Enrique Gil y Carrasco


El Señor de Bembibre




Capítulo VIII

Los días que siguieron al encierro de doña Beatriz fueron, efectivamente, para el señor de Bembibre todo lo penosos y desabridos que le hemos oído decir, y aún algo más. Sin embargo, su natural violento e impetuoso mal podía avenirse con un pesar desmayado y apático, y día y noche había estado trazando proyectos a cual más desesperados. Unas veces pensaba en forzar a mano armada el asilo pacífico de Villabuena al frente de sus hombres de armas en mitad del día y con la enseña de su casa desplegada. Otras resolvía enviar un cartel al conde de Lemus. Ya imaginaba pedir auxilio a algunos caballeros templarios y sobre todo al comendador Saldaña, alcaide de Cornatel, que sin duda se hubieran prestado en odio del enemigo común, y ya, finalmente, aunque como relámpago fugaz, parto de la tempestad que estremecía su alma, llegó a aparecérsele la idea de una alianza con un jefe de bandidos y, proscritos llamado el Herrero, que de cuando en cuando se presentaba en aquellas montañas a la cabeza de una cuadrilla de gentes, restos de las disensiones domésticas que habían agitado hasta entonces la corona de Castilla.

Comoquiera, a cada una de estas quimeras salía al paso prontamente ya la noble figura de doña Beatriz indignada de su audacia; ya el venerable semblante de su tío el maestre que le daba en rostro con los peligros que acarreaba a la orden, ya, finalmente, la voz inexorable de su propio honor que le vedaba otros caminos; y entonces el caballero volvía a su lucha y a sus angustias, temblando por su única esperanza y entregado a todos los vaivenes de la incertidumbre. En tal estado sucedió la escena de que hemos dado cuenta a nuestros lectores, y don Álvaro hubo de ceder en sus desmandados propósitos, por ventura avergonzado de que la elevación de ánimo de una sola y desamparada doncella así aleccionase su impaciencia. De todas maneras, aquella conversación, que había descorrido enteramente el velo y manifestado el corazón de su amante en el lleno de su virtud y belleza, contribuyó no poco a sosegar su espíritu rodeado hasta allí de sombras y espantos.

Así se pasó algún tiempo sin que don Álvaro hostigase a su hija, siguiendo en esto los consejos de su mujer y de la piadosa abadesa, y doña Beatriz, por su parte, sin quejarse de su situación y convertida en un objeto de simpatía y de ternura para aquellas buenas religiosas, que se hacían lenguas de su hermosura y apacible condición. Gozaba, como hemos dicho, de bastante libertad y paseaba por las huertas y sotos que encerraba la cerca del monasterio, y su corazón llagado se entregaba con inefable placer a aquellos indefinibles goces del espíritu que ofrece el espectáculo de una naturaleza frondosa y apacible. Su alma se fortificaba en la soledad y aquella pasión pura en su esencia se purificaba y acendraba más y más en el crisol del sufrimiento ahondando sus raíces a manera de un árbol místico en el campo del destierro, y levantando sus ramas marchitas en busca del rocío bienhechor de los cielos.

Esta calma, sin embargo, duró muy poco. El conde de Lemus volvió a presentarse reclamando sus derechos, y don Alonso entonces intimó a su hija su última e irrevocable resolución. Como este era un suceso que forzosamente había de llegar, la joven no manifestó sorpresa ni disgusto alguno y se contentó con rogar a su padre que le dejase hablar a solas con el conde, demanda a que no pudo menos de acceder.

Como nuestros lectores habrán de tratar un poco más de cerca a este personaje en el curso de esta historia, no llevarán a mal que les demos una ligera idea de él. Don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemus, y señor el más poderoso de toda Galicia, era un hombre a quien venía por juro de heredad la turbulencia, el desasosiego y la rebelión, pues sus antecesores, a trueque de engrandecer su casa, no habían desperdiciado ocasión, entre las muchas que se les presentaron, cuando el trono glorioso de San Fernando se deslustró en manos de su hijo y de su nieto con la sangre de las revueltas intestinas. Don Pedro, por su parte, como venido al mundo en época más acomodada a estos designios, pues alcanzó la minoría turbulenta de don Fernando, el Emplazado, aumentó copiosamente sus haciendas y vasallos, con la ayuda del infante don Juan, que entonces estaba apoderado del reino de León, sin escrupulizar en ninguna clase de medios. Por aquel tiempo fue cuando, con amenaza de pasarse al usurpador, arrancó a la reina doña María la dádiva del rico lugar de Monforte con todos sus términos, abandonándola enseguida y engrosando las filas de su enemigo. Esta ruindad que, por su carácter público y ruidoso, de todos era conocida, tal vez no equivalía a los desafueros de que eran teatro entonces sus extendidos dominios. Frío de corazón, como la mayor parte de los ambiciosos, sediento de poder y riquezas con que allanar el camino de sus deseos; de muchos temido, de algunos solicitado y odiado del mayor número, su nombre había llegado a ser un objeto de repugnancia para todas las gentes dotadas de algún pundonor y bondad. A vueltas de tantos y tan capitales vicios no dejaba de poseer cualidades de brillo: su orgullo desmedido se convertía en valor siempre que la ocasión lo requería; sus modales eran nobles y desembarazados, y no faltaba a los deberes de la liberalidad en muchas circunstancias, aunque la vanidad y el cálculo fuesen el móvil secreto de sus acciones.

Este era el hombre con quien debía unir su suerte doña Beatriz. Cuando llegó el día de la entrevista, se adornó uno de los locutorios del convento con esmero para recibir a un señor tan poderoso, y presunto esposo de una parienta inmediata de la superiora. La comitiva del conde, con don Alonso y algún otro hidalguillo del país, ocupaban una pieza algo apartada, mientras él, sentado en un sillón a la orilla de la reja, aguardaba con cierta impaciencia y aun zozobra la aparición de doña Beatriz.

Llegó, por fin, esta acompañada de su tía y ataviada como aquel caso lo pedía, y haciendo una ligera reverencia al conde se sentó en otro sillón destinado para ella en la parte de adentro de la reja. La abadesa, después de corresponder al cortés saludo y cumplimientos del caballero, se retiró dejándolos solos. Doña Beatriz, entretanto, observó con cuidado el aire y facciones de aquel hombre que tantos disgustos le había acarreado y que tantos otros podía acarrearle todavía. Pasaba de treinta años y su estatura era mediana; su semblante, de cierta regularidad, carecía, sin embargo, de atractivo o, por mejor decir, repulsaba, por la expresión de ironía que había en sus labios delgados revestidos de cierto gesto sardónico; por el fuego incierto y vagaroso de sus miradas en que no asomaba ningún vislumbre de franqueza y lealtad, y finalmente por su frente altanera y ligeramente surcada de arrugas, rastro de pasiones interesadas y rencorosas, no de la meditación ni de los pesares. Venía cubierto de un rico vestido y traía al cuello, pendiente de una cadena de oro, la cruz de Santiago. Habíase quedado en pie y con los ojos fijos en aquella hermosa aparición, que sin duda encontraba superior a los encarecimientos que le habían hecho. Doña Beatriz le hizo un ademán lleno de nobleza para que se sentase.

-No haré tal, hermosa señora -respondió él cortésmente, porque vuestro vasallo nunca querría igualarse con vos, que en todos los torneos del mundo seríais la reina de la hermosura. ¡Ojalá fuerais igualmente la de los amores!

-Galán sois -respondió doña Beatriz-, y no esperaba yo menos de un caballero tal; pero ya sabéis que las reinas gustamos de ser obedecidas, y así espero que os sentéis. Tengo además que deciros cosas en que a entrambos nos va mucho -añadió con la mayor seriedad.

El conde se sentó no poco cuidadoso, viendo el rumbo que parecía tomar la conversación, y doña Beatriz continuó:

-Excusado es que yo os hable de los deberes de la caballería y os diga que os abro mi pecho sin reserva. Cuando habéis solicitado mi mano sin haberme visto, y sin averiguar si mis sentimientos me hacían digna de semejante honor, me habéis mostrado una confianza que solo con otra igual puedo pagaros. Vos no me conocéis, y por lo mismo no me amáis.

-Por esta vez habéis de perdonar -repuso el conde-. Cierto es que no habían visto mis ojos el milagro de vuestra hermosura, pero todos se han conjurado a ponderarla, y vuestras prendas, de nadie ignoradas en Castilla, son el mayor fiador de la pasión que me inspiráis.

Doña Beatriz disgustada de encontrar la galantería estudiada del mundo, donde quisiera que solo apareciese la sinceridad más absoluta, respondió con firmeza y decoro:

-Pero yo no os amo, señor conde, y creo bastante hidalga vuestra determinación para suponer que sin el alma no aceptaríais la dádiva de mi mano.

-¿Y por qué no?, doña Beatriz -repuso él con su fría y resuelta urbanidad-; cuando os llaméis mi esposa comprenderéis el dominio que ejercéis en mi corazón, me perdonaréis esta solicitud tal vez harto viva con que pretendo ganar la dicha de nombraros mía, y acabaréis sin duda por amar a un hombre cuya vida se consagrará por entero a preveniros por todas partes deleites y regocijos y que encontrará sobradamente pagados sus afanes con una sola mirada de esos ojos.

Doña Beatriz comparaba en su interior este lenguaje artificioso en que no vibraba ni un solo acento del alma, con la apasionada sencillez y arrebato de las palabras de su don Álvaro. Conoció que su suerte estaba echada irrevocablemente, y entonces, con una resolución digna de su noble energía, respondió:

-Yo nunca podré amaros, porque mi corazón ya no es mío.

Tal era en aquel tiempo el rigor de la disciplina doméstica, y tal la sumisión de las hijas a la voluntad de los padres, que el conde se pasmó al ver lo profundo de aquel sentimiento, que así traspasaba los límites del uso en una doncella tan compuesta y recatada. Algo sabía de los desdichados amores que ahora empezaban a servir de estorbo en su ambiciosa carrera, pero acostumbrado a ver ceder todas las voluntades delante de la suya, se sorprendía de hallar un enemigo tan poderoso en una mujer tan suave y delicada en la apariencia. Con todo, su perseverancia nunca había retrocedido delante de ningún género de obstáculos; así es que, recobrándose prontamente, respondió no sin un ligero acento sardónico que toda su disimulación no fue capaz de ocultar.

-Algo había oído decir de esa extraña inclinación hacia un hidalgo de esta tierra; pero nunca pude creer que no cediese a la voz de vuestro padre y a los deberes de vuestro nacimiento.

-Ese a quien llamáis con tanto énfasis hidalgo -respondió doña Beatriz sin inmutarse es un señor no menos ilustre que vos. La nobleza de su estirpe solo tiene por igual la de sus acciones, y si mi padre juzga que tan reprensible es mi comportamiento, no creo que os haya delegado a vos su autoridad que solo en él acato.

Quedose pensativo el conde un rato como si en su alma luchasen encontrados afectos, hasta que, en fin, sobreponiéndose a todo, según suele suceder, la pasión dominante, respondió con templanza y con un acento de fingido pesar.

-Mucho me pesa, señora, de no haber conocido más a fondo el estado de vuestro corazón, pero bien veis que, habiendo llevado tan adelante este empeño, no fuera honra de vuestro padre ni mía exponernos a las malicias del vulgo.

-¿Quiere decir -replicó doña Beatriz con amargura-que yo habré de sacrificarme a vuestro orgullo? ¿De ese modo amparáis a una dama afligida y menesterosa? ¿Para eso traéis pendiente del cuello ese símbolo de la caballería española? Pues sabed -añadió con una mirada propia de una reina ofendida-que no es así como se gana mi corazón. Id con Dios, y que el cielo os guarde, porque jamás nos volveremos a ver.

El conde quiso replicar, pero le despidió con un ademán altivo que le cerró los labios, y levantándose se retiró paso a paso y como desconcertado, más que con el justo arranque de doña Beatriz con la voz de su propia conciencia. Sin embargo, la presencia de don Alonso y de los demás caballeros restituyó bien presto su espíritu a sus habituales disposiciones, y declaró que, por su parte, ningún género de obstáculo se oponía a la dicha que se imaginaba entre los brazos de una señora, dechado de discreción y de hermosura. El señor de Arganza al oírlo, y creyendo tal vez que las disposiciones de su hija hubiesen variado, entró en el locutorio apresuradamente.

Estaba la joven todavía al lado de la reja con el semblante encendido y palpitante de cólera, pero al ver entrar a su padre, que a pesar de sus rigores era en todo extremo querido a su corazón, tan terribles disposiciones se trocaron en un enternecimiento increíble, y con toda la violencia de semejantes transiciones, se precipitó de rodillas delante de él, y extendiendo las manos por entre las barras de la reja, y vertiendo un diluvio de lágrimas, le dijo con la mayor angustia:

-¡Padre mío, padre mío!, ¡no me entreguéis a ese hombre indigno!, ¡no me arrojéis en brazos de la desesperación y del infierno! ¡Mirad que seréis responsable delante de Dios de mi vida y de la salvación de mi alma!

Don Alonso, cuyo natural franco y sin doblez, no comprendía el disimulo del conde, llegó a pensar que su discreción y tino cortesano habían dado la última mano a la conversación de su hija, y aunque no se atrevía a creerlo, semejante idea se había apoderado de su espíritu mucho más de lo que podía esperarse de tan corto tiempo. Así, pues, fue muy desagradable su sorpresa viendo el llanto y desolación de doña Beatriz. Sin embargo, le dijo con dulzura:

-Hija mía, ya es imposible volver atrás; si este es un sacrificio para vos, coronadlo con el valor propio de vuestra sangre, y resignaos. Dentro de tres días os casaréis en la capilla de nuestra casa con toda la pompa necesaria.

-¡Oh, señor!, ¡pensadlo bien!, ¡dadme más tiempo tan siquiera!…

Pensado está -respondió don Alonso-, y el término es suficiente para que cumpláis las órdenes de vuestro padre.

Doña Beatriz se levantó entonces, y apartándose los cabellos con ambas manos de aquel rostro divino, clavó en su padre una mirada de extraordinaria intención, le dijo con voz ronca:

-Yo no puedo obedeceros en eso, y diré «no» al pie de los altares.

-¡Atrévete, hija vil! -respondió el señor de Arganza fuera de sí de cólera y de despecho-, y mi maldición caerá sobre tu rebelde cabeza y te consumirá como fuego del cielo. Tú saldrás del techo paterno bajo su peso, y andarás como Caín, errante por la tierra.

Al acabar estas tremendas palabras se salió del locutorio, sin volver la vista atrás, y doña Beatriz después de dar dos o tres vueltas como una loca, vino al suelo con un profundo gemido. Su tía y las demás monjas acudieron muy azoradas al ruido, y ayudadas de su fiel criada la transportaron a su celda.

Capítulo IX

El parasismo de la infeliz señora fue largo, y dio mucho cuidado a sus diligentes enfermeras, pero al cabo cedió a los remedios y sobre todo a su robusta naturaleza. Un rato estuvo mirando alrededor con ojos espantados, hasta que poco a poco, y a costa de un grande esfuerzo, manifestó la necesaria serenidad para rogar que la dejasen sola con su criada, por si algo se la ofrecía. La abadesa, que conocía muy bien la índole de su sobrina, enemiga de mostrar ninguna clase de flaqueza a los ojos de los demás, se apresuró a complacerla, diciéndole algunas palabras de consuelo y abrazándola con ternura.

A poco de haber salido las monjas, doña Beatriz se levantó de la cama en que la habían reclinado, con la agilidad de un corzo y cerrando la puerta por dentro, se volvió a su asombrada doncella, y la dijo atropelladamente:

-¡Quieren llevarme arrastrando al templo de Dios, a que mienta delante de él y de los hombres!, ¿no lo sabes, Martina? ¡Y mi padre me ha amenazado con su maldición si me resisto!…, ¡todos, todos me abandonan! ¡Oyes!, ¡es menester salir!, es menester que él lo sepa, y ojalá que él me abandone también, y así Dios solo me amparará en su gloria.

-Sosegaos, por Dios, señora -respondió la doncella consternada-, ¿cómo queréis salir con tantas rejas y murallas?

-No, yo no -respondió doña Beatriz-, porque me buscarían y me cogerían, pero tú puedes salir y decirle a qué estado me reducen. Inventa un recurso cualquiera…, aunque sea mentira, porque, ya lo estás viendo, los hombres se burlan de la justicia y de la verdad. ¿Qué haces? -añadió con la mayor impaciencia, viendo que Martina seguía callada-, ¿dónde están tu viveza y tu ingenio? Tú no tienes motivos para volverte loca como yo.

En tanto que esto decía, medía la estancia con pasos desatentados y murmurando otras palabras que apenas se le entendían. Por fin, el semblante de la muchacha se animó como con alguna idea nueva, y le dijo alborozada:

-¡Albricias, señora!, que en esta misma noche estaré fuera del convento y todo se remediará; pero, por Dios y la Virgen de la Encina-, que os soseguéis, porque si de ese modo os echáis a morir, a fe que vamos a hacer un pan como unas hostias.

-Pero ¿qué es lo que intentas? -preguntó su ama, admirada no menos de aquella súbita mudanza que del aire de seguridad de la muchacha.

-Ahora es -respondió esta-cuando la madre tornera va a preparar la lámpara del claustro; yo me quedaré un poco de tiempo en su lugar, y lo demás corre de mi cuenta; pero contad con no asustaros, aunque me oigáis gritar y hacer locuras.

Diciendo esto, salió de la celda brincando como un cabrito, no sin dar antes un buen apretón de manos a su señora. La prevención que le dejaba hecha no era ciertamente ociosa, porque al poco tiempo comenzaron a oírse por aquellos claustros tales y tan descompasados gritos y lamentos, que todas las monjas se alborotaron y salieron a ver quién fuese la causadora de tal ruido. Era, ni más ni menos, que nuestra Martina, que con gestos y ademanes, propios de una consumada actriz, iba gritando a voz en cuello:

-¡Ay, padre de mi alma!, ¡pobrecita de mí que me voy a quedar sin padre! ¿Dónde está la madre abadesa que me dé licencia para ir a ver a mi padre antes de que se muera?

La pobre tornera seguía detrás como atortolada de ver la tormenta que se había formado no bien se había apartado del torno.

-Pero, muchacha -le dijo, por fin-, ¿quién ha sido el corredor de esa mala nueva?, que cuando yo volví, ya no oí la voz de nadie detrás del torno, ni pude verle.

-¿Quién había de ser -respondió ella con la mayor congoja-, sino Tirso, el pastor de mi cuñado?, que iba el pobre sin aliento a Carracedo a ver si el padre boticario le daba algún remedio. ¡Buen lugar tenía él de pararse! ¿Pero dónde está la madre abadesa?

-Aquí -respondió esta, que había acudido al alboroto-, ¿pero a estas horas te quieres ir, cuando se va a poner el sol?

-Sí, señora, a estas horas -replicó ella siempre con el mismo apuro-, porque mañana ya será tarde.

-¿Y dejando a tu señora en este estado? -repuso la abadesa.

Doña Beatriz, que también estaba allí, contestó con los ojos bajos y con el rostro encendido por la primera mentira de toda su vida.

-Dejadla ir, señora tía, porque amas puede Dios depararle muchas y padre no le ha dado sino uno.

La abadesa accedió entonces, pero en vista de la hora insistió en que la acompañase el cobrador de las rentas del convento. Martina bien hubiera querido librarse de un testigo de vista importuno, pero conoció con su claro discernimiento que el empeñarse en ir sola sería dar que pensar, y exponerse a perder la última áncora de salvación que quedaba a su señora. Así, pues, dio las gracias a la prelada, y mientras avisaba al cobrador, se retiró con su señora a su celda como para prepararse a su impensada partida. Doña Beatriz trazó atropelladamente estos renglones.

Don Álvaro: dentro de tres días me casan si vos o Dios no lo impedís. Ved lo que cumple a vuestra honra y a la mía, pues ese día será para mí el de la muerte.

No bien acababa de cerrar aquella carta cuando vinieron a decir que el escudero de Martina estaba ya aguardando, porque como los criados del monasterio vivían en casas pegadas a la fábrica, siempre se les encontraba a mano y prontos. Doña Beatriz dio algunas monedas de oro y plata a su criada y solo la encargó la pronta vuelta, porque si podía acomodarse al arbitrio inventado, su noble alma era incapaz de contribuir gustosa a ningún género de farsa ni engaño. La muchacha, que ciertamente tenía más de malicia y travesura que no de escrúpulo, salió del convento fingiendo la misma prisa y pesadumbre que antes, oyendo las buenas razones y consuelos del cobrador, como si realmente las hubiese menester. El lugar a donde se dirigían era Valtuille, muy poco distante del monasterio, porque de allí era Martina y allí tenía su familia; pero, sin embargo, ya comenzaba a anochecer cuando llegaron a las eras. Allí se volvió Martina al cobrador y dándole una moneda de plata, le despidió socolor de no necesitarle ya, y de sacar de cuidado a las buenas madres. Dio él por muy valederas las razones en vista del agasajo y repitiéndole alguno de sus más sesudos consejos, dio la vuelta más que de paso a Villabuena. Ocurriósele por el camino que las monjas le preguntarían por el estado del supuesto enfermo, y aún estuvo por deshacer lo andado para informarse, en cuyo caso toda la maraña se desenredaba y el embuste venía al suelo con su propio peso; pero, afortunadamente, se echó la cuenta de que con cuatro palabras, algún gesto significativo y, tal cual meneo de cabeza, salía del paso airosamente y se ahorraba además tiempo y trabajo, y de consiguiente se atuvo a tan cuerda determinación.

Martina por su parte, queriendo recatarse de todo el mundo, fue rodeando las huertas del lugar, y saltando la cerca de la de su cuñado se entró en la casa cuando menos la esperaban. Tanto su hermana como su marido la acogieron con toda la cordialidad que nuestros lectores pueden suponer y que sin duda se merecía por su carácter alegre y bondadoso. Pasados los primeros agasajos y cariños, Martina preguntó a su cuñado si tenía en casa la yegua torda.

-En casa está -respondió Bruno, así se llamaba el aldeano-; por cierto, que como ha sido año de pastos, parece una panera de gorda. Capaz está de llevarse encima el mismo pilón de la fuente de Carracedo.

-No está de sobra -replicó Martina-, porque esta noche tiene que llevarnos a los dos a Bembibre.

-¿A Bembibre? -repuso el aldeano-, ¡tú estás loca, muchacha!

-No, sino en mi cabal juicio -contestó ella-; y enseguida, como estaba segura de la discreción de sus hermanos, se puso a contarles los sucesos de aquel día. Marido y mujer escuchaban la relación con el mayor interés, porque siendo renteros hereditarios de la casa de Arganza, y teniendo además a su servicio una persona tan allegada, parecían en cierto modo de la familia. No faltó en medio del relato aquello de: ¡pobre señora!, ¡maldita vanidad!, ¡despreciar a un hombre como don Álvaro!, ¡pícaro conde! y otras por el estilo, con que aquellas gentes sencillas, y poco dueñas, por lo tanto, de los primeros movimientos, significaban su afición a doña Beatriz, y al señor de Bembibre, cosa en que tantos compañeros tenían. Por fin, concluido el relato, la hermana de Martina se quedó como pensativa, y dijo a su marido con aire muy desalentado:

-¿Sabes que una hazaña como esa puede muy bien costarnos los prados y tierras que llevamos en renta, y a más de esto, a más la malquerencia de un gran señor?

-Mujer -respondió el intrépido Bruno-; ¿qué estás ahí diciendo de tierras, y de prados? ¡No parece sino que doña Beatriz es ahí una extraña, o una cualquiera! Y sobre todo, más fincas hay que las del señor de Arganza, y no es cosa de tantas cavilaciones eso de hacer el bien. Conque así, muchacha -añadió dando un pellizco a Martina-, voy ahora mismo a aparejar la torda, y ya verás qué paso llevamos los dos por esos caminos.

-Anda, que no te pesará -respondió la sutil doncella, moviendo el bolsillo que le había dado su ama-; que doña Beatriz no tiene pizca de desagradecida. Hay aquí más maravedís de oro que los que ganas en todo el año con el arado.

-Pues por ahora -respondió el labriego-tu ama habrá de perdonar, que alguna vez han de poder hacer los pobres el bien sin codicia, y solo por el gusto de hacerlo. Con que sea madrina del primer hijo que nos dé Dios, me doy por pagado y contento.

Dicho esto, se encaminó a la cuadra silbando una tonada del país, y se puso a enalbardar la yegua con toda diligencia, en tanto que la mujer, contagiada enteramente de la resolución de su marido, decía a su hermana con cierto aire de vanidad:

-¡Es mucho hombre este Bruno! Por hacer bien, se echaría a volar desde el pico de la Aguiana.

En esto ya volvía él con la yegua aderezada y sacándola por la puerta trasera de la huerta para meter menos ruido, montó en ella poniendo a Martina delante, y después de decir a su mujer que antes de amanecer estarían va de vuelta, se alejaron a paso acelerado. Era la torda animal muy valiente; y así es que, a pesar de la carga, tardaron poco en verse en la fértil ribera de Bembibre, bañada entonces por los rayos melancólicos de la luna que rielaba en las aguas del Boeza, y en los muchos arroyos que, como otras tantas venas suyas, derraman la fertilidad y alegría por el llano. Como la noche estaba ya adelantada, por no despertar a la ya recogida gente del pueblo, torcieron a la izquierda y por las afueras se encaminaron al castillo, sito en una pequeña eminencia y cuyos destruidos paredones y murallas tienen todavía una apariencia pintoresca en medio del fresco paisaje que enseñorean. A la sazón, todo parecía en él muerto y silencioso; pero los pasos del centinela en la plataforma del puente levadizo, una luz que alumbraba un aposento de la torre de en medio y esmaltaba sus vidrieras de colores y una sombra que de cuando en cuando se pintaba en ellos, daban a entender que el sueño no había cerrado los ojos de todos. Aquella luz era la del aposento de don Álvaro, y su sombra la que aparecía de cuando en cuando en la vidriera. El pobre caballero hacía días que apenas podía conciliar el sueño a menos de haberse entregado a violentas fatigas en la caza.

Llegaron nuestros aventureros al foso y llamando al centinela dijeron que tenían que dar a don Álvaro un mensaje importante. El comandante de la guardia, viendo que solo era un hombre y una mujer, mandó bajar el puente y dar parte al señor de la visita. Millán, que como paje andaba más cerca de su amo, bajó al punto a recibir a los huéspedes a quienes no conoció hasta que Martina le dio un buen pellizco diciéndole:

-¡Hola, señor bribón!, ¡cómo se conoce que piensa su merced poco en las pobres reclusas y que al que se muere le entierran!

-Enterrada tengo yo el alma en los ojuelos de esa cara, reina mía -contestó él, con un tono entre chancero y apasionado-, ¿pero qué diablos te trae a estas horas por esta tierra?

-Vamos, señor burlón -respondió ella-, enséñenos el camino y no quiera dar a su amo las sobras de su curiosidad.

No fue menor la sorpresa de don Álvaro que la de su escudero, aunque su corazón présago y leal le dio un vuelco terrible. Cabalmente, el día antes había recibido nuevas de la guerra civil que amagaba en Castilla y de la cual mal podía excusarse; y la idea de una ausencia en aquella ocasión agravaba no poco sus angustias. Martina le entregó silenciosamente el papel de su señora que leyó con una palidez mortal. Sin embargo, como hemos dicho más de una vez, no era de los que en las ocasiones de obrar se dejan abrumar por el infortunio. Repúsose, pues, lo mejor que pudo y empezó por preguntar a Martina si creía que hubiese algún medio de penetrar en el convento.

-Sí, señor -respondió ella-, porque como más de una vez me ha ocurrido que con un señor tan testarudo como mi amo algún día tendríamos que hacer nuestra voluntad y no la suya, me he puesto a mirar todos los agujeros y resquicios, y he encontrado que los barrotes de la reja por dónde sale el agua de la huerta están casi podridos, y que con un mediano esfuerzo podrían romperse.

-Sí, pero si tu señora ha de estarse encerrada en el monasterio mientras tanto, nada adelantamos con eso.

-¡Qué!, no señor -repuso la astuta aldeana-, porque como mi ama gusta de pasearse por la huerta hasta después de anochecer, muchas veces cojo yo la llave y se la llevo a la hortelana, pero como siempre me manda colgarla de un clavo, cualquier día puedo dejar otra en su lugar y quedarme con ella para salir a la huerta a la hora que nos acomode.

-En ese caso -repuso don Álvaro-, di a tu señora que mañana a media noche me aguarde junto a la reja del agua. Tiempo es ya de salir de este infierno en que vivimos.

-Dios lo haga -respondió la muchacha con un acento tal de sinceridad, que se conocía la gran parte que le alcanzaba en las penas de su señora, y un poco además del tedio de la clausura.

Despidiose enseguida, porque ningún tiempo le sobraba para estar al amanecer en Villabuena, según lo reclamaba así su plan, como la urgencia del recado que llevaba de don Álvaro. Así que volvió a subir en la torda con el honrado Bruno, pero en brazos de Millán, y volvieron a correr por aquellos desiertos campos hasta que, al rayar el alba, se encontraron en las frescas orillas del Cúa. Cabalmente, tocaban entonces a las primeras oraciones, de consiguiente no pudo llegar más a tiempo. Al punto la rodearon las monjas preguntándole con su natural curiosidad qué era lo que había ocurrido.

-¿Qué había de ser, pecadora de mí -respondió ella con el mayor enojo-, sino una sandez de las muchas de Tirso? Vio caer a mi padre con el accidente que le da de tarde en tarde, y sin más ni más vino a alborotarnos aquí y hasta a Carracedo fue sin que nadie se lo mandase. No, pues si otra vez no escogen mejor mensajero, a buen seguro que yo me mueva, aunque de cierto se muera todo el mundo.

Diciendo esto se dirigió a la celda de su señora dejando a las buenas monjas entregadas a sus reflexiones sobre la torpeza del pastor y lo pesado del chasco. El remiendo de Martina, aunque del mismo paño, como suele decirse, no estaba tan curiosamente echado que al cabo de algún tiempo no pudiesen verse las puntadas; pero contaba con que tanto ella como su señora estuviesen ya por entonces al abrigo de los resultados.