Mariano Díaz Barbosa

 

La mediocridad y sus dones

 

Image

 

Primera edición: julio de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Mariano Díaz Barbosa

 

ISBN: 978-84-17300-36-4

ISBN Digital: 978-84-17300-37-1

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

Dedicado a

mis padres, Emilio Luis Díaz y Mara de Araujo Barbosa

mi hermano Maxi

Tatiana Hussey

Liliana Díaz Mindurry

Naty Ailín Mancini.

 

A todos, los vivos y los muertos, que creyeron en mí aun cuando yo ya no lo hacía.

 

 

Índice

Primera Parte

Segunda Parte

Tercera Parte

 

 

 

Primera Parte

todo hombre tiene una idea que en definitiva lo mata lentamente

 

Thomas Bernhard.

 

 

Pasó. Así, simplemente. Sólo pasó.

En el principio fue el Verbo.

Después la obra sin ideas de un hombre sin ideas.

¿Antes?

Antes hubo un chico, un chico que sufría de una enfermedad rara, una especie de tirantez en los músculos faciales que lo llevaba a tener la boca siempre abierta. Todo el que lo veía no tardaba en sacar la misma conclusión: era idiota. Él difícilmente conjugaba alguna frase para refutarlos o, en su defecto, para despejar dudas. El día que llegó a casa con la noticia de que debía repetir el año escolar, el padre lo mató a golpes y le dijo, además, que con la boca así, subrayando su estupidez innata, a duras penas alguien podría ponerle más que un cuatro en un examen. Antes de llegar a hacerle una sola pregunta, los profesores compasivos lo reprobaban (una hermanita de la caridad llegó a ponerle un seis), los otros sólo le escupían la cara, y su enfermedad era tan grave, que el pobre no cerraba ni los ojos ni la boca. Al notar esto, sus compañeritos lo usaban para jugar a una variante nueva del sapo: lo sentaban en un extremo de la pared (era tan idiota que ni siquiera tenían que atarlo) y ellos se colocaban a cierta distancia, entonces escupían. Si le daban en cualquier lugar del cuerpo, ganaban cincuenta puntos. Si acertaban en la cara, cien. Si el escupitajo se colaba en la boca, era el logro análogo a darle al sapo en el juego clásico. Al fin, si algún dotado lograba embocarle en un ojo, eso equivalía a darle a la vieja. Mientras el padre lo mataba a bofetadas, el chico no podía más que lagrimear, ante lo cual, se llamaba al hermano mayor para que lo corrigiera con unas patadas en las rodillas: «los hombres no lloran, ni siquiera la idiotez es excusa». Entonces, el padre le pegaba por estúpido y el hermano por llorón. La noche en que repitió de curso, el chico ya sangraba, y las piernas estaban tatuadas con la marca de las zapatillas del hermano, cuando ocurrió el milagro: el chico al fin cerró la boca (los ojos ya estaban cerrados por los moretones). En medio de la celebración subsiguiente, mientras el hermano mayor luchaba por llegar a la primera borrachera, el padre levantó su envergadura de hombros sobre los mortales y su banquete, un pie sobre la silla, el otro sobre la mesa. Largó una sucesión de gorjeos ininteligibles de supuesta alegría, y alzó una copa de vino. Entonces, el idiota pudo ver (aún detrás de los moretones) un embrión de estrella nadando, expandiéndose, a punto de estallar en el centro del vaso, en medio de los pliegues del vino. El padre seguía con la copa en alto, y a medida que la acercaba más al techo, ésta se colaba por delante de la lamparita que iluminaba la mesa, y su brillo se deformaba bailando entre las olas del mosto. El vino, al filtrar la luz de la lamparita, cambiaba su tinte violáceo por un rojo oscuro, de sangre infectada, que empezaba a teñir toda la habitación. Por desgracia, todos estaban demasiado atentos esperando el desastre como para evitarlo. La mano del líder borracho acercaba la copa más y más a la lamparita, y el embrión de luz empezaba a extender sus aristas brillantes fuera del vaso. En medio de todo eso, nadie se percató de que la piel del imbécil curado pasaba de amarilla a verde, y por fin azul; el cerebro se quedaba sin aire. Alcanzó a ver hasta el último momento, cuando la semilla de luz terminó de hincharse y quebró los muros de la copa. El vino se confundió con el estallido de sangre. Sus ojos se llenaron de lágrimas al ver el nacimiento de esa estrella que desvirgaba la indolencia que había cultivado para resistir la saña del mundo. Liberada de la sangre y el vino, aquel estallido trajo consigo todo el poder de la luz en su esplendor efímero. Los ojos del idiota, a través de los moretones, dibujaron, prolongando las dos patitas de alambre dentro de la lámpara rota, un camino que se perdía en la noche de esa primera mirada, el primer atisbo de un mundo distinto al que se veía lanzado todos los días. Y, llorando de felicidad, empezó a verse en ese camino hecho con la luz misma, luz a la que juró consagrarle la vida. Al fin se quedó sin aire y cayó, azul y con la boca cerrada, contra el piso.

Estuve casi un mes en coma, y creo que me desperté más idiota que nunca por la cantidad de neuronas perdidas. Conté esta anécdota en tercera persona, quizás porque por un momento realmente olvidé quién era ese chico. Quizás sea sólo la vergüenza.

Lo cierto, es que todo lo que presencié esa noche fue, quizás, la razón por la que me hice pintor. Pasó. Así, simplemente: un estallido de luz, y el camino liberado, extendiéndose más allá de la bombilla de vidrio.

***

La idea del cuadro surgió cuando estaba sentado en un banco de madera verde como el de cualquier plaza, sobre la pintura carcomida por la escarcha que había dejado el invierno.

El sol se hundía entre dos nubes, prestándole algo de sombra a un edificio al que la tarde ya le borraba los flancos. A través de la lluvia de campanitas azules que caía desde los jacarandáes, pude ver el desfile: una troupe de hombres de negocios, ahogados en sus trajes, cargando portafolios de los que empezaban a brotar matas de formularios.

Escuchaba la polifonía de bronces motorizados, y las nubes se amontonaban como lagañas en un cielo atrofiado de smog, edificios y carteles.

Unos cuantos faunos barbudos y deshilachados dormían su siesta, apoyados en bolsos que hacían las veces de almohada.

Pude saborear todo: las caricias torpes sobre una esterilla que no lograba actuar de cama sobre el terruño de la plaza, el polen y la transpiración de los cuerpos entumecidos de odio, los cantitos de oferta de los fenicios y sus ídolos de plástico al deslizarse entre los autos, las luces prematuras de los faroles boyando en las olas de la costanera, lo pegajoso de cada nuevo descenso de párpados sobre un iris cansado, el vapor sobre las tazas y el jadeo de la cadena tensa sobre la garganta de los perros; el trazo fugitivo de la muerte entre los pétalos sucios de un vaso de plástico manchado de coca cola, la última carga épica de una tropa condenada que se precipitaba en desorden sobre la puerta angosta de un colectivo.

Pasó entonces, y lo supe.

En el principio fue el verbo.

Me levanté. Mis dedos olían a aguarrás, óleo y trementina, y ya se frotaban palpando las cerdas del pincel y la pasta creadora.

Era el momento de empezar.

***

Compré el bastidor en una casa que llamaré Renoir, cosa que en su momento me pareció un hecho extraordinario, ya que nunca compraba mis elementos de trabajo allí. La verdad es que era el único lugar abierto a esa hora de la noche.

Llegué a casa y creo que me tiré a dormir todavía vestido, dejando el bastidor al costado de la cama. Los primeros días luego del divorcio (del cual ya me separaban dos años), había sentido un verdadero placer en tener toda la cama para mí. En cada movimiento nocturno, buscaba estirarme para disfrutar todo el viejo lecho matrimonial, pero con el tiempo, mi cuerpo se había dejado llevar por su mesura hereditaria, y ya sólo dormía de costado, ocupando apenas una franja del colchón.

El vestíbulo largo de la entrada dejaba pasar muy poco de los ruidos del tránsito. Los gorjeos que superaban la barrera, se cargaban del eco dormido en ese túnel de casa suburbana. Creo que me había dejado estar un poco, y cinco de las lamparitas de la casa habían pasado a una vida mejor. Antes habrían tenido que increparme para que las cambiara, y ahora (así, inútiles) eran un símbolo de mi libertad reconquistada.

El living era ahora mi atelier. Algo así como un cementerio cuyas lápidas eran de nombres y figuras talladas en óleo y acuarelas. Se apilaban cuadros que ni recordaba haber pintado, y sobre todo, ése que me había significado el primer premio y que aún me permitía pagar las expensas, pero también me había costado un matrimonio.

 

Dormir fue difícil, estaba ansioso por retomar el trabajo después de un largo bloqueo. El problema era que lo único que tenía era el entusiasmo, ya que no sabía qué iba a pintar. En algún momento debí de haber notado que pasaba un umbral de calma que no volvería a encontrar otra vez.

En la mañana recorrí el cementerio de bastidores, esas capas de una cebolla espiritual cada vez más a punto de desnudar su falta verdadera de sustancia. En general, eran cuadros que nunca se habían vendido, y no lograba distinguir cuáles habían sido demasiado geniales para ser comprendidos por el público y cuáles habían sido justamente ignorados. La más importante lápida del conjunto era el cuadro que me pagaba las cuentas. Un desnudo femenino, de una mujer que había sido mi amante. Creo que la temporada de celo que sentí por ella (e hizo que mi mujer se fuera con la mitad de las cosas, entre las cuales estaba mi hija) se notaba en una violencia masturbatoria de las pinceladas. Supongo que por eso ganó el concurso, por razones no muy distintas que marcan el éxito de una película pornográfica. Recorriendo mi colección, fui lentamente vencido por el desgano.

En la cocina, la pava empezaba a cacarear. Apagué la hornalla. Me senté frente a un diario viejo de tres días, y en el aburrimiento, empecé a entretenerme jugando con el mate todavía seco. Cuando llené la calabaza, los pedacitos de hoja se hincharon, flotando sobre el agua amontonada en el fondo. Empecé a dragar la tragedia microscópica, pero sentí que el efecto de succión se doblaba inexplicablemente. Dejé de tomar, y noté un ruido, un zumbido, cerca de mi oreja. Una mosca se frotaba las patas con mi, bastante humilde, barba. La espanté con un movimiento de la mano, y el insecto voló hasta que se lo tragó el silencio.

Aburrido, me dediqué a recorrer la cocina con los ojos, buscando al bicho fugitivo. El diario viejo, una frutera que era de mi mujer, la ventana por donde entraba una luz hiriente, agonizante y partida por el vidrio esmerilado; la puerta silenciosa que evocaba estruendos de lata en épocas de convivencia, unas baldosas que habían adquirido un tacto correoso por la falta de limpieza, y la obvia moraleja en el círculo de la pared donde había estado el reloj. Pero ni rastros de la mosca.

Bajé la cabeza hacia las noticias gastadas, y vi al insecto dando unas vueltas de perro cansado, planeando hasta quedar haciendo equilibrio sobre uno de los palitos del mate. Lo eché con asco, pero nunca analicé si el asco era hacia la mosca o por el hecho de que había estado en contacto con mi barba enfermiza. «Podría afeitarme», me dije, pero no me moví. Vacié el mate, y di un suspiro largo. Di vuelta la página del diario. Las viñetas habían sido profanadas por cientos de trazos de lapicera: todo tipo de símbolos, tachones, espirales, y garabatos. En la sección de cultura, había un recuadro que anunciaba una exposición con mi nombre. Los críticos hablaban de algo así como: «Maestro de...», «horror existencial», «su pincel que tiembla con las contracciones del alma», y sobre todo «los trazos de la discordia». Volví de nuevo a mi dosis de cafeína verde, y en medio de todo eso, sentí cómo una sombra pasaba a toda velocidad por el rabillo de mi ojo derecho. Me sobresalté, en una guardia instintiva que depuse al segundo. Era sólo una de esas contorsiones del aburrimiento, creía. Pero algo vibraba del otro lado de la ventana, deformado por la cortina del vidrio. Un objeto, tan simple que sólo podía destacarse, quizás, por su movimiento en medio de tanta quietud. Ese objeto ahora tomaba, en mi aburrimiento, el lugar de la mosca unos segundos atrás.

La puerta, que unía a la cocina con el patio, chirrió como poseída, pero se abrió al fin. Del otro lado, una parra ahogada por una enredadera. Ambas se hallaban tendidas sobre un armazón oxidado y debajo, unas columnitas de vapor ascendían desde las baldosas hirvientes. De las ramas empezaban a colgar uvas atrofiadas e inútiles, los testículos marchitos de la planta.

Y en medio de ese laberinto, temblaba una hoja, lo único que se movía en el conjunto. Tenía una forma alargada de corazón, con el vértice frontal encorvado, que empezaba a enroscarse sobre sí mismo. El centro de ese corazón era de una variedad de tonalidades oscuras del verde, y del tallo central surgían tres pares de nervaduras enfrentadas. A medida que se expandía a los bordes, el verde se escurría y empezaba a gotear hasta desaparecer.

 

Extendí las patas del caballete para que el bastidor estuviera a la mayor altura posible. Luego me subí a una escalera de metal saboteada por manchas de pintura, quedando bien cerca del modelo tambaleante. Me entró pánico, al empezar a trazar un boceto con la carbonilla, de olvidar al otro día cuál era la hoja. Así que volví a la cocina, y encontré un pedazo de tela colorada, una de esas tiritas que uno nunca sabe de dónde salieron, y la até con un moño al tallo famélico del corazón.

Raspando el lienzo blanco con la carbonilla, fue surgiendo el esqueleto de mi hoja. Terminado el croquis formal del cuadro, me detuve ante la insignificancia que de repente parecía empantanar mis aspiraciones de grandeza. El dibujo no era malo, pero no dejó de golpearme una especie de asco, de sensación de ridículo. Había gastado un bastidor perfecto en una hojita.

No me quedaba otra que continuar lo que había empezado. Seguí dibujando.

***

A la tarde, debí interrumpir el trabajo. Había empezado a llover. Maldije varias veces el tiempo, mientras cubría con una funda impermeable el caballete y el bastidor. La lluvia no se detuvo hasta la noche.

Traté de dormir, pero me fue imposible. Algún vecino había aprovechado la impunidad del viernes para poner a todo volumen una música aparatosa. Me di cuenta, gracias a esas risas parecidas a un catarro terminal, que estaban celebrando una fiesta.

Me calcé los pantalones, las zapatillas sin medias y una campera sobre lo que restaba de un pijama. Saliendo a la calle, la noche estaba solapada por una niebla de agua. La lluvia había dejado unos charcos que caían en las bocas de tormenta, arrastrando consigo los reflejos de los faroles.

 

No sabría explicar cómo terminé en un bar lleno de chicos que se inflaban con cerveza antes de ir a los respectivos boliches. Yo debía ser para ellos una sombra, quién sabe, un elemento de profecía que quizás convenció a unos cuántos de dejar de beber para no terminar como yo. Durante los primeros tragos me preocupaba de cerrarme el abrigo para que no se notara que llevaba el pijama abajo, pero a medida que el whisky seguía llenando las juntas entre los hielos, creo que esa formalidad dejó de importarme.

Las sombras fluían a lo largo del tiempo que yo pasaba inspeccionando el trago. Unos chicos entraban. Mientras, sus predecesores, ya motivados para buscar el fin de la noche en un cuartito de hotel o en una almohada de sangre después de una pelea, se alejaban del lugar ante mi presencia de asceta del desierto, Simón en su columna viendo pasar las generaciones del vicio ante sí. Estos muchachos reían con una soltura de quijada y hormonas que quizás era la única forma de canalizar la resignación que les surgía al entender que nada adelante en sus vidas sería como se lo habían prometido. Y en mi aureola de vaho etílico, me sentí el más honesto de los hombres; el único que les mostraba las verdaderas consecuencias de no haberse prostituido a un sistema con el que nadie en ese bar podría convivir a menos que no fuese matándose la cabeza los fines de semana.

Uno de los hielos se rajó, emitiendo un chasquido. La cicatriz translúcida empezaba a llenarse con un gusano de licor que se arrastraba de lado a lado por entre los dos bloques flotantes. Unas olas concéntricas del destilado se pegaban a los contornos de vidrio. Luego reptaban, cansadas, de vuelta a su mar de origen, dejando unas huellas transparentes, como rastros de saliva, en la pared del vaso.

La rotura del hielo me despertó a la más frágil y honesta realidad de que yo no era ni un profeta ni un mártir para ellos. Pude ver lo que seguiría.

Ellos se levantarían, y esa misma noche terminarían en la cama con alguna chica de menor edad pero el doble de experiencia. Luego se lo ocultarían estúpidamente a sus padres cuando les fueran a preguntar dónde pasaron la noche. Quizás morirían en una pelea, sin ninguna gloria de por medio que justificase sus muertes tempranas, cuando en verdad ya estaban muertos desde hace mucho más tiempo. Todos saldrían en televisión compungidos, hablando de lo maravillosos que habían sido. Los padres gritarían sus méritos académicos, como si el decreto, fielmente cumplido, de ser útiles a la sociedad hiciese sus muertes más lamentables.

Mientras, yo y ellos sabíamos muy bien la verdad: que después de la apuesta que se repite cada fin de semana entre la cópula y la muerte, entre un colchón de diez pesos la hora o un descampado de diez gusanos el minuto de descomposición, ellos volverían el lunes a sus puestos de trabajo. Eran veinteañeros de traje y portafolios, tecleando sus años de condena sobre planillas contables, expirando cafeína y buscando en un guiño furtivo que escape a la cámara de vigilancia, el culo asomado en el uniforme de trabajo de sus compañeras. Muchos de ellos morirían esa noche cumpliendo la pena que ellos mismos se habían impuesto. Y por eso yo podía dibujar sobre la luz que mi lámpara les lanzaba sobre las frentes, unos pliegues de odio, como si ellos hubiesen reconocido esa lástima que yo sentía por ellos, un segundo antes que todo volviese al curso normal de acción: lástima de ellos para mí, odio de mi parte para ellos.

Un nuevo chasquido de metal rompió mis meditaciones. No venía de un hielo, se había roto una copa. En el piso del bar, los pedazos de vidrio absorbían las primeras luces de la mañana. Un capitalista de civil se quejaba, como herido de obús, ante la sangre que le brotaba de una mano. La movía en una desesperación etílica, pidiendo ayuda. Después se frotaba la herida en la manga, con tanta idiotez, que el botón de su campera no hacía más que empeorar el daño. Me levanté, no sé si para curarlo o rematarlo. Entonces fue cuando mis pies no encontraron el piso y caí directamente, sin amortiguar el peso con las manos. Quedé boca abajo, mi cara de costado, mirando directo a las gotitas rojas que empezaban a colgar en las espinas de los vidrios que habían sido la copa. Cuando la sangre llegó al piso, comenzó a mezclarse con la cerveza liberada por el golpe; extendiendo sobre el amarillo espumoso su marea roja, como un pañuelo que se abre en el agua.

Estuve a punto de conmoverme ante ese milagro banal, pero fue precisamente entonces cuando empecé a perder la visión. El golpe en mi cabeza, junto al alcohol en el cerebro, surtió su efecto. Todo era, de repente, negro y mudo.

***

Los primeros toques de óleo estuvieron llenos de nerviosismo. La mano temblaba bajo un pulso irregular, la resaca y el dolor de cabeza. Allí había un almohadoncito de vendas tapando el pozo que me había hecho el peluquero del hospital para dejar limpia la herida.

Recuerdo que cuando desperté en el pasillo de urgencias, oliendo a ese cóctel de vómito y licor, estaba tirado sobre una camilla dura, de esas de consultorio, a un costado. Mientras, el trajín de domingo a la madrugada en hospital público me pasaba por al lado. Entiendo que, dado que mi caso no era de gravedad, me dejaran como nota de color, y que los chicos con pedazos de botellas incrustadas en la faringe temblando como sapos de disección, se ganaran la atención de los doctores. Pero, ¿no era (según se decía en los diarios) un artista más o menos reconocido? ¿No debería haber algún lente de cíclope amarillista listo para devorarme en todo el esplendor de mi decadencia?

Tenía una herida entre la punta de la oreja y la parte inferior del cráneo. Allí se apretujaban los pedazos de algodón. De la herida salían unos jugos viscosos (ya fueran pus o sangre coagulada.).

Me dejaron ir sin mucho trámite. Alguien había resultado herido al disparar un balazo al aire durante algún festejo, y necesitaban la camilla. Volví a casa y, decidido a que esa experiencia nutriera mi obra, comencé a trazar una línea verde con sólo un cuarto de la envergadura del pincel. Buscaba fijar el contorno de la hoja, cuando me detuve a contemplar la tirita roja en el tallo.

Tuve la idea de pintar el hilo mismo, de modo que no pudiera diferenciarse si se trataba de un pedazo de tela o una gota de sangre.

Dejé la paleta y retomé la carbonilla, para rasgar el croquis de la tela roja sobre el tallo. Una de las dos tiritas quedó claramente por delante, tan famélica que podía fácilmente pasar por una cicatriz más que por un pedazo de tela. La otra quedó detrás de la planta, de ella sólo se veía su nacimiento en el nudo.

Supongo que era un avance.

 

Intenté todo tipo de menjunje para aliviar la resaca, pero ésta había escalado a un dolor que no me permitía ni hacer algo ni dormir. Sabía que al cerrar los ojos para intentar una siesta, el mundo entero giraría hasta hacerme vomitar. Entonces, no me quedaba otra que moverme sin involucrar nada de mí en ello, es decir, sólo moverme para estar a la misma velocidad que mi cabeza. Decidí salir a caminar, sin tener muy claro si iba a doblar o a seguir adelante al llegar a cada esquina.

Pasaron varias cuadras, y escapé varias veces de ser atropellado al cruzar la calle, cuando algo me detuvo en una pescadería. En un escaparate de vidrio yacía, momificada en una arenilla de hielo picado, la mercancía. Los peces me miraban con esos ojitos húmedos que me cuesta soportar viniendo de un animal. Cuando un chico trata de manipularme en la calle con esa carita de Oliver Twist me dan ganas de patearlo, pero me cuesta soportar esas miradas cuando vienen de un perro, o en este caso, de una trucha. Tenía ganas de que algún genio compasivo tirase toneladas de cloro en los mares y los ríos, así en el curso de miles de años, los peces podrían desarrollar párpados y morir con los ojos cerrados, como cualquier criatura de Dios; entonces, otro como yo no tendría que sufrir semejante espectáculo. Esos ojos redondos, las pupilas de botón y la boca congelada en un ademán de ignorancia me recordaban alguien que no tengo ganas de volver a mencionar. Decidí que la única forma de evitar que la trucha me siguiera mirando con esa expresión de huérfano, que me era tan dolorosamente familiar, era comprarla, y luego en casa, sacarle los ojos y cortarle la cabeza. Me la dieron envuelta, según dicta la tradición, en papel de diario.

En la cocina, hice lo que mi padre bien hubiese querido hacer con mi cara de idiota. El cuchillo estaba desafilado, así que tuve que, prácticamente, serruchar la cabeza de la víctima. Al menos, tuve la decencia de cubrirle la expresión impávida con una servilleta. La hoja se movía, horizontal, sobre su único filo, abriéndose paso por una carne que se deshacía en astillas y sonaba parecido a la escarcha quebrándose. Al fin, un golpe de madera anunció que la ejecución ya estaba resuelta. La cuchilla había chocado contra la tablita de madera debajo. Ésta se empalagaba con el deshielo teñido de ocre que surgía del bicho. Me decepcionó el resultado del proceso en la hoja del cuchillo. Además de un reflejo alargado, sobre él no había más que algunas esquirlas de hielo que se deslizaban sobre el filo adonde la gravedad las mandara, y algunos hilitos de cartílago. El tronco musculoso de la trucha había recaído en un gris caduco, en lugar del blanco de la carne fresca. No tuve otra opción que tirar el cuerpo envuelto en su mortaja informativa.

Y después estaba la cabeza. La descubrí con todo el esplendor de sus cuencas oculares vaciadas. Con unos dientes, la boca hubiese tenido un aspecto terrorífico, pero así, sólo parecía un pescado senil. Introduje un dedo en la branquia. Al levantarla, pude observar el interior de la cicatriz respiratoria, y al fin encontré un verdadero festival de rojos (en verdad eran unos tonos pardos) en el cuerpo del cadáver. Había miles de vasos capilares estallados por la violencia de la muerte fuera del elemento. Me pareció que ese tejido de venas rotas era lo que debía lograr con las pinceladas alrededor de la nervadura central. Serían pinceladas delgadas y rectas, pero, tantas y tan superpuestas, que terminarían perdiéndose en una huella homogénea de color.

Tomé el pincel más delgado y comencé a trazar estocadas que partían desde la nervadura. Superpuse capas de líneas verdes oscuras con otras más claras. También coloqué algunas pinceladas negras, y algunos trazos de un violeta oscuro para darle más cuerpo a esa red de color. Logré un trabajo minucioso, pero comenzada la tarde, no había quedado ni cerca de terminarlo. Sin embargo, el boceto había dejado lugar al cuadro incipiente. Cubrí con la funda el trabajo y volví a la cocina.

 

Había olvidado la fuerza del olor que manaba de la trucha. Al prender la luz de la cocina, me encontré con que la cabeza, ciega, estaba coronada de una aureola de moscas. Éstas volaban en forma de embudo hacia el corte que yo había hecho para separarla del cuerpo. Muchas de las moscas que habían dado un paseo por el cráneo salían pegajosas por las cuencas vacías, como si la trucha llorara insectos. Algunas hacían equilibrio sobre la mandíbula inferior, ya casi despojada de carne. El hueco desdentado, en su expresión de estupidez, se inflaba con esa colonia de insectos que bailaban como burbujas de gaseosa y hacían sus nidos dentro. Tuve que buscar algo con que cubrirme los dedos para levantar la carroña, y encontré un pedazo del diario que había envuelto la trucha y se había salvado de quedar en la basura. Por algún misterio del azar, al tomar la hoja, noté un recuadro mínimo, resaltado con una cruz.

El obituario anunciaba la muerte, el día anterior, de una persona que yo había conocido. Me detuve a mirar las palabras escuetas, muchas de ellas empañadas por las huellas que el agua turbia había dejado en el papel. Me dirigí al living, y encontré ese desnudo que me había valido un premio importante. La reconocí en medio de esa red de sombras, con sus rasgos lascivos y sarcásticos.

No puedo determinar qué fue lo que sentí. No podría ser pena, pero tampoco me podía mantener indiferente a quién fue, o mejor dicho, a lo que fue. Esos rasgos soñolientos, los párpados cayendo sobre la mirada perdida y autista, la nariz demasiado larga que cubría parte del pómulo con una sombra desagradable. Más abajo, los labios contraídos, pintados con ese lápiz labial barato, succionando un beso del aire y atrapando un globo de luz en el colorete. El pelo, como los rulos de lana de una muñeca antigua, y esas aureolas enormes que se derramaban sobre sus pechos. Me acerqué a ella justo en el momento en que el último sol empezaba a moverse hasta detrás de las cortinas. Una mosca pegajosa daba vueltas sobre uno de sus ojos entrecerrados. La eché con un movimiento del brazo entero. Quizás porque lo que en verdad intentaba era pegarle una bofetada a la mujer del cuadro más que a la mosca, en represalia por esa especie de cosquilla que me surgía en el estómago y empezaba a tomarme el diafragma. Pero ella seguía con esa sonrisita que le lanzaba un beso burlón a mi intento ridículo. Podía escuchar las risotadas que ella solía largar: convulsivas, pero que finalizaban en una escala de suspiros bastante agradable y musical. Al rato, me di cuenta de que esa multitud de risas que me venían a la mente eran en verdad la orquesta en pizzicato de las moscas. Era ruidosa, punzante, y lo peor de todo, no podía esperar que culminara el concierto en una escala tan grata como la de ella. Estaba en la naturaleza de las moscas nunca terminar de reírse y taladrarme el cerebro con recuerdos que no quería evocar. De nada podía servirme tirar la cabeza podrida, porque las moscas ya habían encontrado otra podredumbre de que jactarse, aunque no estuviese a la vista. Ya casi velada de noche, la mujer exhibía una catarata en el ojo: las huellas de ocre descompuesto que la mosca había dejado ahí.

Confieso que estuve un largo rato en silencio, escuchando la burla hecha zumbidos. Seguí escuchándola toda la noche. Veía a cada rato uno de esos bichos, sobre todo, el que llevaba escamas de pintura enredadas en los vellos de su espalda, escamas que habían sido el párpado de la mujer en el cuadro.

Aun habiendo decidido asistir al velorio en la mañana, las bocinas en la calle no lograron acallar ese hormigueo en mi cerebro. Estaba resignado a que esas puntadas en el diafragma, al compás del metrónomo de moscas y bocinas, fuera a empeorar cuando entraran los sollozos interminables de los deudos, mucho peores que cualquier zumbido. Sin embargo, al llegar, todo se presentó muy diferente a lo esperado.

 

Oía el crujido inestable de un ventilador de techo rompiendo la monotonía del zumbido, que había pasado a ser tan natural como el silencio. Ya de por sí me era difícil asociar un ventilador con una ceremonia fúnebre. Sin embargo, al entrar a la sala de velatorios, entendí que aquel era el preludio sonoro ideal para esa habitación no muy distinta de un salón de conferencias. Coronado por ese ángel desvencijado que giraba como diablo oxidado, se extendía un campo de baldosas rectangulares. Eran de color gris, escupidas con puntitos de arenilla negra, parecidos a manchas de suciedad sin barrer. Un ejército mal alineado de sillas descartables, con patas de hierro saltado y asientos de plástico rojo, llenaba el lugar. La luz caía desde unos tubos de neón, y no podía más que teñir todo con un aura de mareo blanco. Esa luz evocaba los pasillos de las salas de urgencias escupiendo muertos y casi vivos, en la que algún borracho desmayado se encuentra, al despertar, con una herida emparchada en la cabeza y una lija de alcohol en la garganta.

Algunas de las sillas (muy pocas) estaban ocupadas por los despojos de cinco tipos (seis, conmigo) barbudos. Intentaban no mostrar las pulgas corriendo por los surcos del corderoy de su único saco remendado a cicatrices. Supongo que eran, o éramos, algo así como los frutos malogrados que una vida intensa y licenciosa había dejado. Por nuestras arrugas, ojeras y, en los más viejos, manchas en la piel, se rastreaba un sendero de compañeros de cama crucificados por la señorita. Uno de mis colegas tenía las puntas de los dedos de una mano recubiertos por un casquete de piel dura, debía de ser músico; otro quizás fuera poeta, y otro, escultor. Y como última nota de color de aquel entremés carcomido de polillas, los seis velábamos a la musa que se pudría.

Ocupé una de las sillas sin acercarme previamente al féretro, justo debajo del ventilador. Las asas giraban obturando los destellos lechosos de los tubos de luz. El aire que bajaba de allí enredaba escalofríos en mis brazos. Vi directo a las caras de esos barbudos, a la cara que parecíamos formar entre los seis, indolente y estupefacta de vergüenza, al verse a ella misma perdiendo el tiempo en ese evento inútil. Pero todavía era más patético el sentir que cada vez que nos mirábamos uno al otro, ni siquiera podíamos sentir envidia o rencor, sino una lástima mutua, lástima de compartir el mismo culto al ocio entre los rasgos de esa mujer. Si habíamos perdido nuestra dignidad por causa de ella ¿no deberíamos al menos lamentar su muerte?

Una sonatita para piano de juguete de Mozart salía de unos parlantes. Me devolvió a la cabeza el insulto sonoro que esa puta gorda y grosera escupía en medio de su risa. Pude verla inundada por la luz de los tubos de neón. Era narigona: me la imaginaba cortando, con esa cuchilla horizontal sobre sus labios, el aire cada vez que se largaba a una nueva risotada musical. Con cada uno de sus caprichos, ella había exprimido toda su savia vital de esos pobres seis tontos.

Sentí un batir de fiebre en la cabeza, una arenga a la migraña, y la parte superior de mis pómulos se embadurnó del sudor que caía desde mis sienes. Allí estaba el bosque de sillas y el claro al final, donde se posaba el féretro. Desde el ángulo en que lo observaba, éste parecía, comprimido por la perspectiva, una alhaja oscura. Desbordado por los escalofríos, sentí que mis labios habían adquirido el sabor de una moneda de cobre: sangraban. Con uno de esos tics que me ayudaban a aliviar la presión de la migraña, me había mordido el labio inferior, ya reseco y costroso desde hace días. Me levanté y recorrí el salón, en dirección al cuerpo.

Al acercarme, la luz caía sobre la pátina de barniz del féretro, revelando cientos de magulladuras y rayones. Éstas desaparecieron en cuanto seguí mi camino. La luz se había volcado sobre dos manos cruzadas. Esas manos que yo acababa de entrever, no se parecían en nada a las armas de placer de mi amante. Las uñas estaban ahora pulidas y vacías de todo rayón humano. La piel languidecía, tirante, sobre sus dedos, no muy distintos a gusanos hechos de plastilina, estáticos y ridículos, incapaces de ser nada más que una sombra imperfecta de la combustión degradante que es la vida.

Una vez sola había tratado de acercarme a un muerto. Era todavía chico, y todos me decían que estaba obligado a verlo y saludarlo por última vez. Se trataba de alguien muy cercano, al que le debía muchos de mis dolores físicos de entonces. Esa vez, también me detuve ante sus manos, en las cuales mi sangre se había pegoteado tantas veces. Ante los poros barnizados, de los que en vida había brotado sudor en forma de cabeza de hongo, me surgió un horror tan absoluto que hubiera preferido ver (y todavía lo prefiero) un cuerpo inflamado de gusanos. Salí corriendo espantado, y algún alma piadosa tuvo la lástima suficiente para esconderme en los faldones de su abrigo negro, para no tener que ver esa pesadilla. Cientos de enlutados hacían fila para acercarse al cuerpo, observarlo con el respeto con que se mira a todo trozo de carne condenado a pudrirse. Eran todas las formas del respeto post mortem que constituyen ese canibalismo intelectual que llamamos velorio. Cada uno pasaba a tomar su bocado, zumbando palabras de pena o agradecimiento, enalteciendo virtudes y olvidando los defectos del muerto. Mientras, los ya saciados se agolpaban a mi alrededor, hablando de hechos triviales. Cada una de sus palabras era como si me escupieran en la cara. Junto a cada escupitajo, la saliva iba acompañada de pedazos de tendones, restos del gran hombre que aún llevaban en sus bocas. Y cuando alguno me encontraba escondiéndome del espectáculo, me acariciaba la cabeza y me recordaba, con un cinismo perverso, la bondad y el cariño de aquel hombre hacia mí. Eso era como recibir nuevamente cada una de las trompadas que éste me había encajado hasta idiotizarme. Luego, quedaba escuchar los susurros de los buenos samaritanos, seguros que yo no los oía cuando se decían uno al otro: «pobrecito, seguro que no debe darle para entender lo que pasa».

Todo eso me generaba un impulso irresistible de ver por fin ese cuerpo hincharse, las uñas largas haciendo de paraguas sobre unos hongos velludos, los gusanos paseando por el cráneo y brotando de la boca sin mandíbula. Sí. Me surgía un verdadero deseo de comerme aquel vestigio podrido y esas manos que en vida, al sonarse los nudillos, tronaban como un dios; y después, vomitarlo todo, con unas arcadas tan voraces, que los restos de carne nadando en los jugos gástricos llegasen a teñirse con la sangre violentada por el batir de mi estómago enfermo de venganza.

A décadas de distancia, frente a las manos de esa mujer que marcaban mi límite, podía sentir el gusto de ese dios que nunca me comí bailándome aún en las tripas.

 

Una mano cayó sobre mi hombro. Al lado mío, ajena a los otros cinco concurrentes, había una jovencita vestida con un gabán negro, de faldones un poco por encima de las rodillas. Unas olas de pelo rubio le caían sobre los hombros, y usaba unos anteojos cuadrados y oscuros en los que me reflejaba con una mandíbula de hipopótamo. No dejaban traslucir ni una sombra de sus ojos. Había heredado de su madre la maldición de tener una nariz alargada sobre los labios. Fuera de aquel defecto, era bonita. Pero en ese «bonita», había algo fuera de lugar. Lo era, y bastante más que su madre.

Mi detención en seco, a medio camino hacia el féretro, fue seguramente mal interpretado por ella. Parecía no entender que su madre hubiese tenido un amante capaz de sentir tanta pena por su muerte. La chica se sentía obligada a consolarme, pero no estaba bien curtida para semejante tarea, y el único argumento que esgrimía en mi «ayuda» era, más o menos: «mi mamá no quería a sus amantes, le gustaba sentirlos entre las piernas y no mucho más que eso...». Pero como yo seguía callado, impávido ante semejante dulzura de hijita, ella iba más lejos, aunque con buenas intenciones. Me describía lo mala madre que había sido, mala vecina, mala ciudadana, mala con el gato, mala, en general. Sus labios se movían sin pudor alguno al compás de ese alegato descarnado, y yo le prestaba la misma atención que al tono del dial en una radio mal sintonizada. Ella seguía, entonces pasé a entretenerme con la parte inferior de su cara, lo único descubierto por los anteojos. Su mandíbula terminaba en una pendiente suave, de bordes parecidos al cabo inferior de un durazno. No movía los labios desmedidamente, con lo cual su mentón nunca perdía ese aspecto mucho más femenino y encantador que la redondez en la cara de su madre. En la hija, ese cabito apenas insinuado parecía la continuación hasta natural de las líneas de la mandíbula. Los labios eran finos, y las comisuras se curvaban sobre sí mismas, formando unos arabescos, un adorno involuntario. Ese detalle terminaba dándole un atisbo de sonrisa a cualquier endurecimiento de sus mejillas.

El gabán negro se entallaba hacia la cintura, para envolver un cuerpo bien formado y burlarse del luto. De hecho, la abertura, a la altura del escote, dejaba a la vista la parte superior de un suéter. Éste descubría los extremos de las clavículas y el nacimiento de los pechos. Rápidamente, allí fue a parar toda mi atención. Me di cuenta de que ella había dejado de hablarme, y me notaba interesado bien poco en el velorio. El adorno en sus comisuras había desaparecido. Los labios empezaban a moldear una mala palabra. En el momento de mayor vulnerabilidad y humillación, aproveché para medir lo profundo de esa herida que le supuraba en el carácter:

—¿Qué harías si escupo?

—¿Cómo? —dijo ella.

—Si yo escupo... adentro del ataúd.

—¿En frente de todo el mundo?

Omitiendo que «todo el mundo» no pasaba de ser otros cinco bohemios desvencijados, me di cuenta bastante rápido que a ella no le importaba nada el potencial sacrilegio, o, a decir verdad, lo que le importaba era otra cosa. Supe que si en ese momento yo hubiese escupido directo entre los ojos cosidos del cadáver, ella se debatiría entre dos reacciones opuestas: me atacaría a golpes y rasguños, o mordería la cubierta de roble del féretro, arrancaría un buen pedazo, lo masticaría para luego escupirlo dentro, y así superar mi apuesta. Cualquiera hubiese sido la reacción, lo que realmente le molestaba era que alguien pudiese odiar a su madre más que ella. Las comisuras volvieron a decorarse en pos de una sonrisa:

—Adelante...

Yo había gozado de toda aquella indecisión previa a la respuesta, pero ahora, escuchada la venia para el sacrilegio, me quedé helado. No hubiese tenido ningún reparo moral en escupir o en hacer todo tipo de barbaridades, pero simplemente no pude mover un dedo. Lo vi: en esa criatura, en sus comisuras sonrientes, se espejaba el odio que una vez casi hace que un idiota se atragantara con la hipótesis de comerse a su padre.

—¿Adelante? ——grité, sin poder creerlo.

—Sí, le doy permiso.

—Una pregunta.

—Las que quiera.

—Cuando era niña, en su primer acto escolar... usted... ¿Se enojó con su mamá por no estar allí?

Toda su expresión cambió, apretó los labios, y la frente despojada se arrugó con unos surcos de ira.

—¿De dónde sacó...? —pero interrumpió su reacción, y para disimular, trató de matizar su enojo diciendo: —¿qué tiene que ver con lo que estábamos hablando?

—Nada, es que me acabo de acordar que ella estaba en la cama conmigo, cuando se dio cuenta que se había olvidado del acto de fin de año de su hija.

Todo signo de ira desapareció. Se quedó más blanca de lo que era, con la boca abierta, entumecida, sin poder decir nada. Luego de sofocarse con algunos monosílabos, logró tragar saliva, y forzar estas palabras:

—Debería escupir yo... y luego hacer lo propio con usted...

—Me lo tendría bien merecido.

Creo que estuvo a punto de largar un espasmo de tos y empezar a llorar, pero en ese momento, se contuvo, y bajó la cabeza. Los enormes anteojos proyectaban una sombra sobre toda la cara, por lo que no me fue posible ver las metamorfosis sufridas en ella. Cuando volvió a levantar la mirada, encontré una sonrisa tan delicada como aterradora. Las comisuras se habían enrulado como nunca antes, formando las crestas de una llama que temblaba soñando contagiar su hervor y su violencia. Yo quise decir algo, pero apenas me moví. Entonces, todo rastro de sus labios arqueados se redujo a un muñón angosto, y un manto de espuma seguido por un golpe de saliva me enturbió la mirada.

Cuando la estela blanca de burbujas me mojó al fin las pestañas, pude ver algo a través de esa cortina traslúcida. Una silueta envuelta en negro se hacía cada vez más pequeña, y se perdía en el rabillo de mi ojo. Ya no estaba.

El tiempo no había barrido mis dones de seductor, aún podía lograr que una mujer me escupiera en la cara. Después de injuriarme, siempre, por alguna razón, ellas habían terminado en un cuartito de hotel conmigo. Dicen que la lástima es un motor único para hacer que una mujer se enamore de un hombre, y yo siempre tuve un don para generar lástima, sobre todo en aquellos que me odian. Pero ella se había fugado, y tuve que perseguirla. Cuando la hube alcanzado, me decepcioné al notar que su odio no había desembocado en lástima, sino en respeto. Me respetaba por haberle dicho las cosas directamente (cualesquiera fueran esas cosas), y una mujer nunca tiene sexo con alguien al que respeta. A lo sumo cenan juntos, y eso hicimos.