John Steinbeck

 

El invierno de mi desazón

 

 

 

Traducción de Miguel Martínez-Lage

 

 

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John Steinbeck

Narrador y dramaturgo estadounidense (Salinas, 1902 - Nueva York,1968) famoso por sus novelas que lo sitúan en la primera línea de la corriente naturalista o del realismo social americano y muy próximo a la crónica periodística. Su estilo se caracteriza,sin embargo, por tener una gran carga de emotividad tanto por sus argumentos como en el simbolismo que trasuntan en situaciones y personajes que crea, como ocurre en sus obras mayores: De ratones y hombres (1937), Las uvas de la ira (1939) y Al este del Edén (1952). Obtuvo el premio Nobel en 1962.

 

 

 

Título original: The Winter of Our Discontent

 

© John Steinbeck, 1961
Copyright renovado: Elaine Steinbeck, Thom Steinbeck y John Steinbeck IV, 1989

© De la traducción: De la traducción: Herederos de Miguel Martínez-Lage

Edición en ebook: octubre de 2018

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 9788417281915

 

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

El invierno de mi desazón

 

 

CubiertaEl invierno de mi desazón es la última novela del autor de Las uvas de la ira y aborda el tema de la confrontación entre el dinero producto del trabajo y el heredado. Una parábola sobre la Norteamérica actual construida con las armas de la vista gorda, la delación y el cohecho, un tema de gran actualidad. Lo que le importa a Steinbeck es la relación entre la honradez y el dinero, y el modo en que el dinero repele cualquier forma de honestidad.Steinbeck se dedica a estudiar qué es lo que hace que un hombre, el empleado y antiguo propietario de una tienda de comestibles, cambie de valores, en apariencia de la noche a la mañana.

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Índice

 

 

PORTADA

El Invierno de nuestra desazón

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

SEGUNDA PARTE

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

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Contraportada

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El doctor pasa visita

La familia Harris se lo estaba poniendo difícil al doctor. Por supuesto, ya había visitado su casa antes en numerosas ocasiones. Llevaba años siendo su médico de cabecera. Los había conocido en la cuna, berreando a todo pulmón. Los había visto rascándose a causa de la varicela y aquejados de toses cavernosas en un cuarto de baño anegado de vapor. Pero nunca los había visto a todos juntos en una misma habitación y, además, sanos.

El ruido era espantoso. Los cuatro —dos niñas y dos niños— estaban sentados en torno a la mesa de la cocina, comiendo como lobos. Los cuchillos chirriaban y los tenedores rechinaban. Los platos tintineaban sobre el tablero. Todos eran de segunda mano, advirtió el doctor, perplejo tras unos instantes de reflexión, con defectos de fábrica y vendidos por casi nada en el mercado. Los niños no parecían darse cuenta del estruendo ni del bamboleo de la vajilla. Encorvados sobre la mesa, comían a toda prisa. El mayor de los chicos cortó con demasiada fuerza la última de sus salchichas, que salió despedida dibujando un remolino hasta caer al suelo, de donde la recogió de inmediato clavándole el tenedor.

—No hace falta que mates tu comida. Ya está muerta.

La hermosa Natasha Dolgorova estaba apoyada, distante y altiva, contra la alacena que ocultaba el calentador.

El doctor suspiró. Jamás te habrías imaginado que era su madre. Su actitud era más bien la de alguien que no tuviese nada que ver con ellos, como si esta casa llena de niños no fuese más que algún terrible y pasajero error, como si el tejado de los vecinos hubiese salido volando por la noche y ella, una mujer tranquila y exótica sin hijos, se hubiese visto obligada a cuidarlos.

—Y tampoco está envenenada. Así que no tienes por qué escupirla en el plato.

—¡Es que era un nervio!

—¡Grrr!

Gruñó con tanta fuerza que el médico se sobresaltó. Ninguno de los chicos le prestó la más mínima atención. El doctor se afanó en rellenar el formulario que tenía delante.

—Osteoartritis —murmuró, garabateando en otro ancho espacio en blanco—. Afección de la articulación metacarpofalángica que ha derivado en subluxación volar y desviación cubital de las falanges...

—¿Cómo?

Henry Harris, el padre de los niños, absorto y deprimido junto al carrito de las verduras, sintió de repente una terrible sospecha.

—Dice que los dedos de la vieja de tu madre están torcidos.

—Ah.

—Cambio degenerativo en la cóclea...

—Y que se está volviendo sorda.

—Entiendo.

—Disfunción del tejido cerebral concomitante con deterioro cognitivo...

—Y también estúpida.

—¡Natasha!

—¡Grrr!

El doctor bajó la cabeza.

—Todavía es lo suficientemente lista como para hacerse con el periódico antes que nadie cada mañana —dijo Sophie.

—¿Y qué hay en el periódico que te pueda interesar a ti? —le preguntó Natasha a su hija mayor.

—Historias. Historias para proyectos. Cualquier cosa podría interesarme.

Su hermano Iván se rio con la boca llena de patatas fritas.

—A Sophie y a mí nos interesa de todo —dijo—. Ahora estamos estudiando Ciencias Sociales. Crimen y violencia, corrupción policial y derechos de los consumidores, relaciones raciales, estadísticas de suicidios y estadísticas de sexo...

—¡Grrr! —Natasha Dolgorova le gruñó a su hijo, quien, con una sonrisa, se sacudió sus oscuros rizos y con calma imperturbable siguió aprovechando el kétchup sobrante con su porción de pan.

—¡Proyectos! ¡Venga ya! ¿En esa escuela? ¡Os pienso sacar de ahí! ¡Proyectos!

—No tiene problemas ambulatorios concretos, por lo que puedo ver.

—Sí, la muy vaga todavía es capaz de andar. Si está muerta de hambre.

El doctor hizo una mueca.

—Más bien arrastra los pies —dijo Sophie.

—Bueno, eso se debe a que me robó las pantuflas —le explicó un apenado Henry Harris al doctor—. Son varios números más grandes de lo que tendría que usar ella.

—¿Su ingesta dietética?

—Es capaz de comerse cualquier cosa.

El tono de profundo desdén en la voz de Natasha resultaba inconfundible.

—Es cierto —tuvo que admitir Henry Harris.

—La semana pasada se comió las hojas del geranio de Sophie —añadió Iván, con ánimo de enredar—. Y esta mañana Nicholas y Tanya la pillaron masticando plumas.

—¿En serio? —le preguntó Natasha a los más pequeños.

—Unas pocas —dijo Nicholas, restándole importancia.

—Muchas —le contradijo Tanya, exagerando.

—¿Lo ve? ¡Una estúpida y una glotona, eso es lo que es!

—¡Natasha! ¡Por favor!

—Y debería saber lo que cuestan las almohadas.

—Cállate.

—¡Cállate tú, Henry Harris! ¡No es mi madre!

El médico pasó una hoja y de repente se encontró al final del formulario. Se animó lo suficiente como para decir:

—Una manifestación más, por decirlo de algún modo, de la probada versatilidad del tracto gastrointestinal humano.

—Eso mismo he dicho yo —se arrogó Natasha Dolgorova—. Esta mujer es capaz de comerse cualquier cosa.

El doctor se levantó. Dio un golpecito al formulario.

—Me ocuparé de que esto llegue al lugar adecuado —dijo—. Pero, como no supone un problema urgente... —Al reparar en la expresión venenosa de Natasha se dio prisa por corregirse—. Ya que la señora Harris no se encuentra enferma, los resultados quizá no sean inmediatos, ya me entienden. Pero haré lo que pueda.

Los niños cesaron en su estruendo para levantar la cabeza y mirarlo. A continuación, Iván dijo:

—¿De qué está hablando? ¿Resultados? ¿Qué ocurre? ¿No estaréis pensando en meter a la abuelita en una residencia?

—Ya lo hemos pensado —le respondió Natasha—. Y está decidido.

—¿Papá?

Henry Harris se ruborizó.

—¿Papá?

—La abuelita nos está causando mucho estrés a vuestra madre y a mí —empezó.

—¿No os atreveréis a deshaceros de la abuelita?

—No hay nada decidido —dijo Henry Harris, visiblemente incómodo—. No tenéis nada de que preocuparos. Habrá que esperar y ver qué pasa.

Natasha arrojó los platos sucios al fregadero.

—Шила в мешке не утаишь —masculló.

—¿Qué? ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Papá, qué es lo que acaba de decir? ¿Qué era eso?

Ese estallido de pánico ya era una tradición familiar. Los proverbios de Natasha eran de sobra conocidos.

A veces, Henry pensaba que lo único que su mujer había traído consigo cuando cruzó un continente congelado en dirección oeste era una interminable reserva de macabros refranes.

—¿Qué quería decir eso, papá?

—Nada.

—¡Papá!

Henry Harris agachó la cabeza avergonzado y tradujo:

—No puedes ocultar afilados clavos de acero en suaves bolsas de tela.

A Beth, mi hermana,

cuya llama arde con claridad

A los lectores que pretendan identificar las personas y lugares de ficción que aquí se describen, más les valdría inspeccionar sus propias comunidades y registrar a fondo sus propios corazones, porque este libro trata sobre una gran parte de Norteamérica tal como es a día de hoy.

PRIMERA PARTE