LA VENGANZA
DE GREEFELD

Alfredo Gaete Briseño


Logo 96 DPI kindle más grande


Sello de calidad 96 DPI kindle

TERCERA EDICIÓN

Noviembre 2015

Editado por Aguja Literaria

Valdepeñas 752

Las Condes - Santiago - Chile

Fono fijo: +56 227896753

E-Mail: agujaliteraria@gmail.com

Sitio web: www.agujaliteraria.com

Página facebook: Aguja Literaria

ISBN: 978-956-6039-02-0

DERECHOS RESERVADOS

Nº inscripción: 122.738

Alfredo Gaete Briseño

La Venganza de Greefeld

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

TAPAS

Imagen: Josefina Gaete Silva

Diseño: Josefina Gaete Silva




A mi madre Marta y mi padre Rolando,

quienes de la mano caminan por el infinito



XII

LA IMPORTANCIA DE UN ESQUELETO


Greefeld se sumerge en la bañera y recorre su pasado: retrocede en el tiempo y recuerda a María, sus muslos semidesnudos bajo el pupitre y el jugueteo de los pies. Piensa en la aparición de Newton en su vida, el departamento frente al parque y el cariño de sus alumnos, así como la pasión por sus clases. También, la manera en que llegó a odiar la pobreza producida por su actividad de académico y la absurda comparación que hiciera de sus conferencias con la información contenida en las enciclopedias.
Avanza en el tiempo y analiza los destinos de las mujeres que tuvo cerca: se detiene en Iris, quien se muere sin que él pueda hacer algo útil, ¡y por su culpa!, arrepentido de haberla inducido a ese delicado estado. Rememora a su esposa, loca y vieja en un sanatorio, después de haber jugado con él y sus sentimientos, sin misericordia, según su conveniencia, sometida a las condiciones de Alfonso. Por último, piensa en la tragedia de Amanda sacrificada en las fauces de aquellos pequeños animales, criaturas producidas por su obsesión de llegar a ser un triunfador a costa de lo que fuera necesario, perdido del verdadero significado de la palabra éxito, lo que comprendió luego de haber destruido su vida y la de quienes le rodeaban, incluida la ingenua y bien intencionada Iris. Percibe la culpa y el remordimiento, punzantes, en la boca del estómago. Visualiza a su íntimo colaborador, el doctor Crayton, y revisa en detalle los sucesos relacionados con los asesinatos de Newton y el inocente piloto. De pronto, su mente genera una imagen poderosa que se antepone a los demás pensamientos: el esqueleto y su importancia en el padecer de Iris, quien, por su parte, a pesar de su deteriorado estado, mantiene la esperanza de mejorarse y continuar con el tratamiento auto inferido, robado al profesor, sin saberse descubierta desde un comienzo. Sin que lo sospechara, él y Crayton le dieron suficientes pistas para que lo llevara a cabo, y en completa ignorancia, se transformara en un conejillo utilizado para sus egoístas intereses científicos. Detiene su pensamiento en la excentricidad de sus asombrosas investigaciones y esboza una sonrisa, la que al seguir rememorando, se desdibuja. A partir de la experimentación con la genética, se convirtieron en peligrosas prácticas a raíz de las cuales todo cambió, y fue tal su compromiso hacia sus descubrimientos, que continuó dispuesto a sacrificar lo que fuera necesario con tal de lograr los resultados perseguidos, cuyo objetivo final era sentirse poseedor de un poder ilimitado. Por eso no le bastó con experimentar en animales, y amparado en justificaciones como el beneficio para la dietética, la traumatología y el bienestar de todas aquellas personas que debatiéndose entre la vida y la muerte requerían de operaciones en las cuales su estado ideal sería el de esqueleto, trabajó arduo, junto a Crayton, en el desarrollo de aquel loco proyecto centrado en eliminar la grasa y la musculatura del cuerpo humano, hasta llegar a un esqueleto cuya piel cumplía con la utilidad básica de contener y proteger los órganos.
Construyeron un cuerpo artificial para tener un modelo perfecto de referencia, logrando tal grado de realismo, que a modo de diversión el profesor lo bautizó “Crayton”.
Sus descubrimientos relacionados con la genética animal fueron pasmosos, y al haber aún muchas situaciones que resolver, decidieron que aquel paso científico, ya de un valor incalculable, no debía salir todavía a la luz pública. Engolosinados con sus avances, mantuvieron ocultos los resultados e incursionaron en la experimentación con genes humanos. El problema, entonces, se presentó de inmediato: encontrar un conejillo de indias, y como caída del cielo, sin presión de ninguna especie, apareció Iris, intrusa, fisgando entre los frascos del profesor para encontrar medicamentos que le ayudaran a bajar de peso. No más que un poco de astucia bastó a los dos científicos para inducirla a robar porciones etiquetadas como reductoras de grasas, que ingeridas pondrían en movimiento el proceso que ellos deseaban.
Fue necesario controlar de cerca el experimento, entonces Greefeld decidió dejar el gran laboratorio e instalarse a tiempo completo en el estudio ubicado entre su cuarto y el que cedió a Iris.
La obsesión de la mujer por reducir su gordura se alimentó del maravilloso efecto de los medicamentos que sacaba a escondidas, sin tener que sufrir privaciones importantes en sus comidas. Los extraordinarios resultados logrados en su fisonomía, la motivaron a seguir robando.
El profesor y Crayton, con la puerta del estudio semi abierta, en conversaciones aparentemente reservadas, le facilitaban la tarea de espiarlos y enterarse de las fantásticas cualidades de sus medicamentos para eliminar la gordura. Obstinada por parecerse a María, cayó en la grotesca trampa, suministrándose ella misma el tratamiento que ellos consideraban indicado para transformarla en un esqueleto viviente.
No fue extraño ni casualidad, entonces, que Iris adelgazara de aquel modo tan abrupto. Tampoco que su organismo se descompensara, solo que en los planes de Greefeld, cuyo sentido de la moral transgredía todos los límites aceptables, nunca estuvo considerada la posibilidad de enamorarse. Hasta ese momento, las atenciones de Iris no habían sido para él más que una demostración de cumplir muy bien con sus obligaciones; sin embargo, transformada su figura, la combinación de aquellas características con su inocencia y lealtad, lo cautivaron. Pero su arrepentimiento resultó tardío y la vida sin ella le pareció carente de sentido.
Junto a Crayton hicieron lo imposible por frenar el proceso; sin embargo, los esfuerzos desplegados eran infructuosos al carecer de conocimientos que precisamente debían ser adquiridos a partir de la experiencia con Iris. Así las cosas, sus posibilidades de recuperación pasaron a ser cuestión del destino.
Tal situación despertó la conciencia moral de Greefeld, que adquirió una fuerza sublime. Desesperado por haber tenido la maldita idea de convertirse en un elemento peor a Newton, sintió terrible haber perdido su capacidad para determinar los límites de la decencia, arrepentido de aquella macabra e imperdonable jugarreta contra Iris, su salud y su vida…
Transcurren los días y su sentido de culpa se transforma en tormento. Reemplaza sus investigaciones por jornadas en que, apoltronado en su sillón predilecto, con la mirada perdida en el infinito, se deja llevar por lamentos internos cargados de negativismo.
Comprende haber dedicado sus mejores años a perseguir un éxito absurdo en lugar de continuar entregado al entorno universitario, donde sin duda estaba más próximo a la misión que le correspondía producto de su aparición en este mundo. Recuerda esas clases cargadas de pasión, en las cuales, como un chorro abierto, dejaba salir sus conocimientos para que muchos jóvenes comenzaran, exitosos, a correr por la vida.
 El pasado y sus errores lo persiguen, su salud mental se deteriora, y deja de visitar a Iris, marcado por su irrevocable decisión de claudicar ante la vida.
Ella, por su parte, ignorante de la condición de Greefeld, sigue con su lucha, obediente a los tratamientos y cuidados indicados por su médico, quien desde que el profesor enfermara, visita la casa con mayor frecuencia.
Crayton, además de las responsabilidades del laboratorio y de dar continuidad a los experimentos desarrollados con el profesor, toma a su cargo el rodaje de la casa. Lo cubre un aura de lealtad, pero lo que en realidad persigue tiene que ver con la expectativa de ser recompensado, y de ocurrir un desenlace trágico, facilitarle la defensa de sus intereses.
En medio de todo esto, Iris muestra signos de recuperación: su semblante pierde palidez, el cuerpo gana peso y su apariencia cadavérica disminuye.
Alejandro Bindler, convencido de haberle suministrado el tratamiento adecuado, la autoriza para levantarse y cumplir con su anhelo máximo: visitar al profesor en su cuarto.
 Ella expresa su felicidad a través de una amplia sonrisa, el brillo de los ojos y un encantador histrionismo en la combinación de sus gestos. El médico le advierte respecto al precario estado de salud en que se encuentra Greefeld, y entonces, con tal de verlo pronto, ni siquiera acepta quitarse la camisola.
La enfermera y el doctor Bindler le ayudan, pues sus piernas no son capaces de sostenerla. Entra al cuarto con recelo, pero al mismo tiempo esperanzada de que aquel sea otro de sus sorprendentes experimentos. Apenada, lo ve apoltronado, los ojos hundidos y las mejillas chupadas, como si de pronto, cientos de años se hubieran apoderado de su cuerpo. Observa el temblor en sus manos, también en las piernas. Se impresiona, pues siempre lo vio con gran vitalidad, y ahora, no le cabe duda, su condición no obedece a un experimento más; no, corresponde lisa y llanamente, a la realidad. “Al fin y al cabo, es un hombre más”. Le ayudan a acercarse hasta cubrirle con su sombra. Lo ve levantar las gruesas cejas y mover los ojos en dirección a los suyos. Recuerda el esqueleto y lo observa sonreír, como si adivinara. Baja la cabeza y habla, no sabe si a ella o al creador:
―He perdido mi oportunidad...
Aproximan a Iris una silla, en la que sentada, muy cerca, agudiza el oído.
―Más bien, he perdido mis oportunidades...
Transcurren algunos instantes que a ella se le hacen eternos. El semblante de Greefeld gana en lucidez, lo que la impresiona.
―El camino de la vida está repleto de oportunidades, y nuestra existencia tiene sentido, mucho sentido, pero solo si la sabemos dirigir, de lo contrario... ―Carraspea y estira el brazo. 
Iris comprende y pide que le acerquen un vaso con agua.
Bebe un escaso sorbo.
―No es una casualidad habernos asomado a este mundo, y a pesar de estar todo dispuesto para que tengamos éxito, las expectativas materiales se anteponen a los deseos espirituales y el alma sucumbe...
Ante aquella frase que parece inconclusa, Iris trata de comprender la dirección de sus palabras.
―Mi alma no tiene destino, ha muerto, y no me siento capaz de comenzar otra vez; he perdido mi oportunidad. ―Se endereza un poco y dirige la mano hacia la mesa del otro lado del sillón.
Iris enfoca en esa dirección y lo ve ponerla en el largo y flaco esqueleto que descansa atravesado sobre la cubierta, el mismo que tanto susto le diera en el pasado.
―Este montón de huesos es el culpable, Iris, y es mi creación, que resultó satánica.
Ella no entiende a qué se refiere, pero mantiene la boca cerrada.
―Creí ser capaz de manejar la genética a mi antojo y, sin embargo, no hice más que destruir... y a usted, casi la maté.
Iris frunce el ceño.
―En fin, Iris, en esta casa, lo único bueno ha sido usted. El resto, no hemos hecho más que jugar de manera irresponsable con nuestros conocimientos, el éxito y la vida de los demás... Y la cuenta, igual que a todos, me será pasada, incluso con más severidad… Y me lo merezco. Tal vez nunca debí venir a este mundo.
Su palidez es extrema, tose un poco para despejar la flema de la garganta y cierra los ojos, dando la impresión de haber dejado de respirar.
 Iris siente una fuerte punzada en el estómago.
―¡Agua, agua! ¡Por favor, denle agua!
Pero el profesor la sorprende, pues levanta los párpados permitiendo la aparición de unos ojos enormes. Su rostro adquiere una expresión más viva que nunca.
La enfermera, con el vaso en la mano, se paraliza.
Iris lo observa confundida. “Jamás dejará de jugar”.
Él esboza una sonrisa parecida a las muchas que mostró cada vez que un pensamiento extravagante pasaba por su mente. Por instantes, parece el de siempre, como si de pronto fuera a hacerse transparente y todo volviera a la normalidad, pero el hombre tiene otros planes: respira profundo, y en un fuerte exhalo, su alma se desprende del cuerpo.
Iris se mantiene inmóvil. Comprende lo que sucede y no le gusta. En mitad del jaleo, deja que su mente se evada a través de una veloz película cargada de frustraciones y angustias. Se detiene en aquella mañana cuando la mano del profesor se deslizó cariñosa por su muslo; salta a la siguiente y recuerda la invitación, el atoro, la pérdida del sentido, el profesor borroso... Sus ojos brillan por la humedad de las lágrimas y considera que recuperar la salud no vale la pena si él no está. Experimenta los mismos deseos de llorar que de niña al jugar con su sombra y comprende que no era su físico el que la martirizaba, sino su eterna condición de soledad, que está obligada a cargar de por vida. Se levanta de la silla y espera... La enfermera le sirve de puntal. El médico, que ha confirmado que nada puede hacer por Greefeld, también la asiste. El brazo del profesor ha quedado estirado, con la mano semi abierta y el dorso sobre el esqueleto que continúa tendido en la cubierta de la mesa, con la cabeza y los pies colgando, como una marioneta en desuso. Iris menea la cabeza, luego lo coge con suavidad, se lo acerca con cariño y le acaricia como a un recién nacido; pero no es más que un montón de huesos inertes, un muñeco mecánico. Lo recuerda vivo, rememora su mirada y evoca las escenas, superpuestas unas a otras, de aquella vez en que tanto la asustó. Esboza una tierna mueca de dolor, nostálgica mira por la ventana hacia el hermoso parque y se enjuga las lágrimas.
Observa al muñeco más en detalle, lo acerca a su boca y le da un cálido beso.
―Gracias, Iris ―cree oírle, y sorprendida lo suelta―. Ve sus huesos chocar contra el suelo, rebotar y desprenderse algunos. En su mente se repite la escena en cámara lenta. Sobrecogida, se corre apresurada y choca con la ventana. Ríe, nerviosa. La enfermera se le acerca, temerosa de verla caer, pero ella coloca su mano en señal de alto.
―Estoy bien, gracias. ―Su tono es poco convincente. Está apoyada en un pequeño muro saliente y sabe que si se suelta caerá, igual que el muñeco. Entonces ríe y llora, todo junto.
Demora en tranquilizarse, no sabe si segundos o minutos, pero le parecen horas. Dirige los ojos húmedos, ojerosos, hundidos en su rostro amarillento, hacia la figura exánime del profesor. Suspira y piensa en su propio destino, esperanzada en volver a encontrarlo alguna vez, en el futuro, en algún lugar del universo, en el mundo de los que han trascendido, reencarnado en otra vida, en otra época, en el cielo, o dónde sea. Su fe es inmensa: está segura que ocurrirá.

I

CASA DE LOCOS


Enfrenta el espacioso corredor con paso firme y se dirige al estudio del profesor Greefeld. En cada pisada, sus abultadas caderas parecen enterrarse en los glúteos y estos en las gordas piernas que apenas la soportan. Decidida a no transar su decisión de renunciar, apura el tranco...
Los acontecimientos en el trajín diario de aquella casa, alucinantes y cargados de aterradoras experiencias, acabaron por transformar su cansancio en pánico, al punto de sumirla en una insoportable presión psicológica.
―¡Esta casa es una verdadera locura, alguien debe ordenar las cosas de una vez por todas y parezco no ser la indicada! ―Sin saber cómo, concentrada en su monólogo, resbala y su cuerpo desequilibrado se incrusta contra la puerta del despacho, igual que si la empujara un fantasma furioso.
Se toma de la manilla con tanta fuerza, que la hace girar, y entra con impertinencia.
Sin reponerse de la sorpresa causada por su propio acto, enfrenta la figura de un esqueleto sentado frente al escritorio, que alarmado voltea la cabeza. Más desconcertada, aún, observa la cubierta atiborrada de papeles, como si aquel montón de ordenados huesos tuviera mucho trabajo por realizar. Patidifusa, centra sus pupilas en él, cuya mirada proveniente de sus cuencas vacías ha sido reemplazada por un potente haz de luz que la encandila y atrapa con una fuerza indescriptible. Aterrada, aprieta los párpados para zafarse del siniestro efecto y profiere un estruendoso grito que retumba entre las paredes: 
―¡Profesor Greefeld!
Con la respiración entrecortada, olvida por completo el asunto que poco antes la motivó a ir hasta ahí. Confusa y jadeante, insiste, esta vez en tono casi imperceptible:
―Profesor…
Arrastra los pies en un intento por huir. Aún con los ojos cerrados, intenta llegar a la puerta. Tantea en busca de la manilla, pero su mano choca con la textura lanuda del chaleco gris de su patrón. Despega los párpados deprisa, se sujeta de su brazo, y víctima de un prolongado suspiro, repite:
―Profesor...
―Así bajito está mejor, Iris. Ahora, dígame, ¿cómo se le ocurre irrumpir de ese modo en mi oficina? ¿No ve que el señor Crayton está concentrado en un importante experimento?
Ella, aún con los ojos desorbitados en su descompuesto rostro, no recuerda haber entrado a ese despacho con tal brusquedad, sino por el contrario, siempre con esmerada delicadeza, pero dadas las circunstancias no intenta defenderse. “No frente a este esperpento”.
Ante su asombro, el profesor Greefeld se dirige al esqueleto como si se tratara de un ser común y corriente.
―Disculpe la interrupción, señor Crayton, pero la señora Iris ya se va... ¿No es cierto, querida? ―Se voltea hacia ella―. Y si no le molesta y logra cerrar la boca, le agradeceré traer a nuestro buen amigo el desayuno, pues la velada ha sido pesada y debe tener hambre.
En el rostro del profesor ve dibujada esa sonrisa que aparece cada vez que tiene su mente centrada en alguna de sus peculiares y extravagantes investigaciones, cuyos magníficos resultados fueron para ella cada vez más insoportables. Atónita, sin atinar hacia dónde moverse, lo mira, todavía con la boca abierta y los ojos saltados en su cara regordeta más roja que nunca, como si en cualquier momento fuese a estallar.
Ante una mueca de Greefeld, acompañada de su mano indicando la salida, Iris reacciona, y sin atreverse a poner la vista en el escritorio, se desplaza con dificultad, en un cuadro lamentable, como si sobre las zapatillas de tela azul sus pies apenas soportaran los kilos que con la musculatura tensa se reparten a través de su cuerpo.
Desciende con lentitud hacia la primera planta por la escalera de servicio que da a la cocina. La sensación de flotar sobre una nube densa apenas le permite avanzar, sujeta con firmeza del frío pasamanos, mientras su corazón palpita a toda velocidad.
Prende el fogón para hervir el agua de una tetera, y se sienta; más bien se deja caer sobre la silla ubicada junto a la ventana. Suspira y piensa en Marcos, quien incapaz de soportar aquel ambiente cargado de situaciones al límite, ha renunciado a sus labores de cocinero.
En su paciente espera, posa la vista sobre la hermosa alameda que nace por el costado derecho del verde y floreado parque, y se pierde hacia el camino que enfrenta con la carretera. En su mente permanece la imagen del extraño esqueleto, en especial su mirada, inquieta por la relación que tiene el profesor con el señor Crayton. Sin encontrar una explicación que la satisfaga, se abstrae y vuela hacia el pasado, a sus primeros años en la casa.
Recuerda a la señora Greefeld, a quien el profesor, en su intento por agradarla, hizo lo indecible por brindarle un continuo paraíso; sin embargo, por algún motivo que le es desconocido, nunca la satisfizo del todo. No acertaba a explicarse sus salidas, amparadas en pretextos cada vez menos convincentes. Se preguntaba cómo había sido tan bobo para no darse cuenta que lo engañaba, o si lo hacía, cómo podía aceptar sin hacer reclamo alguno… Reflexiona durante unos segundos en que cree armar el rompecabezas y esboza una sonrisa llena de picardía, “¿sería tan hábil como para hacerse el tonto y no complicarse la vida?”
De pronto, su mirada corre tras el clásico gris con tapabarros negros; un Ford del año 29, que al profesor le ha dado por usar para ir al edificio donde están las instalaciones del laboratorio principal, cuando está apurado o traslada bultos. Lo ve bordear el parque y enfilar por la erguida alameda.
“Otra vez lo he dejado sin desayuno”. Recuerda sus palabras: “le agradeceré traer a nuestro buen amigo el desayuno, pues la velada ha sido pesada y debe tener hambre”.
 ―¿Desayuno solo para uno? ¿Pero cómo puede un esqueleto tomar desayuno?