Ignacio Vera de Rada

 

Valentina y Natalia

Novela epistolar

 

Prólogo de Carlos D. Mesa Gisbert

 

Image

 

Primera edición: mayo de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Ignacio Vera de Rada

 

ISBN: 978-84-17300-14-2

ISBN Digital: 978-84-17300-15-9

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

 

PRÓLOGO

Ignacio Vera de Rada ha decidido en esta novela hacer una apuesta que, en el contexto de este siglo vertiginoso en que vivimos, parece una locura, la de recuperar los elementos esenciales de la literatura de otro tiempo. Como el caballero enajenado que estaba convencido de que los grandes romances medievales de caballería eran los únicos que le daban sentido a la vida, Vera se inmola literariamente en el espíritu del Sturm und Drang, que en palabras de nuestra lengua expresa de modo sugerente la idea de la tormenta y el ímpetu.

 

Su personaje, Jacob (¿el hombre sencillo y puro de la Biblia?), fecha la correspondencia con su amigo Federico en la segunda década del siglo XXI, pero sus palabras, su alma, los intrincados meandros de sus sentimientos rezuman el romanticismo del siglo XVIII. Si los autores señeros de la época estaban dando una respuesta categórica y crítica al racionalismo iluminista de esa edad en que la pasión quiso ser desbaratada por la razón, nuestro autor se empeña en navegar a contracorriente de estos tiempos de vértigo y delirio, en los que una frase dura, una interjección, o la afirmación implacable de lo carnal como la única moneda de intercambio entre los seres humanos, son el espejo de una sociedad que parece haber olvidado su propia esencia.

 

Valentina y Natalia cumple, como en un rito, todas las reglas del relato romántico. El corresponsal del protagonista decide darle a un anónimo compilador la abundante correspondencia del «desdichado autor». De ese modo —como en tantas obras del periodo— las cartas son una forma de diario íntimo, el mejor vehículo para la reflexión y la introspección interior. El final del protagonista se puede adivinar, la intensidad de sus sentimientos lo supera…

 

Pero el novelista no empeña su mayor pasión en la línea argumental sino en el tratamiento del lenguaje, el estilo, la construcción de la personalidad de su héroe. Nada hay que lo vincule a las nuevas corrientes literarias, hace —por el contrario— un esfuerzo por olvidar la condición temporal. Es intencionalmente anacrónico y así los rasgos del espíritu romántico afloran sin dificultad. A la vuelta de unas páginas, lo que parecía inverosímil se torna natural. La historia, que es la de una pasión flamígera, se divide en dos partes, que a su vez encarnan dos musas femeninas, Valentina, adolescente inconsciente de las pasiones platónicas que desata, y Natalia, mujer joven pero madura que interactúa y reflexiona con Jacob.

 

Si la primera parte de la obra es un largo monólogo en el que el personaje pasea por un universo puramente sensorial, en la segunda —la edad le ha permitido crecer— transita por otros senderos, no ya los de la pasión abstracta, sino por la lectura del mundo que lo rodea, el pensamiento, las ideas filosóficas, la imagen de Dios, la teología… Si en una el contexto es puramente un girar sobre la propia alma, en la otra hay un entorno, el soberbio edificio del museo que, para quienes conozcan La Paz y uno de sus más bellos edificios, es el perfecto y obsesivo contenedor y «paisaje» de los diálogos entre Jacob y Natalia. El amor se ha transformado y se ha convertido en un universo distinto, más hondo, más profundo, más calmo —si cabe— en quien, ya artista, puede entender mejor el contorno de su vida más allá de sí mismo.

 

Vera juega, romántico en el sentido estricto de esa corriente fundamental de la literatura, a dos bandas, hace con intención un ejercicio literario para probar dos variantes en las que, dentro de la pasión y el ímpetu, es posible descubrir las oquedades interiores que combinan la ingenuidad y la hondura.

 

Vera, admirador de la obra tamayana y, ni qué decir, de la indeleble huella de Goethe, quiere probarse a sí mismo y, claro, probar a sus lectores, que hay cuestiones esenciales que no han cambiado en la naturaleza humana y que el tiempo es un referente caprichoso y arbitrario que no tiene por qué condicionar temas, estilos y menos aún la compleja ecuación entre fondo y forma de una obra literaria.

 

 

Carlos D. Mesa Gisbert

La Paz, mayo de 2018

 

¡Oh firmeza: virtud romana por excelencia! Querido joven: el medio es la virtud; allí encontrarás la dignidad. Alma que gimes en la tormenta, hombrecito que gritas de alborozo, ¡no os dejéis anegar por los entusiasmos! Y tú, alma que vives por un arrebato incontrolable deslumbrada, dale a este librito la oportunidad de llevarte a la templanza.

 

 

ADVERTENCIA PRELIMINAR

Las epístolas en este libro reunidas conforman un testimonio vivo y una confesión secular para la posteridad. Federico era el más caro amigo del desdichado autor de estas cartas. Y este libro jamás hubiera nacido sin la comedida voluntad de Federico de devolver las cartas a su amigo de toda la vida, cartas que habían intercambiado desde ya hacía mucho tiempo.

EL COMPILADOR

 

 

Aequam memento rebus in arduis
servare mentem, non secus in bonis
ab insolenti temperatam
laetitia, moriture Delli,

seu maestus omni tempore vixeris,

 

seu te in remoto gramine per dies

festos reclinatum bearis

interiore nota Falerni1.

 

Horatius, Odae, II, 3.

 

 

 

12 de mayo de 2017

 

Federico:

Es imperioso que miremos en retrospectiva, porque debemos analizar las desventuras y los sufrimientos con que nos ha afligido tanto hasta ahora la fortuna, así como indagar las alegrías que han embellecido nuestras vidas, y echar un vistazo sobre las enseñanzas que recibimos desde niños, para analizar con benevolencia a quienes causaron algún flagelo a nuestras almas, y de esa forma expiar de una vez por todas los remordimientos que no nos dejan vivir en paz, con tal de que haya para siempre un testimonio de que lo hemos intentado, testimonio que el papel guardará siempre con más fidelidad que nuestra memoria frágil y distraída.

¿Somos tan maduros como nos lo hacen pensar los niños, o tan niños como nos lo hace saber el amor imposible de una dama varios años mayor que nosotros? ¿Estamos ya pisando tierra firme, vamos dando nuestros primeros ensayos de vuelo o estamos en el éter de la inocencia? Nos hallamos en ese momento de la vida en que se es como un alma errante: sin camino, sin ayo, sin mira, o por lo menos yo lo he estado sintiendo así. Es un momento importante, porque pasados los veinte el hombre dirige su vida al rumbo por donde irá hasta que se acabe.

Déjame confesar que éste mi último abril ha sido una pradera llena de flores. Para que comprendas el porqué de mis alegrías y pesares últimos, primero es preciso que te justifique el porqué de esta marcha atrás en el tiempo. Hoy, rebosante de vitalidad y entusiasmo, puedo reunir las cartas que tan febrilmente nos escribimos por tantos años, para que conformen, todas juntas, un documento justo sobre el que compondré una historia que abarcará la totalidad y profundidad de nuestros sentimientos, o de los sentimientos que por lo general inundan a un varón de nuestra edad.

Si me preguntaras qué haré con tantas esquelas reunidas en desorden, cuyo contenido es muchas veces indecente, por un lado, y trivial, por otro, te diría que no las daría a los ojos de nadie. Lo que haré será escribir una novela acerca de su contenido, una narración ficticia y con algo de poesía, como ocurre con una leyenda fantástica; una obra que, si bien será la más íntima que escriba, será de la misma forma una de las más universales que salgan de mi pluma. Una novela, en cierto modo, siempre nace de una manera necesaria, forzosa, y se hace para decir las verdades más profundas e ineludibles de la naturaleza humana.

Una creación que no tendrá una sola línea que no esté arrancada de nuestras vidas, pero que al mismo tiempo no tenga circunstancias relatadas fielmente como las vivimos; no alternado los rasgos principales, sino adornando y perfilando en los detalles; quedará todo, pero nada como sobrevino; ¿será capaz mi fantasía de hacer una buena narración con esta historia? Algún valor ha de tener el textito, créeme, aunque no sé cuántos lectores de ese libro sean capaces de comprender plenamente la tragedia.

Espero lograr mi empresa. No obstante es muy probable, dada la maliciosa ligereza con que se mueven los hilos de esa marioneta que se llama destino, cuyo titiritero es el más astuto, que mañana y a despecho mío esas cartas queden a la vista de un público muy ajeno a nosotros, y sean una aberración para los dos, o para nuestros hijos, o, peor aún, para los hijos de nuestros hijos… Estando a los ojos del mundo, nuestras cartas se harían muy célebres por ser las más infames. ¡Qué pensarían de nosotros ante tales sandeces descritas con el mayor detalle! ¡Y qué necesidad tenemos de poner a todos al tanto de nuestro fiasco! Pero si algo he aprendido, y creo que tú también —lo sé por los largos diálogos que tuvimos hasta no hace mucho—, es que lo que hace grande a un hombre, antes que cualquier talento, antes que cualquiera destreza, es su franqueza y su amor a la verdad, aun cuando ésta sea poco honrosa. Y es también muy probable que ese libro sea un libro inentendible por el solo hecho de comenzar in media res2, mas no puedo perder el tiempo atando cabos innecesarios ni haciendo referencias exhaustivas de nuestra natalidad o de nuestras mocedades, acontecimientos pueriles acaso para quienes quieran enterarse del punto esencial de estas epístolas: la llama juvenil que trastoca el sentido de una vida.

No te será fácil encontrar todos los papeles que te pedí me regresaras ni transmitirme todo lo que de mi genio y carácter tienes en tu mente, lo sé… y por ese mismo esfuerzo, así como por todo el apoyo que me has dado en estos días difíciles, quiero expresarte mi más considerada gratitud. No te imaginas cómo es el agradecimiento que despiertan en mí tus palabras. Aun viéndonos cada vez menos, podré decir que seré yo y no otro tu amigo más entrañable en éste nuestro breve tránsito por el mundo. Has de saber que la verdadera amistad nunca se extingue. Todavía recuerdo cuando, mientras haraganeaba en las aulas del colegio, me llamabas: «¡Jacob, despierta y levántate, que tus sueños no se harán solos!». ¡Oh, te agradezco no sabes cuánto, Federico…!

Porque a lo largo de los años te he ido haciendo cómplice de mi intimidad, de los caminos que he ido andando, de mi hogar y de mis sueños; porque nadie sino tú me ha visto pasar de la tristeza a la alegría más alborotada; porque nadie como tú conoce mi corazón tan variable y desigual, no hay nadie que esté tan próximo a mí, que tan bien me conozca, que tan devotamente predispuesto esté hacia mí como tú. ¿Podría acaso el mundo hacerse una idea de este afecto? Si se nos conoce a ambos juntos, se sabe lo que es la amistad.

Estoy consciente de que la reminiscencia del espectáculo pretérito de nuestras vidas puede resultar un ejercicio ingrato y triste, pero déjame decirte que la rememoración de aquellos días de nuestra temprana juventud, o de la senectud de nuestra niñez, en fin, de esa edad intermedia en que no se sabe si se es el más joven de los jóvenes o el más viejo de los niños; esa edad en que ya no se es niño, pero tampoco hombre; esa edad que antecede a la tormenta el bramido de la mar y se hacen rugidos los susurros de las nacientes pasiones, cuando sentíamos desenvolverse nuestra fisonomía, crecer el vello suave debajo de nuestras mejillas y mudar nuestra voz, la reminiscencia de esa edad, digo, hará que sepamos el porqué de muchas sensaciones que hoy se agitan en nosotros. Recordar el pasado, Federico, es tarea vana si no ejerce influencia alguna sobre el presente.

Deseo dejar de rumiar los dolores que la suerte nos ofrece sin cesar. Quiero vivir el presente, y dejar a tras el pasado, te doy palabra de ello…; por eso es imperioso que destile mis cuitas en las páginas de un libro nuevo, para que los fantasmas que me asedian perezcan al escribir yo mi novela.

¡Cuánto te estimo y cuánto se anima mi espíritu cuando puedo compartirte mis desventuras! Siempre ha sido así. Verte es como un precioso bálsamo para mi alma. Te quiero bien, y sé que en algún momento podremos con todo esto ampliar los horizontes de nuestro espíritu y sacar alguna ventaja. Debe haber en ese pequeño piélago de cartas algo que nos convenza de que todo lo vivido no fue en vano. Debo poder llegar a convencerme de que el tiempo no ha pasado sin dejar algún buen fruto en mí.

Extraordinario cometido ha de ser recordar la dicha y la desventura que han signado nuestras vidas y que han hecho que seamos quienes ahora somos. ¡Es preciso que podamos más que el infortunio, Federico! Recordar el sentimiento que nos embargó… eso sí que ha de ser difícil para un alma tan sensible como la mía. No me siento apto para tan alto emprendimiento, no creo poder traer al presente los santísimos secretos del amor… por eso ruego a mi sensibilidad que mueva mi pluma y levante mi pensamiento. Aquí habría menos amargura si los hombres no se dedicasen con tanta diligencia a recordar las desventuras. No obstante, es preciso que haga frente a los reveses con valor, con impasibilidad, sin que permita que me acobarden, y que sepa interpretar mi papel de amanuense hasta el final, porque si algo sé, es que el autor del libro será el pasado y no el que te escribe estas líneas.

Son las primeras horas cuando te escribo esto. Dejé mi estudio muy temprano, cuando se filtraba por los cielos solo un tenue claror de un sol de otoño. Estoy al lado del grande ventanal, y en este momento el cielo, abierto al infinito, preséntase con una serenidad milagrosa. Un cielo inmenso de lirio, jubiloso y bello como la promesa de un ojo divino, con ese tono amoratado con que se tiñen los cielos que se disputan entre la noche y el amanecer al comienzo de un nuevo día para llegar a ser el cielo zarco de un Ruysdael; con esa quietud espeluznante que tienen los cielos invernales. ¡Cuán inspirador fuera para los escritores tener siempre este tipo de espectáculos ante a sus ojos! ¡Escribiríanse las mejores líneas!

Es tan temprano que las últimas estrellas aún me mandan sus titileos murientes, como ojitos de querubines; se hubiera dicho que, además del sol imponente que se levanta detrás del Illimani, brillan alegres y lánguidos los últimos astros distantes que embellecen los horizontes, donde se tiende la interminable meseta, que está más allá de la cuidad silente, con su quietud matinal y su clima hiberno.

Te decía que el mes pasado tuve mucha suerte en todos mis aprestos y vivencias. Fue este último abril de esos abriles que hay pocos en la historia de una vida. Estaba ilusionado como nunca y había terminado de escribir varias poesías que, aunque jamás leídas por nadie, me hicieron sentir el más virtuoso escritor; me había pasado algunos días previos a la Pascua en las faldas del Illampu y en algunos ríos cuyas aguas cristalinas bajan de las más altas cumbres; me había reunido con un poeta de noventa y tres años, un alma ciertamente insigne, que me impulsó a que siguiera con mis versos, y, quizá lo mejor de todo (déjame repetirlo, porque hablar de esto constituye en mí una alegría), conocí, en el Museo de Arte, donde hoy trabajo, que funciona en una hermosa y soberbia construcción barroca colonial levantada por un hombre de abolengo, casona cuyas características interiores conoces ya por las descripciones que te hago, conocí ahí, digo, a una preciosa muchacha, preciosa y culta…; debe tener veinticuatro o veinticinco añoste digo que en verdad es una beldad!), y trabajaré con ella en el Museo por más o menos diez días más. Su mirada es la misma presencia de un espíritu celestial y a su lado me siento ser más de lo que soy. Este tipo de cosas han ido desencadenando una tormenta en mi interior, y nuevamente, como en los tiempos de la niña de los cabellos castaños, mi corazón late rápido y con fuerza y pasa de una negra pesadumbre a una loca extravagancia (¿o quizá de una dulce melancolía a una pasión angustiadora…?). Fuera preciso que los hombres guardaran la mesura en sus amores y no dejaran que pudieran alcanzar el fondo mismo de su alma.

Fui muy dichoso aquellos días de abril y jamás se borrarán de mi memoria; como sabes, pocas veces se juntan circunstancias tan favorables para hacer feliz a alguien. Ella dejó para siempre un soplo de idealismo en mi vida. Abril es el mes de la resurrección en todas sus formas.

¡Volverá el abril, como yo lo viví y como cualquiera persona lo soñaría: aromando sus días y pintando de colores sus verdes paradigmas!

 

 

 

Primera parte

 

 

23 de agosto de 2011

 

Federico:

Hace algunos días conocí a una damita hermosa y me enamoré al punto de ella. Su nombre es Valentina, y esta jovencita no ha cumplido aún los quince años; es una niña que está a punto de florecer. Me encanta, no hay duda de ello, y no tengo nada más claro en mi alma que no sea mi fe en el Señor.

Todo comenzó de esta manera. Iba caminando yo junto con un grupo de amigos por algunas calles de la ciudad, nos sentamos en la banca de un parque muy verde y con árboles muy frondosos, jadeantes y sufridos por la larga peregrinación que teníamos hecha, para sentir un poco de la brisa, y llegó ella con un grupo de amistades de su misma edad; nos hicieron conocer, yo me presenté con respeto y hasta con veneración, y ella se asió de mi brazo. Al principio ese roce físico no me causó ningún sobresalto, pero luego, a medida que la fui conociendo y ahondando en su simpleza de niña traviesa y picarona, y, por tanto, tocando su alma con la mía, me fui estremeciendo y dando cuenta de que no se trataba solamente de un encuentro material, sino de uno espiritual, y cuando dos espíritus se topan y descubren, dado que sienten gustarse, amigo, mientras la amistad no germine entre ellos, sabes tú mejor que yo cuál es el inevitable desenlace…

Seguimos caminando, asidos el uno del otro, y yo me percataba de la seducción mutua que originaban nuestros ojos cuando se encontraban; veía de soslayo su rostro y me preguntaba a mí mismo cuál era su magia, porque su mirada, aunque suave y lánguida, hacía que no pudiera verle por mucho tiempo sin que yo sintiese timidez. Había, ciertamente, un hechizo en esa carita, algo como de alquimia, porque impacto como aquél solo pudo ser causado por el milagro de una presencia turbadora. Además, su blusa escarlata era encantadora y su pantalón negro le daba un tono de elegancia a su imagen. Al cabo de unas cuantas horas ya nos atraíamos genuinamente, como si la naturaleza nos hubiera creado el uno para el otro.

Los que estaban con nosotros en el grupo lo notaron al punto, y decidieron separarse por las razones que tú ya debes comprender.

Hasta este momento de mi vida, mi corazón, que hasta hoy vivía con apacible regocijo e indiferencia emocional, no conoció el sufrimiento o la dulzura del amor. Tengo fe en que el destino no me armará una jugarreta ni me hará una fantasía artera, porque hay que tener en cuenta que a veces el destino es un demonio disfrazado de alegrías. Nunca se sabe cómo ni con qué está tejiendo la tela con que nos va a ceñir de la forma más inesperada. Sea como fuere, todo esto vino a distraerme del fárrago de los felices y tristes acontecimientos de mi diario vivir.

Adivinarás que por este motivo me encuentro muy bien y terriblemente feliz. El porvenir me abre una alegre perspectiva. Me siento alegre, amigo mío, y estoy absorto en el sentimiento de la que creo ya una vida amorosa.

¡Las chavalas lo pueden todo! ¿Habrá algo de prodigioso en ellas para que sean capaces de producir siempre el mismo milagro? De fijo es que sí hay algo, muy misterioso por cierto; ningún poeta ha podido cantar ese «algo»3. Todos divagan, nada más…

Como has ido enterándote, mis días no eran los más felices ni los más tranquilos; la paz era una cualidad desconocida. Esta tristeza íntima ha sido constante en los últimos cuatro años, ¡qué digo cuatro!, son ya cuando menos ocho años de tristeza que me sofoca, una tristeza monótona y aburrida. Sentía el cardo del odio cada vez más punzante en el seno de mi familia, todo perdía su rumbo y se desmoronaba todo…; había en mi hogar una especie de maleficio cuyo porqué nunca pude comprender… Pero ya ves que esta niña ha encendido una lumbre en mi camino, o quizá sea ella misma la lumbre, enviada del cielo; la veo como una aurora esplendente que echa más luz a cada minuto. No solo un patriarca, o un profeta, o un apóstol, pueden ser los salvadores de una vida; ¡mira cómo Dios tiene sus ángeles que hacen su oficio de la manera más reverente y menos esperada!

 

 

 

25 de agosto

 

Valentina es una niña que no tiene igual. Han pasado solamente ocho o nueve días desde que la conocí, y ya parece que su existencia ha venido a esparcir un optimismo y una paz tales que solo se pueden conocer cuando se es testigo de un verdadero prodigio. ¿Será capaz de sumergir dolores y sufrimientos, de ahuyentar todo lo que era oscuro en mi camino? No sé. Pero me paso feliz en las altas regiones del idealismo, caminando sobre este sendero nuevo para mí; ante este jovencito se abre un mundo rico en magníficas perspectivas y radiante como pocos. ¡Con qué gozo me estoy abandonando a este huracán, a este oleaje, a este mar…!

¡Dichosa juventud! Sobre Valentina derramaré todo el tesoro de mis sentimientos.

Ella es amable conmigo, bien formada y su rostro tiene un no sé qué muy encantador. Apenas cruzamos miradas y creo que nos atraemos uno a otro; su mirada no me deja de perturbar y sus modales y su timidez cuando está conmigo me maravillan hasta lo indecible. Su tez clarísima, sus ojos negros, su cabello castaño y extremadamente lacio, sus movimientos gráciles, todo eso tiene en su figura un aire de melancólica belleza que me cautiva. Su carita me causa mucha ternura.

Hoy nos andábamos paseando juntos nuevamente. Es el segundo encuentro importante que tenemos. Caminábamos, como el día en que nos conocimos, por varias calles, sin reparar en el paso del tiempo. Andaban junto con nosotros las mismas personas que estaban detrás de nuestros pasos el primer día en que nos vimos. Sin embargo ellas, por prudencia y buen juicio, ya no querían acercarse a nosotros para no entorpecer el devaneo naciente. Valentina se arrimó a mí ya sin nerviosismos. Se asió de mi brazo y fuimos alejándonos tanto que llegamos a un suburbio alejado, lleno de sauces llorones y circundado por una gran montaña de tierra rojiza. Había sobre nosotros una niebla azul parecida a la que se esparce sobre las montañas suizas. ¡Mi corazón era tan incontenible como los tumbos del mar…! Notaba que yo también le causaba una sensación especial. La veía tan radiante y tan hermosa… vestía una blusa blanca, falda negra y medias igualmente negras. Tenía en su cabeza una diminuta peineta plateada que hacía juego de combinación con su indumentaria de blanco y negro. Encontramos una banca para sentarnos y platicar… no sé qué cosas… ¡de qué pueden hablar una chiquilla de catorce y un mozo de dieciséis! Así pasamos varios minutos, conociéndonos, y acordamos en vernos más tarde, en un evento social que habrá por motivo de una celebración del colegio.

¡Oh amigo mío!, cuando la veo frente a mí parece como si estuviese ante el infinito, tan insondable y fascinante. Tiene una sonrisa de pintura y sus pequeños dientes son de un color perfecto como el marfil. Me siento muy plácido a su lado…, pero su gracia me intimida y me hace parecer un mancebo timorato y acomplejado de sus palabras. Eso me gusta mucho, porque un enamorado siente, junto con el miedo y la cobardía, la alegría causada por las emociones indescriptibles de un afecto inocente. Diríase que la timidez causada por una niña es uno de los mayores placeres de un jovencito.

En amor terrible arde mi alma; era lo que yo quería. Tienes que conocer a esa criatura para entender esta inclinación irresistible, ¡porque es tan difícil de describir…! Mas temo que pierdas el tino al verla, como deben perderlo cuantas personas se le acercan… ¡Quién sabe si todavía vamos a ser tú y yo rivales!

 

 

 

27 de agosto

 

Amigo:

La magia y los sortilegios se hacen ciertos en lo más profundo de mi corazón. O quizá por estos lugares vienen haciendo brujerías en favor mío, porque abro los ojos y solamente veo que se andan deambulando hadas o hechiceros; todo mi entorno es un verdadero paraíso.

Hay momentos en que ni una corona votiva ni un libamen sagrado son suficientes para dar agradecimientos en lo justo por una bendición desmesurada. Los dioses trabajan en favor nuestro algunas veces, y no lo queremos reconocer o simplemente no somos capaces de notarlo. Hay ofrendas que se dan sin motivo, cuando el cielo ha sido ingrato con nosotros, y cumplidos que nunca se dan, habiendo sido el destino benevolente con nuestros anhelos. Días hay en que palpamos con nuestras propios dedos miles de dracmas y denarios, amatistas, diamantes; días en que se tiene en las dos manos todo el oro del mundo y las piedras más preciosas. Para mí, este día fue uno de ésos. Hoy la tuve entre mis brazos y… ¡la besé! ¡La besé! La besé con todo el amor y toda la pasión de un joven como yo. Ella también se abandonó a la pasión desbordante que arrasa a un alma joven. Dejó que cubriera con un beso sus rosaditos labios y pude palpar su cabellera castaña que vista al sol es casi rubia. Nos estrechamos con una indisoluble cadena de hierro; nuestras bocas pronunciaron cosas y nuestros corazones confirmaron palabras. Los brujos escrutaban estrellas, y eran poemas; el sentimiento de la dicha entontece al hombre: no sabíamos dónde estábamos ni lo que en torno de nosotros había. No podíamos hablar ni respirar. Nada veían nuestros enturbiados ojos, porque era como si torrentes de lágrimas se hubiesen interpuesto entre nuestras retinas y el deseo. La tomé de la mano y le dije que la quería más que a nada en el mundo. Y en esos momentos en que sostenía sus manos, la tomé de la cintura y pude, gracias a la luz de la luna que completaba la magia de ese cuadro maravilloso y a pesar de la oscuridad de la noche, ver el color de sus ojos, unos ojos tan negros como la misma noche que era testigo del encuentro. Tuve que calmar mi sangre juvenil…

La noche azul con su manto cuajado de estrellas nos cubría. Alcé mi vista y podía ver miles de figuras cósmicas en la bóveda celeste, porque ella vive en un lugar donde no hay luces artificiales, y la ausencia de luz, o esa penumbra, hace que los astros del espacio cósmico puedan apreciarse en todo su esplendor.

Estaba apoyada en mi hombro, y yo la protegía del frío de la noche; pasó un lucero que yo pude ver pasar con todo su fulgor, y entonces supe que un ángel estaba ahí, haciendo esos momentos eternos y ennoblecedores. Era una estrella a la que le di un valor profético. (¡Veamos, amigo, en esas extrañas casualidades una providencia del cielo que se empeña en crear algo bueno en el momento en que la dicha de nuestra vida amenaza desmoronarse o desaparecer!). Valentina, en esos instantes, era mi mundo. Y yo era el varón más poderoso y orgulloso porque tenía entre mis brazos, bajo el arco de estrellas nocturnas, en medio del viento y a la intemperie, a la más perfecta criatura. Mi cuerpo, mi sangre, mi alma, todo era de ella.

Estábamos sentados en los sitios colindantes a su casa, en un lugar donde nos habíamos quedado a ver el agonizar de la tarde. En ese lugar terroso había estado yo sintiendo la tibieza de su piel y el olor de sus cabellos, porque toda la tarde estuvo arrimada a mí. Cayó la noche con toda su gloria, una noche intensa, inmensa y azul como la rivalidad del mar. Yo me había quitado mi abrigo para dárselo, porque el viento había venido a hacer sentir la vigencia inevitable del invierno.

Su residencia es una hermosa casita que está en las afueras del área urbana, una casita de ésas que parecen de miniatura, bien arreglada y enjalbegada, con fachada de colores vivos y enclavada entre montañas vallunas. Su jardín es también primoroso, fresco y solitario, lleno de rosas, dalias y gardenias. Ese escenario, el de las montañas, el del cielo astral y nocturno, el de su residencia y su jardín, el del valle donde vive, era el lugar perfecto para que se diera el milagro.

Le llevé a su casa y la tomé de su mano nuevamente para besársela al momento en que nos despedíamos, pero me pidió que entrara un momento para que me refugiase del frío. Sin atender a su amable oferta, mas solo embargado por la emoción que me causaba ese momento, le dije, poniendo mi mano sobre su mejilla:

—Eres hermosa, Valentina. Lo digo con todo el desfallecimiento que muchacho alguno pudiera sentir. ¡Eres la niña más bonita del universo!

Se desbarató en la celada del rubor; sus pómulos traslucieron su arrebatamiento, porque pude percibir incluso a través de las sombras de la noche la llama del nerviosismo que pintó sus mejillas delicadas y blancas. Y se cubrió, con rápido movimiento, el rostro arrebatado. Estaba roja como una amapola.

¡Qué galán eres…!

—Te quiero.

¡…Ver ese pecho lleno de dulzura, esas venas azules en su piel blanca; amar sus manos, sus brazos, sus hombros y su frente, hasta el punto de retorcerse nuestro corazón de alegría…!