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Siempre me ha parecido una asombrosa coincidencia que el mismo material que tradicionalmente ha servido para la fabricación de algunas de las mejores plumas estilográficas del mundo, fuera también el soporte sobre el que se plasmaron durante muchos años las películas de cine.

Solo por ello, por haber estado en el origen de las más sublimes obras literarias y de las primeras joyas cinematográficas, habría que convenir que éste y no otro, es realmente el material con el que se fabrican los sueños.

No es un mero pensamiento, algo etéreo e intangible, como ciertas personas sostienen tan a la ligera, sino una materia perfectamente real: Un producto noble y ligero; atérmico pero inflamable; transparente en estado puro; con un tenue pero embriagador olor a alcanfor; y que recibe el nombre vulgar de celuloide.

Melilla

Grupo de Fuerzas Regulares de Infantería Melilla Nº2

Primavera de 1985

SECUENCIA 1: EL COLOR DEL DINERO

(Martin Scorsese, 1986)

—Tres para mí.

Benítez me da las cartas. Leeentamente. Cuando vuelvo a tener las cinco en la mano, me las acerco a dos dedos de la punta de la nariz y las voy mirando con calma, de una en una, como siempre. Primero, las dos que ya tenía: Un rey y un as. Detrás van apareciendo sucesivamente un cuatro... un cinco... y un... a ver, a ver... un ocho.

Hay que jorobarse...

Lo mío no tiene arreglo, está visto. Una cosa es no ligar con la hija del teniente Picabea, que eso es algo que le puede pasar a cualquiera, y otra, muy distinta, no ligar una jugada superior a dobles parejas en todo lo que llevamos de mili, que eso es algo que solo me pasa a mí. Malditos sean mis galones coloraos de cabo segunda... Y ahora, ¿qué hago? ¡A ver! ¿Voy de farol, una vez más? No sé... Pese a tener anestesiado el sentido común por el hecho de vivir en un cuartel desde hace infinitos meses, algo me dice que el riesgo sería excesivo. Mis faroles empiezan a ser más conocidos en Melilla que los dry-martinis del Metropol. No sé si es la cara de primo que pongo o los sudores fríos que me entran de inmediato, pero el caso es que mis compañeros —lo de «compañeros», por supuesto, es solo un modo coloquial de referirse a los malditos traidores con los que comparto uniforme— han hecho correr la voz de que jugar conmigo al póquer es más seguro que invertir en deuda pública. Así que será mejor no seguir alimentando la codicia de estos jóvenes sin escrúpulos. Creo que no voy. Con esta birria de jugada, no. Ni hablar. Definitivamente, no voy. No voy, no. Que no.

—¿Qué? ¿Vas o no vas?

—¡Ejem! Esta vez, mucho me temo que...

Pero... ¡Un momento, un momento, un momento...! ¿Qué es lo que ven mis cansados ojos de veterano regular? Un as, un cuatro, un cinco, un ocho y un rey. Sí, bien, aparentemente basura pero... ¡Por todos los sargentos primeros del glorioso ejército español! ¿Qué es este bello símbolo que aparece bajo el dígito de cada uno de mis cinco naipes? ¿Eh? ¿Acaso no es un negro trébol? ¡Sí, lo es! ¡Cinco tréboles como cinco palmeras del Rif! Lo cual significa que tengo... ¡color! ¡Color! ¡He estado a punto de tirar las cartas llevando color! Virgencica del Pilar... No ligaba una jugada así desde... desde... ¡qué digo...! Nunca. Nunca jamás. ¡Color! ¡Ahora, calma! ¡Ojo con la cara! ¡Ni una sonrisa! ¡Color! Sigue con tu habitual expresión de panoli con pareja de cuatros, por lo que más quieras. ¡Que nadie se dé cuenta! ¡Color! Piensa: «Tengo dos asquerosos cuatros. Tengo dos asquerosos cuatros. Tengo...»

—Bueno ¿qué? ¿Vas o no, Olivetti? ¡Que anochece!

—¿Qué? ¡Ah...! Pueees... ¡Ejem! Sí, bueno ¿por qué no? Bah... Voy. Ejem... Voy, voy.

—Entonces, pon los cien duros.

—¿Cien duros? Caramba. Va fuerte la cosa ¿eh?

—Ya ves: el «furri», que tiene prisa por arruinarse.

—Es que hoy he recibido giro y no sé qué hacer con tanta pasta —comenta Adolfo con su acento de la barceloneta, atusándose el bigotito—. Ya sabéis: El que tenga miedo, que salga corriendo.

Y me mira. No sé si quiere decirme algo. Yo, por si acaso, me encojo de hombros, que es una buena respuesta para casi cualquier situación.

—En fin, se trata de un juego, ¿no? Pues voy. Ahí están las quinientas pelas y... y... veamos... y otras… quinientas.

—¡Tomá! —exclama Adolfo.

—¡Vaya! ¡Ojo con el oficinista de la Plana, que lleva jugada! —anuncia Carrascosa—. ¡Por fin! Habrá que anunciarlo en la orden del día. ¿O será otro farol de los suyos?

—Cuidadito con este, que hoy viene dispuesto a desplumarnos a todos. ¡Ja, ja!

Perfecto, perfecto, perfecto. Esto marcha. Al tontolculo de Aguilera ni se le pasa por la cabeza que yo haya podido hacerme con una mano que merezca la pena. Y los demás le han reído la bromita, señal de que también se lo han tragado. Mi fama de perdedor empedernido se impone al buen criterio de todos estos listillos.

Bueno, no. Al de todos, no.

Cidraque ni siquiera ha parpadeado. Solo me mira, arqueando un poco las cajas. Él lo sabe, claro. No sé cómo demonios, pero lo sabe. ¿Es posible que pueda leerme el pensamiento? ¿Que nos lo pueda leer a todos?

Se apoya en el respaldo de la silla y arroja sus cartas sobre la mesa, con un estudiado gesto de fastidio.

—No voy —dice calmosamente, sin dejar de mirarme, amagando una sonrisa indescifrable.

Claro que no va. Cidraque es demasiado listo para esta partida de idiotas. Los demás aún no se han dado cuenta pero yo sí. Cidraque es como el hombre invisible: invisible. Siempre pasa desapercibido. Gana de cuando en cuando pero lo hace en manos con poca apuesta. Bien, eso no tiene importancia. Casi todo el mundo gana alguna que otra vez. Casi todo el mundo, menos yo, quiero decir. El secreto de Cidraque estriba en que gana de cuando en cuando… pero jamás pierde. Jamás. Nunca se da el batacazo. Al final de la partida, de todas las partidas, Cidraque siempre se echa al bolsillo algún dinero más del que traía. Y nadie se da cuenta. Después de cinco meses de póker salvaje casi a diario, todos hemos perdido: Yo, bastante. Adolfo, pese a algún día de ganancias espectaculares, se ha dejado en la mesa hasta las pestañas. Los demás, quizá menos. Pero todos hemos perdido. Y lo que hemos perdido entre todos, lo ha ganado Cidraque a la chita callando y nadie más que yo parece darse cuenta de ello. Lo dicho: Demasiado listo para nosotros.

Aunque no consigo que me caiga mal, a mí Cidraque me da un poco de miedo, esa es la verdad. Me pregunto qué clase de sujeto se esconde debajo de su gorra.

Un universitario que prefiere no hacer milicias. Huuuy... Que terminó dos carreras en cuatro años. Dos carreras de esas inservibles, de lujo, que digo yo. Las que estudiaría alguien que no las va a necesitar después para ganarse la vida: Filosofía pura y Ciencias Políticas. Casi nada. Y con nota. Lo sé porque me las ingenié para echar un vistazo a su ficha personal en una visita a la oficina del tabor. Es que me picó la curiosidad después de que el coronel Cabeza le hiciese llegar, a través del teniente ayudante, una felicitación personal por haber realizado «el más brillante examen de ascenso a cabo que él recordaba haber visto nunca». Textual. Aún recuerdo la cara de bacalao de Escocia que puso el capitán Giménez.

—¿Un brillante examen para ascenso a cabo? —dijo, con un punto de envidia y otro tanto de incredulidad—. ¿Y qué, con eso? Valiente tontería. ¿Quién es ese Cidraque? Un enchufado, seguro. Tú también hiciste el examen para cabo y aprobaste con buena nota. ¿Tan difícil era o qué?

—Pues... no, mi capitán —recuerdo que contesté—. Sinceramente, a mí me pareció una memez.

—Ahí está... tú lo has dicho: una memez. ¿A qué viene entonces tanta felicitación y tanta monserga a este Cidraque? ¡Bah...!

Pues eso, precisamente eso, fue lo que me alertó sobre Álvaro Cidraque a quien, hasta entonces, no había prestado yo demasiada atención. Y es que... ¿Cómo explicarlo? Deslumbrar con una impecable tesis doctoral es algo relativamente frecuente. Ser el primero de tu promoción... ¡bah! Todos los años hay alguien que lo consigue. Y, de cuando en cuando, hay un fenómeno que termina una carrera universitaria con matrícula de honor. Vale, eso lo puedo entender. Pero mostrarse brillante en un examen para ascenso a cabo es... es otra cosa. Es como hacer poesía al rellenar una quiniela: Tan difícil que solo puede estar al alcance de verdaderos privilegiados. Y Cidraque es uno de ellos. Sin ninguna duda.

—Yo, sí voy —dice el loco Carrascosa—. Las mil pelas... y dos mil más.

Esto se anima. Bien.

—Me faltan dos mil quinientas para cubrir la apuesta —proclama Benítez—. ¿Es eso?

—Eso es.

—Bien. Ahí van cinco talegos. Y el que pueda, que me siga.

Nos quedamos todos instantáneamente helados. Hasta Cidraque se yergue en el asiento. ¡Cinco mil pelas! El mendrugo de Benítez ha puesto mil duros sobre el tapete.

—¿Tú vas, furriel? —pregunta Benítez en tono desafiante.

—¡Qué dices! —contesta Adolfo, arrojando las cartas—. Ni con diez litros de cruzcampo en las venas.

Huy...

—Yo tampoco voy —le imita Aguilera.

Huuuy....

—Ni yo —se añade Carrascosa.

Huyuyuuuy...

—Tú hablas, olivetti.

Mientras todos clavan en mí su mirada, me asalta una duda espantosa: ¿Cuánto vale el color? Desde luego, más que las dobles parejas pero ¿es más que el trío y menos que el ful? ¿O está entre el ful y el póquer? Porque... a ver si va a valer menos que el trío y hago el canelo.

—¿Vas o no vas, tío? —me apremia Benítez— La apuesta está en cinco mil quinientas. Te faltan cuatro quinientas para ver.

¿Qué dice este? Yo no veo cuatro mil quinientas pelas juntas ni el día de paga.

Estoy a punto de darme por vencido pero... tanta prisa me parece sospechosa. Yo puedo tener mala suerte con las cartas pero tonto, no soy. O, por lo menos, no del todo. Le acabo de ver el plumero a Benítez. Tiene miedo de que siga la mano. Ha apostado fuerte para tumbarnos pero no lleva jugada. Ahora es él el que va de farol. Puedo olerlo. No hay que olvidar que soy el mayor experto en faroles de esta ciudad. Lo único malo es que...

—Es que... no me llega la pasta.

—Entonces, lo siento mucho —sentencia él echando las manos sobre el dinero.

—¡Eh, eh! ¡Espera, espera!

Cinco pares de ojos me miran con curiosidad.

—¿Qué pasa? —pregunta Benítez— ¿Puedes cubrir la apuesta o no?

—Depende —respondo—. Depende…

—Depende ¿de qué?

—Veamos... ¿Cuánto dirías que vale una guardia en Fuerte Camellos?

—¿Qué dices, tío?

Mis compañeros me miran con aire preocupado. Como si hubiese perdido el juicio.

—Lo que quiero decir es... ¿No pagaríais cualquiera de vosotros cuatro mil quinientas púas por libraros de una guardia en Fuerte Camellos?

—Ya te veo venir. ¡Ni hablar! —protesta Benítez, al cabo de unos segundos.

Carrascosa y Adolfo se miran entre sí un momento.

—Tal como están las cosas, yo desde luego que las pagaría —dice entonces Cidraque, saliendo al paso—. La última que hice allí fue una verdadera pesadilla. ¿Os conté que se me presentó el comandante general, de paisano, al volante de un Jeep particular, a las cuatro de la mañana, tratando de pasar la barrera con una contraseña falsa?

—¡Tomá...! —exclama Adolfo—. Peor que el acertijo de la Esfinge.

—¿Acertijo…? —murmura Benítez.

—Yo no sabía si hacerle una reverencia o apuntarle con el cetme a la cabeza —continúa Cidraque—. Pensé que me caían dos meses de arresto.

—No es para menos —reconoce Adolfo, pese a que está tan seguro como yo de que la historia de Cidraque es más falsa que un duro de madera—. Es como un enigma sin solución. Hagas lo que hagas, la cagas. Si al comandante general le entras por el ojo izquierdo, vas al trullo de cabeza.

—Bien. Pues esa es mi apuesta —insisto.

—¿De qué vas, tío? —protesta Benítez de nuevo— ¡Bájate ya de la moto! ¿Qué bobada es esa?

—Ninguna bobada —replico—. Aquí tenemos al furriel. Si ganas, cuando te toque guardia en Fuerte Camellos, yo la haré en tu lugar.

Benítez frunce el ceño.

—¿Puedes hacer eso, furri? —pregunta.

Adolfo afirma sin inmutarse y nuestro compañero se revuelve en su silla, nada conforme.

—No sé, no sé... apenas me queda un mes de mili. No es fácil que me toque una guardia en Fuerte Camellos.

—Claro que no es fácil —dice Adolfo inmediatamente—. Es seguro.

Benítez palidece al instante.

—¿Qué? —brama—. ¿A mí? ¿Al «abuelo» que ya se va a su casa le vas a meter una guardia en Camellos, furri? ¿Tan poco aprecias tu vida?

Adolfo salta de inmediato. Le señala entre los ojos con el índice.

—¡Eh, eh! Cuidadito con lo que dices, que yo no «le meto» guardias a nadie, Benítez; que no soy como el impresentable de la octava. Yo llevo el cuadrante a rajatabla. ¿Lo oyes? Y la semana que viene, te toca Fuerte Camellos. Garantizado.

Benítez se congestiona hasta el violeta mientras Adolfo me guiña un ojo imperceptiblemente.

—¡No es posible, furri! —farfulla el cordobés—. ¡O sea! ¡No es posible!

—Lo que yo te diga.

Benítez resopla como un cachalote y durante casi medio minuto maldice a todos sus parientes vivos y muertos. Por fin, abre los brazos.

—De acueeerdo. Valoremos esa guardia en cuatro mil quinientas púas. Os pongo a todos como testigos.

Un cruce de miradas sirve como firma del pacto. A continuación, todos se aproximan a la mesa, dispuestos a presenciar el desenlace de la apuesta.

—Veo —digo.

—¡Conductor de serviciooo!

Damos un respingo colectivo; como si hubiese entrado una centella por el ventanuco del cuartucho.

—¡Aquí! —respondo, un segundo después— ¿Qué pasa?

Bajo el quicio de la puerta aparece al momento Lejarreta, un «bicharraco» de la octava con una cara de escolopendra que tira de espaldas. Llega resoplante y con gestos de urgencia.

—¡El capitán de cuartel llama al conductor de servicio! ¡Deprisa!

—¡Tranquilo, asfixiao, que ya va! —gruñe Adolfo.

Benítez y yo nos miramos un instante. Ambos sabemos que las normas del juego imponen que, si la partida se interrumpe antes de descubrir las cartas, la mano no es válida y no hay derecho a protestar. Solo hay un gruñido por su parte mientras Adolfo y los demás, encantados con la circunstancia, recuperan lo apostado.

—Te acabas de ahorrar mil duros, Benítez —murmuro, mientras introduzco mis cinco cartas en medio del mazo.

—¡Qué dices! Ni en sueños me ganabas esta mano.

—¡Y que disfrutes en Fuerte Camellos!

—¡Muérete pringao! ¡Que yo me voy a casa dentro de cuatro semanas y a ti te quedan seis meses! ¡Se va el abuelooo…!

—Claro que se va. ¡A Fuerte Camellos!

SECUENCIA 2: TRAFICO

(Jacques Tati, 1970)

Cuando salgo del cuerpo de guardia, el capitán Gayarre avanza hacia las cocheras seguido como su sombra por Eugenio, nuestro cabo de armamento. El gesto y las maneras de ambos me ponen alerta de inmediato. Siento cómo se me eriza la piel del cogote mientras me dirijo hacia ellos. Mala señal. Mi cogote nunca falla.

—¡A la orden, mi capitán!

Me mira como si le hubiese insultado.

—¿Qué quieres tú ahora?

—¿No ha llamado usted al conductor de servicio?

—¿Tú eres el conductor de servicio? ¿Tú? ¡Lo que hay que ver! Venga, saca un coche ahora mismo. Tenemos que ir al domicilio del subteniente Palomero.

¿Cómo puede hablar sin mover el bigote? Debe de ser cierto lo que dicen las malas lenguas: que Gayarre está muerto. Que es solo un fantasma, una calavera apenas recubierta de piel. Por eso habla como las calaveras, moviendo únicamente la mandíbula inferior.

—¡A la orden, mi capitán!

Salto dentro del primer Land-Rover que encuentro en la cochera, un 88 sin toldo. Arranco el motor, meto primera y salgo al patio. Gayarre se sienta a mi lado mientras Eugenio se acomoda en el inexistente asiento trasero.

—¿Sabes dónde vive el subteniente?

—Sí, mi capitán. En el Barrio del Real.

—Pues adelante. ¡A toda leche!

—¿A toda leche significa que puedo saltarme los semáforos, mi capitán?

La calavera me mira de soslayo.

—¿Semáforos? —pregunta con sorna—. ¿Qué es eso?

—¡A la orden, mi capitán! —respondo, sonriendo.

Hundo el pie en el acelerador y el motor ruge como una fiera.

—Ten cuidado con la barrera. ¡La barrera, animal! ¡Que te la llevas por delante!

—Tranquilo, mi capitán. Tenemos a Rúa de cabo de guardia.

No hay peligro. Estando Gregorio Rúa de cabo de guardia, no hay peligro. La barrera se levanta en el momento preciso. Incluso ha tenido tiempo de formar a cuatro centinelas para rendir armas al paso del capitán.

Al salir del cuartel, brusco giro a la derecha. Hacia el centro de la ciudad. Sin embargo, no hemos recorrido ni trescientos metros cuando nos zambullimos en un atasco de dimensiones africanas.

—¿Qué cojones pasa aquí? —masculla Gayarre.

—Es sábado, mi capitán. En Melilla todo el mundo coge el coche los sábados y se da un par de vueltas por la ciudad. De casa al puerto y del puerto a casa...

—Ya lo sé. Anda, toca la bocina.

—¿Para qué?

—¡Que pites, coño!

—A la orden, mi capitán.

Toco durante cerca de un minuto sin conseguir otra cosa que aumentar nuestros respectivos dolores de cabeza.

—Deja, deja... —se rinde Gayarre, al fin, resoplando largamente—. Oye, ¿cómo es que estás de conductor? Los oficinistas de compañía estáis rebajados de servicio.

—Eeeh... sí, mi capitán. Es que... estoy haciéndole la guardia a un compañero.

—¿Qué eres? ¿Una samaritana?

—No, mi capitán. Un idiota. Me lo ganó en una partida de póker.

—No te digo lo que hay… Espero que, al menos, tengas carné de conducir.

—De primera, mi capitán.

Procedente de una calle lateral acaba de zambullirse en el caos Jesús Mínguez, un antiguo cabo primero de nuestro tábor, ahora reconvertido en policía municipal. Más tonto, imposible. Al verlo, Gayarre salta del coche y se le acerca, a la carrera. En la distancia los vemos enseguida gritándose mutuamente.

—Gayarre le está diciendo a Mínguez que le abra paso a toda costa. Y que eso es una orden y no admite discusión —comento con Eugenio.

—Sí. Y Mínguez le responde que se aguante, que ya no tiene mando sobre él y que si no lleva un coche de servicio de urgencias con sirena y luz giratoria, que le pueden ir dando mucho por el saco —completa mi compañero.

Un minuto después, el capitán Gayarre regresa junto a nosotros echando las muelas.

—¿Qué creéis que me ha dicho el imbécil de Mínguez?

—Ni idea, mi capitán.

—Que como no llevamos luz giratoria en el coche, nos tenemos que tragar el atasco.

—¡No es posible…! —exclamamos Adolfo y yo al unísono.

—¡Pero a ese imbécil le voy a buscar yo la ruina! ¡Por mis tres estrellas que le busco la ruina!

El atasco sigue imperturbable mientras vespertinos trozos del astro rey, tan grandes como toda Melilla, se desploman sobre nuestras cabezas apenas protegidas por las gorras montañeras rematadas de fieltro colorado.

Hay que ver el calor que hace en esta ciudad. Y eso que aún estamos en primavera. Cuando llegue agosto esto va a ser la muerte por radiación solar.

Yo no puedo dejar de mirar de reojo al capitán Gayarre. Y cada gota de sudor que resbala por sus sienes, me produce un escalofrío. Llevo ya la suficiente mili encima como para saber que la paciencia no es una de las virtudes castrenses y que cuando la de un oficial se acaba, las consecuencias siempre las sufre el subordinado más cercano, sin importar demasiado que se trate de aliado o enemigo. Quizá por ello, por evitar que la paciencia de Gayarre toque fondo teniéndome cerca, decido arriesgarme.

—Mi capitán... creo que esto va para largo.

—¡No me digas! —masculla él entre dientes—. ¿Eres adivino? Pues búscate un circo.

—Verá... Si tiene usted verdadera prisa por llegar a casa del subteniente...

—¿Qué?

—Conozco un atajo.

—¿Cómo?

—Aunque tomarlo nos obligaría a saltarnos algunas normas del código de la circulación.

Por fin he conseguido que el capitán Gayarre me mire directamente con sus ojos pequeños y negros, perdidos en el fondo de sus cuencas sin fondo. Y con una inquietante mueca en el rostro, también.

—¿Quieres decir que podemos escapar de aquí solo con contravenir un par de artículos legales?

—Bueno... Un par de docenas de ellos, quizá. Pero la respuesta es sí. Siempre que usted me dé permiso, naturalmente.

—¡No se lo permita, mi capitán, por lo que más quiera! ¡Conozco bien a este insensato! ¡Acabaremos en el hospital!

El militar se vuelve para mirar a Eugenio ligeramente por encima de su hombro antes de contestar.

—Adelante, cabo —me dice—. Sácanos de aquí si puedes.

La cara se me estira en una sonrisa, sin poder evitarlo.

—A la orden, mi capitán. Le aconsejo que se agarre fuerte. ¡Y tú también, Eugenio!

—¡Ni hablar! ¡Yo me bajo!

—Si te bajas, te meto cuatro días, cabo.

Eugenio aprieta los dientes.

—A la orden, mi capitán.

Marcha atrás. Primera. Subo el 88 a la acera y avanzamos por ella acelerando, esquivando peatones y veladores de café. Izquierda, callejón peatonal, estrechísimo. Oigo gritar a Eugenio.

—¿Pero a dónde vas, animal? ¡Si no cabemooos...!

—Sí que cabemos.

Arañamos un par de veces la cal de las fachadas con el paragolpes y nos llevamos por delante tres o cuatro maceteros cuajados de geranios. Pero cabemos. Ya lo creo.

Desde una ventana, una mujer nos lanza maldiciones en árabe, con toda razón.

Al final, el callejón dobla a la derecha en ángulo recto. Eugenio sigue sin callar.

—¿Y ahora qué, so listo? —vocifera—. No tenemos sitio para girar.

—Eso lo dirás tú.

Para un Land-Rover del ejército, no hay nada imposible. Subo las dos ruedas del lado izquierdo por la pared y así, dejando sobre las fachadas recién encaladas las marcas de goma de los neumáticos, logro negociar la esquina imposible.

—¡Conseguido! ¿Has visto?

Lo que ahora viene es aparentemente peor. El callejón sigue estrecho, muy estrecho, pero de pronto, desciende en una pendiente acentuadísima que se salva mediante largos escalones.

—¡Con cuidado, tío! Despacio ¿eh?

—No seas mentecato, Eugenio. Si lo bajo despacio, volcamos seguro. Esto hay que hacerlo... ¡Volando!

—¿Qué? —exclama el capitán Gayarre que, al parecer, empieza a arrepentirse de la confianza depositada en mis habilidades.

—¡Auxiliooo...! —grita Eugenio.

Doy un acelerón y lanzo el vehículo a tumba abierta callejón abajo. La pendiente es tan pronunciada que durante unos segundos da la sensación de que caemos en el vacío. El Land Rover cabecea. Se inclina. Se inclina aún más... Por fin, el tren delantero toca suelo y recuperamos en parte la horizontal con un crujido monumental del bastidor, de la carrocería y de nuestras propias cinturas. El capitán Gayarre ha abandonado definitivamente su anterior indiferencia.

—¡Nos vas a matar, chaval, nos vas a matar...!

Pero no. Pasado el primer momento de auténtico peligro encuentro la velocidad idónea, la que nos permite saltar los amplios escalones de dos en dos, aterrizando siempre con las cuatro ruedas. Uno, dos... uno, dos...

—¿Dónde aprendiste a hacer esto? —pregunta Gayarre con voz temblorosa.

`—En la Baja Aragón, mi capitán.

—¿Y eso qué es? ¡No, no me lo cuentes, que no quiero saberlo!

—¡Agárrese, mi capitán! ¡Ahora viene lo peor!

—¿Qué...?

El callejón desemboca en una calle transversal con circulación. En el último salto, el terreno se nivela bruscamente y el chásis del todoterreno no asimila demasiado bien el aterrizaje. Damos un salto casi imprevisible, que parece va a partir el vehículo por la mitad, y caemos bastante descontrolados sobre la rueda delantera izquierda, lo que me obliga a dar un giro de volante que no habría deseado y nos coloca en dirección prohibida y a escasos centímetros de embestir a un Renault 5 allí aparcado.

—¿Qué haceees? —oigo gritar a Gayarre.

—Perdone, mi capitán. No siempre es posible controlar todos los factores. Pero no ha pasado nada irremediable.

Vuelvo a subir a la acera recorriendo unos cien metros entre la indignación de los peatones y, por fin, encuentro una entrada —peatonal, por supuesto— al parque Hernández. Un estupendo atajo.

Con solo unos cuantos chillidos y media docena de revolcones por parte de los ingenuos paseantes, consigo llevar nuestro coche hasta el otro extremo del parque y salir de él tras subir media docena de escalones que, por comparación con lo que acabamos de hacer, parecen una autopista.

Me resta tan solo callejear durante dos o tres minutos. Incluso respeto el sentido de circulación de las calles y los pasos de peatones.

Chillido de frenos.

—Ya estamos.

Eugenio se deja caer cuan largo es sobre el asiento trasero mientras el capitán, mortalmente pálido, me lanza una mirada que podría fulminar a un bisonte adulto.

—Así que ya estamos...

—Sí, mi capitán. El subteniente Palomero vive ahí mismo. En el número cinco.

—Dime... ¿por qué no hiciste algo como esto al llegar a Camposoto? Te habrían dado por loco y te habrías librado de hacer la mili.

—¿Librarme de la mili? ¡Pero si me encanta, mi capitán! ¿Sabe? Estoy pensando en reengancharme.

—¡No lo conseguirás si yo puedo evitarlo!

Gayarre salta a tierra y Eugenio hace ademán de seguir sus pasos. Una mirada del oficial lo clava en el sitio.

—Quietos. Esperadme aquí los dos.

Hay algunas personas en los balcones. Mujeres con batas ligeras, de flores, regando plantas o tendiendo la ropa. Hombres que huyen del calor, en bañador y camiseta, calzados con chanclas o con deportivas baratas. Con corte de pelo militar, con tatuajes en los brazos: Calaveras, sables cruzados, medialunas, arcabuces... Algunos se han cuadrado ridículamente al advertir la presencia del capitán Gayarre que, al pasar, ha lanzado un aviso genérico y apresurado de que no pasa nada, tranquilos, todo está bajo control.

—Me muero de curiosidad —le confieso a mi compañero en cuanto creo que nadie puede oírnos—. ¿Qué está pasando? Seguro que tú lo sabes. ¿Qué ocurre con el subteniente? ¡Va, hombre! Cuenta...

Eugenio tiene la cara de las malas noticias. La que pone cuando se ha enterado de que nos vamos de maniobras al desierto de Tabernas, de que nos van a acuartelar o de que se prepara una marcha nocturna sin hora fija de regreso. Ahora se encoge de hombros.

—No sé qué está pasando. Pero no me gusta nada.

Eugenio es parco en palabras. Cauteloso. Imagino que no voy a sacarle otra cosa que vaguedades pero, de pronto, tras asegurarse de que nadie nos oye, empieza a hablar. Y yo detecto en su tono la urgencia de quien quiere compartir un temor que le crece dentro.

—Se trata del subteniente Palomero.

—Hombre, eso es lo único que sé hasta ahora. Por eso hemos venido aquí. ¿Qué más?

—Palomero... en fin… ya sabes... Tiene ese problema con el alcohol...

—Sí, ya sé. Aunque cuando no ha bebido es un gran tipo.

—Sí, sí —confirma Eugenio de mal talante—. Un tipo estupendo. Lo malo es que cada día que pasa está menos tiempo sobrio. Y me temo que, esta vez, se ha metido en un lío de cuidado... al que me puede arrastrar.

—¿Por qué?

Mi compañero me lanza una mirada desconfiada que, enseguida, se suaviza.

—¿Te enteraste del último altercado que organizó en la Cañada de la Muerte?

—Algo oí. Pretendía desalojar el barrio ¿no?

—Solo limpiarlo de moros, según él. Aunque teniendo en cuenta que allí no hay más que moros, prácticamente es lo mismo. Total, que tuvieron que enviar a toda una bandera de la Legión a rescatarlo porque si no, lo linchan públicamente. Después de aquello, el coronel Cabeza le prohibió sacar armas fuera del cuartel. Y le ordenó que cada día me entregase su pistola al terminar la jornada para guardarla junto al resto del armamento de la compañía.

—Espera, espera... a ver si lo he entendido: El coronel considera que Palomero no está capacitado para llevar armas... pero le permite llevarlas en el cuartel. Vamos, que hay que procurar que no le pegue un tiro a un ciudadano pero si se lo pega a un soldadito, la cosa no es para tanto.

Eugenio se encoge de hombros.

—Hombre, no es tan sencillo.

—¿Qué no? La muerte es lo más sencillo del mundo. Es vivir lo que resulta complicado.

—Pues eso digo, que la vida es complicada. Las cosas son complicadas. Palomero debe de estar a punto de jubilarse. Supongo que retirarlo ahora del servicio sería hacerle una faena muy gorda. Y, por otro lado, tú lo has dicho, cuando no bebe es un buen tipo... quizá yo en el lugar del coronel habría hecho lo mismo.

No puedo evitar sonreír.

—Estás usando la lógica de los militares, Eugenio.

—Normal. Llevamos ya más mili que el palo de la bandera —dice él, a modo de excusa.

—Y la que nos queda.

—El caso es que hoy, a las cinco de la tarde, se ha alterado incluso la idea que yo tenía de la lógica militar.

—A las cinco de la tarde. Suena a García Lorca.

—A esa hora se ha presentado el capitán Gayarre en la compañía pidiendo el inventario del armamento.

—Cosa rara.

—Bueno… tratándose de Gayarre, no tanto. O eso he pensado al principio. Ya sabes cómo es: imprevisible. El caso es que empieza a revisar el cuarto y a los dos minutos, menos de dos minutos, me salta con que me falta una pistola.

—¿Que te falta una pistola? ¿A ti? No puedo creerlo.

—¡Claro que no! A mí nunca me falta nada, ya lo sabes.

—Lo sé.

—Pero, mira por dónde, esta vez sí me falta.

—¿En qué quedamos?

—Cuento seis veces las pistolas y, en efecto, hay una de menos. Gayarre empieza con las amenazas y te puedes imaginar el cuerpo que se me estaba poniendo.

—Me lo imagino: Cuerpo de baile tipo ballet Bolshoi.

—Pero lo más extraño viene a continuación. Gayarre me pide la tablilla de devoluciones del día. Yo le digo que la tablilla está en blanco, que no habría cerrado los armeros de no ser así. Pero él insiste en verla. Busco la tablilla... y adivina qué.

—¡Sí, hombre! Para adivinanzas estoy yo. Anda, sigue, que esto está más emocionante que Los Tres Mosqueteros.

—La tablilla no está en blanco. Junto al número de serie de la pistola desaparecida figura el nombre del subteniente Palomero.

—O sea, que te empieza a fallar la memoria. Cosas de la edad, sin duda, Eugenio, buen amigo. Pero no te preocupes. Una pastillita diaria para el riego sanguíneo y solucionado.

—¡Déjate de chorradas! —salta Eugenio—. ¿Cómo voy a olvidar si he dejado o no la tablilla en blanco? Eso, sin contar con que el nombre del Subteniente no aparece escrito con mi letra.

—¿Ah, no? Qué... curioso —digo, empezando a sentirme incómodo.

—Conclusión inmediata del capitán Gayarre ante esta situación: El Subteniente no ha devuelto hoy su pistola, contraviniendo las órdenes del coronel. Y hay que acudir de inmediato a su casa a recuperarla. Por eso estamos aquí.

—Una buena conclusión… para tu pellejo.

Eugenio toma aire.

—En principio, sí. Pero es absolutamente falsa. Porque Palomero me entregó su pistola al final de la mañana, como cada día. Estoy seguro. Borré su nombre de la tablilla. Seguro. Y guardé la pistola en su lugar antes de cerrar el armero. Seguro también.

Con cualquier otro me tomaría a rechifla tanta seguridad. Pero no tratándose de Eugenio.

—¿Entonces...?

Mi compañero se quita la gorra para secarse un sudor que no parece tener su origen en los treinta grados a la sombra de que disfrutamos en esos momentos.

—Tengo una teoría; pero no me gusta nada —dice.

—Te escucho.

Eugenio carraspea incómodamente antes de volver a hablar.

—Es sencillo: Durante el tiempo de la comida, alguien ha entrado en el cuarto de armamento, ha robado la pistola del subteniente y, encima, pretende endosarle el marrón anotando su nombre en la tablilla.

Miro a mi compañero tratando de adivinar si me está gastando una broma. No me lo parece, en absoluto.

—Pero ¿qué estás diciendo? Eso... eso es algo gravísimo.

—Sí. Sobre todo porque, dado que no han forzado las cerraduras, el intruso debería tener, a la fuerza, llaves del cuarto de armamento y de los candados de los armeros —puntualiza Eugenio, pálido como un bibliotecario sueco.

Durante un buen puñado de segundos guardamos silencio.

—¿Y... qué supones que va a pasar ahora?

Pregunto.

—¡Y yo qué sé! —exclama él, frotándose nerviosamente las manos—. Supongo que Palomero negará tener esa pistola en su poder. A partir de ahí... ¡yo qué sé! Imagino que se abrirá una investigación en la que será la palabra del subteniente contra la mía. O mi palabra contra la del capitán Gayarre... ¡o yo qué sé! Maldita sea mi estampa.

Entonces, justo entonces, justo en ese instante, oímos los disparos.

Lo recuerdo bien porque Eugenio estaba diciendo «estampa» y sonaron los dos estampidos. Porque fueron dos, casi seguidos. En seguida, el tercero. Quince o veinte segundos después, otros dos más.

Procedían todos ellos, sin duda, de la casa del subteniente.

Pensé que el corazón se me iba a salir por la boca y se iba a marchar dando saltos calle abajo. Pero logré apretar a tiempo los dientes.

Miré a Eugenio. Por difícil que pudiera parecer, había palidecido aún más. Un silencio atroz se había apoderado de toda la calle.

—Por Dios santo... —balbuceó—. Menuda ensalada de tiros. ¿Qué hacemos ahora?

—Allí veo un teléfono —dije, corriendo hacia una cabina cercana—. ¿Tienes monedas? Bueno, es igual. Supongo que en caso de emergencia se podrá hablar gratis.

—¿Qué vas a hacer? ¿A quién vas a llamar?

—¡Y tanto! ¿A quién llamo? ¿Al cero noventa y uno? ¿Al teléfono de la esperanza? ¿A la Policía Militar?

—¡Sí, eso es! A la Pe-eme. A los militares les gusta resolver sus problemas de puertas para adentro. ¡Ay, Dios, la que se va a armar aquí!

Llegué hasta la cabina jadeando de miedo.

Curiosamente, antes de haber descolgado el auricular, ya escuché la sirena de un vehículo de la Policía Militar, que se acercaba a toda pastilla.