Una vuelta en bicicleta
A las once de la mañana, tomé la bicicleta de mi hijo Joaquín y salí a la calle, decidido a mejorar el estado físico. De inmediato mis glúteos fueron obligados a soportar el sillín y adaptarse, por extraño que les resultara. A poco pedalear, pensé en la increíble analogía existente entre ese incómodo asiento fabricado supuestamente para descansar, y la mal entendida protección que algunas personas que dicen querernos mucho, forman de modo imperceptible en nuestra mente durante el paso de los años, en un intento por defendernos del mundo que nos rodea: incrustación con la cual cargamos de por vida. Pues bien, comprendí que el esfuerzo comenzaba antes de mover las piernas. Dudé unos instantes, pero el portón se cerró y me pareció poco decoroso abandonar la misión, de manera que continué presionando los pedales y las ruedas tomaron velocidad.
Nunca imaginé que esa decisión por andar en bicicleta una hora diaria pudiera transformarse en un medio eficaz para atar tantos cabos sueltos que en un juego imaginario relacioné, como la analogía con el sillín.
Vivía en las faldas de un cerro, de modo que para calentar los músculos, me acostumbré a pedalear un rato por los alrededores. Mi primera impresión estuvo influenciada por la gran curiosidad que despertó en mí el observar la falta de movimiento en las calles, igual de solitarias que el interior de las casas aledañas. Confieso haberme sentido bien: muy importante e inteligente, satisfecho por el esfuerzo desplegado durante el último año y medio en que trabajé con dedicación en esto del crecimiento interior y alimenté mi autoestima, practicada entonces, en toda su dimensión. Las personas que al paso encontré me observaron como a un pájaro raro: un espécimen salido de alguna parte extraña y definitivamente ajeno a la realidad de la ciudad. Me miraban pasar, lento... Percibí en sus ojos curiosidad y el deseo de subirse a mi bicicleta, en lugar de seguir por un camino sin proyección, sobre una especie de cinta transportadora.
Con este tipo de ideas en mi cabeza, entre la suave brisa, las hojas de los frondosos árboles y las casas erguidas en ambos costados, comencé mi ascenso. A medida que subí, los frentes de las casas fueron más opulentos y me llamó la atención que cada vez se encontraran más desiertas. Nunca antes, al pasar en mi automóvil, me percaté de aquello, ni de tantas otras situaciones percibidas por mis sentidos en esos momentos. Pedaleé sin más rumbo que el tomado en cada cruce, estimulado por el panorama.
Después de algunas jornadas con una rutina similar, mi organismo, excepto los pobres glúteos, únicos perjudicados en aquella aventura, se acostumbró al esfuerzo y ascendí cada vez más. Así, pude ver que tanto las casas como sus sitios, a pesar de mantener pretenciosas terminaciones, disminuían de tamaño.
Frente a dos de estas, situadas en la parte más alta, racionalicé todo lo que durante varias mañanas vi y digerí. Mis pensamientos se unificaron: eran atractivas y cómodas, pero sus cierres bajos y por lo tanto los jardines poco privados. Pensé que por falta de financiamiento. Aprecié sus cristalinas piscinas rodeadas de verdes y parejos céspedes, que aunque no tan grandes como los de las viviendas anteriores, eran también hermosos. Me detuve, miré durante largo rato y noté con mayor certeza la falta de gente en sus interiores. Pensé en los propietarios: la mujer en el gimnasio... ¿o en el trabajo también?, y sin duda el marido, como se acostumbra en nuestra cultura, trabajando para pagar esa casa que yo, sin haber hecho más esfuerzo que pedalear un rato, estaba gozando.
De regreso, luché cuerpo a cuerpo con el sillín, incrustado, sin piedad. Al mismo tiempo, ordené mis pensamientos:
“¿Serán aquellas personas felices? ¿Pueden estar en paz?”
Me pregunté si el precio que pagaban tal vez era demasiado alto y recordé haber leído muchas veces, del puño de diferentes autores, respecto a la dependencia del trabajo para responder ante el prestigio adquirido y sus consecuentes obligaciones financieras. El trabajo, entonces, deja de estar ligado a la búsqueda de la realización personal y se desfigura hasta el punto de convertirse en una actividad alienante que depende no solo de las obligaciones propias de cada tarea en particular, sino de las autoimpuestas para responder a las crecientes exigencias del medio, cada vez más deslumbrante en lo material, mientras se empobrece de manera dramática la realidad interior.
Las víctimas del status gastan su tiempo contra el reloj de la vida en una carrera sin horizontes definidos: se endeudan, ocupan tiempo adicional para producir más y poder pagar sus compromisos de fin de mes con un gasto exagerado de energía, mientras crece el desconcierto, que se apodera de su interior. Cada vez son más dependientes y obedecen a las circunstancias, padeciendo todos esos males que de pronto las afectan sin saber por qué, de dónde vienen, ni la manera de combatirlos. Muchas personas, que en apariencia lo tienen todo, se convierten en víctimas de los síntomas del estrés y caen en una depresión que los imposibilita para mantener relaciones adecuadas con las personas que más quieren: esposa, hijos, incluso en algunos casos, sus padres.
Santiago de Chile es considerada internacionalmente una de las ciudades con más altos índices en enfermedades psicológicas, las que afectan de manera cruel las mentes de sus habitantes y les inducen a llevar una pésima calidad de vida, caracterizada principalmente por su negativismo, atrapados en un medio que les destruye con lentitud.
La solución está, sin duda, en que quienes conforman dicho medio cambien y trabajen arduo consigo mismos, ya que ningún individuo puede hacerlo por ellos. Recuerdo las palabras de Marilyn Ferguson: “Nadie puede convencer a otro para que cambie. Cada uno de nosotros custodia una puerta del cambio que solo puede abrirse desde adentro. No podemos abrir la puerta de otro con argumentos ni apelaciones emocionales”.
Qué verdad tan grande en palabras sencillas, y qué golpeadoras resultan para las personas que viven agobiadas en el intento por subsistir al interior de una botella irrompible, como plantea el filósofo mexicano Horacio Jaramillo en su libro Los Consejos del Búho, al referirse a la necesidad que tienen de hallar y mantener una seguridad, aunque en ello se les vaya la vida.
El contenido de las próximas páginas encierra la forma de conciliar el qué hacer diario con la realización de los sueños, lo que permite comprender la manera de conseguir aquella Paz Interior que todos anhelamos.