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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Karen Templeton-Berger. Todos los derechos reservados.

EL REGRESO DE MELANIE, Nº 1980 - mayo 2013

Título original: The Doctor’s Do-Over

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3083-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

Melanie Duncan arrugó la nariz ante el desagradable olor a moho, grasa, polvo y lo que hubiera muerto en la nevera de su abuela, Amelia Rinehart. Al abrir uno de los armarios, descubrió que Amelia parecía haber guardado todos los frascos de cristal y todas las fiambreras de plástico que habían pasado por sus manos. Además de las toneladas de revistas y periódicos que llenaban las ocho habitaciones de la casa, los cuadros torcidos y cubiertos de polvo, estanterías que se vencían bajo el peso de viejos libros y cintas de vídeo…

Mientras abría el sucio grifo del fregadero con la manga de la chaqueta y esperaba durante una eternidad a que saliera agua caliente, pensó, sintiendo un escalofrío, que ella había heredado aquel desastre… bueno, ella, April y Blythe, claro.

Tras el sucio cristal de la ventana vio el jardín cubierto de malas hierbas, el agua azul del lago bajo el sol de septiembre… casi podía verlas a las tres bañándose allí o tiradas sobre toallas, escuchando música a todo volumen.

De repente, del grifo salió un chorro de agua ardiendo y, mascullando una palabrota, apartó la mano pensando que seguía conmocionada. No tanto por la muerte de su abuela, quien a pesar de tener noventa años debía de haberse ido mordiendo y pataleando, sino por haber heredado aquella casa en St. Mary’s Cove cuando su abuela y ella llevaban años sin hablarse.

Era muy raro. Y más aún encontrarse en el último sitio en el que había esperado volver a poner el pie.

Después de lavarse las manos miró alrededor, haciendo una mueca al ver los tarros de hierbas secas sobre la encimera de formica, la jungla de plantas muertas en el suelo del porche trasero, que parecía a punto de desintegrarse, y la innumerable cantidad de bolsas de papel, seguramente llenas de cagadas de ratón entre la nevera y los armarios.

«Asqueroso», diría su hija. Afortunadamente, la lavadora funcionaba. No iba a dejar que la niña durmiese en las mohosas sábanas que había encontrado en el armario del pasillo.

¿Su abuela había almacenado cosas en los últimos años o lo había hecho desde siempre? ¿Habían cerrado ellas los ojos durante esos largos y perezosos veranos, cuando el mundo exterior simplemente no existía?

Sacudiendo la cabeza, Mel entró en el salón y llamó a su hija, que siendo más dura que ella y encantada en la vieja casa, había decidido ponerse a explorar de inmediato.

—¡Quinn! ¿Dónde estás? —gritó, intentando no imaginarla siendo atacada por un montón de ratas y suspirando de alivio cuando respondió:

—¡Ya voy!

Mel suspiró de nuevo al ver un espejo cubierto de polvo y un viejo aparador lleno de cosas. En las esquinas había cajas de todos los tamaños y formas, algunas sin abrir, que debían de contener toneladas de basura…

Lo que su abuela había tardado años en acumular no iba a desparecer en un par de días, pensó. ¿Y luego qué? ¿Qué iban a hacer con aquella casa? St. Mary’s Cove era un pueblo pintoresco, pero incluso sin toda aquella basura los compradores le echarían un vistazo y soltarían una carcajada.

Y, sinceramente, dudaba que alguna de sus primas tuviese dinero o ganas de reformarla. Desde luego, ella no lo tenía… un pensamiento que la hizo volver al pozo de desesperación del que estaba intentando salir, sin éxito.

Haciendo un esfuerzo, atravesó la casa de los horrores para sacar las bolsas del asiento trasero de su Honda, la brisa de la bahía pillándola por sorpresa.

Y, de repente, allí estaba Ryder. En su cabeza, claro, no en persona. Y con un poco de suerte seguiría siendo así.

No había pensado en él en años y casi se había convencido a sí misma de que ya no le importaba. Ryder Caldwell ya no importaba y lo que habían compartido había quedado relegado al pasado como esos largos veranos…

—¿Qué haces, mamá?

Mel levantó la mirada, sonriendo al ver a su hija adolescente, el amor de su vida, su razón para vivir, en el porche de la casa. Había cometido muchos errores en la vida, pero aquella niña delgadita de rizos pelirrojos que la miraba en jarras no era uno de ellos.

Aunque las circunstancias de su concepción… en fin, mejor no pensar en ello.

—Sacar las cosas del coche. Y voy a darte una buena noticia: puedes ayudarme.

No iba a dejar que su pastel de queso se pudriese en Baltimore. O el suflé de calabaza. O…

En fin, le gustaba cocinar.

Cuando llevaron las fiambreras a la cocina, Quinn lanzó una exclamación.

—Parece que tenemos mucho trabajo.

—Y que lo digas —Mel suspiró mientras, con cuidado, abría el armario bajo el fregadero para encontrar, oh, sorpresa, seis botes de lavavajillas, muchas bolsas de basura, un cubo lleno de estropajos viejos y suficiente detergente como para desinfectar un barco.

Y, afortunadamente, una bolsa con dos pares de guantes de goma sin usar. «El Señor proveerá», le pareció oír la voz de su madre. Y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Pero no iba a llorar, pensó, ofreciéndole a su hija un bote de detergente.

—Empieza por el fregadero —le dijo, volviéndose hacia la nevera—. De este otro desastre me encargo yo.

—Muy bien —Quinn se subió a un taburete para ponerse a trabajar con gesto decidido mientras cantaba a todo pulmón, desafinando como una loca.

Qué niña tan rara tenía, pensó Mel, esbozando una sonrisa. Una niña rara a la que protegería con su vida.

Especialmente de gente que la trataba como si no existiera.

 

 

Levantando la cabeza del historial médico de Jenny O’Hearn, Ryder Caldwell miró a su padre.

—¿Qué has dicho?

David Caldwell metió un bolígrafo en el bolsillo de su bata blanca antes de quitársela para colgarla detrás de la puerta.

—Que Amelia le ha dejado la casa a las chicas.

No era una sorpresa, pensó Ryder, sintiendo un pellizco en el estómago mientras su padre se ponía la chaqueta de pana que llevaba al trabajo todos los días, lloviese o hiciese sol. Era lógico, además, que Amelia Rinehart hubiera dejado la casa a las tres primas que habían pasado tantos veranos allí.

Lo que sí era una sorpresa era su reacción ante la noticia. Que después de tanto tiempo la idea de volver a ver a Mel provocase una reacción tan visceral era una sorpresa. Después de todo, la gente crecía, vivía su vida…

—¿Estás bien?

Ryder levantó la mirada. Aunque su padre empezaba a inclinarse un poco debido a la edad y sus sienes estaban cubiertas de canas, a menudo lo sorprendía pensar que era la imagen de lo que sería él mismo en treinta años. Al contrario que su hermano menor, Jeremy, que había heredado la piel clara y el cabello rojo de su madre.

Entre otras cosas.

—¿Por qué no iba a estarlo? —replicó, cerrando el historial de Jenny y levantándose para dejarlo en la oficina de Evelyn, la enfermera.

Su padre había abierto la pequeña clínica familiar en la calle principal de St. Mary’s Cove treinta años antes y Ryder trabajaba allí desde que terminó la carrera de Medicina, para disgusto de su madre. Pero esa clínica había sido la única constante en una vida dispuesta a darle sorpresas con fastidiosa regularidad.

—Pero ¿cómo sabes…?

—He estado jugando al golf con Phil Paxton y me ha dicho que vendrán hoy o mañana para decidir qué van a hacer con ella —su padre hizo una pausa—. Te lo digo para que lo sepas.

—¿Por Mel?

David Caldwell esbozó una sonrisa.

—Esa chica te adoraba. Nunca he visto un par de críos que se llevasen tan bien como vosotros dos.

Ryder se puso un chubasquero casi tan viejo como la chaqueta de su padre.

—Eso fue hace años, papá —murmuró, intentando disimular una punzada de culpabilidad—. No hemos vuelto a hablar desde ese último verano.

Tras la muerte del padre de Mel.

—Tiene una niña, Ry.

¿Cómo sabía eso su padre? ¿Y qué tenía que ver con él?

—Así que tiene una hija…

—De diez años.

Ryder lo miró con cara de sorpresa.

—¿Y crees que es mía? Perdona, papá, pero eso es imposible...

—Sé que no es tuya —lo interrumpió David—. Es hija de tu hermano.

 

 

Ryder, aún atónito por la noticia, se apoyó en la pared frente a la enorme y abandonada casa. Llevaba allí un rato, a oscuras, sin percatarse de que la lluvia estaba empapándolo. No sabía si el Honda aparcado en la puerta era de Mel, si la luz que veía en la cocina significaba que ella estaba allí.

Con su hija.

Uno quería pensar que el pasado era el pasado, que el tiempo lo borraba todo, pero entonces algo, un sonido, un olor, lo devolvía a la vida.

Su padre no le había contado mucho, murmurando que su madre iba a echarle una bronca por hablar demasiado. Era de esperar siendo como era Lorraine tan posesiva con su hijo menor quien, según su padre, sabía de la existencia de la niña…

Después de una hora, aún no se le había pasado la sorpresa.

Francamente, si la niña hubiera sido hija suya no se habría quedado más sorprendido. No sabía qué le dolía más, que Jeremy hubiese dejado a Mel embarazada o que todo el mundo lo hubiera guardado en secreto. Que Mel no se lo hubiera contado…

«¿Te sientes traicionado? ¿De verdad?».

La puerta se abrió entonces y Ryder se metió en el coche para que no lo viera.

Pues sí, era Mel. Podía oír su contagiosa risa y los recuerdos lo envolvieron como soldados lanzándose a la batalla. Una niña salió de la casa antes que ella, delgada y alta, con un chaleco de color verde lima. La luz del porche iluminaba sus rizos pelirrojos… era igual que Jeremy.

El corazón de Ryder dio un vuelco al ver a Mel con un poncho de plástico rosa transparente que la hacía parecer una medusa gigante. No la veía con claridad desde allí, pero llevaba unos zapatos de color rosa a juego con el poncho ni más ni menos.

Ryder hizo una mueca. La moda nunca había sido lo suyo.

Con la lluvia no podía ver bien su cara, pero seguía llevando el pelo largo, oscuro en contraste con sus ojos de color gris verdoso. Siempre había sido guapísima. Algo que no se había atrevido a decirle entonces, aunque sabía que ella necesitaba escucharlo.

Se le ocurrió entonces que no sabía si tenía pareja o estaba casada. Si había ido a la universidad o qué había estudiado.

Si era feliz o no, si estaba aburrida con su vida…

No, Mel nunca estaría aburrida.

Ryder no tenía la menor intención de salir del coche para hablar con ella. Aún no. Antes de hablar con ella tenía que aclarar sus ideas y, sobre todo, hablar con su madre.

Pero, por razones que aún no entendía, quería verla.

Mientras hablaban en el porche, los gestos dramáticos de la niña le recordaban a Mel a su edad y, de repente, le pareció incomprensible no haber sabido absolutamente nada de ella en los últimos diez años.

Esos enormes ojos llenos de curiosidad que lo habían enganchado desde el primer día que la vio, cuando tenía dos días de edad, como si estuviera pidiéndole a él, que tenía entonces cinco años, que cuidase de ella. Daba igual que sus padres vivieran en la casita del guardés y él en la casa principal, el hijo mayor del jefe. Él era suyo, Mel era suya y eso era todo lo que importaba.

Recordaba su risa cuando jugaba con ella, sus primeros pasos, cuando le enseñó a montar en triciclo. Luego, más tarde, le enseñó a lanzar una pelota, a tirarse en bomba a la piscina, a lanzar globos de agua con envidiable puntería, actividades que su hermano, cuatro años menor y más reservado debido a una neumonía que sufrió de niño, encontraba estúpidas o aburridas.

Por supuesto, a medida que se hacían mayores, tener a Mel siguiéndolo todo el día como un patito a su madre a veces lo sacaba de quicio. Quería salir con sus compañeros de clase o hacer maquetas de aviones sin una niña de cinco años tirándole de la oreja. Una niña de cinco años que no tenía el menor reparo en darle una patada antes de darse la vuelta, sus coletas moviéndose al viento.

Hasta que recuperaba el sentido común o sus amigos se iban a casa. Entonces volvía a buscarla y la encontraba en la cocina ayudando a su madre, Maureen, o haciendo castillos con sus Legos de colores.

Y ella siempre lo recibía con una sonrisa, su rechazo olvidado y perdonado, pensó Ryder mientras veía a Mel y a su hija correr hacia el coche, riendo.

Siempre había contado con esa risa, incluso cuando él estaba en el instituto y Mel se convirtió en adolescente, el momento en el que su madre empezó a mirarlos con cierta preocupación. Aunque era absurdo porque Mel era como su hermana pequeña. Los límites no hubieran podido estar más claros de haber sido marcados con kriptonita.

Hasta el verano que cumplió dieciséis años.

Él estaba entonces en la universidad… y cuánto había agradecido la compañía de Mel después del primer semestre. Aunque verla con un bañador de flores hubiese empezado a amenazar los límites de su relación.

Siempre había sido más madura que las demás chicas y ese verano su cuerpo había cambiado. Y sí, era evidente que tampoco ella lo miraba de la misma forma, pero se hubiera cortado un brazo antes que traicionar su confianza. Había sido esa misma confianza lo que la echó en sus brazos tras la repentina muerte de su padre, buscando un consuelo que nadie más podía darle. Sobre todo su madre, que estaba desolada.

Incluso después de tantos años, Ryder experimentó una oleada de vergüenza al recordar cómo había deseado aceptar lo que ella le ofrecía. Y lo horrorizado que se había sentido por ello.

Asustado, se apartó y volvió a la universidad semanas antes de tener que hacerlo.

Mel era la persona más importante del mundo para él y había metido la pata hasta el fondo. Había pisoteado su dolorido corazón como un elefante loco. Y nunca se había disculpado, nunca le había explicado por qué lo había hecho. Nunca había intentado arreglarlo, en parte porque a los veintiún años no sabía cómo hacerlo. Pero sobre todo porque la deseaba y eso lo convertía en un pervertido.

Suspirando, Ryder apoyó la cabeza en el respaldo del asiento. Recordar ese periodo de su vida cuando aún tenía el corazón roto era lo último que debería hacer.

No había esperado volver a ver a Mel. No había imaginado que tendría la oportunidad de contarle su versión de la historia, ni siquiera sabía si ella querría escucharla.

Por fin, arrancó y tomó la carretera que llevaba a la casa de sus padres, al otro lado de la playa.

Pero él sí quería escuchar la versión de Mel. Necesitaba que le explicase cómo había tenido una hija con su hermano.

 

 

—¿Se lo has dicho? —Lorraine Caldwell miró a su marido, atónita—. ¿Te has vuelto loco?

Sentado en su sillón favorito, en el cuarto de estar con las paredes forradas de madera, David Caldwell tomó un trago de whisky y se encogió de hombros.

Después de casi treinta y cinco años de matrimonio, Lorraine aún no había decidido si su serenidad la calmaba o la sacaba de quicio. Pero seguramente sería lo primero o no seguirían casados… considerando otras cosas. Cosas de las que no habían hablado en más de tres décadas, pero que ocasionalmente resurgían como fantasmas. Sin embargo, esos ojos azules que le habían hecho perder la cabeza de joven le decían que estaba convencido de lo que hacía.

—Te dije que era una locura pensar que podríamos conservarlo en secreto.

David nunca había estado de acuerdo con el arreglo. Lo había aceptado por ella.

—Se supone que no debería haber vuelto. Especialmente con la niña. Ese era el acuerdo.

—No tomaste en consideración que eso pudiera pasar. Lo creas o no, tú no puedes controlar lo que hace el resto del mundo.

Lorraine apretó los labios. Era cierto, ¿pero no podía siquiera controlar lo que ocurría en su mundo?

—¿Por qué has tenido que contárselo?

—Porque no quería arriesgarme a que se encontrasen sin que Ryder supiera nada. Además, ¿no sientes curiosidad por ver a la niña?

Lorraine contuvo el aliento durante unos segundos. Nunca había pensado en ello, ¿para qué? Después de todo, había tomado la mejor decisión posible, la única decisión que podía tomar en ese momento, obligada por las circunstancias. Cambiar todo eso ahora...

—¿Y Jeremy y Caroline? —le preguntó, agarrándose a un clavo ardiendo—. Solo llevan seis meses casados. ¿Y si Ryder quiere pedirle explicaciones? ¿No se te ha ocurrido pensar eso?

—Imagino que lo hará —su marido se encogió de hombros—. Yo mismo estuve a punto de obligarle a cumplir con su obligación entonces…

—¿Y por qué no lo hiciste? —la voz de Ryder desde la puerta hizo que Lorraine diese un respingo.

—Pregúntale a tu madre —respondió David, señalándola con su vaso de whisky.

Ryder miró a su madre, con las manos en los bolsillos de ese horrible chubasquero que tenía desde la universidad. Mientras su hijo menor era impredecible, culpa suya seguramente, Ryder siempre había sido sensato, incluso de niño. Como su padre. Pero ella sabía que esa supuesta calma enmascaraba una furia tan intensa que apenas podía mirarlo.

Especialmente porque esa furia iba dirigida a ella. Secretos, pensó, sintiendo un escalofrío. Debería haber aprendido la lección la primera vez.

Aparentemente, no era así.

Ryder observaba a su atractiva madre, rica de toda la vida, arrellanarse en el sofá, suspirando cuando uno de los perros colocó la cabeza sobre sus pies. Sus rizos de color cobrizo estaban sujetos por unos prendedores de plata, destacando un rostro de pómulos altos. Con un cárdigan de color teja, vaqueros y zapatos planos, tenía un cierto parecido a Katharine Hepburn; un parecido que la mayoría de la gente encontraba apabullante. Y, hasta cierto punto, fascinante.

—¿Y bien? —insistió.

Lorraine empezó a trazar distraídamente con los dedos la lámpara Waterford a su lado.

—Lo que pasó entre Jeremy y Mel… no teníamos ni idea hasta que Maureen apareció aquí con Mel, en esta misma habitación, para anunciar que estaba embarazada —su madre suspiró, levantando la mirada—. Pensábamos que el bebé era tuyo… hasta que hicimos las cuentas.