José Miguel Molowny

 

Doce horas enlazados

 

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Primera edición: julio de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© José Miguel Molowny

Diseño de portada: Boceto de Ana Molowny

 

ISBN: 978-84-17300-22-7

ISBN Digital: 978-84-17300-23-4

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

Se vive solamente una vez,

hay que aprender a querer y a vivir,

hay que saber que la vida se aleja

y nos deja llorando quimeras.

 

No quiero arrepentirme después

de lo que pudo haber sido y no fue,

quiero gozar esta vida teniéndote cerca

de mí hasta que muera.

 

Amar y vivir

Consuelo Velázquez (1916 – 2005)

Antonio Machín (1903 – 1977)

 

El amor de la niñez es inocencia,

el amor de juventud es ilusión,

el amor de madurez… plena conciencia,

el amor de senectud… ensoñación.

 

 

 

Índice

Primera hora

Segunda hora

Tercera hora

Cuarta hora

Quinta hora

Sexta hora

Séptima hora

Octava hora

Novena hora

Décima hora

Undécima hora

Duodécima hora


El amor de la niñez es inocencia,

el amor de juventud es ilusión,

el amor de madurez… plena conciencia,

el amor de senectud… ensoñación.

 

 

Someday, somewhere,

you said hello

and walked into my life

painted all my words in blue,

made my life a dream come true.

 

Someday somewhere

Demis Roussos (1946 – 2015)

 

 

 

Primera hora

 

 

Declinaba ya la tarde, en un fin de semana de otoño temprano, cuando Mario salió del portal de su edificio, se cerró un poco su chaquetón tres cuartos, se levantó la solapa y se encaminó, calle abajo, hacia una cafetería próxima. La brisa fresca removía su pelo lacio, moreno y abundante, y la luz del día, ya tenue, daba paso a las de las farolas y a las de neón que flanqueaban la concurrida calle, en la que los comercios seguían abiertos y hacían sus últimas ventas.

Por aquella hora acostumbraba a salir mucha gente que había terminado su semana laboral a destinos y actividades lúdicas muy diferentes. Los más lo hacían de manera cíclica en cada fin de semana, a sus cenas o espectáculos, pero también los había, como Mario, que rompían esa rutina periódica en pos de algo diferente, tal vez excepcional.

A nada que siguió levantó la mirada y percibió un celaje encapotado y plomizo que barruntaba lluvia, lo que hizo que se preocupara algo, de cara a sus inmediatos planes. La concurrencia era mayor, por ser viernes, y la céntrica calle concitaba a más viandantes de lo habitual. Él caminaba en medio de un flujo enorme, en ambos sentidos, sin prestar mayor atención y concentrado en su destino próximo. En pocos pasos se vio asediado por un vendedor de la Once que le ofrecía sus cupones, al que le dirigió una mirada torva y esquivó, por más que el educado muchacho se limitaba a ofrecerle su suerte. Acabó despachándolo, asegurándole que él ya tenía la suya.

El paso firme y decidido de Mario era impronta de su personalidad, acentuada por su buena planta de incipiente cincuentón, deportista y sagaz ejecutivo. Siguió sin fijarse en persona alguna de aquel enjambre de transeúntes, ni en el tráfico, que se hacía más denso a esa hora, pero, al mismo tiempo, también iba mirando de soslayo a ambos lados con la esperanza de no cruzarse con algún conocido del barrio, en lo que continuaba su marcha; la brisa arreciaba algo y se tuvo que atusar el removido pelo. A los pocos pasos su vista se enfrentó con la de otra persona que lo miraba sonriente y se vino a percatar que era la kiosquera, que caminaba en sentido contrario y que lo debió reconocer. La veía con frecuencia en el kiosco de prensa de su misma acera, que estaba al otro lado de su edificio, y reflexionó que siempre se fijaba en ella cada vez que iba a comprar el periódico, con una cierta admiración, por su cara exótica, pero se recataba al verla siempre en la presencia de su marido, o pareja, bastante mayor y con una mirada hosca, que regentaba el pequeño establecimiento. Le hubiera gustado pararla y decirle algo, ahora que iba sola, pero su plan era el trazado y se limitó a saludarla sin detenerse.

Por ese otro lado de la acera de su edificio estaba el parque adonde iba a correr muchos domingos por la mañana, bastante temprano, para fundir los malos tragos de la semana, y se atizaba varios kilómetros enfundado en su chándal, para volver bien sudado, desahogado, comprar los periódicos y, de camino, mirar a esa vendedora, con un intercambio de saludos escuetos. Era el único día de la semana que leía prensa en papel y se empapaba de todos los artículos de opinión, ya que el resto de los días lo hacía en su portátil, repasando todas las ediciones digitales de los diarios nacionales y locales. Luego se duchaba al llegar a su piso y comenzaba a preparar un completo desayuno para su esposa e hija, con bastante habilidad y encomiable organización.

Casi llegando a su destino se le despertó el olfato al percibir el olor de las castañas asadas, que ya estaban en temporada. Se distrajo algo porque le encantaba comprar un cartucho cada vez que pasaba frente al pequeño puesto, pero no era, esta vez, el momento, así que siguió de largo, limitándose a un lacónico saludo a la castañera, quien pareció sorprenderse de su prisa, al devolverle el saludo, acostumbrada a su parada habitual y a su afectuosa conversación.

No podía prodigarse más en saludos porque parecía ir con unas orejeras, con la mirada al frente y, mucho más, con su objetivo prefijado, que lo hacía repetirse como un mantra: “Tranquilo, Mario, todo va bien e irá mejor… que nada te influya ni te distraiga”.

A los pocos segundos de repetir su mantra distinguió por la espalda a un vecino de su edificio y optó por ralentizar su marcha para evitar saludarlo, pues era un plasta que al tenía que evitar, so pena de tener que escuchar sus particulares quejas sobre la última junta de propietarios del edificio, que en esos momentos era lo que menos le interesaba en el mundo.

Retomó su marcha, cuando lo tuvo distante, y en escasos minutos llegó al umbral de la cafetería, miró la hora en su Iphonelos relojes de muñeca son ya casi un adorno— y comprobó su puntualidad británica: eran las ocho en punto. Se soltó algo el chaquetón y conforme entraba hizo un rastreo visual y verificó que Laura, a quien allí tenía citada, no había llegado, algo que daba por supuesto, aunque esperaba que su retraso no fuera largo.

Se adentró lentamente, pasando frente a la barra y se dirigió al fondo, pero ya el paso firme y decidido que traía por la calle se tornó en cohibido, en tanto que hacía una segunda inspección visual, esta vez agudizando su visión lateral, para cerciorarse que la docena de clientes por allí desperdigados le eran ajenos. Temía la presencia de moros en la costa y se alivió al constatar que no veía conocidos, salvo el camarero, que ya le había atendido en ocasiones anteriores, quien le salió al paso, muy amable, con su pulcro mandil, para ofrecerle alguna mesa, lo que declinó diciéndole que se dirigía a la del fondo, que veía libre. Se adelantó también a la inminente petición de comanda indicándole que esperaba a alguien y que tomaría asiento entretanto. Así lo hizo, tras despojarse de su chaquetón, y pasó a sentarse de cara a la entrada.

Por su imaginación de prolijo lector de novela negra, y de todo tipo de libro que cayera en sus manos —una afición juvenil algo perdida con la edad—, en un momento creyó verse en un ambiente infestado de espías, por más que él nunca era propenso a las fantasías, aunque esta vez podía tener algún motivo para ello. Tras otro repaso exhaustivo coligió que no conocía a ningún cliente, a pesar de que sabía que era viernes tarde y allí se acostumbraban reunir algunos vecinos del barrio. De hecho, esa cafetería era también su punto de cita con otros amigos y matrimonios en otros fines de semana, para después continuar a cenar. Sus manos no paraban de moverse y sus dedos repicaban en la mesa como si estuviera tocando un piano imaginario, algo que él aprendió desde pequeño por la sabia influencia de sus padres, quienes le generaron una gran inquietud por varias actividades culturales y artísticas. Con tanto mirar y tragar saliva se le fue secando la garganta y lamentó no haber pedido alguna bebida, pero seguía esperándola, y su educación y cortesía le hicieron no hacerlo hasta su llegada. Se recompuso estirándose el jersey, colocando bien sus mangas y volvió a arreglarse algo el pelo con las manos.

Había conocido a Laura hacía un año en un encuentro casual, al entrar en una librería no distante de sus respectivos lugares de trabajo, en pleno centro administrativo de la ciudad. A partir de entonces se venían comunicando con frecuencia a través de sus móviles, en sus horas laborables, y se habían visto en varias ocasiones en otras cafeterías y lugares del dowtown de esa ciudad, en las salidas habituales de media mañana. Conocían a la perfección sus respectivas condiciones de casados estables, lo que no era óbice para que hablaran con fluidez de sus vidas y de sus trabajos, sin adentrarse en los asuntos familiares, ni en otros terrenos pantanosos. En pocas ocasiones anteriores se habían citado expresamente para una conversación más larga y profunda y sólo en otra la llevó en su coche y lo detuvieron junto a un parque para pasar un buen rato distendidos, sin que ninguno osara a manifestarse cariñoso, ni intentara aproximación alguna. A lo largo de aquella peculiar relación habían establecido algunas claves secretas en sus comunicaciones, casi crípticas, por temor a que sus mensajes pudieran ser interceptados por sus cónyuges, aunque ello no fuera de temer, por llevar respectivamente unas vidas muy ordenadas y unas relaciones matrimoniales muy estables, sin alharacas.

No obstante, esta vez habían estado unos días planificando un encuentro más importante y habían llegado a la decisión de llevarlo a cabo. Lo concretaron, con todo tipo de precisiones, y se emplazaron en aquella cafetería a esa hora, para continuar después al piso de Mario. La última llamada había sido esa misma tarde, para reconfirmar la hora y concretar algunos detalles del lugar de la cita, así que él estaba seguro que llegaría de un momento a otro. Su aplomo, a todas luces ficticio, le hacía mirar la hora cada minuto y verificar que no le había entrado mensaje alguno con una posible anulación de la cita. Volvió a otear el entorno para ratificar que no había conocido alguno y a cada momento miraba para la entrada.

Pasados diez minutos, que le parecieron eternos, la distinguió en el umbral y la vio acercarse. Ella ya sabía que la esperaría en el fondo y hacia allí caminó con su buen porte y atractiva alzada, con su gabardina abierta que dejaba entrever su buena figura, de una belleza serena, con unos ojos grandes de color azúcar moreno y mirada segura, un semblante expresivo y un pelo oscuro y suelto, recientemente arreglado de peluquería. Mario no tardó en advertir que era seguida por las miradas de algunos clientes curiosos apostados en la barra, algo que no le agradaba, sin que pudiera asegurar si era por celos o por el temor a mirones, o a indiscretos observadores. Acabó llegando pero, una vez más, a él el recorrido le pareció también eterno, algo que le podía más que su admiración por ella. Llegó a la mesa, por fin, y se saludaron con una sonrisa —sin duda alguna forzada por la situación—, sin intercambio de beso alguno. Se quitó la gabardina, sin que Mario la ayudara, y siguió de pie por un instante, en el que lució su traje de chaqueta azul con una falda casi corta y ajustada y un fular estampado anudado en su cuello, que ocultaba algo su blusa de seda con algún botón sin abrochar. Apoyó en una silla libre la gabardina y se sentó frente a él.

—Me he retrasado un poco —le dijo.

—No, mujer, has sido puntual. No has agotado, siquiera, el retraso de cortesía. ¿Te fue fácil aparcar?

—Sí, siguiendo tus precisas instrucciones, que no has parado de repetirme. Encontré el parking de más abajo y dejé el coche. No estaba lleno y me quedé en el primer sótano. Me retrasé algo porque el encargado me vio caminar hacia la salida y se dirigió a mí ofreciéndome que le dejara las llaves para lavar el coche, a lo que tuve que contestar diciéndole que estaría poco tiempo. Observé que se mostraba sonriente y con ganas de entablar conversación, pero ya estoy acostumbrada a espantar moscones y a soportar majaderos, te diría que a diario. De allí hasta esta cafetería he tardado unos minutos porque la acera estaba llena de gente entrando y saliendo de los comercios. Otro pesado se me acercó ofreciéndome un cupón de la Once y tuve que rechazarlo amablemente, aunque insistía en que llevaba mi suerte.

—Era el mismo pesado que me abordó a mí con igual ofrecimiento y casi no me lo quito de encima. Tal vez ambos debimos comprarle, ya que tanto insistía en nuestra suerte, aunque yo le dije que ya la mía la tenía, especialmente hoy que te tengo enfrente.

—Por eso yo tampoco le compré, porque pensé que con lo de esta tarde y noche ya iba a tener premio.

—A mí me parece que sólo con este encuentro ya lo tenemos. Ahora falta que pase el tiempo para ver si, además, nos toca la serie y nos sale el Cuponazo.

—Soy optimista, por naturaleza, y creo que vamos a ir camino a ello. Estas ocasiones excepcionales que se trabajan como hemos venido haciéndolo lo merecen. Era cuestión de tener paciencia y de no precipitarse.

—Vengo dispuesto y organizado para que todo nos salga bien esta noche, así que confiemos en que así sea.

—Veo que vives en un barrio muy moderno y concurrido; por aquí vengo muy poco. Me muevo bien en el mío, aunque sea algo más antiguo y recorro poco el resto de la ciudad. ¿Temiste que no viniera?

—Siempre queda un resquicio para la duda, pero no, no lo temí, ni lo pensé. Sabía que tú también te programas muy bien y no improvisas nada.

¿Sabes, Mario, que tienes hoy una expresión diferente de la firmeza de tu mirada característica? ¿No te estarás arrepintiendo de habernos citado hoy de esta manera más especial?

—No, Laura, en absoluto, estoy totalmente convencido de esta decisión, pero admiro tu perspicacia, porque has captado mi nerviosismo y estás en lo cierto.

¿Qué tal si me invitas a tomar algo?... Con lo galante que eres, ¿te habías olvidado? Ya verás que así te serenas, o nos serenamos, porque no creas que yo estoy aquí tan campante. A mí también me impone esta situación y nos tendremos que ayudar mutuamente.

—Déjame que llame al camarero…

—Para mí un vermut, Mario.

El camarero llegó diligente y él le pidió dos vermuts secos.

—¿De grifo y con sifón, señor? —quiso saber.

¡Espera!... —saltó ella— El mío blanco y dulce. ¿No recuerdas que te hablé de mi preferencia?

¡Que sean dos Martinis dulces, por favor!

El camarero corrigió enseguida la comanda y no tardó en volver presuroso con su bandeja, botella, hielera y copas, así como con un sucedáneo moderno de los antiguos sifones, algo que sólo se ve en muy contadas cafeterías. Las sirvió y los dejó de nuevo solos, frente a frente.

—Claro que sí —le contestó él— me precipité en pedir sin tenerlo en cuenta. Se me debe estar notando el nerviosismo porque estas cosas no se me suelen olvidar. Me estás ganando el primer set de la serenidad y tendré que reponerme. Reconozco que has llegado más tranquila y segura que yo, pero esto te lo empato ahora mismo.

—Mira… tenista, esto no es cuestión de quién gana, así que relájate, que tenemos mucho tiempo y muchas cosas de que hablar a lo largo de nuestra velada, largo y tendido.

—Yo no quiero todavía hablar tendido, ¿sabes?... Aquí estamos cómodamente sentados, por el momento.

—¿Ya empiezas a provocarme?... Con lo tranquilo que has estado en todos estos meses, sin insinuación alguna, parece que esta noche te estás destapando.

—¡Qué va!... yo nunca me despapo.

—Pues ya va siendo hora de que lo hagas.

—No, mujer —siguió—, era sólo un decir, y espero que estés convencida de lo que te he venido diciendo sobre que ésta es mi primera cita extramatrimonial.

—Totalmente, Mario, si tuvieras práctica no estarías así de nervioso. ¡Ah!... Y yo también espero que mis pasos firmes no te induzcan a sospechar lo contrario, porque también es mi primera vez, sin que te quepa duda, como te he venido reiterando.

—Ya lo sé, Laura, y ya lo sabes… y lo sabemos los dos.

¿Podrías pedir unas aceitunas?... Recordarás también que soy muy clásica y que siempre las pido con el vermut; es una costumbre heredada de mi padre, que siempre me llevaba de joven a tomar el aperitivo, antes de ir a almorzar.

—Lo lamento y llamo otra vez al camarero. Decididamente me has ganado este primer set, pero ya verás que enseguida me repongo.

¡Qué empeñado estás en disputar un partido! Tómalo simplemente como un peloteo inicial, y nada más. No quiero que compitamos en nada y que sigamos largamente hablando y siguiendo tu plan porque… lo tienes, ¿verdad? Sólo me has querido anunciar el lugar de la cita y el posterior de tu piso, pero doy por hecho que tú no improvisas nada y tienes un buen programa de festejos. ¿A que sí?

¡Y tanto!... pero no hay prisa alguna. Tenemos una larga noche y ya verás lo bien que la tengo organizada. La he venido preparando concienzudamente desde hace varios días.

—Eso no lo pongo en duda porque ya te he venido conociendo y sé bien como te organizas y lo perfecta que llevas la empresa. Me ha admirado oírte hablar en todos estos meses y ver que te adelantas a todo y que en tu trabajo eres una computadora.

—Ya será menos, pero veo que me has radiografiado.

—Pero no te he desnudado.

—No te precipites, que todo llegará a su tiempo.

—Eso me tranquiliza, porque no me gustan las prisas.

—Ni a mí tampoco. Creo que en todo este tiempo habrás podido comprobar lo sereno que soy, con la única salvedad de esta noche.

—Eso no tiene la menor importancia, y espero que no te pongas nervioso con mis bromas, porque ya conoces lo que me gustan las expresiones con doble sentido.

—Lo noté desde los primeros compases de nuestra relación.

¡Pues deja que entre en confianza!

—Por encima de todo, quiero celebrar que nos hayamos decidido, aunque hayamos tardado. Soy de los que creo que no hay como tener una referencia mítica para acabar sobrepasándola.

—Así es, y creo que ha sido una decisión casi al alimón, porque ambos nos hemos venido animando a este momento, a pesar de los temores que arrastramos. No por ello entiendo que seamos unos insensatos, pues en absoluto lo somos en nuestros habituales comportamientos, pero hemos venido estando faltos de un empujoncito de valentía… y aquí estamos.

—En eso nos parecemos bastante —dijo él—, porque ambos hemos demostrado ser personas decididas y para este encuentro se necesitaban nuestras capacidades, para dar este paso tan importante. Lo que suceda se verá después, pero lo importante es que estamos aquí, cara a cara, dispuestos a llevar a cabo nuestro gran paso en pos de una total comunicación.

Habían chocado sus copas, bebido y cogido alguna aceituna, para empezar a relajarse y no atender a nada a su alrededor. Lo estaban consiguiendo, poco a poco, y ya Mario había dejado de mirar a su entorno. La música de fondo ayudaba a la conversación, que se prolongó por bastante tiempo, sin que se hubieran impuesto un tiempo para dejar la cafetería y seguir al piso, según lo habían convenido.

¿Debo entender que nos vamos a pasar la noche hablando?

—No, mujer… he dicho comunicándonos… y eso no es solamente hablar. ¿Necesito ser más explícito?

—Ahora te entiendo mejor, y lo celebro. Era una falsa suposición, o temor, sobre que te pasaras toda la noche en plan serio y filosófico, porque ya he venido comprobando que te gusta hacerlo.

—Supongo que me harías caer en mi excesiva charla, a secas, si así sucediera, ¿verdad?

—Te propondría algo, para dejar de hablar.

—Ya verás que no será necesario.

 

Poco a poco fueron acabando sus copas y pidieron otras dos; Laura le recordó otra vez sus aceitunas, como complemento de su rito. Se mantuvieron abstraídos del entorno y ya Mario dejó de escrutar los movimientos a su alrededor y concentró su mirada y su atención en ella, cuya pátina sensual lo envolvía, más que nunca anteriormente, al encontrarla más próxima que en las ocasiones anteriores, en las que iban con el tiempo justo para saludarse y cambiar dos frases. Entró, por fin, en fase de relajación, por la inercia de la charla y con el vermut, aunque no fuera su bebida favorita, pero la tomaba como una simbiosis inicial al gusto de Laura, robándole alguna que otra aceituna de su plato. Él no paraba de mirarla arrobado y ella le devolvía esa mirada con un mohín seductor.

Ya más serenos, Mario puso su mano sobre la de ella y acabó cogiéndola, con la timidez de un escolar. Ella la aceptó y dejó que él se la siguiera acariciando, en lo que seguían hablando. En el hilo musical estaba sonando una canción y fue Laura la que reparó en ella, viendo que Mario seguía absorto en la conversación y parecía no darse cuenta.

¿Estás escuchando la música?

¡Ay, claro! —tardó en reaccionar— Es una de nuestras canciones fetiche. Está en uno de los CD que te he regalé hace unos meses. Déjame recordar…

—Es Somewhere someday —dijo ella—, la de Demis Roussos, y nos la hemos tarareado por teléfono algunas veces, en recuerdo de la casualidad de nuestro primer encuentro. Aunque ya pasó de moda, no por el fallecimiento de ese recordado cantante, sino porque era de los setenta, para nosotros nos evoca la suerte de aquella coincidencia. Recuerda que dice que entraste en mi vida y que hiciste realidad un sueño. Espero que hoy se haga.

—Me encanta lo documentada que estás y celebro que hoy recordemos esas canciones, antiguas, como los boleros de los que tanto hablamos, y más recientes, como ésta, porque forman parte de este mundo íntimo que nos hemos venido construyendo.

—Me has hecho tú estarlo, con tanto CD y tanto cancionero de boleros que me has regalado. Yo creía que ya no se editaban esas revistas, que recuerdo de mi padre, cuando era niña, pero me encanta leer las letras de todos los que me has regalado. ¿Me dijiste hace poco que casi todos los viniste encontrando en un rastro?

—Sí, gracias a la indicación de un buen amigo, que los colecciona. Debo confesarte que me compré un montón de ellos y, poco a poco, te los he venido regalando.

—Veo que tienes una gran cultura sobre boleros.

—Tal vez porque son, sin duda, un género musical con el ritmo más romántico que existe. Creo no haberte contado que fue en Cuba donde se le dio ese compás cadencioso, que desde finales del XIX empezó a aparecer junto con el danzón y la trova, con sus bongós, tumbadoras y guitarras. Dicen que fue un sastre cubano y mulato el que compuso el primer bolero, allá por 1883, que tituló Tristeza, con el acompañamiento musical de guitarras y percusión.

—¿Qué son las tumbadoras?

—Unos tambores de origen africano que se desarrollaron en Cuba y se parecen a unos bongós, pero más largos y que se apoyan en el suelo. También los llamaron congas.

—¿Y de esa época vienen todos esos que nos encantan?

—Sí, casi todos. El auge del bolero vino a partir del relativo aislamiento cultural de América Latina después de los años de la Primera Guerra Mundial y así se cultivó por allí sin competencias foráneas. Su época dorada fue en los periodos de las dictaduras hispanoamericanas de los treinta, cuarenta y cincuenta, que promovieron cierta alienación romántica en un público al que se quería mantener al margen de las cuestiones políticas. Su ritmo, de un compás 4/4, vino a decaer a final de los sesenta, al igual que el mambo y el cha-cha-chá, momento en que aparecieron la salsa, el merengue y la bachata.

—¿Hiciste una tesis sobre boleros?

—No, pero me hubiera gustado hacerla, para dedicártela, porque he leído muchísimo de esa época a partir de mi afición a la música. Llegué a hacer mis pinitos con la guitarra y estuve tocándola en mis años de juventud, hasta probar, incluso, con la eléctrica.

—¿Y cuándo vamos a un karaoke para ir cantando todas esas canciones?... Porque son un montón y me gustaría cantarlos a dúo, siguiendo la letra.

—Creo que eso tendrá que ser en otro momento, y más adelante. Por ahora seguiremos nuestro plan.

—Naturalmente… lo he dicho por verte reaccionar. Capto que estás tan en tu programa que como te bromee con algún cambio te descompones. No te preocupes, que esta noche te voy a seguir en todo.

—Me das una alegría, porque no te imaginas las vueltas que le he venido dando a este encuentro nuestro y la enorme planificación mental que me ha llevado.

Siguieron escuchando al simpático y voluminoso griego interpretar aquella canción con su voz aguda —y tarareándola ambos—, hasta que terminó de sonar, y retomaron su charla.

¿Me cuentas un poco cómo pudiste organizarte para hoy?—le preguntó ella con bastante interés— Porque aunque sé que este encuentro nuestro no era fácil, a eso le has añadido toda una organización que ya intuyo, sobre todo conociéndote.

—Creo que he tenido suerte. Apareció, desde hace muchos días, un viaje de fin de semana al pueblo de mi mujer, algo que se produce siempre en otoño, y le dije que este sábado estaría muy ocupado en cosas de la oficina, por lo que se fue desde ayer para allí con mi hija. Yo mañana saldré también sobre el mediodía a reunirme con ellas y con otros familiares. Ya debes conocer aquel refrán que dice que “las ocasiones las pintan calvas y hay que cogerlas por los pelos”; ¿no te parece?

—Claro que sí, y es, más o menos, mi caso, pero la que se marchaba era yo, camino de una reunión de amigas del grupo de vendedoras de la empresa, de viernes a sábado, así que me hice un maletín y me despedí del personal, sin levantar sospecha alguna. Naturalmente, a ellas las llamé disculpándome y lo entendieron, y ninguna conoce a persona alguna de mi familia, por lo que aquí estoy, justificada ante ambas partes. Yo también, como verás, planifico mi vida y, en este caso, me he esforzado bastante para poder venir a pasar esta noche contigo.

—O sea que te has traído un camisón, ¿verdad?

—Sí, pero lo he dejado todo en el coche, en un maletín que preparé para hacer más creíble mi salida. ¿Crees que lo voy a necesitar?... Tal vez hubiera sido bueno traerlo. Si quieres vuelvo a buscarlo, que está bien cerca, aunque temo que me asalte otra vez el encargado del parking para que le deje el coche y lavarlo.

¡Tú de aquí no te mueves y te vienes conmigo a mi casa! Así que olvídalo; con lo que me ha costado tenerte enfrente.

—Te advierto que a veces me duermo vestida, cuando estoy muy cansada, y no me cambio.

—Nada de eso va a suceder.

—En el coche —comentó ella— venía pensando en nuestra situación y preguntándome si deseamos huir de nuestro destino o, por lo contrario, queremos llegar a él. No puedo concluir ni, al menos, decir, si es una locura este propósito en el que nos hemos metido, pero así lo hemos querido los dos y no es momento para entrar en reflexiones profundas.

—Yo tampoco sé, de verdad, si eres real, por el tiempo que llevo teniéndote en mi cabeza sin acertar a entenderlo, pero creo que eso será mejor que lo tratemos después en toda su extensión. ¿No te parece?

¿Largo y tendido?

¿Quién provoca ahora?...Primero largo… y después tendido. No me imputes mi organización hasta ese extremo. Ya todo se nos irá dando sin prisa alguna, porque ya no somos los jóvenes impulsivos que fuimos.

—Lo dejaré a tu buena programación, y estoy segura que te acabaré aplaudiendo.

Al cabo de otro rato de charla el hilo musical, esta vez con música instrumental, captó la atención de Mario al escuchar el ya muy clásico Everybody loves somebody sometimes, que Dean Martin popularizara en 1964, hasta el punto de desbancar a Los Beatles del Hit Parade de aquel momento. La miró sonriente y se lo hizo escuchar con atención, cantando él en voz baja la letra en inglés, con toda corrección. Ella, al final, le dijo:

—Es fantástica y ¿sabes?... te pareces a él, con tu buen porte, tu abundante moña morena y esa entradita por la derecha, cuando cantaba aquello del Mambo italiano, aunque, espero, que tú seas un poco menos mujeriego y seductor.

—De eso último pierde todo temor. Y ya que estamos sacando parecidos, te diré que tú me recuerdas a Mónica Bellucci, aunque no cantes. Ya tu tipo, tu sonrisa y tu belleza se encargan de expresarlo con esa gracia que me tiene cautivado.

—No te pases de adulación, aunque te la agradezco —le dijo con una mirada melosa, casi ruborizada.

—Yo nunca te haré una adulación mentida. Todo lo que te he dicho, y te diré, me sale del alma. Me gusta poner los elogios en su sitio, y éste ocupa un lugar especial.

En el devenir de la conversación, Laura reparó en que la pared lateral junto a la que estaban sentados tenía un montón de escrituras de clientes, a lo que Mario le precisó que habían dedicado ese fondo de la cafetería a gente joven y preparado una superficie lisa susceptible de ser escrita, o pintarrajeada, como otro motivo de captación de clientela juvenil, porque la cafetería había venido siendo muy tradicional y, entre semana, habían querido promocionarla para una mayor afluencia vespertina de estudiantes, y esos murales con comentarios y garabatos les resultaban atractivos. Ni corta ni perezosa, ella quiso escribir algo y se dispuso a sacar de su bolso su bolígrafo. No obstante, Mario se preocupó de conocer su propósito y le preguntó:

—¿Y qué estás pensando escribir?

—Sólo unas iniciales y la fecha de hoy. Imposibles de interpretar, salvo para nosotros. Ni me tengo que levantar porque veo un hueco a mi lado, entre tantas firmas y comentarios. Aquí mismo voy a dejar nuestro recuerdo, si no te importa.

Abrió su bolso y se puso a rebuscar: ¡No lo entiendo!... no encuentro mi boli. Tal vez lo dejé en mi casa.

—Toma el mío, que es lo mismo.

—Tienes un Mont Blanc de pasta negra como el mío, solo que cromado. A mí me lo regalaron en un cumpleaños y siempre lo llevo en el bolso, salvo hoy, tal vez porque lo cambié.

—A mí también, como ya te debes imaginar. Y lo cuido mucho, porque no es el primer regalo de este tipo que pierdo.

Lo tomó, se giró y con esmero escribió una L y una M, seguidas de la fecha. Lo escrito quedó inmerso en un amasijo de otras inscripciones y requeriría mucha atención para identificarlo.

A Mario le hizo gracia la ocurrencia y, a pesar de sus cautelas, le dijo que lo escrito podría ser confundido con la marca de aquellos cigarrillos LM, aunque él no fumaba esa marca, como ninguna otra, por su rigor de deportista. Quedó tranquilo, en lo que ella guardaba el bolígrafo en su bolso, sin que ninguno se diera cuenta del error. Ambos, ajenos al despiste, celebraron que quedara allí una referencia indeleble se ese gran encuentro y desearon poder volver allí en un futuro, para leerlo.

 

Continuaron enfrascados en su amena conversación, ya más relajados y sin atender a las diversas personas que fueron llegando y ocupando la totalidad de las mesas. Se llegaron a sentir alejados de miradas indiscretas. Siguieron repasando sus recuerdos de ese año transcurrido desde que se conocieron y aludiendo a momentos, encuentros y a las muy numerosas charlas sostenidas desde entonces. Cada uno había dado a entender que aspiraba a tener todo del otro, pero cada otro no había podido ofrecerle nada, hasta ahora.

Se sentían fuera del mundo, de ese mundo que los atenazaba cada día, por más que no fuera perceptible a los ojos de los demás, quienes, sin excepción, los consideraban personas estables y, ¿por qué no?, felices. ¿Quién podría pensar que estaban empezando a bordear un precipicio?

 

 

Laura era una mujer muy vistosa y resuelta, en el final de los cuarenta, casada hacía quince años, con dos hijos varones de doce y diez años. Trabajaba de directora de ventas en una compañía multinacional de cosméticos y su marido era abogado en ejercicio. Su relación matrimonial se mantenía estable, sin sobresaltos y sin que hasta ese momento hubieran tenido fricciones, ni deslealtades. No obstante, vivía intensamente su mundo interior, para el que tenía una frontera infranqueable, como única manera de llevarlo sin interferencia alguna, ni siquiera de su cónyuge, para el que deparaba una dedicación correcta, sin exceso alguno.

Tuvo un encuentro fortuito con Mario, en una librería, hacía casi un año, y trabaron conversación sin salir del establecimiento, que se prolongó por largo tiempo en torno a los libros y estanterías. Ambos fueron rápidos en comprender, por lo ameno de aquella charla y por el magnetismo que se generó en tan poco tiempo, que no podrían despedirse sin garantizar, al menos, otra nueva charla, y se intercambiaron sus números de móvil, a iniciativa de él, a la que ella correspondió, sin un emplazamiento específico para llamarse. Él no esperó a que pasasen varios días y a la mañana siguiente la llamó, con la disculpa de interesarse por el libro que había adquirido. Desde entonces, raro, muy raro fue el día en que dejaron de comunicarse.

Su oficina estaba en el mismo distrito comercial de Mario y asistía a ella a diario. Había empezado, hacía varios años, de visitadora de perfumerías y centros comerciales, hasta alcanzar una mejor condición de directora de ventas, lo que la hacía mantenerse en su oficina, sin hacer visitas de un lado para otro; ya controlaba a un nutrido grupo de vendedoras desde su despacho, parte de las cuales eran las que la habían invitado esa noche a una cena fuera de la ciudad, que se prolongaría, por lo que habían reservado un hotelito para pasar la noche y regresar a sus hogares al mediodía siguiente. Aunque declinó muy amablemente tal invitación, la usó de disculpa ante su familia y así pudo organizar su escapada. En ese despacho pasaba horas y caía frecuentemente en la sordidez de su particular soledad, a pesar de su buena posición social y de que tenía un grupo de matrimonios que se unían al suyo para salir todos los fines de semana e, incluso, viajar en vacaciones. Desde que hubo empezado a relacionarse con Mario comenzó a apaciguar su espíritu inquieto, casi inconformista, y cada charla con él la hacía sublimarse y salir del tedio diario en el que llevaba tiempo inmersa.

 

Mario, a su vez, era un economista muy bien situado en una sociedad de inversiones. Tuvo una infancia acomodada, estudió en un buen colegio privado y recibió formación musical, hasta el punto de hacer en el Conservatorio casi todos los estudios de piano. Su madre, de origen suizo alemán, le inculcó la cultura luterana del esfuerzo y el sacrificio, que lo dejó encauzado para su futura vida. Luego pasó a ser un buen deportista en su época universitaria, en la que combinó el montañismo veraniego, en el pueblo suizo de su madre, con el tenis, que seguía practicando, así como su buena costumbre de correr por el parque cercano a su casa, en cuanto el tiempo se lo permitía. Se graduó a los veinticinco y marchó a Inglaterra a hacer un máster, permaneciendo allí por otros dos años, ya contratado en una empresa. Se adentraba en los cincuenta y llevaba veinte años casado, con una hija única de dieciséis años a punto de acabar su bachillerato y afrontar la Selectividad. Su esposa, que compartió con él su trabajo en una compañía anterior, lo vino a dejar cuando él fue contratado para el actual puesto, que los pasó a situar en una posición desahogada; no volvió a buscar una nueva ocupación y optó por mantenerse en la tradicional actitud de sus labores y amistades, sin que Mario la motivara para seguir activa en otra ocupación laboral. Uno y otra se mantenían en sintonía, sin excesos de pasión, pero con un nivel de vida muy aceptable. Tenían un nutrido grupo de amigos y matrimonios, con los que compartían igualmente salidas y algún que otro viaje, en el que él siempre se erigía en organizador, con la complacencia de todos los demás.

Su encuentro con Laura, en aquella librería, fue totalmente casual, como tantos con otras mujeres a las que, posiblemente, les prestara mayor atención, por la simple atracción física. Pero no, algo le sucedió, dentro estrictamente del terreno de la comunicación fluida, que lo hizo lanzarse a garantizar una nueva conexión mediante la atrevida petición del número de su móvil, que fue aceptada por ella, y así se creó el vínculo.

No obstante, su situación, que era teóricamente perfecta, seguía sin llenarle totalmente y ya le había dicho en alguna ocasión a Laura, con sus permanentes alusiones a sus canciones favoritas, que si bien era “so good on paper”, como la canción de Charly Simon Coming around again