cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Marie Rydzynski-Ferrarella. Todos los derechos reservados.

UNA PAREJA CASI PERFECTA, Nº 1977 - mayo 2013

Título original: A Perfectly Imperfect Match

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3080-6

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Me alegra comunicarte que los análisis han dado perfectos —anunció el doctor John Stephens con una sonrisa—. Si todos mis pacientes estuvieran tan sanos como tú y tus dos amigas, me vería obligado a retirarme.

—Ni se te ocurra —advirtió Maizie al hombre que conocía desde hacía treinta y cinco años, primero como médico de familia y luego como amigo—. No es fácil encontrar médicos como tú hoy en día.

—¿Te refieres a tan viejos como yo? —se rio el doctor.

—No, me refiero a tan atentos. Además, tú no eres viejo, John —insistió ella mientras admiraba la espesa mata de cabellos plateados y el brillo en sus ojos—. Es más, a veces me pareces el hombre más joven que conozco.

El médico soltó una carcajada y sacudió la cabeza. Maizie tenía un don para decir siempre lo adecuado en el momento adecuado.

—Pues entonces deberías salir más, Maizie —le aconsejó—. Ampliar tu vida.

—Tengo una buena vida, gracias —le aseguró ella con una sonrisa—. Y te alegrará saber que es muy amplia.

—Entonces, ¿va bien el negocio?

El doctor disponía de unos minutos para charlar con su amiga. Tras la muerte de su esposo, Maizie había tenido que criar ella sola a su hija y había empezado a trabajar en un negocio inmobiliario. Con el tiempo, se había convertido en la dueña de su propio negocio.

—Muy bien, sí. La gente sigue deseando comprarse una casa y yo siempre intento encontrarles lo que buscan —no le gustaba hablar de sí misma más de lo necesario. Le interesaba mucho más saber de la vida de los demás—. ¿Qué tal están tus hijos?

—Bien de salud —contestó el doctor algo evasivo.

—Eso no es lo que te he preguntado, John —insistió ella.

—A veces pienso que has desperdiciado tu talento trabajando en el negocio inmobiliario —él rio. Esa mujer era increíble—. Habrías sido una abogada endemoniadamente buena.

—No me gusta agobiar a la gente. Prefiero hacerles felices. Y me encanta unir a las personas con las casas de sus sueños. Además de mi otro negocio —le recordó ella.

—Es verdad, el de casamentera —recordaba haber hablado de ello el año anterior durante la revisión anual—. ¿Sigues con ese tema?

—Sí —contestó Maizie—. Y Theresa y Cecilia también —sus mejores amigas desde la infancia.

Las tres eran empresarias, y viudas, y a las tres les encantaba emparejar a la gente por puro placer. Juntar a dos personas que parecían hechas la una para la otra les bastaba como honorarios.

—¿Y qué tal va el negocio?

La pregunta parecía demasiado inocente y ella estudió con interés el rostro de su amigo. ¿Iba a reconocer al fin que se sentía solo, que necesitaba a alguien en su vida? De ser así, estaba más que dispuesta a ayudarlo.

—Nuestro negocio de búsqueda de pareja va muy bien y seguimos con nuestro récord del cien por cien de éxito —estaba harta de andarse por las ramas—. ¿Estarías interesado en nuestros servicios, John?

—Personalmente, no —aclaró él sorprendido—. Al menos no para mí.

—Lo comprendo, John —le aseguró Maizie—. Te conozco y te pareces mucho a mí. Una vida, un amor. Cuando murió tu Annie, te centraste en tus tres hijos y en tu carrera.

—Realmente eres una mujer increíble, Maizie Sommers.

—Eso dicen —contestó ella con una amplia sonrisa—. Y ahora cuéntame. ¿Cuál de tus tres hijos te preocupa?

El doctor no quería darle una impresión equivocada a Maizie. Ni quería traicionar a Elizabeth. De puertas hacia fuera, su hija era decidida, alegre y brillante. No solía frecuentar los bares de solteros en busca de una presa. Su preocupación por ella tenía una naturaleza más sutil.

—No es que ella me preocupe, pero…

—Pero te preocupa —le corrigió Maizie leyendo entre líneas—. Pensaba que Elizabeth salía con alguien.

—Eso se acabó hace tiempo —John frunció el ceño al recordar la única relación seria que había mantenido su hija hasta entonces—. A él le interesaba más cambiarla que amarla.

—Habló el padrazo —Maizie sonrió divertida.

Seguramente tenía razón, reflexionó él. Adoraba a sus tres hijos, pero Elizabeth, la mayor y la única chica, era la niña de sus ojos y deseaba verla feliz.

Y no parecía serlo.

—Cenamos juntos la otra noche y me confesó que se sentía como si la vida le hubiera pasado de largo porque siempre era la que suministraba la música de fondo para los romances de los demás.

—O sea que te gustaría que le encontrara a don Perfecto —resumió Maizie.

—No, soy plenamente consciente de que esa persona no existe.

—¿Estás siendo realista o solo eres un padre que cree que nadie es merecedor de su niña?

—Un poco de cada —él hizo una pausa y reflexionó sobre ello—. Pero sobre todo lo segundo.

—De acuerdo —Maizie soltó una carcajada—. Veré lo que puedo hacer para encontrar a don Casi Perfecto para tu hija.

—Nunca pensé que fuera a ser uno de esos padres que deseara ver a su niña emparejada con alguien —el doctor se levantó para acompañar a Maizie fuera de la consulta—. Elizabeth es hermosa y llena de talento. Los hombres deberían disputarse su compañía.

—Quizás ya lo estén haciendo —observó Maizie ante el gesto sorprendido del doctor—. Quizás Elizabeth sea demasiado exigente. Quizás —concluyó—, esté intentando encontrar a alguien tan amable, decente y honrado como su padre.

—¿Crees que por eso sigue soltera? —era algo que a John nunca se le había ocurrido.

—Seguramente no lo hace conscientemente. Eres muy difícil de superar, pero no te preocupes, voy a ponerme manos a la obra —Maizie le guiñó un ojo.

—No sé si eso me tranquiliza o me preocupa más —observó él.

—Tú no dejes de ser como eres. Volveré a verte pronto.

Contenta y con la misión que le había encargado la vida, Maizie abandonó la consulta del doctor.

 

 

Capítulo 1

 

Los hábiles dedos se deslizaban por las tensas cuerdas del violín.

Poco a poco, Elizabeth Stephens sintió surgir en su interior la vieja sensación de deseo. Deseo de formar parte de la fiesta en lugar de tocar para la fiesta.

Sintiendo que empezaba a derivar hacia la autocompasión, dio un respingo.

No solo se ganaba la vida relativamente bien, también era feliz con su trabajo.

No es que pudiera permitirse comprarse un yate, pero vivía con cierta holgura mientras que otros compañeros de profesión se habían visto obligados a abandonar sus sueños o a ver reducida la música a una mera afición para los ratos libres.

Por suerte, su trabajo consistía en tocar el violín y, con un par de compromisos con distintas orquestas, se sacaba un buen sueldo a fin de mes. Por un lado, formaba parte de la orquesta que tocaba en la representación teatral del Violinista en el tejado, y por otro tocaba en un sexteto contratado periódicamente para grabar la música de una serie de televisión.

Su último trabajo había consistido en poner música a un anuncio de seguros. La recompensa era doble porque no solo tocaba la música, sino que se la veía tocar. Su hermano, Eric, había bromeado sobre su imagen en pantalla y le había pedido un autógrafo.

Aparte de eso, trabajaba en bodas, aniversarios, ceremonias de graduación y demás eventos sociales que surgían con regularidad.

Como en esos momentos, en que mantenía la sonrisa congelada junto a los otros cuatro intérpretes contratados para tocar en la ceremonia del bar Mitzvah, el establecimiento de Barry Edelstein.

No era el crío de trece años el que había despertado en ella la sensación de estar perdiéndose algo. Había sido la hermana mayor del chico del bar Mitzvah, Rachel. La espectacular morena parecía totalmente ajena a lo que había a su alrededor, incluyendo la música, y solo tenía ojos para el joven que la abrazaba con fuerza.

Sintiendo una punzada de envidia, calculó que entre ambos jóvenes no debía de haber espacio suficiente para respirar. Estaban en su propio mundo, y muy enamorados.

Elizabeth reprimió un suspiro, nuevamente resignada a proporcionar la banda sonora para el romance de otros. Sin darse cuenta, la sonrisa fue sustituida por un ceño fruncido.

«¿Cuándo me llegará el turno?», pensó cayendo nuevamente en la autocompasión.

—¿Va todo bien, Lizzie? —susurró Jack Borman sin apenas mover los labios.

Jack, a quien conocía desde el instituto, tocaba el teclado y a él le debía la actuación de aquella tarde y algunas otras en las que había intervenido en los últimos años.

Las relaciones sociales eran parte fundamental de la vida de un músico. Si conseguías conocer a bastante gente en el negocio, con suerte podías vivir de la música.

A Elizabeth no le gustaba que le llamaran «Lizzie», y Jack lo sabía, pero, por algún motivo, parecía divertirle hacerlo. Y dado que últimamente ese hombre era la fuente de buena parte de sus ingresos, y porque eran amigos, decidió no insistirle en que el apelativo le hacía sentirse como una chiquilla de diez años.

Daba la casualidad de que también era el nombre de uno de los gatos de su vecino, el felino más gordo que ella hubiera visto jamás, y eso hacía que le gustara aún menos.

—Estoy bien —murmuró Elizabeth esperando que no insistiera más en el tema.

Sin embargo, cuando sus miradas se fundieron, comprendió que no iba a ser así. Jack se consideraba casi una deidad menor y le gustaba solucionar la vida de «su gente», como le gustaba llamar a los músicos a los que llamaba habitualmente para tocar cuando surgía alguna actuación.

Y de todos los músicos a los que solía pasar algún trabajo, ella era quien recibía la mayor parte de los encargos. Para nadie era un secreto que su interés por ella iba más allá de su admiración por sus dotes con el violín.

Hasta ese momento, Elizabeth había conseguido mantenerlo a raya, negándose a aceptar sus repetidas invitaciones para «relajarse», después de cada actuación o ensayo.

—Pues no pareces estar bien —insistió él con el ceño fruncido.

—Debe de ser por la luz —murmuró Elizabeth intentando dar por finalizada la conversación.

Le estaba bien empleado por dejarse llevar por sus pensamientos. Estaba allí para tocar el violín, no para morirse de envidia por lo que tenían los demás y ella no.

No tenía modo de saber si no estaría presenciando una mera ilusión. A lo mejor esa pareja no duraría junta ni un año más.

De ser así, desde luego no les envidiaba. Una ruptura siempre resultaba dolorosa, sobre todo cuando, aparentemente, estaban tan enamorados.

«Ya basta», se reprendió en silencio. «¿Qué te pasa?».

Era muy consciente de haber hecho realidad sus sueños y debía centrarse en eso y dejar de darle vueltas a lo que no tenía. ¿Desde cuándo se había vuelto tan negativa?

«Además, no olvides que hay que tener cuidado con lo que uno sueña».

Con gran esfuerzo, Elizabeth desvió su atención de la pareja y cerró los ojos, aparentando dejarse llevar por la música.

Aunque lo que estaba haciendo realmente era protegerse de un nuevo contacto visual con Jack, empeñado en dibujar una sonrisa en su cara.

Si bien le estaba agradecida a Jack por proporcionarle el trabajo, le hubiera gustado aún más atribuirlo a una mera amistad. A fin de cuentas, si ella estuviera tocando en una orquesta que necesitara a un pianista, sería el primero a quien recomendaría.

No obstante, tenía la incómoda sensación de que le estaba proporcionando tantos trabajos en un intento de seducirla.

Al final tendría que enfrentarse a él y explicarle que no había ninguna química entre ellos, que había habido más química entre Colón y los nativos americanos que entre ellos dos.

Elizabeth se mordió el labio, el momento del enfrentamiento se acercaba peligrosamente.

—Voy a celebrar una pequeña fiesta después de esto —el susurro de Jack sobresaltó a Elizabeth que abrió los ojos de golpe—. Si te apetece…

—Me encantaría… —la sonrisa, uno de sus mejores atributos según su padre, se amplió.

—Estupendo —le interrumpió Jack—, entonces…

—Pero no puedo —continuó ella—. Tengo que prepararme para la grabación de mañana en el estudio. Es para un episodio de More than Roommates.

El nombre de la popular serie romántica no significaba nada para Jack dado que no veía series de televisión.

—¿Mañana? —preguntó.

—Eso es —Elizabeth asintió.

—No vayas —sugirió él tras pensar unos minutos—. Puedo conseguirte otra actuación con…

—Ya he accedido —lo interrumpió ella—. En este negocio vales lo que vale tu palabra —le recordó con todo el tacto de que fue capaz. Jack era un buen amigo y no quería herir sus sentimientos, pero tampoco le gustaba sentirse acorralada.

—Tú te lo pierdes —Jack se encogió de hombros.

—Lo sé —murmuró ella.

A juzgar por la expresión en los ojos del hombre, el tono de voz empleado por Elizabeth había conseguido apaciguar su ego lastimado, tal y como había sido su intención.

Zambulléndose en la siguiente pieza, intentó dejar a un lado el desagradable episodio.

 

 

El apartamento le pareció más vacío que de costumbre.

Había dejado una luz encendida, anticipando que necesitaría animarse un poco a su regreso de la actuación.

Lamentablemente la luz no consiguió mitigar la sensación de soledad. Una sensación de soledad que se había hecho cada vez más fuerte a medida que se acercaba a su casa.

Tras cerrar la puerta, arrojó las llaves y el bolso sobre la pequeña estantería junto a la entrada y se descalzó.

Quizás le iría bien una mascota, pensó. Un cachorro peludo que saltara sobre ella en cuanto abriera la puerta.

Durante una fracción de segundo lo consideró seriamente. Desde luego tenía amor de sobra para ofrecer a una mascota, pero luego reflexionó sobre lo culpable que se sentiría dejando a la criatura sola en casa mientras ella se iba a trabajar. Considerando lo esporádicos que eran sus compromisos, el cachorro no tendría nada remotamente parecido a un horario regular.

Además, la señora Goldberg ya tenía a Lizzie y no paraba de quejarse de cuánto echaba de menos tener compañía «de verdad», desde que falleciera su pobre Albert. El gato, si bien era pasablemente afectuoso, no había conseguido llenar el vacío en su corazón.

No, la solución a la soledad era trabajo y más trabajo. Mientras tocaba el violín se sentía colmada, como si contribuyera de algún modo a la belleza del universo.

Echó una ojeada al contestador automático. La luz roja parpadeaba. Tenía mensajes.

Uno, seguro, sería de su padre. Ese maravilloso hombre la llamaba todas las noches para saber de ella.

«Eso sí es motivo de agradecimiento», se dijo. No todo el mundo tenía un padre como el suyo, un hombre que la había criado, junto a sus dos hermanos menores, totalmente solo, compaginándolo con su carrera de médico.

Había perdido a su esposa casi sin previo aviso, víctima de un cáncer de páncreas, quedando viudo con tres hijos pequeños.

En lugar de entregar el cuidado de sus hijos a algún pariente femenino, o contratar a una niñera a tiempo completo, había organizado con gran esfuerzo su vida para poder asistir a cada función escolar, cada concierto, cada reunión con los profesores. Elizabeth le estaría eternamente agradecida por todos los sacrificios que su padre había hecho durante su vida. Haría cualquier cosa por él, y sus hermanos pensaban igual.

Quizás por eso le resultaba tan complicado encontrar alguien con quien compartir su vida. Buscaba a un hombre que tuviera el amor, la integridad, la sensibilidad de su padre. El listón, seguramente estaba muy alto.

Por otro lado, si su padre alcanzaba ese listón, ¿por qué no podía haber otro hombre que también lo hiciera? Alguien que, además de las cualidades anteriores, hiciera que el mundo se parara ante sus ojos.

Así, recordó, le había relatado su madre haberse sentido la primera vez que había visto a su padre.

Era uno de los mejores recuerdos de Elizabeth. Estaba sentada junto a su madre, ojeando un álbum de fotos. Fuera llovía y debían de ser alrededor de las cuatro o las cinco de la tarde. Eric también estaba con ellas, y Ethan descansaba en la cuna. Su madre y ella habían pasado horas contemplando el álbum y cada foto tenía una historia que contar.

El verano siguiente, su madre ya no estaría, víctima de una cruel e insidiosa enfermedad.

Su padre había necesitado casi dos años para perdonarse por no haberla salvado.

Eso sí que era amor verdadero.

Y eso era lo que ella nunca encontraría. Iba a tener que resignarse a ello.

Además, pensó, ¿cómo se sentiría si al fin encontrara a esa persona especial y la perdiera del mismo modo que su padre había perdido a su madre? Lo mejor sería evitar ese dolor.

Con un suspiro de resignación, abrió la nevera en busca de algo que llenara, al menos en parte, el vacío que sentía en el estómago.

No había mucho donde elegir.

Cada vez que iba a casa de su padre se marchaba con un montón de comida. Además de ser un excelente médico, era un cocinero fabuloso, capaz de elaborar una deliciosa comida con prácticamente cualquier cosa.

Ella, sin embargo, carecía del gen de la cocina. A pesar de que sus hermanos eran perfectamente capaces de guisar, su padre había fracasado en su intento de traspasarle ese don a ella. Se le quemaba hasta el agua que ponía a hervir.

Por consiguiente, los únicos habitantes de su nevera, una vez agotados los guisos de su padre, eran los restos de la comida para llevar de los restaurantes locales.

—Sobras de comida china —decidió mientras sacaba un par de envases con caracteres chinos dibujados.

Se llevó la comida y el teléfono a su habitación y se puso cómoda. Tras comer un poco, sin saber muy bien qué estaba masticando, pulsó la tecla del contestador.

La primera llamada, tal y como había supuesto, era de su padre. Elizabeth sonrió.

¿Estás ahí, Elizabeth? —tras una ligera pausa, la voz continuaba—: ¿No? Supongo que estarás tocando. Espero que te acuerdes de tu viejo papá.

—Tú no eres viejo, papá —murmuró ella afectuosamente—. Eres distinguido.

Espero que hayas tenido una buena actuación —continuaba su padre—. Siento no haber podido hablar contigo en persona. Por aquí no hay ninguna novedad. Uno de tus hermanos trabaja y el otro no —una carcajada surgió del contestador—. Dos de tres no está tan mal. Duerme bien, mi pequeña virtuosa. Intentaré hablar contigo mañana. Si no puedo, te veré el jueves. Te quiero —así se despedía siempre su padre. Y a Elizabeth siempre le hacía sonreír, y sentirse segura.

—Yo también te quiero, papá —susurró al aparato.

La voz de su padre, profunda y autoritaria, siempre lograba hacerle sentirse mejor.

A los diez segundos de empezar a escuchar el siguiente mensaje, pulsó el botón de avance. Era de alguien pidiéndole un donativo para un instituto que no conocía.

El tercer y último mensaje requirió de toda su concentración. La voz gutural y vibrante llamó de inmediato su atención. Dejando a un lado el tenedor, tomó papel y lápiz.

No estoy seguro de que este sea el número correcto, pero la señora Manetti sugirió que llamara. Se ocupa del catering, no para mí, para mis padres, aunque ellos no lo saben —el hombre suspiró irritado—. Empezaré de nuevo.

—Adelante —murmuró Elizabeth divertida mientras se llenaba la boca de comida china.

Voy a dar una fiesta especial y alguien sugirió que estaría bien tener música…

—Desde luego —contestó ella al aparato—. La música siempre está bien.

Y sobre todo que te pagaran por ella.

El hombre de la voz grave se aclaró la garganta varias veces antes de continuar.

Yo… eh… intentaré llamar más tarde —se despidió al fin.

«¿Ya está?». Elizabeth contempló el contestador con gesto contrariado.

—No me puedo creer que haya colgado sin más —exclamó incrédula.

Buscó el número de la llamada entrante en la pantalla del teléfono, ya que el hombre no había facilitado sus datos. Las palabras «número privado», aparecieron en grandes letras.

No había número, ni nombre. Nada. Ese hombre, al parecer, valoraba su intimidad.

Elizabeth soltó un suspiro de exasperación. No había nada que odiara más que pensar que le iban a ofrecer un trabajo y que luego no cuajara.

O como en ese caso en que le habían mostrado la zanahoria antes de tirar de la cuerda.

«Quizás vuelva a llamar», pensó tras colgar el teléfono. Solo le quedaba esperar. No estaba en situación de encogerse de hombros ante una oferta económica. Necesitaba todas las actuaciones que pudieran ofrecerle.

—Mañana será otro día, quizás mejor —murmuró.

Borró los dos últimos mensajes. Si don Voz Profunda no volvía a llamar, otra persona lo haría. Por suerte, siempre la llamaba alguien. Después de ocuparse de las facturas, guardaba lo que le sobrara para vivir en caso de que pasara mucho tiempo entre una actuación y otra.

Afortunadamente no tenía muchos gastos y sus gustos no podían ser menos extravagantes.