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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Una buena chica

Título original: The Good Girl

© 2014, Mary Kyrychenko

© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Traductora: Victoria Horrillo Ledesma

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

ISBN: 978-84-16502-49-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Cita

Eve - Antes

Gabe - Antes

Eve - Después

Gabe - Antes

Eve - Después

Gabe - Antes

Colin - Antes

Eve - Después

Colin - Antes

Gabe - Después

Colin - Antes

Eve - Después

Colin - Antes

Eve - Después

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Eve - Antes

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Eve - Antes

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Eve - Después

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Eve - Antes

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Eve - Antes

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Eve - Después

Colin - Antes

Eve - Después

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Eve - Antes

Colin - Antes

Gabe - Después

Colin - Antes

Eve - Después

Colin - Antes

Eve - Después

Colin - Antes

Gabe - Antes

Colin - Antes

Gabe - Después

Colin - Antes

Eve - Nochebuena

Colin - Antes

Eve - Después

Gabe - Nochebuena

Colin - Nochebuena

Eve - Después

Colin - Nochebuena

Gabe - Nochebuena

Eve - Después

Gabe - Nochebuena

Gabe - Después

Eve - Después

Gabe - Después

Epílogo: Mia - Después

Agradecimientos

 

 

 

Para A y A

EVE

ANTES

 

Estoy sentada en el rincón del desayuno, tomando una taza de cacao, cuando suena el teléfono. Miro absorta por la ventana de atrás la pradera de césped, que, acosada por un otoño prematuro, está cubierta de hojas. Están casi todas muertas pero algunas aún se aferran sin vida a los árboles. Es por la tarde. El cielo está nublado, la temperatura ha caído en picado hasta los diez grados o menos. No estoy lista para esto, pienso, preguntándome dónde diablos ha ido a parar el tiempo. Da la impresión de que fue ayer cuando dimos la bienvenida a la primavera y luego, instantes después, al verano.

El sonido del teléfono me sobresalta. Estoy segura de que es una teleoperadora, así que al principio no me molesto en levantarme. Disfruto de las últimas horas de silencio antes de que James irrumpa en la casa e invada mi mundo, y lo último que me apetece es malgastar unos minutos preciosos escuchando alguna oferta comercial que sin duda voy a rechazar.

El ruido exasperante del teléfono se detiene y comienza otra vez. Contesto aunque solo sea para que deje de sonar.

—¿Sí? —digo en tono molesto, de pie en el centro de la cocina, con la cadera apoyada contra la isleta.

—¿Señora Dennett? —pregunta la mujer.

Me planteo por un momento decirle que se ha equivocado, o atajar su discurso diciéndole simplemente que no me interesa.

—Sí, soy yo.

—Señora Dennett, soy Ayanna Jackson.

Yo conozco ese nombre. Nunca hemos coincidido en persona, pero Ayanna Jackson es desde hace más de un año una presencia constante en la vida de Mia. ¿Cuántas veces la he oído decir su nombre? «Ayanna y yo hemos hecho esto o aquello». Me explica que conoce a Mia, que las dos dan clases en el instituto alternativo de la ciudad.

—Espero no pillarla en mal momento —dice.

Contengo la respiración.

—No, no, Ayanna, acababa de entrar por la puerta —miento.

Mia cumplirá veinticinco años dentro de un mes, el 31 de octubre. Nació en Halloween, así que deduzco que Ayanna llama por eso. Quiere organizar una fiesta –¿una fiesta sorpresa?– para mi hija.

—Señora Dennett, Mia no ha venido hoy a trabajar —dice.

No es eso lo que esperaba oír. Tardo un momento en reaccionar.

—Bueno, estará enferma —respondo.

Lo primero que se me ocurre es tapar a mi hija: debe de haber una explicación razonable para que no haya ido a trabajar ni haya llamado para justificar su ausencia. Mi hija es un espíritu libre, sí, pero también es muy formal.

—¿No sabe qué le ha pasado?

—No —contesto, pero eso no es tan raro.

Pasamos días, a veces incluso semanas sin hablar. Desde que se inventó el correo electrónico, reenviarnos mensajes triviales se ha convertido en nuestra principal forma de comunicación.

—La he llamado a casa pero no contesta.

—¿Has dejado un mensaje?

—Varios.

—¿Y no te ha llamado?

—No.

Escucho desganadamente a la mujer del otro lado de la línea. Miro por la ventana, observando cómo los hijos de los vecinos sacuden un arbolillo escuálido para que las pocas hojas que quedan caigan sobre ellos. Los niños son mi reloj: cuando aparecen en el jardín de atrás sé que ya es por la tarde y que el colegio ha terminado. Cuando vuelven a entrar en casa, sé que es hora de empezar a hacer la cena.

—¿Has probado a llamarla a su móvil?

—Salta directamente el buzón de voz.

—¿Has…?

—He dejado un mensaje, sí.

—¿Estás segura de que no ha llamado para avisar?

—En administración no saben nada de ella.

Me preocupa que Mia se meta en un lío. Me preocupa que la despidan. Todavía no se me ha pasado por la cabeza la posibilidad de que ya pueda estar en apuros.

—Espero que esto no haya causado muchos inconvenientes.

Ayanna me explica que los alumnos de la clase que Mia tenía a primera hora no informaron de la ausencia de la profesora y que no fue hasta la segunda hora cuando por fin se corrió la voz de que la señorita Dennett no había ido a trabajar y no había sustituto para ella. El director bajó a imponer orden hasta que llegara un sustituto, y encontró las paredes llenas de pintadas hechas con los carísimos materiales de dibujo que había comprado Mia de su bolsillo cuando la administración del centro se negó a hacerlo.

—Señora Dennett, ¿no le parece extraño? —pregunta Ayanna—. Esto no es propio de Mia.

—Bueno, Ayanna, estoy segura de que habrá una justificación.

—¿Cuál, por ejemplo? —insiste.

—Voy a llamar a los hospitales. Hay varios en su zona…

—Ya lo he hecho yo.

—Entonces, a sus amigas —añado, pero no conozco a las amigas de Mia. He oído nombres de pasada, como Ayanna y Lauren, y sé que hay una zimbabuense con visado de estudiante que está a punto de ser deportada y que Mia opina que es una absoluta injusticia, pero no las conozco, y será difícil averiguar sus nombres completos y sus datos de contacto.

—También las he llamado ya.

—Aparecerá, Ayanna. Seguro que es todo un malentendido. Podría haber miles de razones para explicarlo.

—Señora Dennett —dice Ayanna, y es entonces cuando lo entiendo: sucede algo malo.

Lo noto como un golpe en el estómago, y lo primero que pienso es en mí embarazada de seis o siete meses, cuando Mia me daba patadas y puñetazos tan fuertes dentro del vientre que la forma de sus manitas y sus pies diminutos se dibujaba en mi piel. Retiro un taburete y me siento a la isleta de la cocina, y pienso para mis adentros que dentro de nada Mia tendrá veinticinco años y que yo aún no he pensado qué voy a regalarle. No he propuesto que organicemos una fiesta o que vayamos los cuatro –James, Grace, Mia y yo– a cenar a un restaurante elegante de la ciudad.

—¿Qué sugieres que hagamos, entonces? —pregunto.

Oigo un suspiro al otro lado de la línea.

—Confiaba en que me dijera que Mia estaba con usted —responde.

GABE

ANTES

 

Ha oscurecido cuando paro delante de la casa. La luz de la casa estilo Tudor sale a chorros por las ventanas y se derrama sobre la calle bordeada de árboles. Veo a un grupo de gente deambulando dentro, esperándome. Está el juez, que se pasea de un lado a otro, y la señora Dennett sentada al borde de una silla tapizada, bebiendo a sorbitos de una copa que parece contener alguna bebida alcohólica. Hay policías uniformados y otra mujer, una morena, que se asoma por la ventana delantera cuando me detengo lentamente en la calle, retrasando mi entrada triunfal.

Los Dennett son como cualquier otra familia de la Orilla Norte de Chicago, una sucesión de urbanizaciones que flanquea el lago Michigan al norte de la ciudad. Son asquerosamente ricos. Con razón me quedo allí, sentado en el coche, posponiendo el momento de entrar, cuando debería dirigirme de inmediato a aquella enorme casa haciendo gala de la flema que, según dicen, me caracteriza.

Pienso en las palabras del sargento antes de asignarme el caso: «Esta vez, no la cagues».

Observo la imponente casona desde la seguridad y el calor de mi coche destartalado. Por fuera no es tan colosal como imagino que debe de ser el interior. Posee el encanto del viejo mundo propio del estilo Tudor: vigas de madera vista en la fachada, estrechos ventanales y un empinado tejado a dos aguas. Me recuerda a un castillo medieval.

Aunque me han advertido de que lo mantenga en estricto secreto, se supone que tengo que sentirme privilegiado porque el sargento me haya asignado este caso tan notorio. Y sin embargo, por alguna razón, no es eso lo que siento.

Me dirijo hacia la puerta principal: cruzo el césped, llego a la acera, subo los dos escalones y toco a la puerta. Hace frío. Me meto las manos en los bolsillos para mantenerlas calientes mientras aguardo. Me siento ridículamente mal vestido con mi ropa de paisano –pantalones chinos y un polo que escondo bajo una chaqueta de cuero– cuando sale a recibirme uno de los jueces de paz más influyentes del condado.

—Juez Dennett —digo al entrar.

Me conduzco con más autoridad de la que creo tener en ese instante, desplegando un aplomo que debo de tener almacenado en algún lugar, a buen recaudo, para momentos como este. El juez Dennett es un hombre imponente, tanto en estatura como en influencia. Si esta vez la cago, me quedaré sin trabajo. Eso, en el mejor de los casos. La señora Dennett se levanta de la silla. Le digo en mi tono más cortés «Por favor, no se levante» y la otra mujer –Grace Dennett, deduzco por mis averiguaciones preliminares: una mujer más joven, de unos veintitantos o treinta y pocos años– sale a nuestro encuentro en el punto en el que acaba el vestíbulo y empieza el cuarto de estar.

—Detective Gabe Hoffman —digo sin los convencionalismos que cabría esperar de una presentación formal. No sonrío, ni le tiendo la mano.

En efecto, la chica dice ser Grace. Sé por mis pesquisas previas que es una de las socias principales del bufete de abogados Dalton y Meyers, pero me basta con mi intuición para darme cuenta desde el principio de que no me cae bien: se envuelve en un aire de superioridad, mira con desdén mi ropa de trabajador y su voz desprende un cinismo que me pone los pelos de punta.

La señora Dennett dice algo, su voz tiene aún un fuerte acento británico aunque sé, porque me he informado previamente, que vive en Estados Unidos desde los dieciocho años. Parece angustiada. Es mi primera impresión. Su voz suena aguda, sus dedos toquetean con nerviosismo cualquier cosa que se ponga a su alcance.

—Mi hija ha desaparecido, detective —balbucea—. Sus amigos no la han visto. No han hablado con ella. Yo he estado llamando a su móvil, le he dejado mensajes. —Se atraganta al hablar, intentando frenéticamente no echarse a llorar—. Fui a su apartamento para ver si estaba allí —añade, y luego reconoce—: Fui hasta allí en coche y el casero no me dejó entrar.

La señora Dennett es una mujer impresionante. No puedo evitar mirar fijamente su larga melena rubia, que cae en desorden sobre el conspicuo canalillo que asoma por el cuello de su blusa, cuyo botón de arriba está sin abrochar. Ya había visto fotos suyas acompañando a su marido en la escalinata del juzgado. Pero eso no es nada comparado con ver a Eve Dennett en carne y hueso.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaron con ella? —pregunto.

—La semana pasada —contesta el juez.

—La semana pasada no, James —dice Eve. Hace una pausa, consciente de que su marido parece molesto por su interrupción. Luego añade—: Hace dos semanas. Puede incluso que haga tres. Así es nuestra relación con Mia: a veces pasamos semanas enteras sin hablar.

—Entonces, ¿esto no es tan inusual? —pregunto—. ¿Que no tengan noticias suyas durante un tiempo?

—No —admite la señora Dennett.

—¿Y usted, Grace?

—Hablamos la semana pasada. Fue una llamada rápida. El miércoles, creo. Puede que el jueves. Sí, fue el jueves porque me llamó cuando yo estaba entrando en el juzgado para una vista sobre una solicitud de supresión de pruebas.

Introduce ese dato para informarme de que es abogada, como si su chaqueta de raya diplomática y el maletín de piel que tiene a sus pies no fueran indicios suficientes.

—¿Algo fuera de lo corriente?

—Solo cosas de Mia.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Gabe… —intercede el juez.

—Detective Hoffman —respondo en tono autoritario. Si yo tengo que llamarlo «juez», él también puede llamarme «detective».

—Mia es muy independiente. Baila al son que ella misma marca, por decirlo así.

—Entonces, ¿su hija lleva presuntamente desaparecida desde el jueves?

—Una amiga habló con ella ayer. La vio en el trabajo.

—¿A qué hora?

—No sé… A las tres de la tarde.

Miro mi reloj.

—Entonces, ¿lleva veinticuatro horas desaparecida?

—¿Es cierto que no se la puede considerar desaparecida hasta que pasen cuarenta y ocho horas? —pregunta la señora Dennett.

—Por supuesto que no, Eve —contesta su marido en tono desdeñoso.

—No, señora —digo yo. Procuro ser extremadamente cordial. No me gusta cómo la trata su marido—. De hecho, las primeras veinticuatro horas son a menudo esenciales en un caso de desaparición.

El juez se apresura a intervenir:

—Mi hija no ha desaparecido. Se ha extraviado. Esto es una irresponsabilidad por su parte, una negligencia, se ha precipitado. Pero no ha desaparecido.

—Entonces, señoría, ¿quién fue la última persona que vio a su hija antes de que… —como soy un listillo, tengo que decirlo— se extraviara?

Es la señora Dennett quien responde:

—Una mujer llamada Ayanna Jackson. Es compañera de trabajo de Mia.

—¿Tienen su número de contacto?

—Está escrito en una hoja de papel, en la cocina.

Hago una indicación con la cabeza a uno de los agentes, que entra en la cocina en busca del papel.

—¿Mia ha hecho esto en alguna otra ocasión?

—No, rotundamente no.

Pero el lenguaje corporal del juez y de Grace Dennett parece decir lo contrario.

—Eso no es cierto, mamá —contesta Grace. La miro expectante. A los abogados les encanta oírse hablar—. Mia ha desaparecido de casa cinco o seis veces. Pasaba la noche haciendo Dios sabe qué con vete tú a saber quién.

Sí, pienso para mí, Grace Dennett es una arpía. Tiene el pelo oscuro como su padre. Es de la misma altura que su madre pero tiene la figura del juez. Mala combinación. Hay quien diría que tiene silueta de reloj de arena. Puede que hasta yo lo dijera si me cayera bien. Pero, en cambio, prefiero llamarla rechoncha.

—Eso es completamente distinto. Estaba en el instituto. Era un poco ingenua y traviesa, pero…

—Eve, no saques las cosas de quicio —dice el juez Dennett.

—¿Mia bebe? —pregunto.

—No mucho —contesta la señora Dennett.

—¿Qué sabes tú de lo que hace Mia, Eve? Casi nunca habláis.

Ella se lleva la mano a la cara para secarse la nariz mocosa y por un momento me sorprende tanto el tamaño del pedrusco que lleva en el dedo que no oigo a James Dennett reprocharle a su mujer que haya llamado a Eddie (rectifico: en ese punto caigo en la cuenta de que el juez no solo se tutea con mi jefe, sino que hasta le llama por su diminutivo) antes de que él llegara a casa. Parece convencido de que su hija se ha ido de juerga y de que no había necesidad de avisar a nadie.

—¿No cree que sea necesaria la intervención de la policía? —le pregunto.

—Desde luego que no. Este asunto solo concierne a la familia.

—¿Cómo se porta Mia en el trabajo?

—¿Cómo dice? —replica el juez arrugando la frente, y al instante se alisa las arrugas pasándose por ellas la mano con gesto ofendido.

—Que cómo actúa en el trabajo. ¿Tiene un buen historial laboral? ¿Alguna vez ha faltado al trabajo? ¿Llama a menudo para excusarse, diciendo que está enferma cuando no lo está?

—No lo sé. Trabaja, le pagan, se mantiene por sus medios. No hago preguntas.

—¿Señora Dennett?

—Le encanta su trabajo. Le encanta. Siempre ha querido dedicarse a la enseñanza.

Mia es profesora de plástica. En un instituto. Tomo nota de ello para acordarme.

El juez quiere saber si creo que es importante.

—Podría serlo —contesto.

—¿Y eso por qué?

—Señoría, solo trato de comprender a su hija. De comprender quién es. Nada más.

La señora Dennett está al borde de las lágrimas. Sus ojos azules comienzan a hincharse y a enrojecerse mientras intenta patéticamente contener sus minúsculas lagrimitas.

—¿Cree que le ha ocurrido algo a Mia?

Pienso para mí: ¿no es por eso por lo que me han llamado? Es usted quien piensa que le ha pasado algo. Pero en lugar de eso contesto:

—Creo que es conveniente que actuemos de inmediato y que más tarde, cuando todo esto resulte ser un gran malentendido, demos gracias a Dios. Estoy seguro de que su hija se encuentra bien, pero no quisiera pasar por alto este asunto sin hacer al menos algunas averiguaciones.

Me daré de bofetadas a mí mismo si al final resulta que hay algo fuera de lo normal en este asunto.

—¿Cuánto tiempo llevaba Mia viviendo sola? —pregunto.

—Dentro de un mes hará siete años —contesta rotundamente la señora Dennett.

Eso me sorprende.

—¿Lleva usted la cuenta? ¿Día por día?

—Fue en su dieciocho cumpleaños. Estaba deseando salir de aquí.

—No tengo intención de hurgar en ese asunto —digo, pero lo cierto es que no me hace falta: yo también estoy deseando largarme de allí—. ¿Dónde vive ahora?

Es el juez quien contesta:

—En un apartamento en la ciudad. Cerca de Clark y Addison.

Soy un gran fan de los Chicago Cubs, así que me llevo una alegría. Con solo oír las palabras «Clark y Addison», levanto las orejas como un perrillo hambriento.

—Wrigleyville. Un buen barrio. Muy seguro.

—Le daré la dirección —se ofrece la señora Dennett.

—Me gustaría ir a echar un vistazo si no les importa. Ver si hay alguna ventana rota, o algún indicio de que hayan forzado la entrada.

A la señora Dennett le tiembla la voz al preguntar:

—¿Cree que puede haber entrado alguien en el apartamento de Mia?

—Solo quiero echar un vistazo —contesto tratando de tranquilizarla—. ¿Hay portero en el edificio, señor Dennett?

—No.

—¿Y sistema de seguridad? ¿Cámaras?

—¿Cómo quiere que sepamos eso? —gruñe el juez.

—¿Nunca la visitan? —pregunto antes de que me dé tiempo a refrenarme.

Espero su respuesta, pero no llega.

EVE

DESPUÉS

 

Le subo la cremallera y le pongo la capucha, y salimos las dos al viento inclemente de Chicago.

—Ahora tenemos que darnos prisa —digo, y ella asiente aunque no sabe por qué.

Las ráfagas de viento están a punto de tumbarnos mientras caminamos hacia el todoterreno de James, aparcado a escasos metros de allí, y cuando la agarro del codo de lo único de lo que estoy segura es de que, si una de las dos se cae, la otra también irá al suelo. Cuatro días después de Navidad, el aparcamiento es una lámina de hielo. Hago lo posible por protegerla del frío y del viento cruel, apretándola contra mí y pasándole el brazo por la cintura para darle calor, aunque soy más bajita que ella y estoy segura de que mis esfuerzos fracasan estrepitosamente.

—Volveremos la semana que viene —le digo a Mia cuando sube al asiento del copiloto, alzando la voz para hacerme oír por encima del ruido de las puertas al cerrarse y de los cinturones al ser abrochados.

La radio nos grita, el motor del coche está al borde de la muerte aquel día cruel. Mia da un respingo y yo le pido a James que por favor apague la radio. En el asiento trasero, Mia está callada, mirando los coches por la ventanilla. Hay tres: sus conductores, fisgones voraces, nos rodean como una jauría de tiburones hambrientos. Uno se acerca la cámara al ojo y el flash casi nos deslumbra.

—¿Dónde diablos se mete la policía cuando se la necesita? —pregunta James sin dirigirse a nadie en particular, y hace sonar el claxon hasta que Mia levanta las manos para taparse los oídos contra aquel ruido espantoso.

Las cámaras vuelven a disparar. Los coches siguen parados con el motor al ralentí. Sus tubos de escape vomitan al día gris un humo espeso.

Mia levanta la vista y me ve observándola.

—¿Me has oído, Mia? —pregunto con voz amable.

Sacude la cabeza y yo prácticamente oigo la insidiosa idea que pasa por su cabeza: «Chloe. Me llamo Chloe». Sus ojos azules están pegados a los míos. Los tengo rojos y húmedos de tanto contener las lágrimas, algo que se ha vuelto normal desde el regreso de Mia, aunque, como siempre, James está ahí para recordarme que me calle. Intento con todas mis fuerzas verle la lógica a todo esto, compongo una sonrisa, forzada y sin embargo completamente sincera, y unas palabras que no llego a decir desfilan por mi cabeza: «No puedo creer que estés en casa». Procuro dejarle espacio a Mia. No estoy segura de hasta qué punto lo necesita, pero sé que no quiero agobiarla. Veo su sufrimiento en cada gesto y cada expresión, en su porte, que ya no rebosa confianza en sí misma como el de la Mia de antes. Sé que le ha pasado algo horrible.

Me pregunto, sin embargo, si ella tiene alguna noción de que a mí también me ha pasado algo.

Aparta la mirada.

—Vendremos otra vez la semana que viene a ver a la doctora Rhodes —digo, y ella responde inclinando la cabeza—. El martes.

—¿A qué hora? —pregunta James.

—A la una.

Consulta su smartphone con una mano y luego me dice que tendré que traer a Mia yo sola. Dice que tiene un juicio que no puede perderse. Y además –dice– está seguro de que puedo arreglármelas yo sola. Le digo que claro que puedo arreglármelas, pero me inclino y le susurro al oído:

—Ella te necesita. Eres su padre.

Le recuerdo que ya hemos hablado de esto, que convinimos en que lo haríamos así y que me dio su palabra. Dice que verá qué puede hacer, pero su duda me pesa en el ánimo: sé que cree que su inamovible horario laboral no le deja tiempo para crisis familiares como esta.

En el asiento de atrás, Mia ve pasar el mundo por la ventanilla cuando tomamos la I-94 y salimos de la ciudad. Son casi las tres y media de la tarde de un viernes, el fin de semana de Año Nuevo, y hay un tráfico espantoso. Nos paramos y esperamos, y luego avanzamos palmo a palmo a ritmo de caracol, a menos de cincuenta kilómetros por hora en la autopista. James no tiene paciencia para estas cosas. Mira por el retrovisor, esperando que reaparezcan los paparazzi.

—Bueno, Mia —dice, intentando pasar el rato—. Esa loquera dice que tienes amnesia.

—Ay, James —le suplico—, por favor, ahora no.

Mi marido no está dispuesto a esperar. Quiere llegar al fondo de esto. Hace apenas una semana que Mia está en casa, viviendo con James y conmigo porque no está en condiciones de vivir sola. Pienso en el día de Navidad, cuando el desvencijado coche marrón se detuvo perezosamente en el camino de entrada, con Mia en la parte de atrás. Recuerdo cómo James, casi siempre tan distante, tan frío, salió por la puerta empujándome y fue el primero en saludarla, en abrazar a aquella joven famélica en el camino de entrada cubierto de nieve, como si fuera él, y no yo, quien había pasado todos esos largos y angustiosos meses llorando su desaparición.

Pero desde entonces he visto cómo aquella alegría momentánea se marchitaba y cómo Mia, en su olvido, se cansaba de James, para el que a fin de cuentas no se trata de nuestra hija, sino de uno más de sus muchos casos, cuyo número no deja de crecer.

—¿Cuándo, entonces?

—Después, por favor. Y, además, esa mujer es una profesional, James —insisto—. Una psiquiatra, no una loquera.

—Muy bien, entonces, Mia, esa psiquiatra dice que tienes amnesia —repite él, pero Mia no responde.

James la mira por el retrovisor, esos ojos marrones oscuros que la tienen apresada. Durante un instante fugaz se esfuerza por sostenerle la mirada, pero luego se mira las manos y se queda absorta mirando una pequeña costra.

—¿Quieres comentar algo? —pregunta su padre.

—Es lo mismo que me ha dicho ella —dice Mia, y yo me acuerdo de las palabras de la doctora cuando se sentó delante de James y de mí en su inhóspito despacho (a Mia la había mandado a la sala de espera a hojear revistas de moda atrasadas) y nos recitó, palabra por palabra, la definición de manual del trastorno de estrés postraumático, y a mí me dio por pensar en esos pobres veteranos de la guerra de Vietnam.

James suspira. Noto que le parece inverosímil que sus recuerdos puedan haberse esfumado así, sin más.

—Entonces, ¿cómo funciona? Te acuerdas de que soy tu padre y de que esta es tu madre, pero crees que te llamas Chloe. Sabes cuántos años tienes y dónde vives y que tienes una hermana, pero ¿no tienes ni idea de quién es Colin Thatcher? ¿De veras no sabes dónde has estado estos últimos tres meses?

Me apresuro a defender a Mia y digo:

—Se llama amnesia selectiva, James.

—¿Me estás diciendo que escoge las cosas que quiere recordar?

—No es que las escoja ella. Es su subconsciente, o su inconsciente, o algo así. Guarda los recuerdos dolorosos donde no pueda encontrarlos. No es algo que ella haya decidido. Es la forma en que su cuerpo la ayuda a superarlo.

—¿A superar qué?

—Todo, James. Todo lo que ha pasado.

James quiere saber cómo arreglarlo. No estoy segura de cómo hacerlo, pero contesto:

—Es cuestión de tiempo, supongo. Terapia, fármacos, hipnosis.

Resopla al oír esto. La hipnosis le parece tan ridícula como la amnesia.

—¿Qué clase de fármacos?

—Antidepresivos, James —respondo. Me doy la vuelta y, dándole una palmadita en la mano a Mia, añado—: Puede que no recupere nunca la memoria, y aun así no importará.

La contemplo un momento: es mi vivo retrato, aunque sea más alta y más joven que yo y aún le falten muchos años para tener arrugas y mechones de pelo blanco como los que empiezan a aparecer en mi melena rubia ceniza.

—¿Cómo van a ayudarla a recordar los antidepresivos?

—Harán que se sienta mejor.

James es siempre tan franco… Es uno de sus defectos.

—Pero, vamos a ver, Eve, si no recuerda nada ¿por qué tiene que sentirse mal? —pregunta, y nuestros ojos se pierden por las ventanillas siguiendo el tráfico que pasa.

Damos por zanjada la conversación.

GABE

ANTES

 

El instituto en el que da clases Mia Dennett está al noroeste de Chicago, en una zona conocida como North Center. Es un barrio relativamente bueno, cerca de su casa, de población mayoritariamente blanca con ingresos medios superiores a mil dólares al mes. Todo lo cual pinta muy bien para Mia Dennett. Si trabajara en Englewood, no las tendría todas conmigo. El propósito del centro es procurar una educación a alumnos que abandonaron el instituto antes de tiempo. Ofrecen formación profesional, conocimientos de informática, cultura general, etcétera, en grupos pequeños. A ello hay que sumarle a Mia Dennett, la profesora de plástica, cuyo fin es añadir ese toque bohemio que ha sido eliminado de los institutos convencionales, donde se dedica más tiempo a las matemáticas y las ciencias y a matar de aburrimiento a inadaptados sociales a los que todo eso les importa un carajo.

Ayanna Jackson viene a buscarme al despacho. Tarda quince minutos largos porque está en plena clase, así que encajo mi cuerpo en una de esas sillitas escolares de plástico pensadas para la emasculación y me dispongo a esperar. No me resulta fácil hacerlo, desde luego. Hace tiempo que dejé de tener los abdominales bien marcados, aunque me gusta pensar que llevo muy dignamente mis kilos de más. La secretaria no me quita ojo, como si fuera un alumno al que han mandado a hablar con el director. Es una escena a la que por desgracia estoy acostumbrado: en mis tiempos en el instituto me vi muchas veces en ese brete.

—Está intentando encontrar a Mia —dice cuando me presento como el detective Gabe Hoffman.

Le digo que sí. Hace casi cuatro días que nadie la ha visto ni ha hablado con ella, de modo que se la considera oficialmente desaparecida, para fastidio del juez. Ha salido en los periódicos, en las noticias, y todas las mañanas, al levantarme de la cama, me digo que hoy será el día en que encuentre a Mia Dennett y me convierta en un héroe.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a Mia?

—El martes.

—¿Dónde?

—Aquí.

Entramos en el aula y Ayanna —me ruega que no la llame señora Jackson— me invita a sentarme en una de esas sillas de plástico unidas a un pupitre roto y pintarrajeado.

—¿Cuánto tiempo hace que conoce a Mia?

Se sienta a su mesa, en una cómoda silla de piel, y yo me siento como un niño, aunque en realidad le saco más de treinta centímetros. Cruza las largas piernas y la raja de su falda negra se abre, dejando al descubierto la piel.

—Tres años. Desde que se dedica a la enseñanza.

—¿Mia se lleva bien con todo el mundo? ¿Con los alumnos, con el personal?

Está muy seria.

—No hay nadie con quien no se lleve bien.

Sigue hablándome de Mia. De cómo y cuándo llegó por primera vez a aquel colegio alternativo, de su simpatía natural, de cómo empatizaba con los alumnos y se comportaba como si ella también se hubiera criado en las calles de Chicago. Y de cómo organizaba campañas de recaudación de fondos para que el centro pudiera pagar el material escolar de los alumnos con pocos recursos.

—Nadie habría pensado que era una Dennett.

Según la señora Jackson, la mayoría de los profesores novatos no dura mucho en ese tipo de centros. Con los tiempos que corren, a veces solo se encuentra trabajo en un centro alternativo, y los recién licenciados aceptan el puesto a la espera de que surja algo mejor. Pero no fue así en el caso de Mia.

—Ella quería estar aquí. Permítame que le enseñe una cosa —añade, y saca un montón de papeles de una bandeja que tiene encima de la mesa. Se acerca y se sienta en un pupitre, a mi lado. Deja los papeles delante de mí y lo primero que veo es una letra garabateada, peor aún que la mía—. Esta mañana los alumnos han estado trabajando en la entrada de su diario de esta semana —me explica, y al echar un vistazo a la redacción veo tantas veces el nombre señorita Dennett que no puedo contarlas.

—Escriben una entrada de diario cada semana —añade Ayanna Jackson—. Esta semana tenían que contarme lo que querían hacer con su vida cuando acabaran el instituto.

Rumio aquella información durante un minuto mientras veo que en la mayoría de las hojas aparecen, dispersas aquí y allá, las palabras señorita Dennett.

—Pero el noventa y nueve por ciento de los alumnos solo piensa en Mia —concluye, y noto por su tono de desánimo que ella tampoco se quita de la cabeza a Mia.

—¿Tenía Mia problemas con algún estudiante? —pregunto para estar seguro, pero sé cuál va a ser su respuesta antes de que niegue con la cabeza—. ¿Sabe usted si tenía novio?

—Supongo que sí —responde—, si es que puede llamárselo así. Jason no sé qué. No sé su apellido. Nada serio. Solo llevaban saliendo unas semanas, puede que un mes, como mucho.

Tomo nota. Los Dennett no mencionaron ningún novio. ¿Es posible que no lo sepan? Claro que es posible. Tratándose de la familia Dennett, empiezo a creer que todo es posible.

—¿Sabe cómo puedo ponerme en contacto con él?

—Es arquitecto —dice—. Trabaja en no sé qué empresa, en Wabash. Mia va a verlo allí los viernes por la noche, a la hora feliz. Wabash esquina con… No sé, puede que esquina con Wacker. En algún sitio frente al río.

Eso me suena a buscar una aguja en un pajar, pero estoy dispuesto a intentarlo. Anoto los datos en mi libreta.

Es una gran noticia que Mia Dennett tenga un novio escurridizo. En casos como este, el culpable siempre es el novio. Estoy seguro de que si encuentro a Jason encontraré también a Mia, o lo que quede de ella. Teniendo en cuenta que lleva cuatro días en paradero desconocido, empiezo a pensar que esta historia podría tener un final desgraciado. Jason trabaja junto al río Chicago: mal asunto. Sabe Dios cuántos cadáveres se sacan de ese río al cabo del año. Es arquitecto, y por lo tanto listo, se le dará bien resolver problemas. Cómo deshacerse de un cuerpo de cincuenta y cinco kilos, por ejemplo, sin que nadie lo note.

—Si Mia estaba saliendo con ese tal Jason —pregunto—, ¿no es un poco raro que él no la esté buscando?

—¿Cree que puede estar implicado?

Me encojo de hombros.

—Sé que si yo tuviera una novia e hiciera cuatro días que no sé nada de ella, estaría un poco preocupado.

—Supongo que sí —conviene Ayanna Jackson. Se levanta de la mesa y empieza a borrar la pizarra. Tiene la falda negra manchada de minúsculas partículas de polvo—. ¿No llamó a los Dennett?

—El señor y la señora Dennett no tienen ni idea de que hubiera un novio de por medio. Por lo que a ellos respecta, Mia no tiene pareja.

—Mia no está muy unida a sus padres. Tienen… diferencias ideológicas.

—Ya lo he notado.

—No creo que Mia les cuente esas cosas.

Nos estamos desviando del tema, así que procuro que Ayanna retome el hilo de la conversación:

—Pero usted y Mia sí están muy unidas. —Ella asiente—. ¿Diría usted que Mia se lo cuenta todo?

—Que yo sepa, sí.

—¿Qué le dice sobre Jason?

Vuelve a sentarse, esta vez al borde de su mesa. Echa una ojeada al reloj de la pared, se sacude el polvo de las manos. Sopesa mi pregunta.

—Que no iba a durar —contesta, tratando de encontrar las palabras idóneas para explicarlo—. Mia no suele implicarse mucho en una relación, nunca se las toma muy en serio. No le gusta estar atada. Comprometerse. Es extremadamente independiente, quizá demasiado.

—¿Y Jason es… posesivo? ¿Ansioso?

Niega con la cabeza.

—No, no es eso, eso solo que no es su hombre ideal. No se le iluminaba la cara cuando hablaba de él. No contaba confidencias como hacemos las chicas cuando conocemos a nuestra media naranja. Siempre tenía que obligarla a hablarme de él y, cuando lo hacía, era como escuchar un documental: fuimos a cenar, vimos una película… Además, sé que tenía un horario horroroso y que eso irritaba a Mia: siempre la dejaba plantada o llegaba tarde. Mia no soportaba estar sujeta a su horario. Si dos personas tienen tantos problemas el primer mes que salen juntas, lo suyo no puede durar.

—Entonces, ¿cabe la posibilidad de que Mia estuviera pensando en romper con él?

—No lo sé.

—Pero no estaba del todo contenta.

—Yo no diría que no estaba contenta —responde Ayanna—. Pero sí creo que Jason le daba igual.

—Que usted sepa, ¿Jason sentía lo mismo?

Contesta que no lo sabe. Mia era muy escueta cuando hablaba de él. Sus explicaciones eran parcas en detalles: un listado de cosas que habían hecho ese día y algunos datos acerca de las características físicas de su novio: altura, peso, color de pelo y de ojos. Curiosamente, nunca había mencionado su apellido. Tampoco decía nunca si se habían besado, ni si notaba ese hormigueo en la boca del estómago (palabras de Ayanna, no mías) que se siente cuando conoces al hombre de tus sueños. Parecía enfadada cuando Jason la dejaba plantada –lo que, según Ayanna, sucedía con frecuencia– y sin embargo no parecía especialmente ilusionada las noches que quedaban en verse junto al río Chicago.

—¿Diría usted que había falta de interés por su parte? —insisto—. ¿En Jason, en la relación, en todo ese asunto en general?

—Mia estaba pasando el rato hasta que surgiera algo mejor.

—¿Se peleaban?

—No, que yo sepa.

—Pero, si hubiera algún problema, Mia se lo habría contado —sugiero.

—Quiero pensar que sí —responde ella, y sus ojos oscuros se vuelven tristes.

Suena un timbre a lo lejos, seguido por el estruendo de pasos en el pasillo. Ayanna Jackson se levanta, y yo me lo tomo como una señal de que debo marcharme. Le digo que estaremos en contacto y le dejo mi tarjeta, pidiéndole que me llame si se acuerda de algo más.

EVE

DESPUÉS

 

Estoy bajando las escaleras cuando los veo: una unidad móvil de televisión en la acera, delante de nuestra casa. Están de pie, tiritando, con cámaras y micrófonos. Tammy Palmer, de la televisión local, con una gabardina marrón oscura y botas hasta la rodilla, en el césped de mi casa. Me da la espalda, un hombre va contando con los dedos –tres… dos…– y, cuando señala a Tammy, prácticamente la oigo empezar a hablar. Me encuentro frente a la casa de Mia Dennett…

No es la primera vez que vienen. Cada vez son menos. Por lo visto ahora se interesan por otros asuntos: las leyes del matrimonio homosexual y el estado deplorable de la economía. Pero durante los días posteriores al regreso de Mia acamparon fuera, ansiosos por captar una imagen de la damnificada, una migaja de información que pudieran convertir en titular. Nos seguían por toda la ciudad en sus coches, hasta que prácticamente encerramos a Mia en casa.

Había coches misteriosos aparcados en la calle, fotógrafos de esas revistas de mala muerte asomándose por las ventanillas con sus teleobjetivos preparados, intentando convertir a Mia en la gallina de los huevos de oro. Yo corría las cortinas.

Veo a Mia sentada a la mesa de la cocina. Acabo de bajar las escaleras en silencio, contemplo a mi hija absorta en su mundo antes de irrumpir en él. Lleva puestos unos vaqueros rajados y un jersey de cuello alto azul marino, muy ceñido, que me apostaría algo a que realza el color de sus ojos. Se ha duchado y todavía tiene el pelo húmedo: se le va secando en ondas sobre la espalda. Me extrañan los gruesos calcetines de lana que envuelven sus pies, y la taza de café que rodea con las manos.

Me oye acercarme y se vuelve para mirarme. Sí, pienso para mí, se le ven unos ojos preciosos con ese jersey.

—Estás tomando café —comento, y al ver la vaga expresión de su cara me doy cuenta de que he metido la pata.

—¿No bebo café?

Llevo más de una semana andando con pies de plomo, procurando decir siempre lo correcto, desviviéndome –ridículamente, a veces– para que se sienta a gusto en casa. Intentaba compensar el desinterés de James y la confusión de Mia. Y luego, cuando menos me lo espero, una conversación aparentemente inofensiva y meto la pata.

Mia no toma café. Nunca prueba la cafeína. La pone nerviosa. Sin embargo, la veo beber un sorbito de la taza, completamente apática y pasiva, y pienso –o deseo– que tal vez le siente bien un poco de cafeína. ¿Quién es esta mujer inerme que tengo ante mí?, me pregunto. Reconozco su cara pero no sus gestos, ni su tono de voz, ni el silencio inquietante que la envuelve como una burbuja.

Hay un millón de cosas que quisiera preguntarle. Pero no lo hago. He prometido dejarla tranquila. James ya ha intentado sonsacarla por los dos. El interrogatorio prefiero dejárselo a los profesionales, a la doctora Rhodes y al detective Hoffman, y a los que nunca saben cuándo parar, como James. Es mi hija, pero no es mi hija. Es Mia, pero no es Mia. Parece ella, pero lleva calcetines y toma café, y se despierta sollozando en mitad de la noche. Contesta antes si la llamo Chloe que si la llamo por su nombre. Parece hueca por dentro, dormida cuando está despierta, despierta cuando debería dormir. Anoche, cuando puse en marcha el triturador de basuras, se levantó de un salto de su silla, se apartó casi un metro y luego se retiró a su habitación. Estuvimos horas sin verla y, cuando le pregunté qué había hecho en ese tiempo, se limitó a decir «No lo sé». La Mia que yo conozco no puede estarse quieta tanto tiempo.

—Parece que hace buen día —digo, pero no responde.

Hace buen día, en efecto: ha salido el sol. Pero el sol de enero es engañoso y estoy segura de que la tierra no se calentará más allá de los cinco o seis grados.

—Quiero enseñarte una cosa —le digo, y la llevo desde la cocina al comedor contiguo, donde en noviembre, cuando creía que estaba muerta, colgué una reproducción de uno de sus cuadros. Representa un pueblecito pintoresco de la Toscana que copió en tizas pastel tomando como modelo una fotografía, después de un viaje que hicimos hace años. Superpuso los tonos en capas, creando una representación muy expresiva del pueblo: un instante atrapado detrás de la lámina de cristal. La veo observar el cuadro y pienso para mis adentros: si todo pudiera preservarse así…

—Lo hiciste tú —digo.

Pero ya lo sabe. De eso se acuerda. Recuerda el día en que se sentó a la mesa del comedor con sus tizas pastel y la fotografía. Le había suplicado a su padre que le comprara el papel especial y él había accedido, aunque estaba seguro de que su nueva pasión por el arte era solo una fase pasajera. Cuando acabó nos quedamos todos boquiabiertos, y luego el cuadro estuvo guardado en alguna parte, junto con los viejos disfraces de Halloween y los patines, hasta que volvió a aparecer mientras buscaba fotografías de Mia porque el detective nos las había pedido.

—¿Recuerdas cuando fuimos de viaje a la Toscana? —pregunto.

Da un paso adelante para pasar sus preciosos dedos por la pintura. Es unos centímetros más alta que yo, pero en el comedor es una niña pequeña: una polluela que aún no se siente segura sobre sus patas.

—Llovió —responde sin apartar los ojos del dibujo.

Asiento con la cabeza.

—Sí, llovió —digo, contenta de que se acuerde. Pero solo llovió un día y el resto de las vacaciones hizo un tiempo maravilloso.

Quiero decirle que colgué el cuadro porque sufría por ella. Estaba aterrorizada. Pasaba las noches dándole vueltas a la cabeza, sin pegar ojo durante meses. ¿Y si…? ¿Y si le había pasado algo malo? ¿Y si estaba bien pero nunca la encontráramos? ¿Y si había muerto y nunca llegábamos a descubrirlo? ¿Y si estaba muerta y lo descubríamos, y el detective nos pedía que identificáramos sus restos mortales?

Quiero decirle que colgué su calcetín de Navidad por si acaso, y que le compré regalos y los envolví, y los puse bajo el árbol. Quiero que sepa que todas las noches dejaba la luz del porche encendida y que debí de llamar a su móvil mil veces, solo por si acaso. Por si acaso algún día no saltaba el buzón de voz. Escuchaba el mensaje una y otra vez, siempre las mismas palabras, siempre el mismo tono, «Hola, soy Mia, por favor deja tu mensaje», solo por el placer de oír su voz durante un rato. Me preguntaba ¿y si esas son las últimas palabras que oiré de mi hija? ¿Y si…?

Sus ojos permanecen inexpresivos, su cara no se inmuta. Tiene posiblemente el cutis más perfecto, terso y sonrosado que he visto nunca, pero su color de melocotón parece haber desaparecido y ahora es todo blanco, pálido como un fantasma. No me mira cuando hablamos: mira más allá de mí o a través de mí, pero nunca a mí. La mayoría del tiempo baja la vista, se mira los pies, las manos, cualquier cosa con tal de evitar la mirada del otro.

Y entonces, mientras está allí parada, en el comedor, su cara pierde hasta el último rastro de color. Sucede en un instante. La luz que entra por las cortinas descorridas resalta su forma de estirarse bruscamente hacia arriba para luego dejar caer los hombros y encorvarse. Aparta rápidamente la mano del cuadro de la Toscana y se la lleva al vientre. Apoya la barbilla en el pecho, su respiración se vuelve ronca. Apoyo la mano en su espalda flaca –demasiado flaca: le noto los huesos– y en su cintura, y espero. Pero no demasiado: estoy impaciente.

—Mia, cariño —digo, pero enseguida me dice que está bien, que no pasa nada.

Me convenzo de que es por el café.

—¿Qué pasa?

Se encoge de hombros. Sigue con la mano pegada al abdomen y comprendo que no se encuentra bien. Su cuerpo ha empezado a retirarse del comedor.

—Estoy cansada, nada más. Solo necesito echarme —dice, y tomo nota mentalmente de que debo deshacerme de toda la cafeína que haya en casa antes de que despierte de su siesta.