EL MAESTRO ARQUERO

 

 

 

DAVID GILMAN

 

Traducción de Marta Arguile Bernal

Título original: Master of war

Diseño de la cubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición impresa: septiembre de 2015

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© David Gilman, 2013

© Traducción de: Marta Arguilé, 2015

© de la presente edición: Edhasa, 2015

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Avda. Córdoba 744, 2°, unidad C

C1054AAT Capital Federal, Buenos Aires

Tel. (11) 43 933 432

Argentina

E-mail: info@edhasa.com.ar

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-3506-284-8

Producido en España

NOTAS HISTÓRICAS

Cuando el rey Eduardo III invadió Francia (un país densamente poblado, el doble de grande que el suyo y mucho más rico), ésta era la principal potencia militar en Occidente. El ejército de Eduardo, formado por hombres de familias pobres y de la nobleza, por plebeyos y grandes del reino, tenía la oportunidad de obtener riqueza y prestigio mediante el saqueo y el rescate... Al menos si sobrevivían a la brutalidad de la guerra. Pero ¿qué pasó con esos hombres una vez que se hubieron librado las grandes batallas y fueron relevados del servicio? Su destreza en el manejo de las armas estaba muy solicitada en otros territorios que no disponían de un ejército propio, especialmente las ciudades-estado italianas. Sin embargo, antes de llegar a sus protectores italianos, tenían que haber demostrado su valía en la guerra, y era ese período previo al momento en que los veteranos eran contratados el que me interesaba explorar, para descubrir cómo un joven plebeyo de un pueblo inglés podía llegar a convertirse en un Señor de la Guerra.

Los arqueros ingleses y galeses dominaron las principales batallas del rey Eduardo en el siglo XIV. Eran jóvenes entrenados en las dianas de los pueblos, un ejército único, adiestrado para servir en la guerra y que ningún otro monarca europeo podía igualar. Uno de esos jóvenes arqueros fue Thomas Blackstone, que vencería su miedo a matar y el terror a una carga de la caballería pesada en la batalla, y cuyo valor le ofrecería la oportunidad de alcanzar un reconocimiento que iba más allá de la habitual recompensa del botín de guerra.

La primera vez que me sentí tentado a escribir sobre un inglés que luchara en las ciudades italianas, fue al ver el retrato de Paolo Uccello de un hombre de aspecto imponente, finamente vestido y montado sobre un magnífico caballo de guerra en la catedral de Florencia. Se trataba de Giovanni Acuto, el nombre italiano de John Hawkwood, probablemente el mercenario inglés más conocido de la Italia medieval.

Para empezar a familiarizarme con aquella época violenta, recurrí a mi releído ejemplar de Bárbara W. Tuchman, Un espejo lejano: el calamitoso siglo XIV. La crueldad de la época, y muy especialmente el brutal salvajismo de sus mercenarios, hacía difícil encontrar cualidades positivas para Blackstone. En esa época había un gran deseo de comportarse de forma caballerosa, sobre todo entre los hombres de la nobleza, aunque la palabra de honor de un caballero a un campesino no valiera nada. Las gestas caballerescas constituían un insistente fantasma del pasado, sobre todo las leyendas artúricas y La canción de Roland, un poema épico de mediados del siglo XI, que celebraba las hazañas de Carlomagno. Sin embargo, las meras exigencias físicas y mentales del combate y las necesidades de la guerra impedían cualquier muestra de compasión. Por mucho que los hombres fuesen a la guerra para ganar riquezas y honor y defender los ideales caballerescos, los prisioneros acababan masacrados, las iglesias saqueadas y las mujeres violadas.

No obstante, muchos nobles y caballeros sabían leer y escribir y aprendían poesía y cortesía (courtoisie), así que tal vez sí tuvieran sus debilidades a pesar de tanta armadura. Hubo ejemplos en los que triunfaron los modales cortesanos y gentiles, especialmente con las mujeres. Un routier llamado Andrew Belmont se enamoró mientras servía en Italia, y detuvo la destrucción de la ciudad donde vivía su amada.

La sociedad moderna sólo puede llegar a comprender las privaciones y la cultura de guerra de un ejército contemporáneo, por lo que nuestro conocimiento sobre las experiencias de los que luchaban en un conflicto medieval sólo puede basarse en nuestra imaginación. Fue una época cruel y despiadada. Los niños trabajaban duramente a partir de los siete años. Los hijos de los artesanos podían entrar de aprendices si había dinero para pagar al maestro cuyas habilidades se quería adquirir. Un chico de la nobleza era acogido por otra familia donde se formaba como paje a la edad de nueve años, y más tarde, siendo un adolescente y habiendo sido adiestrado en el manejo de la espada, se convertía en el escudero de un caballero. Los hombres de armas, vestidos con armaduras que pesaban entre sesenta y ochenta libras, eran capaces de luchar durante horas en combates cuerpo a cuerpo, algo que hoy en día nos parecería sobrehumano, pero la resistencia medieval y su tolerancia al sufrimiento parecen haber sido extraordinarias. Un caballero herido por un virote de ballesta que le había perforado el yelmo y la nariz siguió luchando con él incrustado en la cara, sufriendo cierta «incomodidad» cada vez que le asestaban un golpe que le tocaba aquella ofensiva flecha. Es improbable que la fuerza y la resistencia de los hombres medievales puedan repetirse en la actualidad. Hay constancia de caballeros que, vestidos con armadura completa, eran capaces de dar saltos mortales, correr y saltar sobre la montura de un caballo de guerra.

La mayoría de los acontecimientos históricos que aparecen en Señor de la guerra sucedieron en realidad, aunque, cuando Blackstone llega a Aviñón, abrevié un poco la historia al adelantar la amenaza que los routiers representaron para el papa Inocencio VI. Se conocen pocos nombres de los plebeyos que lucharon durante la invasión inglesa, pero en las crónicas figuran dos arqueros, Henry Torpoleye y Richard Whet, que cayeron durante los combates callejeros de Caen en 1346. También hay pocos registros de actos de resistencia por parte de los campesinos locales contra los invasores ingleses y galeses fuertemente armados, pero uno de esos incidentes se produjo en el pueblo de Cormalain, cuando las tropas inglesas se refugiaron en un cobertizo. Esa noche los aldeanos bloquearon la entrada y quemaron el establo hasta sus cimientos. Las tropas se asfixiaron y murieron: un suceso que usé en mi historia y que resultó en el ahorcamiento del joven John Nightingale.

El hijo del rey Eduardo, el príncipe Eduardo de Woodstock, luchó en la vanguardia de la batalla de Crécy con apenas dieciséis años. Tenía a su lado a comandantes experimentados, pero su juventud, como la de muchos de los plebeyos de las filas, no le impidió defender enconadamente su posición. Más adelante se le conocería como el Príncipe Negro, pero ese sobrenombre no empezó a utilizarse hasta varios siglos después de los acontecimientos narrados en este libro. Las dos principales batallas contra los franceses, que reportaron a los ingleses prestigio, riquezas y territorio, fueron Crécy y Poitiers. Podría argüirse incluso que la derrota que la nobleza francesa sufrió a manos de los arqueros ingleses y galeses fue mayor en la batalla de Crécy que en la de Agincourt, sucedida casi setenta años después. La batalla de Poitiers tuvo menos que ver con la potencia de fuego inglesa y galesa, por falta de flechas, que con el arrojo, el terror y la determinación. Ese día, los ingleses vencieron en la implacable lucha cuerpo a cuerpo, aunque estuvieron a punto de perder. Cuando el rey Juan II sacó a su hijo del campo de batalla, el hermano del rey, duque de Alençon, también se retiró llevándose a su batallón. Si los franceses hubieran lanzado esas tropas de refresco contra los exhaustos defensores ingleses, podrían haberse alzado con la victoria. No lo hicieron, y el príncipe Eduardo, siendo mejor estratega, le dio a Inglaterra su victoria más grande y capturó al rey francés. Después de eso Francia se sumió en la devastación y el caos durante años, lo que creó las condiciones idóneas para que grandes grupos de hombres se convirtieran en mercenarios.

Las mujeres medievales de la nobleza desempeñaban funciones claramente definidas, pero hubo algunas damas notables que asumieron la carga de sus maridos cuando éstos perecieron en la guerra. Una de estas mujeres leales a la causa fue Blanche de Ponthieu, noble por derecho propio, y casada con Jean V, conde de Harcourt. Los Harcourt de Francia llevaban a cabo a un peligroso juego: la familia estaba dividida entre los que apoyaban al rey francés y los que no lo hacían. Después de recuperarse de las heridas sufridas en Crécy, Jean se vio envuelto en un complot para asesinar al rey, o cuando menos suplantarlo. Él y sus compañeros conspiradores fueron traicionados y sufrieron una muerte brutal, como la que he descrito en la novela. Blanche juró que se vengaría del rey Juan. Había leído por algún lado alguna referencia sobre la compañía de routiers que la condesa organizó para cumplir su promesa, y quise incluirla en la última parte de mi historia. Más adelante, en la obra de los escritores victorianos, John Temple-Leader y Giuseppe Marcotti, encontré que la condesa de Harcourt recorrió Francia con sus hombres y llegó hasta el Piamonte, en Italia.

Los novelistas históricos, en especial, dependen de los eruditos cuya diligente investigación y conocimientos les permiten situar a sus personajes en un mundo más vívido de lo que de otro modo sería posible hacer. Tomé (o como un routier, saqueé) muchos artículos históricos de Internet para esta novela, pero una y otra vez volví a una obra exhaustiva y brillante que cubre toda la guerra de los Cien Años: Trial by Battle de Jonathan Sumption, y su volumen complementario, Trial by Fire. La obra posee un enorme atractivo y amplia información, y quizá sea la crónica más completa sobre esta guerra. The Road to Crecy, un libro más reciente escrito por Marilyn Livingstone y Morgan Witzel, es una excelente lectura y una inestimable fuente de datos. Los dos autores aportan más nombres de los hombres que lucharon en la invasión, y su libro proporciona más detalles sobre las condiciones en las que vivía el ejército de Eduardo, desde la comida y la logística, hasta el armamento. Su historia narrativa da buena cuenta de lo que pasó desde antes de la invasión hasta la batalla de Crécy. Descubrí la brillantez y coraje del rey Eduardo III en The Perfect King, de Ian Mortimer. Este autor ofrece un espléndido retrato de uno de los más grandes gobernantes de Inglaterra. Hay temas polémicos en su libro que no entran en Señor de la guerra, pero la relación que Mortimer establece con los italianos resulta fascinante.

Para las armas personales empleadas en combate, concretamente para determinar el origen de la Espada del lobo, recurrí a Ewart Oakeshot y dos de sus libros: A Knight and his Weapons y, sobre todo, The Sword in the Age of Chivalry (edición revisada). En cuanto al arma más letal de cuantas había en un campo de batalla, el arco de guerra usado por los arqueros ingleses y galeses, había muchos artículos disponibles, pero el libro, Longbow – A Social and Military History, del actor Robert Hardy, quizá sea la obra más definitiva sobre el tema.

Si en algún momento me he desviado de la opinión de los expertos ha sido por elección propia, para poder contar la historia a mi manera, o porque en ocasiones los propios expertos ofrecen explicaciones distintas de los acontecimientos históricos.

DAVID GILMAN

TERCERA PARTE

EL CURA SALVAJE

Gilles de Marçy había escapado justo a tiempo del campo de batalla. Se dirigió al sudeste, después de dejar al delfín y su tío, el duque de Orleans, que siguieron su camino a París. No había sido la falta de coraje lo que hizo que los franceses perdiesen la batalla, sino la necedad del rey Juan al haber encomendado el mando de sus tropas a su apocado e indeciso hijo y a su hermano. Podrían haber derrotado a los ingleses. Cuando cayó el blasón del delfín y parecía que su batallón iba a ser masacrado, De Marçy supo que el hijo y el hermano del rey, que comandaban los batallones más avanzados, habían hecho caso omiso del consejo de los mariscales más experimentados. Los ingleses se habían movido con rapidez, las trompetas e insignias señalaban a sus tropas que debían desplazarse y reforzarse unas a otras. No cabía duda de que Eduardo tenía comandantes más competentes. Si las violentas incursiones del príncipe habían inflamado la cólera divina, el rey Juan ganaría. Si, además de por su debilidad, el convencimiento del rey francés en su divino derecho había provocado la ira de Dios por su estupidez, Francia jamás volvería a levantarse como una poderosa nación.

Gracias a los servicios prestados a la corona, De Marçy había ganado tierras y fortuna. La fortaleza de Saint Viviers y el feudo de las aldeas y villas de los aledaños le conferían autoridad a pesar de su legendario bandidaje, pero el rey Juan sólo le había pagado la mitad del oro prometido. De Marçy había intentado matar al inglés Blackstone, pero el destino parecía ponerse siempre de parte de ese maldito arquero. Y cuando el jinete había avanzado en solitario para desafiar al rey, De Marçy lo había instado a matarlo allí mismo. El rey se había negado, aferrándose al honor exigido en la batalla, y censuró la imprudencia de De Marçy por maldecir la ingenuidad del monarca. El cura había esperado junto al estandarte y la Oriflama, mientras Thomas Blackstone regresaba hacia las líneas inglesas con la caballería acorazada pisándole los talones. Cuando el ataque del delfín fracasó, De Marçy supo que los ingleses vencerían. Su propuesta para escoltar al hijo mayor del rey lejos del campo de batalla, a cambio del dinero que le debían, fue aceptada. Ya se encargaría el rey de Francia de rezar una oración desesperada para someter a los ingleses; De Marçy salió beneficiado al condonar la deuda y ganarse la gratitud del delfín. Antes o después, aquel hijo débil se convertiría en rey y recordaría los servicios que el Cura Salvaje había prestado a la corona. El beneficio era de doble filo: si Francia sangraba hasta la muerte, no quedaría nadie capaz de detener a los routiers de De Marçy. En la costa sur, los ríos y los puertos florecían por el comercio mediterráneo. Las ciudades y los monasterios estarían llenos de riqueza para saquear. Había llegado el momento de llevar sus incursiones de muerte hacia el sur.

El Cura Salvaje desataría la cólera del Dios cruel, y haría sangrar las arcas de la Iglesia.

* * *

El barquero desembarcó a la pequeña comitiva de Cristiana después de cuatro días de viaje. Avanzaron por la campiña, hasta coronar un altozano desde donde se avistaba el formidable río Ródano curvándose bajo la ciudad fortificada de Aviñón, cuyos muros estaban construidos sobre los acantilados que se elevaban sobre los márgenes del río. El sargento nunca había estado tan al sur, y dependía de las instrucciones del sacerdote para guiar al grupo hacia el entramado de muros almenados, formidables pero modestos si se los comparaba con las torres y las almenas del palacio papal que se erigía detrás. A medida que se acercaban, se fijó en que los muros de quince pies de grosor constituirían una robusta fortificación frente a un asalto; sin embargo, había otras partes de la muralla en mal estado que estaban siendo reparadas. Una defensa era tan fuerte como su punto más débil. La cara rocosa ofrecía suficiente agarre para que los hombres trepasen por ella, y las escalas permitirían a los atacantes salvar los terraplenes más bajos. Su instinto de soldado le decía que, si él tuviera que atacar aquella ciudad, ahí sería donde situaría a su fuerza principal. Una vez dentro de las murallas, los habitantes de la villa morirían en sus casas y el Papa, con todo su poder, sucumbiría al fuego y la masacre.

Las calles estrechas y tortuosas, atestadas de edificios, condensaban el aire fétido que emanaba de la pululante humanidad confinada en aquel laberinto de callejuelas. En los callejones y pasajes se apiñaban los comerciantes y buhoneros, los artesanos se dedicaban a sus tareas, los astrólogos pintaban tablas con lunas y estrellas que se balanceaban en estacas, y las prostitutas rondaban cerca de los bancos italianos. La confusión de voces humanas –gritos, discusiones, reclamos– se elevaba sobre los edificios de piedra. Los mendigos tendían sus mugrientas manos a los jinetes, pero el padre Niccoli empleó una vara para mantenerlos alejados de su sayal. Los soldados no les hacían caso o lanzaban una patada, golpeando con la espuela a los que reaccionaban con demasiada lentitud.

El sargento Jacob alzó la voz para despejar el camino. Cuando los cascos herrados repiquetearon contra los adoquines, los cuerpos que se hacinaban en las estrechas calles tuvieron que apartarse forzosamente, y los que no podían hacerse a un lado eran empujados y aplastados por el peso de los caballos, como barcas que empuja la corriente.

Una amplia plaza pública estaba cerrada en uno de sus extremos por unas enormes puertas, que conducían al refugio privado del palacio papal. Era un lugar donde los fieles podían congregarse para ver a su Santidad, el Papa Inocencio VI, cruzar con hipócrita humildad a lomos de un asno blanco, mientras sus sirvientes levantaban sus vestimentas bordadas de oro para que no rozaran el sucio suelo. El padre Niccoli aflojó el paso cuando una procesión de cardenales, con sus amplios sombreros encarnados, cruzó sin prisas la gran plaza seguida de sus criados. Se exhibían como si fuesen de la realeza.

Se acercó a los guardias apostados en la entrada del palacio, y luego se volvió para hablar con John Jacob.

–Tú y tus hombres no podéis continuar hasta el interior de la residencia papal. Yo me ocuparé de que lady Cristiana y los niños estén a salvo hasta que sir Thomas llegue. –Luego le tendió una bolsa de monedas de oro a Jacob–. Como acordamos –dijo el padre Niccoli.

–¿No pueden acompañarnos? –preguntó Cristiana.

Apenas había hablado desde la agresión en la barcaza. Henry se había mantenido cerca de los hombres, escuchando las historias del sargento Jacob sobre Inglaterra y su aldea, sobre las guerras en las que había luchado, y sobre el padre de Henry y los hombres que lo seguirían si su causa les convencía o su bolsa pesaba lo suficiente. Durante la última etapa del viaje, Cristiana había guardado silencio, manteniendo a Agnes a su lado. Mostraba una serena dignidad, a pesar de que su rostro se veía más demacrado y ceniciento, pero su máscara de valentía ocultaba la vergüenza por la violación y la desesperación de saber que su hijo había sido testigo de ella. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que Thomas los encontrara? ¿Cuánto tardarían padre e hijo en hablar de su viaje a Aviñón?

El padre Niccoli la tranquilizó.

–Mi señora, dispongo de una propiedad detrás de esas murallas. Hay jardines con fuentes de agua fresca y plantas aromáticas que perfuman el aire. Pertenecen a mi benefactor, Rodolfo Bardi, y están a vuestra disposición. Pero los soldados armados para la guerra no tienen permitida la entrada. El sargento Jacob y sus hombres han cumplido con su deber con el rey y con vuestro marido.

–Id con él, mi señora –aprobó Jacob–. Yo esperaré con mis hombres en una de las tabernas, hasta que tenga noticias de lo que ha sido del príncipe Eduardo. Eso es todo cuanto puedo hacer para ofreceros algo de tranquilidad.

El padre Niccoli estimó oportuno que el sargento y sus hombres se quedaran allí unos días más. Las intrigas políticas de la ciudad papal podían forzar la expulsión de la familia de Blackstone si el príncipe Eduardo vencía al rey Juan. Un banquero sopesaba los riesgos y un sacerdote apelaba a Dios, pero el padre Niccoli estaba cerca de ambas cosas. Si Thomas Blackstone no alcanzaba al príncipe a tiempo, Inglaterra sería derrotada o debería rendirse, y Eduardo sería hecho prisionero y pedirían un rescate por él. Eso aumentaría el poder del Papa en Europa, y afianzaría la autoridad que el rey Juan había depositado en él.

Las puertas se abrieron.

–Buscad la taberna de las tres herraduras. Guardan caballos en sus establos, y ofrecen cama y comida. Tenéis dinero de sobra –le dijo el padre Niccolli a Jacob.

–Sí, hemos recibido un buen pago y venderemos el caballo de Rudd –contestó Jacob, y luego se volvió a Cristiana, que tenía la expresión de alguien que fuese en una barca sin timón por un río lleno de rápidos–. Estaremos cerca, mi señora, y sir Thomas volverá pronto con vos –le dijo.

El sacerdote cruzó las puertas con Cristiana y los niños, y los condujo a través de las calles sombrías de la ciudad papal. El fuerte olor a incienso flotaba en el aire, como si bendijese el tintineo de las monedas de oro que estaban cargando en sacos.

* * *

Blackstone y Guillaume avanzaban despacio, seguidos por un caballo de carga que llevaba el botín que habían logrado sacar del campo de batalla. Thomas había cogido partes de la armadura de un caballero francés caído para reemplazar la que él había perdido cuando De Marçy arrasó su casa. Algunas de las dagas y espadas de los muertos tenían empuñaduras con joyas incrustadas. Habían recogido una veintena de esas armas para cambiarlas o extraer las piedras y venderlas. La comida y la ropa también iban atadas con el equipaje que llevaba el animal; encontrarían poca comida en aquellos parajes arrasados por las bandas de saqueadores que volvían a casa.

Horas después, mientras descansaban, vieron algunos grupos de caballeros que se alejaban del conflicto. Unos estaban heridos, a otros los llevaban en improvisadas parihuelas. Muchos de ellos morirían antes de llegar a sus casas, incluso los ricos de noble linaje que habían jurado pagar su rescate. Tres mil franceses yacían muertos en el campo de Poitiers, y otros tres mil se habían rendido. La noticia de la victoria inglesa se extendía con rapidez.

Thomas sacó a sus caballos del camino, donde tres caballeros franceses y sus escuderos estaban descansando. Uno de ellos estaba mortalmente herido, y sus hombres habían aminorado el paso de su viaje para acomodarse a su estado. Thomas hizo que sus hombres les diesen agua y comida, y se enteró de que los aldeanos, enfurecidos al saber cuántos de ellos se habían rendido, los habían atacado con piedras, horcas y hachas, acusándolos de cobardes. Los caballeros franceses vencidos no conseguirían ni comida ni asilo en las ciudades y aldeas por las que pasaran de regreso a sus hogares.

Dos millas por detrás de los cuarenta hobilars de Blackstone, Killbere viajaba con Longdon y los arqueros de Elfred junto a un carro cargado con su botín. Por dondequiera que Thomas mirara, veía hombres marchando, algunos en solitario, otros en grupos reducidos de cinco o seis: hombres que habían luchado hombro con hombro con parientes o amigos se retiraban, ahora que su destreza y valor ya no eran necesarios. El caballero que yacía en la parihuela falleció antes de que llegasen los hombres de Killbere.

–Hay un monasterio cerca de aquí. Podéis llevar a vuestro amigo hasta allí para que le den sepultura –les dijo Thomas.

–Sir Thomas, el cementerio estará lleno –le contestó uno de los caballeros. Era uno de los hombres del primer batallón francés, que había visto lo más crudo de la lucha contra los ingleses–. ¿Podríais escoltarnos vos y vuestros hombres hasta la villa más cercana, para que podamos enterrarlo en el camposanto?

Thomas accedió, y el grupo de hombres siguió adelante con el cuerpo del caballero. Al llegar a la villa más cercana, la campana de la iglesia empezó a sonar para advertir de la llegada de los hombres. Las ciudades habían bloqueado sus entradas con carros llenos de heno, y semanas atrás habían cavado zanjas para impedir que los saqueadores les atacasen en la oscuridad. Thomas y sus hombres se mantuvieron detrás cuando uno de los franceses se adelantó para pedir permiso y enterrar a su compañero en el cementerio de la iglesia. Pero lo rechazaron. Sólo entonces Thomas avanzó y se bajó del caballo. Era una acción muy inusual que un caballero desmontase para dirigirse a unos labriegos, y los hombres retrocedieron unos pasos al ver que se adelantaba para dirigirse a ellos.

–Este caballero está lejos de su casa, pero vino a luchar contra el príncipe inglés que ha asolado vuestras tierras. ¿Vais a negarle cristiana sepultura?

Un gentío de hombres armados con hachas y guadañas gritaron furiosos, pero Thomas no se arredró.

–Veis a los hombres que tengo detrás, son más que suficientes para arrasar vuestras chozas y prenderles fuego, y sin embargo os atrevéis a desafiarnos.

–¡No nos queda nada! –gritó uno de sus líderes–. Y esos viles caballeros han huido del conflicto, dejándonos solos para que nos defendamos por nuestra cuenta. ¿Dónde estaban cuando los ingleses y los gascones nos saqueaban? ¿Dónde? Acomodados en sus grandes sillones, comiendo carnes tiernas y bebiendo buenos vinos. ¡Y ahora nos pedís que nos compadezcamos de los que han abusado de nosotros! ¡Malditos sean! ¡Han abandonado Francia y a su gente! No los queremos enterrados aquí..., y si nos obligáis a hacerlo, desenterraremos a ese malnacido y se lo echaremos de comer a los perros en cuanto os vayáis.

El discurso fue recibido por un rugido de aprobación.

–Entonces, preferís morir –dijo Thomas, mirando a sus hombres armados.

–¡Si es necesario! No nos queda nada salvo nuestras vidas, ¿y de qué sirve vivir si uno no tiene los campos sembrados ni comida guardada? Se lo han llevado todo. ¡Nuestros hijos ya han muerto!

Killbere y los demás llegaron hasta ellos.

–Thomas, mata a esa escoria y dales una lección. Dios sabe que no les tengo mucho afecto a los franceses –dijo echándoles una ojeada a los caballeros–, pero enterrar como Dios manda a los de tu propio bando no es mucho pedir. Esos campesinos despreciables son iguales en todas partes.

–Yo era un campesino despreciable sometido a lord Marldon, recuérdalo.

–Lo que eras y en lo que te has convertido son cosas distintas, Thomas. Jesús bendito, pégales fuego, entierra a ese franchute y larguémonos de aquí.

Thomas llamó a Elfred.

–Tráeme dos sacos de harina y una bolsa de monedas.

Killbere suspiró.

–Thomas, eres tan blando como la teta de una nodriza, y no tienes ni la mitad de sus sesos.

–Eso ya me lo has dicho antes, Gilbert –le dijo Thomas con una sonrisa.

Blackstone hizo que les entregasen la harina y el dinero a los aldeanos.

–Ya ha habido suficiente muerte. Dad de comer a vuestros hijos, y comprad lo que podáis en otras ciudades para poder sembrar.

Los hombres se quedaron perplejos por un momento, pero el acto de generosidad les hizo bajar las armas.

–¿Hay algún cura agarrando la cuerda de la campana? –preguntó Thomas.

–Sí. Deberíamos ponérsela al cuello para lo mucho que nos ha ayudado. Pero a cualquiera que asesine a un sacerdote le espera el purgatorio.

–En ese caso, id a buscarlo y enterremos a este hombre, y roguemos a Dios para que nos conceda benevolencia a todos nosotros.

Los hombres de armas franceses expresaron su gratitud a Thomas, cuyo gesto habían apreciado más que los ingleses. Después del entierro, los caballeros le preguntaron si podían unirse a ellos.

–Me dirijo al sur a buscar a mi familia –les dijo–, y no me moveré de allí. –Luego, señalando a Killbere, añadió–: Él va con sus hombres a Lombardía. Sois bienvenidos.

–¿Sir Gilbert? –preguntó el francés.

–No hay nada como invitar a desconocidos a un banquete privado, Thomas –gruñó Killbere.

–Ahora debemos elegir a nuestros amigos, Gilbert. Las circunstancias nos han dejado a la deriva. Si encuentras guerreros que vayan a tu lado, habrá más posibilidades de que algunos de nosotros sobrevivamos. Todavía quedan prostitutas en Italia que quieren disfrutar de tus encantos.

–¡Válgame Dios, eso es verdad! Está bien, acompañadnos. Ya buscaremos más batallas en las que luchar, y procuraremos que nos paguen mejor por ello.

Cuando los vencedores de Poitiers llegaron a Aviñón tres días más tarde, Killbere ya había aceptado a cincuenta y siete hombres más que deambulaban sin rumbo; a los dos días se sumaron setenta más y, a medida que esos rezagados iban sumándose a su tropa, se enteraban de la historia del caballero de la cicatriz que cabalgaba al frente. La resurrección del joven arquero que había salvado la vida al príncipe en Crécy, que había sido nombrado caballero y había luchado contra el rey de Francia en Poitiers, se había convertido poco a poco en leyenda. Sir Thomas Blackstone era un talismán.

* * *

Thomas dejó a sus hombres en lo alto de una boscosa colina, desde la que se veía muy bien la ciudad fortificada de Aviñón, alzándose sobre los acantilados junto a un ancho tramo del Ródano.

–Descansaremos aquí durante un par de días, y haremos nuestros planes –le dijo Killbere.

–¿Y me esperaréis?

–Sí. Tal vez. No te queda nada, ni a ti ni a tu familia, Thomas. Y no tienes pasta de campesino. Esperaremos un poco. No demasiado, así que no vayas a hacerte un maldito monje ahí abajo.

–Querrán buscar el calor de las putas, Gilbert –le dijo Blackstone, señalando a los desaliñados soldados que les acompañaban.

Killbere miró a la gente que tenía a sus órdenes.

–Si puedo mantenerlos a raya el tiempo suficiente, lo haré. No quiero dejarlos sueltos por aquí. Se dispersarían como ratas por una alcantarilla. Jamás volvería a recuperarlos. Hay otras ciudades.

Thomas ordenó a sus hobilars gascones y a los recién llegados que obedecieran a sir Gilbert. Después, tras despedirse brevemente de Elfred y de Will Longdon, se encaminó hacia la ciudad.

–¿Sir Gilbert? –dijo Elfred mientras observaba como se alejaban Thomas y Guillaume–. ¿Creéis que volverá?

–Ha cumplido su deber con Eduardo, y ahora debe ocuparse de su familia. No se le puede negar eso a un hombre. Pero ¿adónde más puede ir después? Volverá. Estoy seguro de ello.

* * *

En la ciudad papal, Thomas se sintió como un rústico escudero que hubiese pasado demasiado tiempo a lomos de su caballo. Les sacaba más de una cabeza a los hombres que llenaban las salas del vestíbulo de la sede papal, que estaban más ricamente decoradas que la casa de cualquier noble que hubiese visto jamás. Cortesanos, mensajeros, banqueros y visitantes formaban grupos; todos vestían finas telas de ricos colores y trajes ribeteados de armiño, y hablaban en lenguas y tonos distintos. Mercaderes de seda discutían con los banqueros que cerraban acuerdos con los comerciantes de especias, que a su vez les vendían sus preciosas mercancías a los intermediarios. La sede papal estaba abierta al negocio.

Thomas tenía serías dudas de que ni siquiera el palacio del rey Eduardo fuese tan suntuoso. Paredes adornadas con frescos religiosos llenaban de color los pasillos y las salas. En una pared se ensalzaba la gloria de la caza, con hombres de fe espléndidamente vestidos; en otra se elogiaba a la Virgen María, y en otra aún se mostraba al Salvador muriendo por los pecados del mundo; en la de más allá se festejaba el esplendor de increíbles castillos en un apacible y bucólico paisaje. Cada una de ellas transmitía los deseos de los que habían encargado las pinturas. Los suelos estaban embaldosados de mármol con patrones florales, y bestias heráldicas guiaban hacia los despachos de la curia. Los patios con arcadas que se elevaban hasta las ventanas de los corredores interiores estaban llenos de peregrinos que esperaban obtener la bendición del Papa. Mujeres envueltas en pieles y brocados con sus sirvientes que seguían a los caballeros acompañantes se deslizaban por los pasadizos.

El padre Niccoli guió a Thomas hasta una puerta de oropel. Comunicaba con una antecámara que, a su vez, daba a un aromático jardín. Una pequeña fuente derramaba agua sobre una pileta que iba a parar a un estanque. El murmullo de voces a su espalda se apagó cuando las puertas se cerraron tras él, y el silencio de aquel santuario amurallado dejó fuera el apremio de los concurridos pasillos. Agnes estaba apoyada sobre un muro bajo, tenía los deditos en el agua mientras hablaba con el pez que asomaba a la superficie, esperando que la niña le diera comida. El padre Niccoli tocó el brazo de Blackstone.

–Iré a buscar a vuestra esposa y a vuestro hijo –dijo con calma, y se dirigió a otra puerta que conducía a los aposentos de la casa del banquero.

Thomas se acercó a su hija, escuchando su voz mientras ella jugaba en su mundo imaginario. Se detuvo a unos pasos de ella. El calor del sol envolvía aquel jardín, y la fragancia de las rosas y la lavanda lo abrazaban como la guirnalda de un vencedor. Era un momento de paz y calma, una imagen de sencilla belleza que deseó poder preservar de algún modo.

–Agnes... –la llamó con dulzura.

La niña se dio la vuelta, los ojos le brillaban por la expectación.

–¡Papá! –exclamó, y echó a correr a sus brazos.

Él la estrechó contra sí. El aroma de su piel y el tacto de su pequeño cuerpo lo colmaron de ternura y gratitud. Ella le revolvió el pelo de la frente y le repasó la cicatriz con el dedo, como hacía siempre.

–¿Encontraste una gran batalla? –le preguntó.

Él asintió.

–¿Cómo lo sabes?

–Henry me lo dijo. Yo no le creía, pero el padre Niccoli dijo que era verdad. ¿Quieres ver los peces? Les he puesto nombres.

La dejó en el muro del estanque y se sentó al lado de la niña mientras ella se ponía a señalar los destellos dorados y pardos que nadaban bajo la superficie.

–Éste se llama Sombrero, ahí están Aloise y Bernard, pero el más grande se llama Maese Jacob, porque nada alrededor de los otros y los mantiene bajo control.

–Así que maese Jacob se ocupó de ti igual que tu pez hace con los que tiene a su cargo –preguntó Thomas.

–Oh, sí, cuidó de mamá, de Henry y de mí. Y le contaba a Henry historias sobre ti.

–¿Historias bonitas?

Ella se encogió de hombros.

–No lo sé, Henry decía que sí, pero a lo mejor se las había inventado él.

Thomas le dio un beso en el pelo. Le encantaba el olor que despedía su hija... Justo en ese momento, oyó que se abrían de nuevo las puertas del patio. Cristiana salió al jardín, y Agnes corrió hacia ella.

–¡Mamá, mamá, papá está aquí! ¡Ha vuelto!

Agnes se colgó de las faldas de su madre, pero cuando Thomas miró el rostro de su esposa sintió una punzada de temor. Aún había alegría en sus ojos, pero la sonrisa que le arrebataba cualquier opción de vencer en una discusión había desaparecido de su precioso rostro. Algo había pasado. Se abrazaron. Sintió que ella se aferraba a él con muda desesperación.

–Temía por ti... –le susurró en su cabello.

Ella asintió y mantuvo la cara enterrada en el pecho de él.

–Y yo por ti.

Thomas le enjugó las lágrimas de las mejillas.

–¿Y Guillaume? ¿Está vivo? –preguntó.

–Sí. Luchó bien, y me sirvió como un amigo. Está en una posada de la ciudad. He dejado los caballos y he guardado algo de botín. Ahora tenemos un poco de dinero.

Ella asintió como si estuviera distraída. Él habría esperado alguna señal de alivio al saber que el escudero que los había salvado de tantos peligros estaba vivo y cerca de allí, pero la alegría no asomó a sus ojos.

–¿Le ha pasado algo a Henry? –preguntó, sus instintos pesaban más que el deseo que sentía por ella.

Ella pareció sorprendida por la pregunta.

–Henry está bien.

–Entonces, ¿dónde está? –quiso saber Thomas, intentando aliviar lo que fuera que la tenía preocupada. Quizá la malinterpretara; ¿la habría dejado sola demasiadas veces, torturándose por la preocupación de que él no volviera más?

–Henry va adonde no debe. Se escapa de estos aposentos, y se mezcla con los mercaderes y sus criados en los corredores. Se entera de los chismorreos y de los acuerdos que se hacen. Este mundo le intriga. Lo riño, y le digo que no debe exponerse tanto, pero me desobedece.

–Es un chico. Tal vez estas estancias sean demasiado pequeñas para su curiosidad natural.

–¿Es ésa razón suficiente para desobedecer a su madre, Thomas?

Blackstone volvió a verlo: una mirada hacia abajo que ocultaba algo más.

–No, no lo es. Hablaré con él.

Ella se puso de puntillas y lo besó en la mejilla, luego le apretó la mano.

–Me alegro tanto de que hayas vuelto sano y salvo. No vuelvas a dejarnos nunca más, Thomas –lo miró–. Promételo –le pidió, pero salió corriendo con Agnes, riendo mientras frotaban las manos por los arbustos de lavanda y luego se las llevaban a la nariz para oler su fragancia... Como si no esperase que fuera a hacerle tal promesa.

Thomas se bañó y comió lo que le sirvieron los criados del padre Niccoli. Cristiana le habló del viaje por el río, y le contó que uno de los soldados había sacado un cuchillo y la había amenazado, pero que el sargento Jacob había matado al hombre. No mencionó nada de la violación. Thomas sabía que ella tenía la fortaleza y la voluntad necesarias para aguantar las penurias y el miedo, pero quizá durante el incidente con Rudd en la barca había estado demasiado cerca de la muerte. Prefirió no explicarle nada de su propio viaje ni de la batalla de Poitiers.

–Iré a buscar a Henry –dijo.

Ella le cogió la mano.

–¿Sigue vivo el rey Juan?

Él asintió.

–Entonces no ha salido nada bueno de todo esto. Deberías haberte quedado con nosotros –dijo en respuesta al fracaso de él.

* * *

El padre Niccoli lo guió por los pasillos de la ciudad papal. Cuando los grupos de hombres se apartaban de su camino, algunos de ellos se volvían para mirar al alto caballero inglés y reaccionaban ante su cara desfigurada.

–¿Habéis hablado con mi hijo durante el tiempo que ha estado bajo vuestra protección, padre? –le preguntó al sacerdote, que lo condujo a una antesala cuya tenue iluminación calmaba su presencia.

–Se muestra muy reservado, pero es valiente y fuerte y estudia con dedicación los libros que le doy. Su latín es bueno, y también le estoy enseñando toscano, que es uno de nuestros dialectos más agradables. Deberíais estar orgulloso de él... Sir Thomas, por estos pasillos se oyen muchos rumores sobre lo que pasará con Francia, ahora que los ingleses han resultado vencedores. Deberíamos hablar. Tengo una propuesta que os beneficiará a vos y a vuestra familia.

La puerta de la estancia había quedado abierta, y Thomas mantenía la vista fija en los concurridos pasillos, buscando a su hijo. Volvió la atención al sacerdote, para extraer la verdad del asunto que lo preocupaba.

–¿Qué le ha pasado a mi esposa?

El sacerdote se encogió de hombros.

–El corazón puede agotarse por el miedo –contestó.

Thomas escrutó el rostro del hombre. Era imposible detectar una mentira en el consejero espiritual personal de Rodolfo Bardi, un hombre cuya influencia iba más allá del cuidado pastoral de los demás. Niccolo Torellini jugaba con los grandes y poderosos. Ser inescrutable era su oficio.

–¿Y el soldado al que mataron? –preguntó el caballero.

–Yo estaba durmiendo, sire. No sé lo que pasó. El sargento Jacob lo mató. Eso es todo lo que sé. –El sacerdote descubrió a Henry, aliviado de poder poner fin a aquella especie de interrogatorio–. ¡Ahí está vuestro hijo! Iré a buscarlo. Pero vos y yo debemos hablar... sobre otros asuntos.

Thomas observó al padre Niccoli abriéndose paso por la multitud, haciendo una ligera inclinación por aquí, lanzando una sonrisa por allá, correspondiendo a los saludos de aquellas personas que a todas luces eran ricas e influyentes. Blackstone había visto la misma arrogancia de nobleza y riqueza entre los barones normandos y los señores franceses, hombres que podían ejercer su poder sin mancharse las manos de sangre. Para eso contrataban a soldados como él.

El gentío menguó, y el sacerdote pudo llevar a Henry hasta la antesala donde esperaba. El chico miró su padre y se acercó a él sonriendo, pero también vio una sombra de inquietud en los ojos de su hijo.

–Sabía que volverías, padre. Sabía que vencerías –dijo, y se detuvo con la esperanza de que su padre le diese un abrazo. El hombre y el niño permanecieron en silencio, uno frente al otro. Ninguno de los dos se acercaba al otro.

–Da la bienvenida a tu padre –le dijo el sacerdote, inclinándose hacia el chico.

Henry se acercó y le tendió la mano.

–Bienvenido a casa, padre. Me alegro de que no te hayan herido.

Thomas sonrió y encajó la mano de su hijo. Notó la piel húmeda.

Miedo.

* * *

La reputación de Thomas Blackstone había atraído a los hombres que ahora esperaban órdenes, pero era sir Gilbert quien, bajo su guía, les estaba ofreciendo la posibilidad de conseguir una riqueza que no los abocaba a la rapiña. Tenía a sus hombres acampados a unas millas de Aviñón, en un altozano boscoso. Habían esperado tres días desde que Thomas partió a la ciudad papal, descansando y organizando su ruta hasta Italia, donde pensaban vender sus servicios a alguna de las ciudades-estado en guerra. Los viajeros les habían hablado de bandas de salteadores que quemaban todo cuanto encontraban a su paso, avanzando por la orilla este del Ródano, hasta Marsella y más allá. Soldados franceses e ingleses, que habían sido liberados de sus servicios después de la batalla de Poitiers, se unían a grupos de bandidos alemanes y húngaros en busca de botín. Desde su posición, los hombres de sir Gilbert podían ver las columnas de humo que se elevaban a más de veinte millas.

Los caminantes le habían contado a Killbere que más de dos mil routiers habían atacado Marsella, pero la ciudad estaba bien defendida y el asalto fracasó. A medida que las fuerzas de los saqueadores aumentaban, sus ataques se multiplicaban y las villas y ciudades caían bajo sus espadas.

–Nuestros hombres se están impacientando –le dijo Elfred a sir Gilbert–. Opinan que están perdiendo parte del botín frente a esos otros.

Killbere no era un soldado de los que permanecían acampados, y esperar sin un plan de acción lo irritaba tanto como una armadura incómoda.

–Los soldados siempre lloriquean como críos con cólicos –contestó pasando una piedra de amolar por el filo de su espada–. Tienen comida y bebida, necesitamos descansar. Tenemos un largo camino por delante.

En realidad, aunque sólo lo admitiera para sus adentros, no sabía muy bien cómo proceder. Un plan de batalla era simple. Los hombres se alineaban unos frente a otros y luchaban a muerte. Saquear aldeas y ciudades era más sencillo aún, mataban a los hombres, se llevaban a las mujeres para mantenerlas como sus putas, y arramblaban con toda la comida, sin olvidarse de dar a la iglesia el oro suficiente para que sus pecados fuesen perdonados. Pero encontrar un señor que les garantizase un empleo superaba su experiencia. Servir a un señor feudal y a la corona había ocupado toda su vida. La lealtad era la moneda corriente con la que sir Gilbert siempre había funcionado. La mayor riqueza del botín y los rescates de las batallas iban a parar a los nobles y los caballeros de menor rango, que sabían cómo administrar sus tierras con su fortuna recién adquirida mientras se iban debilitando por la falta de práctica en la lucha. Killbere sabía que estaba en medio de dos necesidades opuestas: ganar dinero y tener un señor al que servir. Tal vez tendría mejores opciones en el mundo si ofreciera sus servicios como campeón, sin tener que responsabilizarse de hombres cuya lealtad podía cambiar como las caras de una moneda de oro. Pero tenía treinta y cinco años, y empezaba a acusar el cansancio de los años de lucha. Hombres más jóvenes y fuertes tendrían más vigor que él para dar y recibir golpes. Killbere necesitaba guerras menores donde matar resultase fácil.

–¿Es grave? –preguntó

–Aún no –dijo Elfred, contemplando el campamento–, pero siempre tiene que haber algún agitador. Les he pedido a los sargentos que los controlen.

–Sí, hazlo. Los que quieran largarse, que lo hagan... No nos servirán de nada a largo plazo, pero encárgate de que sólo se lleven lo que les corresponde.

–Quieren una parte del botín que tenemos –repuso Elfred.

Killbere limpió la hoja de la espada.

–No, no se irán con nada más que lo que tenían cuando se nos unieron.

Elfred asintió. Si tenían que enfrentarse a los malcontentos, habría muertes, y su aventura podía fracasar antes de haber comenzado. Los dos hombres miraron más allá de las lejanas colinas y los negros penachos de humo. La muerte campaba a sus anchas, y se dirigía hacia ellos.

* * *

Las lámparas de aceite y las velas permanecieron encendidas hasta bien entrada la noche en el corazón de la ciudad papal. El papa Inocencio VI, como muchos de los pontífices, mostraba amabilidad y simpatía por los pobres: la caridad cristiana le aseguraba un lugar en el cielo. Si no fuera por su generosidad, los hospitales y las casas de beneficencia no existirían. Cumpliendo las instrucciones del pontífice, un porcentaje de los beneficios de los mercaderes iba a parar a los necesitados. Los que poseían riquezas estaban obligados a ofrecer algo a los que no tenían nada. Aquella noche, sin embargo, los desamparados no le preocupaban: los lingotes ocultos en las criptas pontificias y la riqueza de los mercaderes de la ciudad estaban en peligro. Era un hombre débil y enfermizo, pero sus males no eran sólo físicos; su indecisión no ofrecía guía alguna a los políticos y a la corte de la ciudad más importante de la región. La Santa Sede estaba amenazada. Habían llegado a oídos del Papa las noticias sobre los incendios y la destrucción de las ciudades a lo largo del Ródano. Bandas de hombres, más bárbaros que los sarracenos, amenazaban toda la región. Hacía calor en la sala, y los ánimos de los hombres se encendían, pero nadie, y menos aún el Papa, era capaz de decidir un plan de acción. La única orden que se había dado aquella noche era conseguir más trabajadores para terminar de reparar y fortificar las grandes murallas de Aviñón. Era inconcebible que los saqueadores atacasen su gran ciudad, pero, después de la derrota del rey Juan, ninguna ley imperaba ya en el país. Nadie estaba a salvo.

Thomas estaba echado en su fresca alcoba, contemplando las sombras del techo abovedado, decorado con querubines que llevaban guirnaldas de laurel dorado. De una mano les caían monedas, mientras en la otra sostenían una cornucopia. Era la casa de un banquero, decorada con muebles delicados, colchas bordadas y tapices de fina seda. Cristiana se había quedado dormida en sus brazos, pero antes de volverse de espaldas y de que él la estrechase contra su cuerpo, ella se había estremecido con su contacto. Se habían besado, y él había intentado acariciarla una vez más, pero Cristiana le había acariciado la cara y los labios y le había pedido que esperara... No le dio ninguna explicación... El miedo y el cansancio del viaje no la habían abandonado aún.

Él se escabulló de debajo de la colcha cuando oyó voces y pasos amortiguados por los pasillos. No vio ni rastro del padre Niccoli. Thomas salió entonces al jardín y vio lámparas encendidas en otras estancias. Se vistió y se metió en el cinto el cuchillo de arquero. Había guardias apostados al final del pasadizo, donde nobles y sacerdotes eran escoltados a la gran sala que había detrás de las puertas cerradas. Thomas enfiló por un pasillo, abrió una puerta que daba a una escalera exterior y salió a una de las almenas bajas. Más allá de las murallas, vio las luces titilantes de la ciudad, llena de tabernas que hacían negocio con las prostitutas y los soldados, y con las gentes que llegaban allí con la esperanza de hacer fortuna o conseguir un cargo político: la vía más segura para adquirir riqueza e influencia. Sus ojos escrutaron las siluetas oscuras de las colinas. Puntitos de luz oscilantes. Killbere y sus hombres seguían ahí. Las voces que discutían se elevaban de la sala iluminada de abajo. No podía distinguir claramente las palabras, pero percibía el tono de pánico. Fuese cual fuese la causa, pronto se conocería. Apoyó la espalda contra la pared. Prefería dormirse con el frío aire nocturno y ver salir el sol, que regresar a su fastuosa alcoba junto a su esquiva mujer.

* * *

–Jinetes –