíticas y aseguran los derechos de las comunidades locales a habitar y usar sus territorios.