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Con un retraso de cinco horas llegó el avión al aeropuerto Mohammed v de Casablanca. Habían sido bastantes horas de vuelo y poco habían podido descansar debido a las fuertes turbulencias con las que se encontraron.

Tras pasar el lento control de pasaportes, recoger la maleta y cambiar algo de dinero en el banco, se dirigió al exterior donde faltaban pocos minutos para que llegara el autocar que la llevaría hasta Marrakech.

Poca gente había en el autobús. Sara aprovechó para sentarse en primera fila y en el lado opuesto al conductor. Desde ahí, y ante un gran cristal delantero podría observar mejor el camino que seguía el autocar.

Pasaron primero por Casablanca para recoger algunos pasajeros que se dirigían hacia el sur. La ciudad empezaba a amanecer y las calles se encontraban repletas de personas yendo de un lugar a otro o simplemente sentadas junto a un bordillo dejando pasar el tiempo. Los pequeños taxis rojos circulaban por todos los lados transportando tantas personas como entrasen en el coche, aún sin conocerse de nada. Unos subían y otros bajaban y a veces pagaban al taxista con lo que llevaban encima, como huevos, pollos y otros productos. Pensándolo bien, era una buena forma de entablar amistad.

Casablanca no era una ciudad bonita ni limpia, pero su gente, como casi toda en Marruecos era de lo más acogedora que pueda existir en el mundo. Cordiales y abiertos, recibían con afectuosidad a los extranjeros.

Casas y casas de tonos blancos oscurecidos por la polución y contaminación de los humos de las fábricas y del gas que desprendían los coches, se apilaban entre ellas como piezas caídas del cielo sin orden ni concierto. Toldos grandes, pequeños, descoloridos por el sol, cubrían las entradas de las tiendas.

Se podían ver muchos edificios sin acabar de construir, esperando que sus propietarios recibieran nuevas remesas de dinero que les permitieran seguir comprando material y poder pagar a los obreros para continuar levantando sus casas. También formaba parte del paisaje de Casablanca, y de todo Marruecos, la cantidad de mezquitas con sus minaretes desde donde el muecín llamaba al rezo.

Palomas y palomas volaban y se posaban sobre los innumerables terrados de las casas, los cuales eran aprovechados para colgar la ropa o para poner las antenas de televisión.

—En aquella superficie tan grande que se ve junto al mar, van a construir la mezquita de Hassan II —comentó el chófer del autocar. Será una de las más grandes y modernas del mundo, y su minarete se verá desde cualquier punto de la ciudad. Dicen que llegará a tocar el cielo.

Se empezó a construir a finales del año noventa y dos y tardó cinco años en finalizarse.

El chófer les siguió contando cosas de la historia y cultura de Marruecos mientras tomaba la carretera del sur.

Marrakech estaba situada a unos doscientos cuarenta kilómetros de Casablanca y la vía entre las dos ciudades

estaba bastante desértica aunque en el lugar menos pensado aparecían pequeños poblados paralelos a la carretera, llenos de gente apilándose en las innumerables tiendas o junto a las paradas de autobuses. Calles adyacentes de tierra sin asfaltar, carros tirados por burros «aparcados» junto a la carretera, motocicletas transportando tres o cuatro viajeros, o simplemente llevando hacia algún lugar a un cordero vivo en la moto como si fuera un pasajero con cara de «asombro», configuraban el paisaje urbano de esos núcleos surgidos en medio de grandes descampados, donde sólo se podían ver algunas casas construidas con barro, de color ocre, y marroquíes vestidos con los humus o selham tapándose la cabeza con una amplia capucha. El nivel de vida fuera de las grandes ciudades era muy inferior y se comprobaba solamente viendo el ambiente y la forma de vivir.

A unos cuarenta y cinco minutos antes de llegar a Marrakech se detuvieron a comer en el pequeño pueblo Benguerir, situado en la Ville de 1? Avenir.

Descendieron del viejo autobús y entraron en un restaurante que estaba situado casi al final del pueblo. Tenía las mesas de madera cubiertas con manteles de cuadros rojos y blancos y la suave brisa que entraba por las ventanas abiertas levantaba las blancas cortinas de encaje. Todavía era un poco temprano para comer, pero Mustapha, el chófer del autocar, pidió una tajine de ciruelas con sésamo y almendras.

-—Supongo que debe ser un plato ligerito —le dijo Sara en francés al conductor.

—Pues no del todo, es un plato de carne y verduras que se cocina en el mismo recipiente de barro, en el tajine, y se cubre con esta tapadera cónica también de barro.

—Debe de estar bueno —le respondió Sara.

—¡Muy bueno! y después de comérmelo, con las baterías recargadas, os puedo llevar a cualquier parte del planeta. Esa mezcla de sabores salados y dulces le dan un gusto especial. Mi mujer lo suele cocinar los días festivos.

—Tendré que probarlo —comentó Sara—, pero prefiero hacerlo en otro momento. Ahora sólo tengo sed.

—Bebe un té —dijo Mustapha—, te aliviará la sed. ¿Has probado alguna vez el té marroquí?

—No, ¿es que tiene algo especial?

—Sí, la forma de prepararlo. Se colocan hojas de té en la tetera y se les hecha agua hirviendo, después... vamos a pedirte uno y te lo sigo explicando.

El camarero trajo una bandeja redonda plateada de hierro tallada a mano, con una tetera y dos vasos pequeños de cristal.

—¡Qué dibujos más bonitos están grabados en la bandeja y en la tetera! —comentó Sara.

—La bandeja se llama sinía y representa la tierra, la tetera representa el cielo, y los vasos la lluvia.

—¡Claro! —exclamó Sara-. El cielo a través de la lluvia se une a la tierra.

—Veo que eres buena observadora. Siempre te traen el té de esta forma.

—Sígueme contando Mustapha, ¿y después de echar el agua caliente?

—La primera infusión se tira, y luego se le añade las hojas de menta que da ese sabor tan característico. Le ponen azúcar, ¿te gusta con mucho azúcar?

—Sí, bastante. Soy muy dulce —dijo Sara sonriendo.

—No lo dudo, además de atractiva—añadió Mustapha, con un tono de confianza—. Sigamos que me distraigo. Después se vuelve a llenar la tetera con agua hirviendo y se espera unos minutos. Así es como te lo sirven en la mesa.

Mustapha tomó la tetera caliente por el mango agarrándola con la servilleta de papel, la levantó unos cuarenta centímetros y llenó hasta la mitad los dos vasos.

—¿Por qué levantas tanto la tetera?

—Porque es la única forma para que provoque esta espuma en el vaso que nosotros tanto apreciamos. Venga pruébalo, y cuidado que quema.

—Realmente es una ceremonia ver cómo se prepara el té. Sara cogió el vaso por la parte superior con dos dedos, mientras soplaba en su interior para enfriarlo.

—¡Qué bueno está! Creo que me tomaré la tetera entera.

Al acabar de comer, Mustapha y algunos otros marroquíes se fueron a rezar a una sala contigua al comedor. Sobre una pequeña alfombra rectangular y mirando hacia La Meca, iniciaron sus plegarias.

Sara se quedó esperando mirando los cuadros de desiertos y tuaregs pintados al óleo que colgaban sobre las paredes. Sobre unas escalinatas de mármol que daban a otro comedor, había un cuadro con una poesía escrita por Abu Nuwas entre los años 768 y 814 de nuestra era. Se llamaba El credo de Abu Nuwas y decía,

Rezo con piedad cinco veces al día;

Protesto dócilmente la unidad de Dios;

Hago mis abluciones cuando debo

y no rechazo al menesteroso.

Una vez al año, guardo un mes de ayuno;

Me mantengo apartado de los falsos dioses.

También es cierto que no soy un mojigato

y que acepto un vaso cuando se me ofrece.

Riego con vino puro la buena carne

de cabras y cabritos gordos y sabrosos,

con huevos, vinagre y verduras tiernas,

que es lo mejor contra la resaca.

Y cuando la caza se pone a mi alcance

me lanzo tras ella como un lobo hambriento.

Dejo sin embargo las llamas del infierno

para la herética de los smiíes

y que ardan en él eternamente.

Tras haber realizado el rezo, Sara le preguntó a Mustapha si tenían que rezar cinco veces al día como decía la poesía.

—Si, es parte del compromiso místico con Alá y pertenece a las obligaciones que tenemos como musulmanes.

—¿Cuáles son esas obligaciones? —preguntó Sara.

—Hemos de practicar la caridad y ayudar a los necesitados, hemos de respetar el mes de ayuno del Ramadán, y hemos de hacer una peregrinación al menos una vez en nuestra vida a La Meca que está en Arabia Saudí.

—Eso debe estar escrito en el libro de las revelaciones de Dios a su mensajero Mahoma —dijo Sara.

Mustapha asintió la cabeza en tono afirmativo.

—Es el Corán, como la Biblia en los católicos —le dijo a Sara.

—Veo que sabes cosas del Islam —le respondió Mustapha.

—Nunca se sabe lo suficiente. El conocimiento de las religiones y culturas me hace sentirme más segura en mis actos, y así logro sacar mis propias conclusiones que me sirven para tener una visión más amplia del ser humano y del camino que debo seguir en esta vida. Respeto a todas las religiones y admiro a las personas que cumplen con satisfacción todos los preceptos de su ideología, mientras no caigan en un estado de fanatismo religioso.

—Muchos nos dicen que somos integristas por seguir el Islam, pero son muchas las religiones que en nombre de su Dios, vierten la sangre de sus enemigos en defensa de la palabra divina.

—Son las diferentes formas de interpretar las santas escrituras —le dijo Sara.

—Mucha gente comete el error de confundir extremismo con fundamentalismo e integrismo. A todo lo denominan igual, cuando los extremistas lo que hacen es adoptar actitudes extremas y radicales, los integristas rechazan todo tipo de evolución, como algunas comunidades ultraortodoxas dentro del judaismo por ejemplo, y los fundamentalistas son los musulmanes que quieren cumplir estrictamente las leyes coránicas.

—Precisamente este desconocimiento de la información, es creado por una falta de cultura general y de una preocupación de conocer cada día cosas nuevas. ¿Y tú Mustapha qué eres? —le preguntó Sara.

—Yo soy un fiel seguidor de Alá que sigo las enseñanzas del Corán, pero siempre en contra de todo tipo de violencia. Nuestra familia se opone a las armas y a la guerra. Nuestra interpretación de las revelaciones a Ma- homa son diferentes a otros musulmanes, que por cierto son minoría. ¡Ah! Y además soy un buen chófer, que puede perder el empleo si no nos vamos ahora mismo y llegamos a la hora prevista a Marrakech.

Pagaron la cuenta del restaurante y subieron de nuevo al autobús para continuar la ruta prevista.

Llegaron a la fascinante y enigmática ciudad de Marrakech. Una ciudad que creaba desconcierto y admiración a la vez bajo un sabor agridulce. Cada imagen visual era como una fotografía que atrae al desconocido en busca de inquietudes. Su corazón, la plaza Jamaa El Fna, era el espectáculo de la representación humana en su más pura vertiente de la realidad cotidiana. Encantadores de serpientes, exhibidores de inteligentes monos danzarines, narradores, astrólogos, matemáticos, músicos, fakires, actuaban en el teatro de la vida ante el bullicio de la gente

que los contemplaba. De día y de noche, esta gran plaza vacía de rasgos arquitectónicos o del color verde de la vegetación atraía a cientos de personas.

El autobús finalizó el trayecto en una de las puertas de entrada al zoco que estaba junto a la plaza, y desde ahí Sara debía tomar un taxi hasta la avenida de la Menara.

—Ahí puede tomar un taxi —le dijo Mustapha señalando con su larga uña—, espero que algún día vuelva a subir a mi autobús.

—Claro, quien sabe, y usted Mustapha que me enseñe cosas nuevas de Marruecos; le aseguro que cada vez que tome un té marroquí me acordaré del día de hoy. ¡Hasta pronto!

—¡Taxi s'il vous plait! —Sara subió a un taxi de color crema de un modelo antiguo de la marca Mercedes Benz. El cuenta kilómetros de aquel viejo coche importado seguro que habría dado más de cinco vueltas a su marcador. Le pidió que la llevara a la avenida de la Menara, la cual estaba bastante cerca

Al llegar, descendió del taxi, y arreglándose el pelo con sus manos, se dirigió hacia una callejuela estrecha sin salida donde había viviendas de un blanco luminoso a ambos lados. Con la dirección apuntada en un papel, se fijaba en los números de las casas, mientras dudaba si debía de haberlo llamado desde Uruguay, pues tal vez estaría nuevamente de viaje.

A unos veinticinco metros de Sara y frente al número doce, el número de la casa donde debería estar alojado Manuel, un hombre, sentado en una silla de espaldas a ella, se encontraba leyendo un periódico.

Fue caminando silenciosa y sosegadamente hacia la persona para preguntarle si conocía a su abuelo.

De repente, tras oír unas pisadas desconocidas, el hombre cerró el periódico, se levantó, se giró hacia Sara y la

miró fijamente durante un corto pero profundo espacio de tiempo.

—Qui?

—Bonjour —dijo Sara—. Parlez vous espagnol?

—Sí, ¿en qué te puedo ayudar?

—Estoy buscando a Don Manuel.

—No digas nada más, creo que sé quien eres —dijo él, cerrando los ojos y poniéndose las manos sobre el corazón—. Sabía que nos encontraríamos y un presentimiento me decía que estaba próximo el día esperado. Mi nieta está aquí.

Su rostro moreno curtido por la vida, se llenó de lágrimas de alegría por la emoción. Sara, soltando la maleta de su mano, fue corriendo hacia él sin dar crédito a lo que sentía en ese momento. El efusivo y prolongado abrazo esperado entre los dos se había hecho realidad. Miradas sin palabras llenas de contenido y mensajes se cruzaban de uno a otro.

—Nunca llegué a saber dónde te llevaron, recorrí todos los orfanatos de la ciudad, pero tenían prohibido darme ninguna información. Te recuerdo entre mis brazos con esa carita sonriente y jubilosa. Mi fe ha sido tan grande que sabía que algún día te podría tener entre mis brazos. No he dejado nunca de pensar en ti.

—Y esos pensamientos, abuelo, han sido los que me han dado la fuerza para buscarte y me han ido protegiendo de las vicisitudes de la vida.

—Tenemos muchas cosas que contamos —dijo él—. Ven, entra en casa.

Sentados frente a frente con las manos cogidas dejaban fluir las palabras queriendo en pocos minutos contar todo lo sucedido en los años de separación.

—¿Sabes qué pasó con tus padres, Sara?

—Me dijeron que habían muerto en un gran terremoto que asoló la ciudad donde vivíamos.

—Fue catastrófico. En seis segundos, seis interminables segundos, todas las casas se vinieron abajo, las calles se resquebrajaron por la mitad, los árboles se partieron como troncos de crema, la gente corría de un lado a otro sin saber qué hacer. Tu madre te llevaba en sus brazos mientras tu padre y yo intentábamos abrir el paso y llegar a un sitio más seguro. De pronto un gran tabique de una casa semiderruida se vino abajo atrapándonos a todos. Del gran impacto tu madre te soltó y Dios quiso que fueras a parar sobre un montón de neumáticos viejos. Desgraciadamente murieron los dos. Yo quedé inconsciente y recuperé el sentido al cabo de tres o cuatro días.

.Deja que las cosas sigan su cauce y no intentes cambiarlas; afróntalas con fuerza, pues el destino te conduce en ese camino. Lo malo de hoy puede ser la consecuencia de lo bueno de mañana;y al revés. Elpoder de tu fuerza interior se verá recompensado