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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Nicola Cornick. Todos los derechos reservados.

UNA NOCHE DE ESCÁNDALO, Nº 8 - abril 2013

Título original: One Night of Scandal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicado en español en 2006.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3091-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

uno

 

Septiembre 1803

 

Se le había ido la mano.

Con impaciencia, Deborah Stratton tamborileó con los dedos sobre la carta. Conocía exactamente su contenido, pero la leyó por tercera vez, aunque sólo fuera para volver a enfadarse. Además, para mayor fastidio, su padre, lord Walton, escribía con un estilo cuidado y ameno. Era el mensaje entre líneas lo que inquietaba a Deborah.

 

Me congratula saber de tu compromiso...

 

Sonaba amable, pero Deb sabía que era sarcasmo.

 

Sin embargo, tu pretendiente parece tardar un poco en pedirme permiso para cortejarte...

 

Deborah hizo una mueca. De eso no cabía ninguna duda. Su pretendiente se había mostrado de lo más negligente.

 

La inminente ocasión de la boda de tu hermano parece la oportunidad ideal para presentar al caballero a tu familia y que él pueda asegurar mi aprobación, aunque sea algo tardíamente...

 

Deb frunció el ceño. Se veía obligada a reconocer que sería la ocasión ideal; sólo que había un pequeño problema. No habría presentaciones, puesto que su pretendiente no existía. Se lo había inventado con la única intención de conseguir que su padre dejara de interferir en sus asuntos.

Lord Walton llevaba algún tiempo insistiéndole a su hija menor para que regresara a Bath. Sus cartas se habían vuelto cada vez más apremiantes. Decía que no era apropiado que una joven viuda en la situación de Deborah viviera sola, excepto por su dama de compañía y el servicio. Y que sería mucho mejor que regresara a la casa familiar para retomar su lugar en la sociedad de Bath, evitándole así el gasto que le suponía tener que mantener la casa donde residía ella.

Era un requerimiento que lord Walton podría obligarle a cumplir con sólo retirarle su asignación. Deb lo sabía y le había contestado en tono desesperado, explicándole que se había prometido a un caballero y deseaba permanecer en Midwinter Mallow. La respuesta de su padre había llegado a vuelta de correo.

 

Estamos deseando veros a los dos dentro de dos meses, para la boda de Guy...

 

Deb apartó la carta a un lado y se arrellanó en la silla de madera. Le había salido el tiro por la culata, tal y como su dama de compañía, la señora Aintree, le había advertido. Sabía que era todo culpa suya. Se había metido en un lío del que tendría que salir ella sola.

Deb se puso de pie y fue al comedor donde Clarissa Aintree estaba todavía sentada a la mesa, leyendo el periódico local. La señora Aintree, una práctica señora de edad indeterminada que en su día había sido la institutriz de Deborah, estaba acostumbrada a la naturaleza impulsiva de la niña que antiguamente había estado a su cargo. A veces sus advertencias eran contempladas y a veces no; en esa ocasión había pasado lo último.

La señora Aintree dejó el papel a un lado y dio un sorbo de té mientras contemplaba la expresión atormentada en el rostro de Deborah con leve ironía.

—Supongo que tu padre no ha contestado a tu carta tal y como tú pensabas, ¿verdad? —le dijo la mujer.

—¡No! —Deborah se dejó caer desconsoladamente en una silla y se sirvió otra taza de chocolate—. Pensé que papá estaría tan contento de creerme tan segura con mi compromiso que me dejaría quedarme en Midwinter, pero en lugar de eso va y dice que quiere conocer a mi prometido, a quien debo llevar a la boda de Guy.

La señora Aintree murmuró algo que sonó como: «te lo dije».

Deborah se levantó de nuevo y se acercó con inquietud a la ventana.

—Ya sé que me avisaste Clarrie, pero creí que... —se calló bruscamente—. ¡Estoy tan enfadada!

—¿Contigo misma? —le preguntó la señora Aintree maliciosamente.

Deb alzó rápidamente la cabeza.

—¡Sí! ¡Conmigo misma y con Olivia! Fue ella quien le dijo a papá por carta que esta zona era peligrosa para vivir.

—Y lo es —señaló la señora Aintree con pragmatismo.

—¡Lo sé! Pero si Olivia no se lo hubiera dicho, él no me habría pedido que volviera a Bath.

La señora Aintree tomó un bocado de tostada y masticó despacio.

—Tu padre no es un estúpido, Deborah. Estoy segura de que conoce bien el peligro de la invasión francesa que corremos los habitantes de Suffolk.

Deb suspiró. Sabía que eso era cierto, y era injusto echarle la culpa a su hermana, Olivia Marney, de contar mentiras. Aun así, se sentía ofendida.

—Sí, pero Liv le mencionó que se había producido un aumentó del contrabando y que había espías por la zona y... ¡Ay, y un montón de cosas que alarmaron a papá! Ella sabía que él estaba esperando tener cualquier excusa para ordenarme volver a casa... Y se la ha puesto en bandeja —Deborah hizo una pausa—. Desde luego, si no la conociera mejor pensaría que lo ha hecho a propósito.

—Eso no debes pensarlo —le dijo la señora Aintree con calma—. Tu hermana jamás te haría algo así, Deborah, y lo sabes bien. Ella ha sido para ti un gran apoyo. Y eso no quiere decir que no haya sentido la tentación de deshacerse de ti en estos últimos años, teniendo en cuenta lo que dice la gente de que tú coqueteas con su marido.

Deborah se sonrojó levemente.

—Yo no coqueteo con Ross —respondió ella a la defensiva—. Tú sabes que eso no es verdad, Clarrie. Sencillamente somos muy parecidos y nos gusta hacernos compañía. A mí me gustaría que Liv y Ross pudieran salvar sus diferencias. Resulta muy incómodo estar con ellos porque no dejan de discutir todo el rato.

La señora Aintree le lanzó a Deborah una mirada que le recordó a los días en los que había sido una colegiala recalcitrante.

—Sin duda Olivia sufre por ello más que tú —le respondió la mujer.

Deborah suspiró ruidosamente.

—¡Ay, sé que soy una egoísta, lo sé! —exclamó—. ¿Pero qué voy a hacer? —se volvió a sentar en la silla, untó de mantequilla un pedazo de pan tostado y lo dejó en el plato distraídamente—. No puedo inventarme a un prometido sólo para que mi padre me dé su aprobación, ya que ese prometido es inexistente.

La señora Aintree sacudió la cabeza con tristeza.

—Ya te lo he dicho antes, Deborah, querida, que una mentira lleva inevitablemente a otra. Te sugiero que le digas a tu padre la verdad.

—Sabes que no puedo hacer eso, Clarrie. Si confieso que no hay compromiso, papá me llevará a Bath en menos que canta un gallo.

La señora Aintree frunció el ceño.

—¿Y tan malo sería eso? A menudo dices que echas de menos las diversiones de la ciudad. Sé que al principio te pareció mejor llevar una vida tranquila, pero no es bueno que una joven dama como tú tenga que pasarse la vida en el campo sin ninguna distracción. Y en Bath puedes rodearte de gente muy elegante... —la señora Aintree dejó de hablar al ver la expresión tensa de Deborah—. No, qué tonterías estoy diciendo. Eso no serviría de nada.

Deborah negó con la cabeza.

—Si sólo se tratara de eso, entonces sabes que prestaría atención a tus consejos, Clarrie. ¡Pero no sólo es eso! —se frotó la frente con un gesto de desesperación—. Sabes que quiero a mi familia, pero me volvería loca si pasara un solo día con ellos. Han pasado demasiadas cosas que nos impiden fingir lo contrario; sin embargo mis padres se comportan como si nada hubiera cambiado. Mi madre quiere lanzarme a los brazos de cualquier hombre que tenga fortuna y hacienda, del mismo modo que hizo antes de casarme. En cuanto a papá... —vaciló—. Tiene la firme creencia de que sabe lo que nos conviene a todos, y sigue empeñado en juntarme con mi primo Harry. Me lo dijo en una de sus cartas hace dos meses, cosa que me disgustó sobremanera. ¡Por esa razón me inventé lo del prometido ficticio!

La señora Aintree asintió con expresión comprensiva.

—Sabes que lord Walton sólo desea asegurar tu futuro, Deborah —le dijo, tratando de dar una opinión justa—. La mayoría de las personas pensarían que es una verdadera pena que no volvieras a casarte siendo joven y bonita y teniendo toda la vida por delante.

Deb hizo un movimiento brusco que volcó sobre el plato la taza con el chocolate que le quedaba.

—¡No! No puedo casarme ahora. Sobre todo después de que Neil...

La señora Aintree le tocó la mano.

—Lo sé. Lo entiendo.

Deb se dio la vuelta con expresión tensa. Apenas hablaba de su breve matrimonio con Neil Stratton, si a eso podía llamársele matrimonio. El recuerdo todavía resultaba tremendamente doloroso después de tres años, y había aprendido una dura lección que jamás olvidaría. Había sido una chica boba y caprichosa de diecinueve años cuando había huido, buscando el modo de escapar de las agobiantes restricciones de la vida en Walton Hall. Al principio había pensado que amaba a Neil, pero pronto se había dado cuenta de su gran equivocación, y de que los sentimientos de él hacia ella eran también una farsa. Su matrimonio había sido un engaño que la había dejado temerosa de volver a cometer el mismo error.

La huida de Deb había sido otro ejemplo de su naturaleza impulsiva y que remataba la larga lista de insensateces de su infancia y primera juventud en la escuela. En la infancia, sus travesuras habían tenido una naturaleza relativamente inofensiva. Sin embargo la huida con Stratton había tenido consecuencias mucho más severas en su vida. Después de eso, Deb se había dado cuenta de lo impulsiva que era, y había tratado de poner freno a su impetuosidad obligándose a pararse y reflexionar; que no era algo que hiciera por naturaleza. A veces era capaz de reprimir sus impulsos, y otras no.

Deb le dio un mordisco a la tostada. Desgraciadamente, la mención de su inminente compromiso no había logrado desviar la atención de su padre. Sin embargo, no podía permitirse dar su brazo a torcer en ese momento. No pensaba reconocer que se lo había inventado y verse obligada regresar a Bath y al imposible proyecto de que la casaran con su primo Harry. Necesitaba un plan.

Observó a la señora Aintree por el rabillo del ojo. Clarrie siempre había tenido la habilidad de saber cuándo Deb estaba tramando algo; pero en ese momento su acompañante parecía serena, como si confiara en que el asunto se arreglara de un modo u otro. Sin embargo, la realidad era bien distinta. La única solución era buscar un prometido temporal.

Si al menos pudiera presentarse con un caballero para que su padre le diera la aprobación, entonces todo el asunto podría quedar zanjado y rápidamente olvidado. Pero no valdría con presentarse en Walton Hall y fingir que estaba prometida. Su padre era muy astuto y se olería algo raro si no apareciera con el caballero en cuestión. No. Necesitaba ir con alguien que diera realismo a su historia. El compromiso falso le daría cierta ventaja. Después de la boda, en cuanto regresara a Midwinter podría escribirles una carta a sus padres comentándoles sus planes de boda. Finalmente, más o menos un año después, les comunicaría que había roto el compromiso. Sin duda para entonces el peligro a la invasión habría disminuido, el primo Harry habría encontrado otra novia, y ella podría convencer a su padre para permitirle que se quedara en Midwinter.

El plan le parecía bastante bueno, pero incluso Deborah se daba cuenta del fallo que presentaba la estrategia. No tenía prometido y, lo que era peor, no tenía idea de cómo hacerse con un prometido adecuado para representar el papel.

Deb hizo un rápido inventario de sus conocidos. No le llevó mucho tiempo, ya que en la sociedad de Midwinter había muy pocos hombres adecuados que aún estuvieran solteros. Era una de las razones por las que había elegido vivir allí; porque no quería que las atenciones de los hombres la importunaran. La mayoría de sus conocidos ya estaban casados, como su cuñado, Ross Marney, o lord Northcote de Burgh. Estaba sir John Norton, por supuesto; y él era soltero. El fallo era que no le gustaba. Y también estaba el duque de Kestrel, que era demasiado eminente para involucrarse en ese plan, y su hermano, lord Richard Kestrel, que era demasiado... Deb se quedó pensativa. La primera idea que se le había pasado por la cabeza al pensar en Richard Kestrel era que era un hombre demasiado atractivo para pedirle que fuera su prometido provisional. La simple idea le provocó suma inquietud, e inmediatamente se le formó un nudo en el estómago. Richard Kestrel era demasiado atractivo, demasiado peligroso, era demasiado persuasivo y demasiado... demasiado de todo para ser adecuado. Si tuviera que encontrar un amante en lugar de un marido, entonces él sería el hombre ideal. Deb sacudió la cabeza distraídamente, sin saber cómo se le ocurrían ideas tan peregrinas... No deseaba ni un amante, ni un marido, ni los inevitables problemas que acarrearían uno u otro.

Así que Deb se recostó en el respaldo mientras emitía un largo suspiro. La falta de un candidato apropiado le evitaba al menos la vergüenza de acercarse a algún conocido y proponerle que representara el papel de pretendiente temporal. Tal vez resultaría más fácil hacer un trato con un extraño. Podría pagar a alguien para que representara el papel.

Pero Deb no tenía dinero aparte de lo que le pasaba su padre; y eso podría retirárselo en cualquier momento. Aunque ésa era una consideración práctica para la que estaba segura que encontraría una solución. Tal vez pudiera convencer a Ross para que le prestara el dinero.

Mucho más miedo le daba pensar que tenía que fingir estar prometida a un extraño. Sin embargo, en el caso de tener que contratar a un actor, por ejemplo, podría ser mucho más fácil. Él sabría cómo representar el papel. Y sólo se quedarían en Walton Hall durante una semana como mucho.

Los nervios se le agarraron al estómago, mientras su instinto le decía lo tonto y ridículo e incluso peligroso que resultaría contratar a un actor que hiciera de futuro marido. Era algo que ni siquiera debía contemplar. Las damas no se comportaban de ese modo, y punto.

¿Pero qué otra elección tenía? No quería volver a Bath y a la vida que había dejado atrás hacía tres años. No quería casarse con su primo Harry. No quería casarse con nadie. Eso era imposible.

El ruido de la hoja del periódico que la señora Aintree estaba leyendo sacó a Deborah de su ensimismamiento. La mujer tenía el Suffolk Chronicle, donde Deborah sabía que había anuncios de todo tipo, desde los que proclamaban los eficaces efectos de la grasa de oso para el cabello, hasta los que publicitaban sombreros de nutria patentados de la señora Elliston. Entonces, mientras observaba a su acompañante leyendo con atención, se le empezó a ocurrir una idea. Tal vez pudiera poner un anuncio en el periódico pidiendo un prometido. Después de todo la gente siempre ponía anuncios para buscar empleados para el servicio; y aquello no era tan distinto. Necesitaba a un hombre para llevar a cabo una tarea específica. Estaba dispuesta a pagarle. El periódico era el medio ideal para dar con una persona que pudiera hacerlo. Por supuesto, tendría que tener cuidado y asegurarse de que otra persona la ayudara a hacer las entrevistas, además de pedir referencias adecuadas del caballero en cuestión; pero se dijo que la idea base tal vez funcionara.

Deborah consideró su plan mientras untaba de mantequilla otra tostada con entusiasmo renovado. No era el modo más tradicional de encontrar novio, pero sin duda aquel procedimiento formal tenía sus ventajas. También le veía una ventaja enorme. Si llevaba a cabo un acuerdo de negocios, no habría desgraciados malentendido en el plano amoroso.

En los tres años que llevaba allí en Midwinter, Deb se había visto sometida a las atenciones de distintos pretendientes, varios de los cuales habían manifestado un ardiente interés por ella. La experiencia le había resultado fastidiosa, dado que no quería casarse y por ende no deseaba darle falsas esperanzas a ningún caballero. Cuando había tratado de disuadir con delicadeza a sus admiradores, todos sin excepción alguna se lo habían tomado como una ofensa, como si les resultara imposible concebir que ella pudiera resistirse a sus ofertas. Todo ello había afianzado su empeño de evitar una relación amorosa, ganándose con ello la fama generalizada de mujer fría. Así que dadas las circunstancias, un trato de negocios sería lo más conveniente.

Una vez tomada la decisión y recuperado el apetito, Deborah engulló dos tostadas más, bien untadas de mermelada de fresas, antes de excusarse y regresar al pequeño despacho donde había dejado la carta de su padre. Era un soleado día de finales de verano y estaba deseosa de salir. Un paseo a caballo sería lo más conveniente antes de que el calor del día fuera demasiado insoportable. Y esa tarde tenía pensado caminar hasta Marney Hall para ver a Olivia. Pero primero tenía algo que hacer.

Tomó papel y pluma y empezó a redactar un borrador del anuncio: Dama busca prometido temporal... Dejó de escribir. Aquello sonaba un poco brusco. La gente podría pensar que se había vuelto loca. Necesitaba ser más sutil en su primer anuncio. Se le ocurrió que no debería resultarle muy difícil redactar una comunicación adecuada, puesto que la señora Aintree le había dicho que, de toda la familia Walton, ella era la que mejor escribía.

Media hora después estaba muy satisfecha de lo que había escrito.

 

Dama requiere la colaboración de un caballero. Si algún caballero de honor, discreción y caballerosidad se aventura a contestar este anuncio y deja una respuesta para lady Incógnita en el Bell and Steelyard de Woodbridge, Suffolk, no tendrá razón alguna para arrepentirse de su magnanimidad.

 

Deb se metió la punta de la pluma en la boca mientras releía la misiva; entonces dobló la carta y la selló con decisión. No había tiempo para dudas. En menos de dos meses tendrían que ir a la boda en Somerset, y si tenía que poner el anuncio y hacer las entrevistas necesarias, debía empezar de inmediato.

Volvió al comedor con la carta bajo el brazo. La señora Aintree ya no estaba allí, pero afortunadamente el periódico seguía sobre la mesa, y sólo le llevó un minuto dar con la dirección a la que había que dirigir los anuncios y con el precio de un texto de sólo unas pocas líneas. Deb tocó la campana para llamar a la criada, a quien instruyó para que le diera la carta al joven jardinero para que se montara en el coche y la llevara inmediatamente a Woodbridge. Entonces, algo inquieta por su propia audacia, subió a su dormitorio para ponerse el traje de montar. Se reprendió para sus adentros mientras dominaba un deseo tonto de salir corriendo detrás de la criada para arrebatarle la carta. Si uno no se arriesgaba, nunca conseguía nada. Y, después de todo, si le disgustaba el tono de cualquiera de las contestaciones, no tenía por qué contestar. Nadie sabría nunca nada.

A la media hora estaba en el patio de los establos esperando a que le ensillaran a Beauty. El aire fresco de la mañana le devolvió el ánimo. Decidió salir a cabalgar sin mozo de cuadra, y en el rato que pasara fuera reflexionar sobre los atributos que requeriría de su futuro prometido provisional.

Trotó camino abajo y salió a la carretera. El candidato tendría que ser un noble, por supuesto, o al menos alguien que representara el papel consecuentemente. No podría presentar a cualquier advenedizo a su familia y pretender que lo aceptaran. Por otra parte, tenía que ser una persona asequible. Ella llevaría las riendas del asunto, algo que su futuro prometido tendría que tener muy claro. Esbozó una leve sonrisa mientras arreaba a Beauty y galopaban en dirección a los prados.

 

 

Lord Richard Kestrel iba al galope por el camino que pasaba delante de Mallow House cuando vio el coche de la señora Stratton que se dirigía hacia él a toda velocidad, conducido por el hijo del jardinero. El coche pasó a tres centímetros de él, y una de sus desvencijadas ruedas estuvo a punto de salirse de la carretera. Pero el muchacho lo evitó sin mayor problema y continuó su camino silbando. Sin embargo, una carta que había estado en el asiento a su lado voló y cayó sobre unos matojos de cardos marianos que crecían a un lado de la carretera. Richard detuvo su caballo, se agachó para recogerla y la estudió con interés. La letra era la de Deborah Stratton, que él conocía de una previa y memorable ocasión, y la misiva iba dirigida al editor del Suffolk Chronicle. Richard sacudió el polvo de la carta, alcanzó el coche y se la pasó al joven, que se la guardó en el bolsillo con agradecimiento.

Mientras daba la vuelta a su caballo, Richard se preguntaba distraídamente por qué la honorable señora Stratton habría escrito una carta al periódico. Tal vez fuera para invitar a más damas a unirse al grupo de lectura de Midwinter. Aunque probablemente se dirigiría al editor para protestar por la cantidad de hombres mujeriegos que habían proliferado por las poblaciones del Midwinter ese verano. Richard sabía que la señora Stratton no tenía muy buena opinión de esos hombres en general, y de él en particular.

Tomó el camino cuajado de hierba que conducía hacia las fincas de Stratton y aminoró el paso de su purasangre negro. El caballo movió las orejas con contrariedad, pero Richard no tenía ganas de conocer a su Creador esa mañana. Por muy tentador que le resultara hacerle cabalgar al galope, el instinto le decía que lo más apropiado era mostrarse cauteloso.

En ese momento se oyó el ruido de unos cascos sobre la tierra seca del camino, y Deborah Stratton salió a la carretera montada en su enorme yegua marrón. El animal los vio antes de hacerlo Deborah, se asustó, y empezó a retroceder y a dar vueltas. No sin esfuerzo, Deb consiguió controlar al animal; pero terminó sin resuello, con el sombrero descolocado y las mejillas sonrojadas un poco por el esfuerzo y otro por el aire fresco de la mañana.

—Buenos días, señora Stratton —le dijo Richard—. ¿Está practicando para unirse a la escuela española de Viena?

Notó que Deborah Stratton entrecerraba sus ojos azul pensamiento para mirarlo con desagrado intenso. Su aspecto era bastante cómico cuando se enfadaba, como el de un niño enrabietado. Pero tenía una cara demasiado bonita y demasiado simpática como para expresar enfado convincentemente. Aunque tenía ya veintidós años, parecía más joven. Tanto por la espesa melena rubia que se enredaba bajo el sombrero, como por esa naricilla respingona, esos labios carnosos o el mentón firme, Deborah Stratton tenía el aspecto de una colegiala enfadada.

—Buenos días, lord Richard —le respondió ella, incluso con cierta dificultad para expresarse en tono cortés—. Preferiría unirme a una escuela tan prestigiosa como ésa en lugar de ser un jinete de circo como usted.

Richard sonrió. Una de las muchas cosas que le gustaban de la señora Stratton era que tenía una naturaleza tan abierta que le resultaba totalmente imposible acomodarse a las mentiras requeridas en sociedad. Con él, ni siquiera fingía.

Se habían conocido hacía dos años y casi desde el principio Deborah le había dejado bien claro que sólo veía en él a un libertino y a un canalla, y que sería la mujer más feliz del mundo si tenía la fortuna de no volver a verlo. La fama de Richard, que había atraído como la miel a las moscas a tantas mujeres, no le había favorecido a los ojos de la señora Stratton. Richard se había dado cuenta rápidamente de que Deb poseía esa combinación fascinante de cualidades, siendo una mujer apasionada con la moral de una puritana. Su antagonismo sólo había suscitado su interés. Y, siendo él un mujeriego, había entendido inmediatamente que debía hacerla suya.

Su relación se había desarrollado del modo más fascinante posible. Richard había empezado a sospechar que, a pesar de todas sus protestas, no le era indiferente a Deborah. Tenía demasiada experiencia con las mujeres como para no darse cuenta de que su aversión empezaba a convertirse en renuente atracción. El hecho mismo de haber evitado su compañía demostraba que en su interior Deborah Stratton se debatía entre el desagrado y el afecto hacia él. Y esa sospecha le había llevado a cometer un grave error de juicio: le había pedido que fuera su amante.

En su caso no era muy frecuente demostrar tan poco conocimiento en asuntos del corazón, pero con la señora Stratton había asumido que podría salvar cualquier escrúpulo que ella pudiera tener y convencerla para correr juntos una aventura. Una bofetada en la mejilla le había demostrado lo apasionado de su naturaleza..., y lo mucho que se había equivocado al juzgar la situación. Entonces, por si su mensaje no le hubiera quedado claro, le había enviado una carta muy dura, diciéndole que en el futuro se alejara de su camino. De hecho, más que una petición había sido una orden.

Richard no había tenido intención alguna de obedecerla, y se vio favorecido por la peculiaridad de que en la zona donde vivían siempre coincidían en los eventos sociales y, bien queriendo o sin quererlo ellos, acababan encontrándose en todas partes. Deb había tratado de ignorarlo, y Richard se había deleitado provocándola, acercándose peligrosamente al límite que ella le había puesto. Ella había reaccionado desdeñosamente, sin embargo Richard había notado que, aunque de mala gana, ella seguía sintiendo esa atracción por él y que era algo que la turbaba profundamente. También provocaba en él un deseo mayor a lo que había sentido con ninguna otra mujer.

Entonces habían ocurrido dos cosas que habían cambiado la situación. En primer lugar, Richard había renovado su amistad con Ross Marney, a cuyas órdenes había servido en la marina. Ross era unos años mayor que él, y siempre había habido un respeto mutuo entre los dos hombres. En el presente, dado que residían en la misma vecindad, esa relación se había transformado en una gran amistad. Como Deb era la cuñada de Ross, cualquier relación con ella quedaba fuera del alcance de Richard. De ese modo Deborah se había convertido en la más tentadora aunque intocable de las criaturas, la mujer que deseaba pero que sencillamente no podría tener.

Como si eso no fuera suficiente, Richard había coronado su desatino con un toque final de locura. Se había enamorado de Deb, y sus ambiciones habían cambiado. En el presente sólo quería casarse con ella.

No estaba del todo seguro de cómo o por qué había pasado. Cierto, estaban siempre el uno en compañía del otro y compartían un interés por los caballos y los placeres al aire libre. Aun así, le parecía inexplicable. Él nunca había pensado en casarse, ya que era su hermano mayor el que tenía la responsabilidad de engendrar un heredero para el ducado de Kestrel. Y sobre todo, jamás había conocido a ninguna mujer con la que deseara casarse. Hasta que había llegado a Deborah. Y, como era de esperar, había elegido a alguien que apenas consideraría hablar con él, como para pensar en entregarse a él en matrimonio.

Richard se había dicho a sí mismo muchísimas veces que su ardor era el resultado natural de no poder tener lo que deseaba. Estaba seguro de que pronto superaría aquella dificultad temporal, de que pronto se curaría.

Pero sabía que se engañaba a sí mismo.

También estaba claro que no tenía esperanza alguna de llevar a cabo su ambición de casarse con Deborah, puesto que mientras que había estado languideciendo como un adolescente enamorado en lugar de como un hombre hecho y derecho, los sentimientos de Deb hacía él no habían experimentado un cambio tan radical. Ella seguía despreciando su reputación y, como resultado de eso, no le dejaba acercarse a ella. Apenas resultaba sorprendente, dado que él había marcado su carta pidiéndole que fuera su amante.

Richard sabía que no podía enmendar el pasado. Durante años se había deleitado siendo uno de los libertinos más peligrosos de Londres. Lo había explotado y había disfrutado a tope de ello. En el presente, se le negaba lo único que deseaba por encima de cualquier cosa en el mundo. Era una ironía que siempre tenía presente.

Y aparte de eso existía otro obstáculo. Richard le había oído decir a Ross Marney entre otros que el primer matrimonio de Deb había sido infeliz, y que no quería volver a casarse. Así que en general, las barreras parecían infranqueables. Y sin embargo Richard sabía que lo iba a intentar. Su galanteo no sería en absoluto convencional, pero era su más ardiente intención obligar a Deb a reconocer sus sentimientos por él y convencerla de que, a pesar de sus dudas, estaban hechos el uno para el otro.

Acercó su caballo al de Deb, riéndose para sus adentros al ver que ella tiraba levemente de las riendas para apartarse un poco de él.

—Le ruego me perdone —le dijo con serenidad—. Mi intención era felicitarla por su habilidad en el manejo del caballo. Ha controlado al animal magníficamente. Pero tal vez no le importen los elogios de un caballista de circo.

Deb volvió la cara para que él no pudiera ver salvo su encantador perfil bajo el ala de su bonito sombrero.

—Desde luego no busco elogios de usted, lord Richard —dijo ella—. Para mí tienen tan poco valor como una mala hierba.

—Qué poético —dijo Richard—. ¿Estudian a los poetas románticos en el grupo de lectura de las damas de Midwinter este verano, señora Stratton?

La voluptuosa boca de Deborah se frunció con fuerza, como si alguien hubiera tirado de una cuerda invisible. A Richard sólo le entraron ganas de besársela. Inmediatamente dominó aquel traidor deseo como pudo y tiró suavemente de las riendas de Merlin para que avanzara al paso.

—Estamos estudiando las obras de Andrew Marvell —dijo Deborah—, aunque supongo que no ha oído hablar de él, lord Richard. Aún no sé si las inquietudes intelectuales son su punto fuerte.

Richard, que había sacado dos matrículas de honor en Oxford, se limitó a sonreír.

—Aún no sabe nada sobre mis puntos fuertes, que yo sepa, señora Stratton. Cuando me ofrecí para mostrárselos, me rechazó.

Deborah se sonrojó levemente, pero no lo miró.

—¡Por supuesto! No soy ninguna cualquiera que esté aquí para amenizar su estancia en el campo. ¿Y por cierto, cuándo regresa a Londres, lord Richard? Sin duda será pronto, ¿verdad? El tiempo parece pasar muy despacio últimamente.

Richard se echó a reír.

—Siento decepcionarla, señora, pero mucho me temo que el momento de mi partida no va a ser aún. Sin embargo, no tiene por qué sufrir. Este verano me ha evitado a las mil maravillas. ¡Fíjese en el corte por lo sano que me dio en la última fiesta de Sally Saltire! Qué habilidad. No es más que la mala suerte la que nos ha llevado a encontrarnos hoy. Estoy seguro de que no volverá a ocurrir.

Deb lo miró con desdén.

—Espero que no. Midwinter solía ser un lugar pacífico, pero últimamente está a rebosar con toda clase de personajes indeseables...

Observó divertido el nerviosismo de Deborah, que se debatía claramente entre catalogarlo sin miramientos y la natural cortesía que le advertía que se estaba comportando muy groseramente con él. Deborah Stratton era sin duda la persona más transparente que había conocido jamás, y en una sociedad en la que prevalecía el engaño, resultaba refrescante.

Montada en su caballo, ella avanzó un poco por el prado cuajado de hierba antes de volver la cabeza para mirarlo.

—Para mí, uno de los placeres de montar a caballo es que puedo hacerlo sola —dijo significativamente—. Le deseo un buen día, lord Richard.

Richard agarró las riendas de Deborah con la mano enguantada para impedirle que avanzara. Ella le miró la mano significativamente con cara de desaprobación.

—¿Milord? —dijo en tono frío.

—Un momento, señora Stratton —dijo Richard, al tiempo que los caballos se alineaban—. Como es tan poco común que tenga el placer de cabalgar con una acompañante cuya habilidad se iguale a la mía, ¿qué le parece si hacemos una apuesta? Si es capaz de dejarme atrás, entonces habrá ganado el derecho a la soledad.

Deborah alzó la mirada inmediatamente. Y antes de que a Richard le diera tiempo a respirar, le había arrebatado las riendas de la mano, se había dado la vuelta y había clavado las espuelas en los flancos del animal. Pasó tan cerca de él que Richard se vio obligado a echarse a un lado por miedo a que lo derribara.

Sólo tardó un segundo en dar la vuelta a su caballo e ir detrás de ella. Tenía la intención de ser caballeroso y de ofrecerle a Deb una ventaja inicial; pero en ese momento se dio cuenta de que eso no era algo que ella hubiera esperado. Había cruzado con su yegua una cancela que daba a una pradera y galopaba colina abajo hacia el río, llevándole ya bastante ventaja.

Richard sonrió con pesar y se lanzó a la persecución. Deb iba agachada sobre el caballo, una figura ligera vestida de rojo prácticamente tumbada en el cuello de su yegua. Ella tenía la ventaja de conocer el terreno mejor que él, y los cascos de su yegua retumbaban en la tierra cubierta de hierba sin vacilación alguna. Una ráfaga de viento le quitó el sombrero, que quedó prendido al cuello, y su larga melena parecía la de una valquiria, agitada por el viento.

Richard estaba ya ganando terreno y, por mucho que ella se desviara de tanto en cuanto, la distancia que los separaba era cada vez menor, obligándola a dirigirse a un pequeño bosquecillo a la orilla del río.

Finalmente, cuando vio que no había manera de huir de él, frenó el caballo y lo condujo con docilidad bajo la bóveda que formaban las frondosas copas.

Richard la observaba detenidamente. No le extrañaría nada que tratara de engañarlo y saliera corriendo del bosque. Parecía frustrada y su expresión era desafiante. La cadencia agitada de su pecho contribuía a que la chaquetilla roja le quedara más apretada.

—Qué vena de locura posee usted, señora Stratton —dijo Richard despacio—. Siempre había supuesto que tiene el deseo de pasarse por alto las normas sociales y ser libre —dio la vuelta a su caballo para que estuvieran el uno enfrente del otro, y avanzó despacio hasta que su rodilla se topó suavemente con la de ella. Deborah no se retiró, sino que permaneció bastante quieta sobre su caballo, fijos en él sus ojos azules.

—No me ha preguntado qué castigo se llevaría en caso de perder la apuesta —le dijo Richard con suavidad.

Él retiró la mano de las riendas, le agarró la parte de atrás de la cabeza, entre los cabellos que el viento había revuelto, y tiró de ella. Los caballos se juntaron, apretándole la pierna entre sus cuerpos, calientes tras el ejercicio. Era un modo de lo más incómodo de besar a una dama; pero como llevaba tanto tiempo deseando besar a Deb Stratton eso no le importaba. Tenía los labios suaves y frescos, con sabor a aire y a miel, junto con otro sabor que no logró identificar pero que supo que era sólo suyo; un sabor que se le subió directamente a la cabeza, para luego bajarle a otras partes del cuerpo que respondieron instantáneamente. Primero mordió con suavidad su voluptuoso labio inferior, para después soltarlo y deslizarle la lengua en la boca, incitándola hasta que ella empezó a responderle, besándolo al principio con timidez y después con creciente pasión. El tacto y el sabor de Deborah se fundieron en su mente con la luminosidad del sol y la frescura de la brisa, y el deseo fluyó por sus venas de tal modo que estuvo a punto de bajarla del caballo y ponerse a hacerle el amor allí mismo bajo los árboles, sobre la alfombra de hojas que cubrían el suelo.

La estrechó un poco más entre sus brazos, deslizándole las manos por la espalda con delicadeza, delineando con sutil fervor cada curva y línea de su cuerpo bajo el traje de montar que se ceñía provocativamente. Jamás había deseado tanto a una mujer en su vida; jamás había perdido la noción de la realidad aparte de la que tenía entre sus brazos como en ese momento. Pero Deb era suave y vibrante, y cuando ella se inclinó hacia él y con un leve suspiro recibió con la lengua la caricia de la suya, él no fue capaz de resistirse.

Los caballos se movieron y los separaron, y de mala gana Richard soltó a Deborah. Se retiró, pero no apartó los ojos de su cara. Por un momento ella parecía haberse quedado totalmente abstraída, atontada y deslumbrada; y él sintió una violenta oleada de satisfacción por haber sido capaz de diezmar sus defensas de tal modo. Entonces su expresión dio paso a una de rabia.

—¡Sabía que era un mujeriego! —dijo furiosamente.

—Me complace mucho haberle demostrado que tenía razón —respondió Richard.

Deborah emitió un sonido de disgusto.

—Le habría superado de haber montado a horcajadas.

—Eso —dijo Richard con apreciación— me habría gustado verlo.

Deborah emitió un gemido, como el una gallina enfadada, y arreó suavemente al caballo para que avanzara al paso por el camino que salía del bosquecillo. El brezo del otoño pasado se enredaba con las agujas de los pinos, que crujían bajo los cascos de la yegua. Deborah iba sentada derecha como una vela, mostrando con su postura la indignación que sentía. Él estaba dispuesto a demostrar que la mitad de esa indignación provenía de no haber podido dominar su respuesta hacia él. Y qué respuesta. Sólo de pensar en ello Richard ardía por dentro.

—Me ha besado —señaló Richard en tono suave.

Su comentario provocó una mirada tormentosa en sus ojos de un azul profundo.

—No lo recuerdo.

—Entonces tiene muy mala memoria. Acérquese y permítame que se lo recuerde.

Deb arreó el caballo para que apretara el paso y salió de nuevo a campo abierto.

—¿También es mi castigo por perder la apuesta el verme obligada a no perderlo de vista, lord Richard? —le preguntó.

Richard sonrió.

—Creo que debería acompañarla a casa, señora Stratton. Una dama podría toparse con cualquier canalla si comete el disparate de salir sin la compañía de un mozo de cuadra.

Deborah levantó la fusta y se tocó la palma de la mano con aire pensativo.

—Tal vez sea capaz de librarme yo sola de ellos.

—Pensaba que acababa de demostrarle a usted que no es así.

Richard observó divertido cómo la mano que agarraba la fusta se cerraba con fuerza. Sus intenciones eran demasiado claras.

—Mi necesidad de estar a solas es en este momento muy grande —le dijo con frialdad—. Lo bastante como para defenderla con violencia.

Richard se echó a reír.

—No tiene necesidad de ir tan lejos, señora Stratton. Entiendo las indirectas tan bien como cualquiera.

Le pareció que, a pesar de sí misma, estaba deseando sonreír.

—Pues siempre ha demostrado lo contrario, lord Richard —dijo ella—. Siempre me ha parecido una persona a la que le cuesta entender las cosas.

Richard trató de tranquilizar a su caballo, un animal nervioso y demasiado sensible a la tensión que se masticaba en el ambiente.

—¿No cree que tal vez me esté infravalorando? —dijo él.

—Lo dudo —soltó Deb—. Usted es un calavera como la copa de un pino, y no he visto nada que me lleve a pensar lo contrario.

—No puedo encontrarle fallo alguno a la valoración que ha hecho de mi persona —dijo Richard—. Lo único que puedo cuestionar es su propia respuesta. No es tan indiferente hacia mí como pretende dar a entender.

Vio que Deborah se sonrojaba, sin duda de indignación y porque se sentiría culpable. Ella no quería reconocer que él la atraía, pero como era una persona tan franca por naturaleza, le costaba manejarse con mentiras y medio verdades.

—Está equivocado —dijo ella.

—No lo creo.

—Es un presuntuoso.

—Posiblemente. Sin embargo, eso no demuestra que yo no le agrade.

—Me desagrada intensamente.

—Y eso no demuestra que no le atraiga —Richard alzó una mano—. Vamos, señora Stratton, Deborah, reconoce la verdad.

—No le he dado derecho a llamarme por mi nombre, milord —le espetó Deborah.

—No, acaba de darme un beso apasionado en el bosque. Reconozco que no hace falta tutearse para hacer eso. Así puestos, podría hacerme el amor y no habría necesidad de que se dirigiera a mí por mi nombre de pila...

Richard percibió el destello de rabia en su mirada, pero no se inmutó cuando la fusta descendió y golpeó la grupa de la yegua. El animal se lanzó al galope por el campo como alma que lleva el diablo.

Esa vez Richard la dejó marchar, y observó con admiración cómo ella se agachó sin aminorar el paso del caballo a recoger su sombrero del suelo. Con una sonrisa enigmática en los labios, dio la vuelta en dirección opuesta y tomó el camino que bordeaba el río, el Winter Race, hacia Kestrel Court. La senda era suave y arenosa, y el caballo adoptó un paso reposado, dándole la oportunidad a Richard de pensar con total libertad en Deborah Stratton. Se había obligado a dominarse con ella, pero ella había provocado en él sus instintos más masculinos y primitivos. Era tremendamente difícil comportarse como un caballero cuando lo único que deseaba era perderse con ella.

Richard suspiró, dejando que la tensión abandonara su cuerpo poco a poco. Había sido una mañana interesante. En primer lugar había estado la carta misteriosa dirigida al editor del Suffolk Chronicle. Le habría gustado saber qué contenía. Después se había encontrado con Deborah, tan alocada y apasionada y al mismo tiempo tan endiabladamente puritana como siempre. Su encuentro sólo había reforzado la determinación de Richard de continuar con su poco convencional cortejo. Y como no podía fingir que era un hombre serio, y además ella lo tenía por un libertino, el cortejo de un libertino sería lo que le iba a dar.