Cubierta

Axel Torres

Axel Torres Xirau nació en Barcelona el 13 de marzo de 1983, pero vivió en Sabadell desde dos días después y hasta los veintisiete años. Empezó a dedicarse al periodismo antes incluso de entrar en la universidad. En sus comienzos alternó la narración de partidos de Segunda B y Tercera en Radio Salud con apariciones comentando fútbol internacional en la Cadena COPE. En 2006 fichó por Radio Marca, la emisora en la que dirigió Marcador Internacional, su programa más personal, durante ocho temporadas. Desde 2008, cuando lo fichó GolT, compagina la radio con la televisión. Actualmente presenta «El Club» en beIN Sports, es colaborador de la Cadena SER y dirige la web marcadorint.com. El fútbol le interesa como juego en sí mismo y como fenómeno social. Y aunque siempre se le ha asociado al seguimiento de campeonatos exóticos, el único club por el que sufre de verdad viste de arlequinado y jugó ante el Brujas en competición europea en 1969.

  1. Prólogo
  2. 1 Sabadell
  3. 2 Londres
  4. 3 Sevilla
  5. 4 Lisboa
  6. 5 medvode
  7. 6 Múnich
  8. 7 Swansea
  9. 8 Viena
  10. 9 Asunción
  11. 10 Tokio
  12. 11 Eibar
  13. Apéndice

PRÓLOGO

Quizá nadie me crea al leerlo, pero puedo asegurar que son contados los minutos que le he dedicado a hablar de fútbol con Axel Torres sin un micrófono enfrente de nuestras bocas. Hemos arreglado a nuestra manera la relación entre España y Catalunya, hemos establecido los límites de las relaciones personales y amorosas, y hasta qué punto resulta una opción sensata beberse la vida en solitario sin que haya una mano golpeando tu espalda cuando te atragantas. Hemos construido el Periodismo de verdad en infinidad de ocasiones, hemos puesto los cimientos reales de esta pasión que nos une para contar cosas y sin la que hoy no existiría ni este libro, ni estas letras, ni la propia amistad que sellamos en Barcelona cuando por primera vez vi el rostro de ese crío entregado a su labor que me sacaba un par de cabezas. Le hemos dedicado más de una charla a dirimir nuestras diferencias en lo literario, en lo cinematográfico, en lo musical. La de ocasiones en las que he alucinado con el móvil adosado a mi oreja por el tono con el que defendía no sé qué largometraje de no sé qué autor iraní. Yo siempre tan burlón y faltón. Él siempre tan cruel con su extenso silencio. Pero por encima de temáticas diversas —insisto, nada de fútbol se ha cocinado entre ambos—, me he pasado los años de mi relación con Axel Torres intentando demostrarle que del respeto hacia él pasé a la curiosidad, de la curiosidad al aprendizaje, del aprendizaje a la admiración y, de ahí, a ese estadio de fascinación que me produce su persona y su personaje. Admiro lo que es y lo que representa. Envidio la intensidad con la que todo le llama. Aplaudo su lista interminable de principios, de sueños, de prioridades. Me gusta hasta cuando todo en él se me hace raro. Porque es una delicia notar que, con el paso de los años, un tipo al que has visto crecer te siga seduciendo como el primer día.

Lo que también quiero expresar en estas teloneras palabras es que su idiosincrasia necesita ser contada. Cuando somos público ambicionamos la lupa, el detalle, descubrir hasta dónde va la realidad y cuáles son las cláusulas que establece una relación. Este es el desnudo púdico de alguien con permanente exceso de ropa, es el alma al aire que canta Alejandro Sanz de un tipo obsesionado con el recelo y la intimidad. El Axel Torres periodista se despliega, se muestra, se explica y se explaya. Siempre ha sido natural cuando relata sus conquistas y cuando asume sus batallas perdidas. Pero el consumidor de vidas que sostiene este ejemplar quiere indagar un poco más. Y no movido por ese morbo malsano con el que tantas veces nos topamos en el trabajo, en la vecindad, en los medios; hay una curiosidad natural y necesaria que nos invita a enfocar nítidamente a un gurú que nos susurra cosas, y al que siempre creemos. Pensemos a cuánta gente solemos dar crédito, analicemos las anchuras de nuestra confianza. Vivimos rodando en un mundo que cada vez nos es menos reconocible, donde todo es apariencia, donde todo es difícil de verificar. Nos asomamos al periodismo con una coraza puesta sabedores de que las palabras ocultas tienen casi más sentido que las que nos lanzan. Escuchamos, vemos y leemos sentidos literales que son ambiguos. Lo asumimos. Nos resignamos. Pero este estado de alerta ante lo falso también nos sirve para señalar al que se sale de la manada.

Quizá muchos no quieran pararse a descubrir qué hay de anómalo en un ser que nunca miente, que no traiciona, que prefiere callar a pronunciar algo que no le pertenece, que no sabe ni quiere fabricar. Pero, algunos, quizá sí queramos. Insisto en esa curiosidad propia del ser humano que sigue limpia de impurezas. Reitero que hemos asumido que los medios tienen intereses como los tienen sus prescriptores, pero que nuestro sentido de lo auténtico se activa, y es ahí donde podemos empezar a escarbar. No es habitual toparse con esta materia prima, un ser extraño que nos parece normal. ¿Y si encima nos detallan a qué se debe?, ¿y si la atracción se puede anclar a unos hechos vitales que de verdad la sostienen? Es magnífico el reto que afronta Axel Torres con «su» público, entonces. Es perfecta la ocasión para que el striptease sea total. La cabeza, el corazón, el olfato y el sentido de una vida de detalles en torno al balón, al paisaje y sus gentes. Vaya escenario que se nos abre ahora para poder pegarnos unos traguitos de ese elixir llamado vida.

Pero al autor de este libro no se le puede desposeer del deporte que le hace latir. Entender su realidad sin la pelota, sin los equipos, sin las grandes gestas que lo mueven, es como verlo de perfil, en una especie de ese 2D en desuso con el que la humanidad se ha venido malformando desde tiempos inmemoriales. De este libro espero relieve, color, alta definición. Por eso ahora manejo rápido el teclado del ordenador, porque deseo seguir descubriendo en las hojas venideras a ese ser cuya cara lunar siempre ha sido negra y desconocida para mí. A través de la radio apresé en el aire partes de su ideario futbolístico, quizá no sé concretar su ADN porque todo en el estudio lo paso por la máquina de la velocidad y el ritmo. Al hacer programas juntos, me pareció que empatizaba con los equipos pequeños, con los jugadores con causa, con las aficiones sufridas. Pero no me atrevo a ponerle bajo el palio de Bilardo o de Menotti. Desconozco si le tira más el tiki taka o esa doctrina directa «Premier» que es al fútbol lo que el saque y la volea a Wimbledon. Podría afirmar, eso sí, que es de acciones concretas, de lances que se recuerdan, de paradas con mística. De tardes de gloria clavadas en el calendario de un equipo especial. Su tono trascendente me saca de mi propio carril y atiendo y escucho y contextualizo hasta que pasa su euforia. Pero la radio, tan mágica para tantas cosas, no deja de ser una batida de olas continua acariciando con fiereza las palabras posadas en una orilla. Por eso necesito leer. Porque leerle es conocerle. Saber si, para él, fue natural dejar de ser jugador de fútbol aficionado con diecisiete años para entrar en el periodismo profesional. Cómo defendió a su Sabadell en el colegio, por encima de ese culé exultante acostumbrado a la mesa puesta con mantel de hilo. Por qué admiró a un portero de escasas ambiciones, por qué veneró a su primer profesor de inglés, el mismo que supo inocularle vía Leicester el virus del fútbol más longevo de Europa. Quiero descubrir a Rafa, el entrenador que le marcó, quiero imaginar la portería sin grada del Lepanto cuyas redes fueron a veces tan enemigas. Quiero entender cómo se destetó de su barrio y de qué forma se hizo más universal de lo que denotan siempre sus palabras cargadas de epítetos. Estas páginas son para eso. Para la sed, para el hambre, para la ansiedad.

Seguro que alguno espera con la lectura conocer más a la persona y así señalar dónde termina el personaje. No sé si la búsqueda tendrá premio. En las veinte primaveras que uno lleva haciendo camino en este gremio, me he topado con mucha gente: original, expresiva, ilusionante, estrambótica, con esas cualidades propias que brillan y que hacen girar cuellos y miradas a destellos. Pero en quilates de autenticidad, en masa de nobleza, en volumen de verdad, nadie ha logrado superar la pureza del autor de este libro. A la hora de ser y a la hora de ejercer. Por eso insisto en que no es tarea fácil desbrozar su profesionalidad para pulir su personalidad.

En definitiva, el recorrido que ahora empieza está plagado de curvas, de paisajes, de balones que surcan el cielo y de caras sin rostro que tendremos que imaginar como en la literatura más genuina. Este es el producto de un tipo genial que cumple etapas sin más pretensiones que las básicas: ser feliz con los pequeños detalles. O, al menos, no dejar nunca de intentarlo. Buen provecho.

Edu García

Madrid, enero de 2013

Sabadell

CAPÍTULO 1 SABADELL O cómo un profesor de Leicester y un entrenador menor de edad me cambiaron la vida

A Albert Burrull

Mi panorámica favorita de Sabadell se descubre tras un túnel. Viajando con el S2 de los Ferrocarriles de la Generalitat, dejando atrás Badia del Vallès —el pueblo de Sergio Busquets—, aparece en toda su inmensidad la única ciudad que en esta vida podré sentir como propia en toda su plenitud. El tren avanza desde la Universitat Autònoma hasta Sant Quirze, elevado varios metros por encima de esa enorme llanura por la que se extiende, alargada y aparentemente inacabable, la urbe que me vio crecer. Descansa a los pies de La Mola, el monte que preside la comarca y que ejerce de límite geográfico, de barrera natural, con el Bages y la Catalunya interior. Desde el aeropuerto —un modesto aeródromo en el que, según cuentan, hicieron las paces Valdano y Mourinho antes de reencontrarse en el Real Madrid— hasta las torres del Eix Macià —el distrito financiero, dice la Wikipedia inglesa, presentándolo con una foto de su skyline como si fuera el Pudong de Shanghái—, el viajero puede apreciar que aquella es una localidad de cierta magnitud y diferenciarla de los pequeños núcleos residenciales, coquetos y algo exclusivos, que se ha ido encontrando en su trayecto de 42 minutos desde el corazón de Barcelona. No sé si ese travelling lo prefiero de día, cuando todos los contornos y los colores —grisáceos, tenues, sociales— aparecen más definidos, o de noche, cuando la colección de lucecitas —lamparetes, cantaría Antònia Font— esparcidas por el espacio identifica que, en ese lugar concreto, vive, sueña, ama y sufre una comunidad de gente. Cuando el trayecto era rutinario, era complicado que aquella visión me despertara las emociones que sí logra encender ahora. El regreso a Sabadell, después de unos días fuera, posee esa magia inherente a los sentimientos íntimos y provoca ese entrañable cosquilleo, ese escalofrío electrizante que recorre todo el cuerpo y que está tan conectado con el amor.

La cultura popular ha llegado a acordar que Sabadell es una ciudad fea. Lo asumen, sin ningún tipo de rubor, la mayoría de sus habitantes. La luminosa Barcelona, con su arquitectura modernista, su salida al mar, sus barrios bohemios, sus callejuelas repletas de tradición e historia, está a veinte minutos en coche, y Sabadell no resiste la recurrente comparación. Sin embargo, pocas ciudades han logrado generar un sentimiento de pertenencia y orgullo como el que muestran, siempre que salen al mundo, muchos sabadellenses; aquellos que consideran Barcelona su «barrio marítimo», aquellos que presumen de su origen en todas partes, aunque el interlocutor no entienda exactamente cuál es el motivo de tanto regodeo. Yo pertenezco a esta segunda categoría de sabadellenses: la de los orgullosos. La de los que, desafiando cualquier lógica universal, un viernes por la noche se peleaban con los amigos que querían salir por Barcelona, llegando a argumentar que La República ofrecía mayor diversión que Razzmatazz. Y en realidad, repasando el historial de farras memorables, los entrañables locales del centro de Sabadell ganan por goleada en mis recuerdos: el Bemba, la Tete o, sobre todo, aquel Morrosko que sigue resistiendo el paso del tiempo con su decoración algo retro, el punto de encuentro de toda la juventud ya madura cuando los jueves por la noche sale de consumir en el Cineclub la única sesión semanal en versión original subtitulada que se ofrece en la ciudad.

Existía, en efecto, una división perceptible entre los sabadellenses de mi generación. Por un lado, los que no ocultaban su fascinación por la metrópoli cercana. Aquellos que, cuando salíamos a Europa, estaban deseando que les preguntaran «Where are you from?» para responder al instante, casi sin dejar un espacio de silencio, con un potente «Barcelona». Un «Barcelona» sin matices, sin titubeos, sin un ápice de duda interna. En el otro extremo, en un extremo de inferioridad numérica, estábamos los que queríamos reforzar con nuestros actos y nuestras elecciones una personalidad propia sustentada en rasgos ciertamente ambiguos, pero suficientes como para provocar en nuestras almas un arraigado sentimiento de pertenencia e identificación. Cuando en el bar más guay de Berlín un alemán de Prenzlauerberg nos repetía esa misma cuestión, el «Where are you from?», nosotros necesitábamos un poco más de tiempo para responder: «Sabadell, a city near Barcelona». Nótese que decíamos city, y no small city, ni town, que es lo que probablemente habría sido más acertado. Y es que en nuestra contestación podían detectarse algunos conceptos claves para entender nuestro orgullo: también el near, como símbolo de cierta resistencia, de rebeldía ante la asimilación de los aledaños como parte de un todo metropolitano, de rotunda separación. Sabadell no sería ni área metropolitana ni Catalunya central. Y ese sería uno de sus rasgos distintivos más marcados: esa existencia intermedia, esa permanente ambivalencia. El mundo, sin embargo, ha cambiado en las últimas décadas. Y mientras en tiempos de nuestros padres la conexión con Granollers, Igualada o Manresa era más común, nuestra generación prácticamente no se relaciona con ellas y se acerca cada vez más a Barcelona.

Esa división se refleja también en lo futbolístico y acaba configurando una curiosa rivalidad que, fuera de la ciudad, resulta bastante difícil de entender, pero que dibuja el día a día de la mayoría de niños en las escuelas y en los institutos. Al menos, en la zona del centro. En mi clase nunca se percibió un ambiente de confrontación Barcelona-Real Madrid o Barcelona-Espanyol. Básicamente, porque no había niños del Madrid ni niños del Espanyol. Creo que ninguno en todo el curso. En cambio, sí podríamos hablar de una pelea constante, una pugna dura y a veces cruel, entre los que eran del Barça —la mayoría— y los que éramos del Sabadell. Contextualicemos: éramos chicos del 83 que crecimos en el llamado centro histórico de la ciudad y acudíamos a un colegio concertado frecuentado por niños de familias de clase media y de la pequeña burguesía local, establecidas allí desde hacía varias generaciones. No había un solo alumno en nuestra clase que no tuviera el catalán como lengua materna. Nuestros padres habían vivido, en su infancia, los años más gloriosos del club de fútbol del lugar: los años de la cuarta posición en Primera División, de la eliminatoria de la Copa de Ferias ante el Brujas. Cuando nosotros nacimos se vivió un renacimiento de la esperanza: un doble ascenso, un regreso a la máxima categoría, un partido por la permanencia ante Osasuna que tuvo que repetirse por cuestiones federativas y que, con el campo lleno, acabó en una memorable victoria tras un gol del gran Barbarà que, sin haberlo vivido en directo, me emociona cada vez que lo reproduzco en YouTube. Había muchas razones para que algunas de esas familias, las nuestras, permanecieran fieles a unos colores, los sintieran suyos, propios, representativos a más no poder, íntimamente ligados a sus vidas. Lo que había ocurrido en Sabadell era único en Catalunya: un club de fuera de Barcelona había conseguido mantener una personalidad propia, una base de aficionados que solo lo amaba a él, que no compartía la simpatía con ninguna entidad gigantesca de la capital, que se había erigido en una alternativa válida en términos afectivos. Sin embargo, la amenaza estaba cerca y la fidelidad masiva peligraba. El doble descenso a Tercera División coincidió con el esplendor del Barça de Cruyff: Koeman, Stoichkov, Laudrup y Romario eran los ídolos de toda una generación de niños catalanes. Lo eran en Manresa, en Girona, en Igualada, en Terrassa y, por supuesto, también en Sabadell, donde la diferencia entre un club glorioso a escala mundial y otro perdedor, deprimido, casi herido de muerte y exiliado en las catacumbas del fútbol español provocó una interrupción en ese fervor de orgullo ciudadano que había mantenido a nuestro querido Sabadell en el fútbol profesional durante tanto tiempo. Era incluso comprensible: unos salían en la televisión a todas horas y contaban con dos periódicos deportivos que vendían a diario sus grandezas y los otros se tenían que conformar con la crónica del Diari de Sabadell, que no salía hasta el martes, y con el medio minuto de resumen semanal que ofrecía la televisión autonómica. Y, sin embargo, algunos resistimos. Algunos, a falta de pósters regalados en los suplementos, recortábamos las fotos en blanco y negro que publicaba la prensa local y nos hacíamos nuestras láminas con nuestros ídolos, jugadores de Tercera y Segunda B, y nos decorábamos la habitación con sus rostros. No lo hacíamos para ser héroes ni numantinos guerreros galos en un pueblecito de Armórica defendiendo una causa perdida y bondadosa ante la amenaza del Imperio del Mal. Lo hacíamos únicamente por amor. Por amor a la camiseta que nos habían regalado nuestros padres. Por amor a las tardes de domingo que nuestros abuelos habían pasado en el estadio, según nos contaban. Porque entendíamos que, un poquito, nuestra propia existencia se había forjado en ese campo, con esos colores en la mente de nuestra gente, y que quizá el mismo día que nacimos, el Sabadell jugaba un partido y a ellos les importaba el resultado. Porque las calles que pisábamos habían celebrado grandes victorias. Porque la ciudad que nos acogía, que nos agrupaba en una comunidad de gente, había sentido —de forma común, grupal, social, colectiva— placer y dolor siguiendo a su equipo. Y ni la realidad presente de aquellos tiempos duros de nuestra adolescencia nos parecía razón suficiente para desistir. Nuestro gran aliciente del fin de semana era escuchar partidos por la radio que se jugaban en Gandia o en Ontinyent y en los que lo único que estaba en juego eran tres puntos para escalar dos o tres posiciones en una clasificación en la que casi siempre andábamos por la zona media.

En realidad, esa pelea diaria que se vivía en clase estaba bastante desequilibrada. Aunque conseguimos arrastrar al campo de manera habitual a algunos compañeros, los únicos que éramos del Sabadell y solo del Sabadell éramos Albert y yo. Nos entendíamos el uno al otro y combatíamos las burlas de los compañeros de clase, que se mofaban de nuestro equipo de Tercera, de nuestra filiación a un club perdedor. Si las rivalidades nacen en las escuelas, si Jonathan Stevenson, el experiodista de la BBC, cuenta que en su Nottingham natal, en su más tierna infancia, los niños acudían a clase con las camisetas del Forest y del Notts County, en la Sabadell que yo conocí, la segregación escolar dividía a los hinchas del Sabadell y a los hinchas del Barça. Por desgracia, esa confrontación nos perjudicó más a nosotros que a ellos, porque alejó de la Creu Alta a gente que, pese a ser culé, podía sentir cierta simpatía por el club de su ciudad. Supongo que era el precio que había que pagar por el pasado glorioso, por haber sido lo suficientemente grandes como para que, aunque fuera una minoría, hubiera un grupo de personas que se sentían lo suficientemente representadas por su club local sin tener la necesidad de compartir ese amor con el vecino rico de al lado. Es muy difícil que un niño sea aperturista, y entonces aún no entendía que con los 2.000 fieles de siempre nunca regresaríamos a la élite, que había que abrir la puerta con una sonrisa a los más de 15.000 que, sin ser acérrimos seguidores, sin que su equilibro emocional dependiera casi exclusivamente de nuestras victorias y derrotas, querían que el equipo ganara, consultaban el resultado en el periódico y preguntaban el lunes en el trabajo «Què ha fet el Sabadell?». Con el paso de los años, uno va forjando un temperamento más pactista, menos visceral, y las rivalidades se matizan y se difuminan. Si en la infancia deseaba que el Barça perdiera para devolverles el golpe a los que se mofaban de nuestras miserias, ahora he aprendido a sufrir, saborear y llorar solo nuestros resultados. Que el Barça gane, empate o pierda ha dejado de afectarme desde un punto de vista afectivo o emocional. Me deja indiferente.

El Sabadell, en cambio, se ha convertido en algo tan íntimo, tan relacionado con mis emociones y con mis seres queridos, que me cuesta mucho hablar de nuestros partidos en público, en Twitter, en los medios de comunicación en los que colaboro. Cuando ganamos, a los pocos minutos de terminar el encuentro, siento necesidad de llamar a mi padre, a mi hermano, a Albert. A veces me parece que los partidos del Sabadell no tienen nada que ver con el resto de partidos que veo por televisión. Por mi club siento amor; por el fútbol mundial, deseo de conocimiento, curiosidad casi científica. Se diferencian ambos como razón y pasión, como sentidos e intelecto. El fútbol de mi equipo es el que me afecta; el del resto del mundo, me interesa. Y creo que me interesa, precisamente, por la particularidad de mi filiación local. Porque siendo del Sabadell me es más fácil entender que un Viktoria Plzen-Mladá Boleslav levanta pasiones, algunas pasiones, minoritarias pasiones, pero intensísimas pasiones desde un punto de vista individual. Creo que el fútbol no es solo espectáculo. No es solo el nivel, la jugada perfecta, la belleza de la combinación precisa a alta velocidad, la gambeta, el disparo a la escuadra, la parada a mano cambiada, el quite abajo en una entrada contundente y limpia. El fútbol es la emoción del himno y el escudo, de la gente con su gente, y esa emoción se siente igual en un campo de 120.000 espectadores, en un Barcelona-Madrid, que en un Shamrock Rovers-Bohemians de la liga irlandesa. Cuando veo nombres de equipos raros, pienso en sus niños con sus camisetas y con sus ídolos. Y sé que merecen ser tomados en serio.

Con Albert llegamos a pelearnos una vez, cuando éramos niños de doce o trece años, porque en clase fundamos una peña, la medio oficializamos, salimos en el periódico local, y ambos queríamos ser presidentes. Creo que me enfadé porque salió publicado que el presidente era él y le obligué a llamar para que rectificaran la noticia. Liamos algunas bastante gordas. La pancarta que llevamos al estadio la pintamos en una sábana blanca con pintura que cogí de la tienda de modelismo de mi padre durante la hora del recreo del colegio. Un día, en un Sabadell-Terrassa, organizamos el primer mosaico de la historia de la Nova Creu Alta: compramos globos azules y blancos, fuimos el sábado por la mañana a situarlos en los asientos de la grada de preferente del campo, y debajo colocamos una notita, en un papelito escrito a mano —creo que hicimos más de cuatrocientos y nos ayudaron todos los compañeros, incluso algunas niñas a las que el fútbol les importaba más bien poco— que simplemente decía: «Hacemos un mosaico de globos. CRIT ARLEQUINAT». Creo que perdimos el partido.

Luego fuimos recogepelotas. No sé cómo lo logramos, pero de repente nos dieron un chándal y un señor nos contó cómo teníamos que comportarnos, según si ganábamos o perdíamos. Un día que el equipo necesitaba marcar un gol, el árbitro pitó fuera de juego y el balón quedó cerca de la banda. No se me ocurrió otra cosa que entrar corriendo al campo y dársela al portero del otro equipo para que sacara rápido. El linier me pegó un broncazo, pero lo peor fue que el partido acabó en empate y me pasé toda la semana preocupado por si nos iban a quitar el punto porque yo había infringido alguna ley importantísima que conllevaba la derrota por decreto federativo.

Aunque lo mejor de ser recogepelotas era estar detrás de Jordi. Tener a Jordi a pocos metros. Saludar a Jordi cuando llegaba del vestuario y medía los pasos. Darle el balón a Jordi. Jordi fue mi primer ídolo real, probablemente el único. Porque Barbarà me pilló demasiado niño y porque todos los que vinieron después venían después y ya no era lo mismo. Jordi González fue nuestro portero durante más de diez años, aunque a veces no era titular porque tenía un carácter muy fuerte y chocaba con los entrenadores. Jordi hizo algunas heroicidades, como inscribirse como directivo en una Junta provisional cuando el club estuvo cerca de desaparecer. La leyenda también contaba que lo quisieron el Sporting de Gijón y el Espanyol y no quiso ir a Primera porque era fiel al Sabadell. Yo estaba convencido de que Jordi era el mejor portero del mundo. Hubo una época en la que casi me obsesionaba: celebraba las lesiones de los guardametas que competían con él por la titularidad, y a veces hasta tenía la sensación de que me alegraba de que fallaran, aunque esto último me hacía sentir mal, como si hubiera pecado.

En la temporada 2000-2001, llegó al Sabadell Manolo Almunia. Era un portero que venía rebotado de Osasuna; al parecer había estado cedido en el Cartagonova y no había jugado. Cuentan que su pretemporada fue horrorosa, lo cual me causó una gran alegría. Así que el entrenador Pere Valentí Mora no tuvo otro remedio que darle la titularidad a Jordi. Aquel año, teníamos un equipazo y empezamos goleando en Castellón 1-4 en un partido que fui a ver con mi padre, ya que había empezado a escribir las crónicas para la web oficial del club —en una época en la que realmente internet casi empezaba, y en la que la directiva no tenía ni idea de lo que era una web, así que dos socios con amplios conocimientos informáticos la crearon y consiguieron que el Sabadell la aprobara como web oficial—. Ganamos los primeros partidos, e increíblemente, más o menos en la jornada 13, después de una derrota en Premià, Mora se cargó a Jordi. Sentí rabia. Mucha rabia. Jugábamos en Tarragona ante el Nàstic y cada vez que Almunia hacía una parada yo no podía dejar de sentir cierta amargura. Aquel no era mi portero. Empatamos a cero, así que Almunia continuó jugando y acabó aquella temporada, en la que casi subimos, como portero menos goleado de la categoría. De hecho, fue su temporada en Sabadell la que empezó a cimentar su escalada hacia la élite, pero yo me pasé años diciendo que no había estado tan bien y que Jordi era mucho mejor portero. No sentí cariño por Almunia hasta la final de París. Entonces, cuando todo el mundo se burló de él, cuando se le responsabilizó —injustamente, para mí— de la derrota del Arsenal ante el Barça, nació en mi interior un gran aprecio por él. Solo entonces, con Jordi ya retirado, hice las paces con Manolo Almunia.


Sabadell fue, evidentemente, la ciudad en la que conocí a algunas de las personas que más influyeron en mi forma de entender el fútbol y el periodismo. Gente que me marcó. Individuos que en su momento me impresionaron hasta grados cercanos a la obsesión. Creía en ellos. Aprendí de ellos. Rafa era un joven que había crecido en un barrio llamado Poble Nou, al otro lado del río Ripoll, geográficamente aislado del núcleo principal de la ciudad, absolutamente opuesto, desde un punto de vista social, al centro. Había empezado a jugar a fútbol en el club de aquella zona, el Unión Salud, que recogía el nombre del santuario local, situado muy cerca de allí. Su padre había entrenado muchos años al equipo, y toda la familia era muy futbolera. Rafa era un central muy alto, fuerte, que pronto empezó a destacar y al que el Sabadell acabó fichando. También ahí parecía estar por encima de la media, así que, siguiendo el orden lógico y natural de los acontecimientos, acabó en el Barça, a pesar de que él era seguidor del Real Madrid. No tuvo mucha suerte, aunque su estancia en el club azulgrana le sirvió para coincidir con Xavi Hernández y compartir vestuario con él. Aún recuerdo el día en el que Xavi fue convocado por primera vez con el primer equipo del Barça y Rafa nos advirtió de que estábamos ante el nacimiento de una estrella. A los dieciséis años, unos problemas físicos amenazaban con interrumpir su prometedora carrera y, mientras intentaba recuperarse, empezó a entrenarnos a nosotros: al equipo escolar del infantil del Sabadell. Escolar es un matiz importante. No formábamos parte del fútbol base, donde solo podían jugar aquellos que habían sido seleccionados. Nosotros nos habíamos apuntado, pagando una cuota, y el Sabadell había creado un nuevo equipo para que pudiéramos jugar en una liga vistiendo los colores arlequinados. En un primer momento, solo contra las escuelas de la ciudad. Luego, al ver que nos lo tomábamos muy en serio y que en el equipo había más calidad de la que en un principio se podía haber pensado, nos federaron y empezamos a competir de verdad. Los dos años que pasé con Rafa constituyeron mi mayor educación futbolística.

Rafa era un chico de barrio, directo. No era un gran estudiante, pero tenía una apreciable inteligencia práctica y hablaba claro. Sabía comunicar. Y, sobre todo, sabía en qué consistía el fútbol. Lo había mamado desde pequeño. Lo había sentido en primera persona en vestuarios tan distintos como el de sus colegas de la calle, el de los elegidos de la ciudad y el de esa especie de selección de excelencia que era el Barcelona. Rafa y yo no nos parecíamos en nada. Nuestras educaciones habían sido absolutamente distintas. Nuestros contextos sociales y familiares, nuestras lenguas maternas, nuestras motivaciones espirituales últimas… se encontraban en polos opuestos. Pero desde el primer minuto me impresionó. Desde el primer minuto me lo creí. Con él aprendí que el fútbol se siente, se sufre, se disfruta en los días de lluvia lanzándose a los charcos y al barro. Con él supe que el fútbol nos acompaña durante la semana, a todas horas, y que el resultado del sábado lo llevamos grabado los seis días siguientes. Con él entendí conceptos de compañerismo, de hambre, de sacrificio, de compromiso. Fue un máster acelerado de fútbol desde dentro. Rafa no me convirtió en un portero profesional, porque probablemente yo no tenía las habilidades necesarias para ello. Pero me proporcionó los conceptos, las sensaciones, las experiencias… que me permiten ahora intentar ponerme en la mente de los jugadores, hacer el esfuerzo de entender qué es la competición. Es curioso: él jamás tuvo ninguna relación con el periodismo, pero me hizo mejor periodista.

Lo que más me impresiona ahora, cuando echo la vista atrás, es darme cuenta de que Rafa tenía entre dieciséis y dieciocho años cuando nos entrenó. En aquel momento, su autoridad era indiscutible. Y quizá solo era un par de años mayor que nosotros. Pero era pura madurez, puro liderazgo, una personalidad monumental. A veces, en el primer entrenamiento de la semana tras una derrota, la sesión consistía, únicamente, en una charla. Una charla más motivacional que técnica. Pero una charla interesantísima. Una charla absorbente. Una charla fascinante. Una hora y media de charla. Un entrenador de diecisiete años dirigiendo a un equipo escolar dedicaba una sesión entera a darle vueltas y vueltas a lo que habíamos hecho mal, a la actitud con la que habíamos afrontado el partido, a cómo debíamos sentirnos en aquel momento. Cuando el asunto se volvió más serio y nos federamos, todos los viernes nos sentaba en el vestuario y, al dar la convocatoria, razonaba, uno a uno, por qué nos había incluido o por qué no. Creo que esas charlas de Rafa me gustaban más que el propio entrenamiento.

Tengo un par de anécdotas de Rafa que definen su carácter, su forma de entender el fútbol, hasta qué punto tenía interiorizado que aquello era lo más importante de nuestras vidas. Un día nos reunió a todos en el vestuario, como de costumbre, y nos alertó sobre la relación entre las masturbaciones y el rendimiento. Nos comentó que un exceso en aquella práctica podía provocar, por ejemplo, que las rodillas estuvieran más cargadas, y nos pidió que intentáramos evitarlas los días anteriores a los partidos. Casi estableció un calendario de días en los que era más adecuado —o menos nocivo— masturbarse. Puede parecer una gilipollez, pero Rafa era capaz de detectar, viéndonos entrenar, quién se había masturbado recientemente y quién no. Sobra decir que yo le hacía caso, y que me sentía culpable, casi avergonzado, por haber pasado por alto una responsabilidad cada vez que no podía resistirme e incumplía la norma del entrenador. No sé cuánto había de psicológico o no, pero durante un verano jugué con un amigo a cronometrar nuestros tiempos de nado en la playa, cada día con el mismo recorrido, de la orilla a la boya. Los mejores tiempos los hacía siempre las mañanas siguientes a no haberme masturbado por la noche.

Rafa escandalizó a nuestras familias cuando, en las Navidades de nuestra temporada federada, programó sesiones de entrenamiento todos los días. Ya que no teníamos clases, había que aprovechar para entrenar por las mañanas, dijo, y nos mandaba al bosque de Can Deu o a otras instalaciones de la ciudad en las que tenía contactos para poder ejercitarnos incluso cuando nuestro campo de entrenamiento no estaba disponible. Creo recordar que se le ocurrió incluso poner un entrenamiento el día 25 de diciembre. Hubo mucho debate sobre aquello, y no recuerdo si es que al final no se acabó haciendo o si yo simplemente no fui.

Obviamente, algunos jugadores del equipo no soportaban a Rafa. Exigía un compromiso, algo parecido a la profesionalidad, en un contexto absolutamente amateur, de diversión, casi de actividad extraescolar. Muchos no lo entendían o, simplemente, se acercaban a aquello mucho más relajados, solo motivados por el placer de jugar a fútbol, de divertirse. A mí en cambio me potenció el acercamiento al juego. En nuestra segunda temporada, anoté en una libreta, después de cada partido, nuestras alineaciones, los cambios, los mejores jugadores, las descripciones de los goles, etc. A final de temporada tenía ahí todos los datos. Cuando el equipo se disolvió el verano siguiente, a Rafa le pidieron que seleccionara a los mejores para hacer la pretemporada con el Cadete A del fútbol base del Sabadell. Me incluyó en la lista, supongo que porque había detectado que era de los que me lo tomaba más en serio. Más por actitud que por aptitud, intuyo. Ninguno de nosotros se quedó en la plantilla —en la que estaba, por cierto, Xavi Muñoz, un medio centro que llegaría luego al primer equipo—, aunque el Sabadell decidió cedernos al Lepanto, un equipo de barrio en el que empezó a jugar Oleguer Presas.

El Lepanto era una de las entidades más modestas de la ciudad, y su equipo cadete era el único que no estaba en la categoría más baja. Nuestras cesiones debían ayudar a mantener al equipo en esa penúltima división que representaba la gloria absoluta para el club. De hecho, nuestros resultados eran más importantes que los del juvenil o los del equipo amateur, porque deportivamente éramos los que estábamos más arriba y todo el mundo relacionado con la institución estaba pendiente de nosotros. Sonará extraño y sobredimensionado, pero en el Lepanto sentí presión. Mucha presión. Empecé mal, comiéndome goles ridículos en el primer partido, y en seguida me di cuenta de que los compañeros no me tenían ninguna confianza. Fue un año de sufrimiento. De sufrir en los partidos, de sufrir en los entrenamientos, de sufrir esperando los resultados de los rivales directos. No lo pasé bien, lloré mucho, y me planteé dejarlo varias veces. Me quedé hasta el final, y gracias a una carambola en la última jornada, salvamos la categoría. El año siguiente, a los pocos meses, cerca de cumplir los diecisiete años, dejé de jugar a fútbol definitivamente. Ahora, visto con perspectiva, sé que en el Lepanto aprendí mucho, y recuerdo con cariño aquel campo que ya no existe, lamentablemente reconvertido en aparcamiento. Era una cancha entrañable: la más humilde de la ciudad, con vestuarios antiguos, con la calle justo detrás de la portería, sin valla ni red protectora para detener los balones, con un pequeño y carismático bar en el que comprábamos los bocadillos tras los partidos. Esa pelea por la supervivencia en una penúltima división me ayudó a entender lo importantes que son las pequeñas batallas. Lo feliz que te pueden hacer los triunfos minúsculos. Hasta qué punto una permanencia en una categoría cadete puede llegar a ser tan importante como una final de una Copa de Europa. Aquella temporada parecía el trabajo de final de carrera que nos había encargado Rafa tras pasar por su universidad del compromiso. En muchos momentos, cuando estábamos abajo en la tabla, cuando el entrenador no se hacía con el equipo, nos acordamos de él. Los que veníamos del Sabadell nos llegamos a plantear llamarle y pedirle que viniera a ayudarnos. Pero no ocurrió. No volví a verlo, y sigo sin haberlo visto desde el final de la temporada 1997-1998. No sé nada de él. Pero sé que, en lo futbolístico, le debo mucho de lo que sé.

Casi contemporáneamente a Rafa, conocí a Jonathan Dilks. Fue mi primer profesor de Inglés en la academia FIAC, la más conocida y afamada del centro de Sabadell. Hasta aquel momento, siempre había sentido curiosidad por el fútbol internacional —era un adicto al programa de Canal 33 que emitía resúmenes de ligas extranjeras—, pero no devoraba partidos íntegros en directo ni seguía diariamente la actualidad de la Premier League. Estaba más ocupado inventando jugadores y resultados para una liga de fantasía, casi un universo paralelo imaginario que se convirtió en la mayor distracción —y diversión— de toda mi infancia y de prácticamente toda mi adolescencia. Con Robert, con el que nos inscribimos juntos a aquel curso —y que también conoció a Rafa, porque jugó un año conmigo en el escolar del Sabadell, aunque él no lo apreciaba tanto, porque lo colocó de extremo derecho y no de delantero—, siempre comentamos que, en realidad, quien me cambió la vida fue Jonathan Dilks. Recuerdo el primer día que llegamos a clase y nos dijo que era de Leicester. La noche anterior, el Leicester había perdido con el Atlético de Madrid en la Copa de la UEFA, así que nos mofamos de él. No le gustó. Era un hincha acérrimo del club de su ciudad. Un ser, en este sentido, parecido a mí: amaba tanto a su equipo que sentía necesidad de explicar sus batallitas al resto del mundo, como creyendo que realmente a la gente podían interesarle. Y no, a la mayoría de la gente que no era de Leicester, la actualidad del Leicester City le importaba poco. Pero a mí sí.

No sé si fue por pura empatía, por afinidad de caracteres o por esa curiosidad que desde niño me hizo sentir interés y atracción por el fútbol de fuera, por el fútbol que se pronunciaba en otras lenguas, pero desde muy pronto me fascinaron aquellas historias de los foxes. Jonty me convenció de que Leicester era una ciudad parecida a Sabadell: industrial, de similares dimensiones, ensombrecida por una metrópoli cercana —Birmingham—. Un lunes por la tarde en el que teníamos clase me dijo que aquella noche Canal Plus pasaba un Leicester-Tottenham, y que estaría bien que lo viera. Lo hice. A las nueve estaba pegado al televisor, esperando el partido. Había un ambiente especial en el campo. El Leeds se había quedado sin entrenador y Martin O’Neill, el respetadísimo manager del Leicester, era el gran candidato para ocupar el banquillo de Elland Road. Los aficionados llenaron Filbert Street, el coqueto estadio local, y mostraron carteles en los que se podía leer «Martin Don’t Go!». Fue una noche memorable. El Tottenham empezó ganando, pero el Leicester acabó dándole la vuelta al encuentro tras una magnífica segunda parte redondeada con un golazo de Muzzy Izzet. Me enamoré de aquel equipo, literalmente. De su centro del campo, con Neil Lennon y Robbie Savage. De la habilidad en la media punta de Izzet. De los centros desde la banda izquierda de Steve Guppy. Del liderazgo desde la posición de central de Matt Elliott. Y de la pareja de delanteros formada por Tony Cottee y el prometedor Emile Heskey, un joven local criado en la cantera y que era la gran esperanza del club. Martin O’Neill, emocionado por el apoyo de la gente y extasiado por lo especial de aquella remontada, dijo que se quedaba. Y yo, desde aquella noche, fui un aficionado más de los foxes.

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Cuando en verano de 2000 José María García se marchó de la COPE y entró el equipo de Abellán y Edu García, yo, que era oyente fiel de los deportes de aquella emisora y sentía un deseo ardiente de empezar a hacer cosas en la radio —esa era mi gran preocupación en aquella época, más que cualquier asunto relacionado con chicas, el sexo o el amor—, quizá animado por el carácter abierto y moderno que parecía percibir en las nuevas voces que escuchaba a través de las ondas, mandé varios correos electrónicos ofreciéndome para hablar de fútbol extranjero. Entre ellos, un informe detallado del Leeds United, rival aquella semana del Barcelona en la primera jornada de la Champions League 2000-2001. En una época en la que aún no proliferaba una afición tan extendida por el conocimiento al detalle de los equipos extranjeros, aquel documento impresionó a la gente de la COPE lo suficiente como para llamarme y meterme en antena. Al día siguiente estaba en la cabina de prensa del Camp Nou comentando un partido que acabó 4-0. Tenía diecisiete años y cursaba segundo de bachillerato. Me agarré a esa puerta abierta con la intensidad de los sueños juveniles, y a partir de aquella oportunidad me fui metiendo de lleno en el periodismo. Quizá lo habría conseguido de otro modo —o quizá no, quién sabe—, pero aquel informe del Leeds United jamás lo habría podido escribir si no hubiese conocido a Jonathan Dilks.

Jonty se marchó de Sabadell justo antes de aquello. Desde Inglaterra me mandó cintas de casete con entrevistas de Radio Leicester. Perdí su contacto, lo recuperé luego tras una búsqueda casi obsesiva por internet, nos intercambiamos algunos mails y luego lo volví a perder definitivamente. No recuerdo si llegué a comentarle que, gracias a él, había cumplido el sueño de empezar a hacer radio. Ahora, de vez en cuando, pongo su nombre en Twitter, en Facebook y en Google, pero no tengo suerte y sigo sin saber dónde está ni qué hace. Al igual que sucedió con Rafa, desapareció de mi vida tras haber ejercido una imborrable influencia sobre ella.

En aquella época, yo no podía entender cómo Jonty había sido capaz de abandonar su amada ciudad, cómo había podido sacrificar el poder ir al estadio a ver los partidos de su equipo. Una vez se lo pregunté y me dijo que el fútbol era muy importante, pero que también había una vida por vivir. Pensé que me costaría hacer lo mismo, pero al poco tiempo yo estaba dejando de acudir a la Nova Creu Alta para poder hacer realidad mi sueño de convertirme en periodista, e incluso, algunos años después, en 2010, me mudé a Barcelona y dejé de vivir en Sabadell. Me fui a Gràcia, un barrio encantador y repleto de vida, con ambiente de pueblo independiente de la gran urbe durante el día, y con una oferta de bares, restaurantes y cafés comparable a las de las ciudades europeas más cool, por la noche. Fui a Gràcia porque ya conocía Gràcia: todos los viernes, desde hacía ya un buen tiempo, bajábamos en tren desde Sabadell con un par de amigos para ir a ver cine independiente al Verdi y para cenar y tomar unas copas por unas calles que parecían descubrirnos un nuevo mundo, repleto de luces y alegría. En Gràcia me siento como en casa porque, además, la gente de Gràcia de toda la vida dice que aquello no es Barcelona. Incluso los hinchas —quedan pocos— del club del barrio, el Europa, sienten el mismo tipo de distancia hacia el Barça que sentimos los del Sabadell. Allí vivo ahora, consciente de que nuestra existencia es irrepetible y que quizá mi inquietud, mi deseo de conocimiento, solo se va a saciar si consigo probar varios entornos, sentirme habitante de varios lugares, tener unos cuantos cafés repartidos por el mundo en los que me sepa cliente habitual. Sin embargo, cada semana vuelvo a Sabadell para ver a mi gente. Y al salir del tren, pocos minutos después de contemplar aquella panorámica que me hipnotiza, cuando subo las escaleras y llego a la Rambla, todo es tan familiar y reconocible que mi yo se abruma. A veces paseo cuando cae la tarde por las callejuelas cercanas a Sant Fèlix y me encanta saludar a gente, encontrarme a conocidos que forman parte de la comunidad humana que es más mía. Me acerco a la Tete, el bar en el que planeamos tantos InterRail y tantos viajes; el café puntual de cada tarde a las cinco, llenando nuestras horas muertas y vacías cuando éramos universitarios; el local de tantas noches en las que los amigos de unos se mezclaban con los amigos de otros, porque al fin y al cabo todos éramos gente de Sabadell, del centro de Sabadell, y esto nos unía. Me acerco a la Tete y me alegro cuando me encuentro a Dolors, una de las personas que mejor representa y siente el sabadellanquismo, la organizadora en su día del famoso Quinto de l’Indus, un juego autóctono parecido al Bingo que hacía furor entre la sociedad local en las fiestas navideñas. Dolors es tan catalanista como antibarcelonista, una mezcla que a muchos les puede resultar extraña, pero que en Sabadell no lo es tanto. Ella tuerce el gesto cuando en La República, nuevo lugar de moda del centro, ponen el himno del Barça a todo volumen y la mayoría de los presentes lo canta con furor. Entonces siente que su ciudad está alienada y no entiende nada. Probablemente se acerque a la barra, pida otro ron con cola, y espere que llegue mañana para ir con su padre a la Creu Alta.