Antonio Azcona Silván

 

El asesino de las
doce campanadas

 

Image

 

Primera edición: agosto de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Antonio Azcona Silván

 

ISBN: 978-84-17300-40-1

ISBN Digital: 978-84-17300-41-8

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

 

CAPÍTULO I

El comisario González estaba a punto de celebrar la Nochebuena de dos mil catorce, cuando recibió una llamada urgente pidiéndole que se presentase en comisaría de inmediato. Dejó todo cuanto estaba haciendo y salió de su casa, dejando a su mujer y a su hija con un enfado monumental y la cena sin empezar, para coger su coche y dirigirse a comprobar los motivos tan imperiosos que habían motivado la llamada. Algo grave tenía que suceder para que le llamaran aquel día y a aquellas horas, a pesar de que siempre había algo que estropeaba su vida hogareña, de la que no había disfrutado ni una sola jornada completa con tranquilidad desde el día que nació su hija, y de eso hacía ya dieciocho años.

Mientras conducía por las calles de Madrid, casi desiertas en aquellos momentos, pensó que se había equivocado de profesión a pesar de todo lo que le gustaba lo que hacía. González era una persona muy capacitada y un lince a la hora de ponerse en el lugar del malhechor, consiguiendo éxitos que sus compañeros envidiaban, sobre todo García, otro comisario con el que estaba en constante pugna por ver quién era el mejor, y que tenía una hoja de servicios impecable y tan buena como la suya. Habían colaborado juntos en muchos de los casos de ambos, ayudándose mutuamente a atrapar a los culpables, al tiempo que se repartían los honores y los ascensos, pues ya llevaban años en la lucha contra el mal. García era uno de los mejores, junto con él, y habían entrado ambos en la policía por las mismas fechas, haciéndose grandes amigos.

Formaban, además, en el equipo, López, un inspector joven de las últimas hornadas, al que tenía bajo su mando y del que se beneficiaba de sus conocimientos tecnológicos de última generación, y Martínez, una inspectora muy cualificada entre los inspectores que estaban a sus órdenes, la cual tenía estudios de psicología y grandes aptitudes deductivas. También destacaba Rodríguez, un veterano oficial que conocía los bajos fondos como la palma de su mano, y cuyos contactos por todas partes eran los que la mayoría de las veces daban las pistas para las detenciones más espectaculares. Dos subinspectores, Pérez y Fuentes, completaban el equipo habitual encargado de la delincuencia más sanguinaria de aquel distrito de la ciudad, amén de otros oficiales que completaban el elenco a sus órdenes.

Cuando González llegó a la comisaría ya le esperaban los dos subinspectores y el policía de guardia, que, tan pronto como le vieron, se dirigieron a él con toda presteza para entregarle un sobre que se había recibido abierto y con una carta dentro, cuyo encabezamiento estaba dirigido al comisario González.

La carta decía así:

«Sabedor de su fama y de su historial, he decidido ayudarle a limpiar la ciudad de malnacidos y criminales que no han sido castigados por la ley y la justicia. Cada final de mes, coincidiendo con las campanadas de cambio de mes, irán cayendo, uno a uno, once criminales que no han podido ser juzgados porque la policía no ha podido inculparles. En enero, al dar la primera campanada de las doce de la noche del último día, morirá uno; en febrero, coincidiendo con la segunda campanada de las doce de la noche del último día del mes, morirá otro; en marzo, coincidiendo con la tercera campanada de cambio de mes, sucederá lo mismo; y así sucesivamente hasta que lleguemos a diciembre, cuando, con la última campanada de medianoche del fin de año, morirá usted si no ha sido capaz de descubrir quién soy y detenerme. Disfruta usted de un año de gracia, que debe aprovechar desde ahora mismo, pues de lo contrario irán muriendo uno a uno, hasta completar once, los peores criminales conocidos de esta ciudad.

Su atento colaborador: «el justiciero de las doce campanadas».

 

– ¿Pero qué coño es esto?, – chilló el comisario–. ¿Quién ha traído esta carta y cuándo? ¿Qué descerebrado anda suelto por ahí queriendo hacer justicia? ¡Pérez, llama de inmediato a López y a Martínez y que vengan echando leches! ¡Después, vosotros dos, Pérez y Fuentes, averiguad de dónde procede esta puñetera carta! ¡Oficial! ¿Dónde hostias está el oficial? ¡Que venga inmediatamente, joder! ¿Es que hay que decirle a cada uno lo que tiene que hacer? ¡Venga, moveos! ¡No quiero ver a nadie aquí parado! ¡A trabajar ya!

 

Todos echaron a correr para desaparecer de la vista del comisario, que estaba encendido de rabia porque le habían estropeado la cena de Nochebuena en familia, y además le amenazaban de muerte si, en el plazo de un año, no descubría al criminal que intentaba hacer justicia por su mano cargándose a once malnacidos, uno por mes, a los que era imposible identificar si no tenía más datos. ¿De dónde había salido aquel loco?

 

González, una vez que se calmó de la sorpresa inicial que le había hecho salirse de sus casillas, se quedó pensativo y empezó a cavilar quién le podía conocer tanto y por qué le amenazaba a él de muerte si no descubría al asesino. ¿Qué tenía el asesino contra él? ¿A quién había hecho tanto daño para querer vengarse de esa manera? ¿Podía ser envidia profesional? ¡Aquello era una majadería de un loco perturbado! No obstante, loco o no, asesino o no, había que descubrir quien era cuanto antes y evitar muertes, que aunque estuvieran bien merecidas, no era a él a quien tocaba juzgarlas, sino a la justicia. No podía permitir semejante barbaridad y era su deber solucionarlo cuanto antes, pues no tenía mucho tiempo hasta que empezaran las muertes, además de jugarse su carrera y prestigio, y si no lo lograba, hasta su vida.

Llamó a su casa para decir que la cena de Nochebuena se había ido al carajo y que la celebraran sin él, pues había surgido un problema muy grave que necesitaba empezar a solucionar ya. Cuando lo tuviera un poco de mano ya iría para casa y cenaría las sobras, pero no sabía cuándo sería eso; hasta era posible que fuera su desayuno, en lugar de la cena. La mujer le puso de vuelta y media, diciendo que siempre pasaba lo mismo y que su trabajo era una mierda, que a ver cuándo lo dejaba de una puñetera vez y se dedicaba un poco más a vivir y a disfrutar, pues desde que se habían casado nunca había podido estar tranquila. González respondió que cuando se casaron ya sabía a lo que se exponía y que si no estaba a gusto que se divorciara, que nadie se lo impedía, y ahora que le dejara en paz, que tenía que trabajar.

Su mujer le había alterado más, si cabe, y el cabreo que tenía iba subiendo de tono hasta hacerlo estallar con el oficial cuando se presentó, después de llegar corriendo desde su casa, donde también había dejado la cena a medio terminar.

 

– ¡A sus órdenes, comisario!

– ¡Rodríguez, no se quede ahí parado mirándome como si viera un fantasma! ¡Póngase a trabajar de inmediato!

– ¿Pero qué tengo que hacer, comisario? No sé de qué va todo esto.

– ¿No sabe?, pues lea – dijo tendiéndole la carta que había recibido– y entérese.

– Lo que usted diga, jefe.

– Y no se entretenga, ¡eh!, que tenemos que obrar con rapidez.

 

El oficial se puso a leer la carta y al terminar, exclamó

 

– ¡Joder, comisario, ¿quién le ha mandado esta carta?!

– Ni idea, Rodríguez, y por eso debemos ponernos a trabajar de inmediato sobre ello. ¿Se le ocurre a usted alguien de nuestros habituales sospechosos?

– Así, a bote pronto, no. Pero empezaré a moverme ya con mis contactos para ver si conocen al loco que la ha escrito. ¿Cómo llegó hasta aquí?

– No lo sabemos, y ya he pedido a Pérez y Fuentes que lo averigüen.

– ¿Tiene usted algún dato más, o sospecha de alguien en particular?

– Ni por asomo, oficial, no sé quién puede ser el cabrón que ha mandado esta nota, pero como lo pille se va a enterar. Este hijo de puta ya nos ha jodido la fiesta y el año entero.

– ¡Y que lo diga, comisario, y que lo diga! Voy a ver qué puedo hacer.

– Muy bien, y manténgame informado de cualquier cosa que sepa.

– Como siempre, jefe. ¡A sus órdenes!

– ¡Déjese de chorradas y actúe, oficial! ¡Venga!

– ¡Sí señor!

 

El oficial salió del despacho del comisario dando vueltas en la cabeza al asunto tan raro que había en la carta. ¿A quién iba dirigida realmente la carta? ¿Era para ayudar a quitar del medio a tanto indeseable que pululaba por ahí, o lo que se quería era disimular la amenaza al comisario para cargárselo? ¿De dónde había salido aquel loco que se tomaba la justicia por su mano? ¿Podría ser alguien que hubiese sufrido algún percance a manos del comisario? ¿Uno de los habituales fantasmas que querían tomar el pelo a la policía? ¿Cumpliría su amenaza? ¿Y qué criterios seguiría, en caso de ser cierto todo, para seleccionar a las víctimas? El oficial estaba perplejo y confuso, pues nunca habían tenido un caso de estas características.

Por su parte, Pérez y Fuentes estaban hablando con el policía de guardia tratando de averiguar cómo había llegado la carta a la comisaría, pero no pudieron sacar nada en limpio ya que, como por esos días el frío era muy intenso, la puerta estaba cerrada y él estaba sentado en su mesa de la entrada leyendo el periódico del día, no se había dado cuenta de nada. Solamente al cabo de un tiempo, en el momento en que se levantó para ir al baño, fue cuando vio el sobre que habían introducido por debajo de la puerta y lo cogió. Como estaba abierto, sacó la misiva y la leyó, llamando de inmediato a ellos dos y al comisario, tal como indicaban los protocolos.

No sabiendo qué hacer, la subinspectora Fuentes propuso visionar las cámaras de seguridad que enfocaban hacia la puerta, para saber quién había entregado la carta de aquella manera tan extraña. Quizás podrían descubrir algo, aunque era improbable, ya que el autor se habría cuidado mucho de no ser él quien la hubiese llevado. Así lo hicieron Pérez y ella, y al cabo de una hora pudieron ver a un chico, que parecía un niño, abrigado hasta las cejas con pasamontañas, guantes y abrigo, agachándose a la entrada y pasando la carta por la rendija que había entre la puerta y el suelo. Por más que pasaron y pasaron la cinta en el momento en que se veía al chico, fueron incapaces de reconocer los rasgos del mismo. ¿Cómo podrían saber quién era? Imposible. Si al menos tuviera una señal o algo que lo distinguiera para poder encontrarlo y preguntar quién le había dado la carta...; pero ni eso. Estaban atascados, y así sería muy difícil dar alguna explicación al comisario sobre quién había enviado la carta; sobre el cómo sí, pero nada más.

López y Martínez, que habían llegado hacía un rato y se habían enterado del contenido de la misiva, cavilaban sobre el escrito en busca de algún detalle que pudiese aportar la forma de redactarlo o la construcción de las oraciones, y, sobre todo, el rimbombante título que se había dado a sí mismo el asesino de las doce campanadas, que se había puesto nada menos que el nombre de «El justiciero». ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué tipo de persona se cree el justiciero cuando asesina sin escuchar las versiones de todas las partes? ¿Son realmente culpables los que va a matar o solamente lo son en su particular visión? ¿Tiene pruebas que no tenga la policía? ¿Y si es así, por qué no las entrega para que se les lleve a juicio justo? Tenían que buscar entre líneas a ver si encontraban algún detalle que lo traicionase.

Todo el mundo estaba ocupado con el reto que les habían arrojado a la cara, estropeándoles la fiesta, como si hubiera sido hecho adrede al escoger ese día y esa hora para lanzar la amenaza con algún motivo oculto.

El comisario reunió a su gente en la sala de análisis, como la llamaba él, donde había una pizarra anclada en la pared y en la que iba anotando cuantos puntos interesantes pudieran aportar las cavilaciones de cada uno. Tenían que elaborar un plan de análisis y acción para estar listos desde el primer momento, tratando de evitar el primer crimen. No tenían prácticamente ningún dato, y aunque quedaba más de un mes, no se podían confiar, porque, partiendo de cero, las posibilidades de descubrir quién asesinaría y a quién, eran ínfimas. No obstante, el comisario González era de los que no se venían abajo ante las dificultades; más bien le espoleaban y le ponían en el disparadero para actuar más y mejor. Así pues, empezó la intervención con mucho énfasis en sus palabras.

 

– ¡Señores!, hemos de descubrir quién es ese cabrón que intenta enredarnos, y para eso confío en todos vosotros, que siempre me habéis demostrado que sabéis lo que hacéis. La situación es muy complicada, pero yo sé que seremos capaces de descubrirlo y meterlo entre rejas hasta el día del juicio final. Quiero que cada uno aporte aquello que crea que puede ayudar, aunque sea una gilipollez. Nunca se sabe dónde puede surgir el hilo para tirar del ovillo y deshacer la madeja, que ahora mismo parece muy enmarañada. No quiero disculpas de ningún tipo y menos una venida abajo de todo el personal, ¿entendido?

– Sí, comisario – respondieron todos como si de una sola voz se tratase–.

– Pues venga, ¡a desembuchar! A ver tú, Rodríguez, qué puedes decir de lo visto hasta ahora.

– Verá, comisario, según lo que han visto Pérez y Fuentes en el visionado de la cinta, la carta la trajo un jodido crío que la introdujo por debajo de la puerta. O al menos eso es lo que parece, porque podría ser también un enano.

– Eso no es posible, Rodríguez –saltó de inmediato la inspectora Martínez, que también había visto la cinta, junto a López–.

– ¿Cómo que no es posible? El que sea alguien pequeño no quiere decir que sea un crío, quiere decir que es alguien pequeño y nada más.

– Sí, pero después de entregar la carta salió corriendo, y la forma de correr no era la de un adulto enano, sino la de un crío ágil y en buena forma. Son dos maneras diferentes de correr y muy características de cada uno. Un enano está formado, y tiene las piernas de adulto, aunque sean pequeñas, y la forma de desplazarse es bastante diferente de la de cualquier niño, que no está formado y tiene las piernas más delgadas y más ágiles, corriendo más con zancadas largas que con pequeñas, como haría un enano, además de más rápidas entre una y otra. Era un crío de unos diez o doce años.

– Si tú lo dices... – respondió el oficial–. De cualquier manera, ya me he puesto en contacto con mis informantes para que me digan si esta noche han visto a alguien merodeando por la comisaría, o por los callejones donde se reúnen los chiquillos para resguardarse del frío.

– Muy bien, oficial – dijo el comisario–. ¿Qué más?

– De momento eso es todo lo que he podido hacer, comisario. En cuanto tenga más datos o alguna noticia al respecto, le informaré de inmediato.

– Vale. ¿Alguien más quiere decir la suya o ya os habéis acojonado todos?

– Comisario, – empezó a decir la inspectora Martínez–, López y yo hemos estado dando vueltas al escrito para ver hasta dónde podemos llegar en nuestras deducciones a través del estilo de escritura y de las palabras que emplea.

– ¿Y...? – contestó el comisario–.

– Bien, hemos sacado algunas conclusiones que me parece que ayudarán para hacer un perfil psicológico del individuo y centrarnos en eso para buscarlo. En primer lugar, es alguien que conoce bastante bien su historial de policía y la pequeña fama que ha alcanzado entre sus colegas, lo que quiere decir que tiene contactos en la policía, es amigo suyo, o está muy bien informado. Puede ser que tenga controladas las frecuencias de comunicación que empleamos o que tenga algún familiar cercano a la policía y que le informe.

– Muy bien, Martínez, muy bien. Ya empezamos teniendo algo a lo que agarrarnos. Prosigue – le conminó el comisario–.

– En segundo lugar, conoce los casos de los muchos que no han sido llevados a la justicia por falta fehaciente de pruebas, pero que aparecen como culpables a simple vista. Quiere decir que es alguien que está obsesionado con nuestra forma de actuar y el mundo del crimen. Le molesta que haya gente que hace el mal y que no puedan ser castigados por falta de pruebas o de medios para conseguirlas, o que pueden borrar sus huellas cuando están a punto de ser descubiertos. Supongo que se tratará de gente que ha cometido grandes atrocidades y no han sido castigados por ellas, no que sea gente de pequeñas fechorías sin castigo, por lo que hemos de fijarnos en los sospechosos de grandes infamias y crímenes, por ejemplo terroristas, pederastas, asesinos, traficantes, etc.

– ¡Fantástico! Vamos por buen camino, – volvió a decir el comisario–.

– En tercer lugar, es alguien obsesionado por el orden y la organización, y muy puntilloso. Todo tiene que ser en su momento y sin fallos. Primera campanada de fin de mes en enero, primera víctima; segunda campanada de fin de febrero, segunda víctima; tercera campanada de fin de marzo, tercera víctima; y así sucesivamente hasta final de año, en que hará coincidir, según sus palabras, la última víctima con la última campanada.

En cuarto lugar, es alguien muy arriesgado y atrevido, pues nos avisa y sabe que estaremos vigilantes y preparados, lo cual supone un riesgo bastante elevado y con muchas posibilidades de que lo pillen con las manos en la masa, pero, a pesar de eso, no le importa. Es un desafío para una persona que se cree muy inteligente y por encima de la media, que es capaz de hacer lo que dice, y además quiere demostrarlo a la persona que él considera que está a su altura: usted. Es un tipo muy orgulloso de sus capacidades y de su inmunidad basada en su inteligencia.

– ¡Martínez, me estás dejando asombrado! Vamos muy bien.

– Gracias, jefe, pero no es solo mérito mío, mi compañero López también participa. Sigo. Tiene que ser una persona que tenga muchos medios para matar y una gran capacidad de utilizarlos con tanta precisión como para cumplir con lo propuesto, pues si es tan metódico como parece, cumplirá en que vayan muriendo en los segundos justos de las campanadas, algo muy difícil de conseguir o casi imposible, salvo que se tengan muchos medios y se sepan utilizar convenientemente. Además, nos propone un reto muy fuerte, pues, sin datos, quiere que averigüemos quién es él y a quién va a matar cada mes, incluso la causa de su muerte. Supongo que él cree que en su lugar, y con la información que le ha dado, conseguiría descubrir todo eso, lo que significa que tiene un ego demasiado fuerte y un concepto de sí mismo fuera de lo corriente.

– Empieza a sonar como algo siniestro, teniente. Va a ser muy complicado descubrir quién es el hijoputa ese y a quién va a matar. Creo que no vamos a poder evitar unas cuantas muertes, aunque sean de criminales que se la merezcan, pero no porque alguien se tome la justicia por su mano. Hemos de trabajar sin descanso hasta dar con él.

– Desde luego, jefe. Déjeme decir que, finalmente, tiene algo contra usted, que de momento no sabemos qué es, porque, sin motivo aparente, le amenaza de muerte si no descubre antes los crímenes o a él, por lo que usted le remueve algo dentro de su conciencia, que al mismo tiempo que le admira, le odia por alguna razón oculta. Y también su orgullo le hace creerse por encima de las normas, autonombrándose «el justiciero». No se llama a sí mismo «el asesino de las doce campanadas», sino el justiciero, lo que demuestra que está lo suficientemente trastornado como para equivocarse en los juicios morales.

– Muy exhaustivo vuestro análisis. Me habéis dejado perplejo, esa sería la palabra que define cómo estoy ahora. Creo que es mucho para empezar a tener una idea de a quién nos enfrentamos, y con esos datos tenemos que ir buscando hasta llegar a dar con él. Cuando le coja no va a reconocerse en el espejo de la cantidad de hostias que le voy a dar, por gilipollas y por hijoputa. ¿Alguien quiere decir algo más? No os asustéis si no podéis dar tanta información como la inspectora. ¡Venga chicos, animaros! Pérez, ¿qué tienes que decir tú, eh?

– Yo..., esto..., no sé jefe.

– Vamos, que no se diga, Pérez, nunca te he visto tartamudear ante los problemas. Seguro que tienes algo escondido en la manga.

– No tengo nada escondido, pero estaba pensando que es alguien que conoce bastante bien el barrio donde estamos y que ha estado controlando la zona durante algún tiempo antes de mandar la carta, buscando la mejor manera de enviarla sin dejar rastro, por lo que podríamos visionar algunas de las cámaras de seguridad de los alrededores para ver si captamos a la misma persona durante diferentes momentos merodeando por aquí. Nos daría algunas pistas de quién es y cómo actúa, si tenemos suerte, claro.

– No es mala idea, aunque un poco agotadora. Tú mismo puedes encargarte de eso, y si ves que no llegas, que te eche una mano Fuentes. ¿Alguna cosa más? ¿Nadie quiere decir la última? En ese caso nos vamos a terminar la cena, los que puedan, y a descansar para seguir con este tema mañana, cuando estemos algo más descansados. ¡No ha estado mal para empezar, chicos. Enhorabuena!

– Gracias, comisario – sonaron varias voces a la vez–.

 

Se fueron todos a sus casas, menos los que estaban sin nadie que les esperase, como eran López y Fuentes, que se quedaron, junto con el policía de guardia, para terminar de pasar la Nochebuena en compañía. López fue a su domicilio para traer una botella de buen cava y unos dulces, que era lo que había comprado para sí mismo aquella tarde, porque ya no era hora de buscar cena. Ya comerían como era debido al día siguiente.

Cuando el comisario llegó a su casa, a las tres de la madrugada, la cena ya estaba fría, y su mujer y su hija en la cama. Miró a su alrededor y le invadió una gran tristeza y un desánimo que no había sentido hasta ahora. ¿Qué vida era aquella que tenía delante? Siempre se encontraba con algún problema que le impedía disfrutar de lo poco que había ganado, y encima estaba desgastando su matrimonio con aquellas ausencias en los momentos importantes. ¿Qué había a su alrededor? Vacío y tristeza, mucha tristeza viendo la sala comedor desangelada, la cena fría y la soledad campando a sus anchas por toda la casa.

Se encontró mirando la parte de su cena que había quedado encima de la mesa, la bebida a medias, con la botella descorchada sin tapar, los platos recogidos como si no hubiera habido nadie cenando anteriormente, las sillas recogidas cada una en su sitio, y ni siquiera una nota de alegría como unas luces de colores encendidas titilando encima de un árbol. Nada. Y además, amenazado de muerte, –pensó–. ¡Vaya vida!

Se derrumbó. Él, cuarenta y cinco años bien llevados, pues era alto, un metro ochenta y algún centímetros, pelo todavía oscuro, ojos de color avellana, constitución atlética, amante del deporte, personalidad fuerte, decidido, inteligente, seguro de sí mismo, capaz de sobrellevar la tensión del trabajo sin alterar su rutina, incluso divertido cuando no estaba de servicio, afectuoso con su mujer y su hija, recto compañero para los de la comisaría y jefe exigente pero cabal, se vino abajo al observar el panorama que tenía delante. Su vida iba a ser siempre igual, a no ser que cambiara de trabajo o tuviera algún contratiempo, como el que le preocupaba ahora, que acabara con ella. ¿Y todo a cambio de qué? «De nada – se contestó a sí mismo–, a cambio de nada». La única satisfacción que conseguía de su trabajo era cuando atrapaba al culpable, después de haber puesto los cinco sentidos en el caso y descubrir el cómo y el porqué de sus actos, llegando a la conclusión de que los malvados no tenían inteligencia sino corazón, por el que se dejaban arrastrar hasta perder la capacidad de pensar correctamente, actuando emocionalmente y dejando muchas vías de agua en sus maquinaciones delictivas, que eran las que él aprovechaba para pillarlos y entregarlos a la justicia. Era la única razón por la que no se había ido de la policía y por la que seguía luchando en su vida, pero aquello estaba empezando a sobrepasarle, y el panorama visual de su casa, solo, con la cena sin acabar, las luces apagadas, la familia en la cama sin contar con él, y amenazado de muerte o queriéndole hacer sentir culpable de otras muertes, por no ser eficaz en su trabajo, estaba acabando de finalizar con sus ilusiones.

Se sentó en un sillón del comedor, en silencio, sin hacer ruido, con los codos apoyados en las rodillas, las manos tapándole la cara, y el pensamiento negativo: «¿Qué estoy haciendo, Dios mío, qué estoy haciendo?». ¿A dónde voy por este camino? Levantó la cabeza, la apoyó sobre el respaldo del sillón, cerró los ojos, con la intención de aclarar sus ideas, y casi sin darse cuenta se quedó dormido de aquella manera tan absurda.

Cuando despertó, seguía estando solo, y de manera mecánica se acercó a la mesa, desayunó parte de la cena, se tomó un café recalentado y se dispuso a salir para ir a cumplir con su deber, a pesar de ser Navidad. Era su obligación intentar detener al asesino que se había colado en su vida y la estaba poniendo patas arriba. Pero, sobre todo, para evitar las muertes de personas que no sabían qué les estaba esperando en poco tiempo y por qué, y que, aunque fueran culpables de los delitos que el asesino les atribuyera, no podían morir así, sino que deberían ser juzgados y condenados con pruebas, pero nunca ajusticiados por un demente que se creía el salvador del mundo.

Con paso perezoso y ánimo abatido, se movió hacia su dormitorio para comentarle a su mujer la situación, y después volver a la comisaría para seguir buscando pistas, con el fin de atrapar al asesino antes de que pudiera cumplir con sus amenazas.

 

– Carmen, cariño, ha surgido un problema bastante grave y tendré que volver a comisaría para intentar solucionarlo lo antes posible.

– ¿Qué clase de problema es tan importante para que no puedas pasar el día de Navidad con nosotras?

– Carmen, por favor, no empecemos otra vez. Sabes que si no fuese necesario no lo haría, pero tenemos un peligroso asesino que nos quiere hacer la vida imposible y hemos de detenerlo antes de que haga cualquier barbaridad.

– Siempre son las mismas disculpas. Siempre es más importante lo que pasa en comisaría que lo que pasa en casa. ¿Y nosotras qué? ¿Qué pintamos nosotras en tu vida, José? ¿No nos merecemos algo más que unas palabras de disculpa y ya está? Casi nunca estás con nosotras, y la mayoría de las veces, cuando podemos tener algo de tranquilidad, siempre viene alguien a estropearlo. ¡Estoy harta, José, estoy harta de tanto aguantar y aguardar a que llegues a casa sano y salvo, sin problemas, con todo el tiempo del mundo para tu familia! ¡Es imposible vivir así!

– No me lo hagas más difícil, por favor. ¿Acaso crees que a mí no me fastidia también este sinvivir? Pero no puedo hacer otra cosa, es mi obligación y mi vocación; solo te pido que comprendas y que tengas un poco de paciencia.

– Ya la estoy teniendo cada día, ¿o es que no lo ves? Pero te pido que de vez en cuando, en fechas señaladas, tengamos un poco de paz y tranquilidad y podamos estar juntos los tres. Solo eso, ¿sabes?

– Te prometo que haré lo que pueda para volver a casa lo antes posible y celebrar el día todos juntos. Haré lo imposible.

– Siempre acabas haciendo lo que crees necesario, así que para que voy a discutir. Vete y vuelve lo antes posible, si es que vuelves.

– Me gustaría que no acabásemos siempre discutiendo. Todo es mucho más difícil así. Hasta luego, volveré para comer.

– Adiós.

 

Le ponían de los nervios aquellas situaciones con su mujer, aunque no dejaba de reconocer que tenía razón, pero, ¿qué otra cosa podía hacer? La amenaza que tenían encima de la mesa era muy real y muy peligrosa como para dejarla de lado; además, él no era de los que se escondían en la familia para no hacer lo que creía en conciencia que debía hacer, y la vida de aquellas personas, incluida la suya propia, eran demasiado importantes como para dejarlas de lado por una comida o una cena familiar. Su vida era la lucha contra el mal, lo cual estaba por encima de todo lo demás, y si tenía que sacrificarse un poco a causa de ello, pues no había otro remedio. Quería a su familia, pero no le podían acaparar todo el tiempo como deseaba su mujer; su hija era más comprensiva con él, le apoyaba y le quería sin reservas y sin condiciones. ¡Era un cielo y la adoraba! Su hija..., ¡solo él sabía cuánto la quería y lo que haría por ella!

Salió de casa para dirigirse al trabajo pensando ya en las circunstancias que planteaba el caso, olvidadas todas las quejas de su mujer, y dando prioridad al asesino. ¿Cómo podría enfocar la búsqueda del sujeto en cuestión? La verdad es que la noche anterior habían hecho un gran trabajo en muy poco tiempo, pero no era suficiente para resolver nada de momento. Los inspectores López y Martínez eran muy buenos y habían llegado a conclusiones muy importantes respecto a la personalidad del asesino; a su vez, el oficial Rodríguez también podría conseguir información de sus contactos entre los muchachos del barrio, y Pérez había tenido una buena idea al comentar el visionado de las cámaras de seguridad de los alrededores, aunque sería un poco pesado y posiblemente sin grandes esperanzas; ¡a ver qué hacían él y Fuentes! Realmente tenía un buen equipo, eso ya hacía tiempo que lo sabía, y estaba orgulloso de lo que había conseguido con tan pocos miembros, pero necesitaba ayuda extra para el caso, pues no sería nada fácil dar con el asesino y evitar la primera muerte en tan poco tiempo. Llamaría al comisario García, su amigo, y le expondría lo que sabían para ver qué podía aportar él. Siempre habían colaborado estrechamente y habían conseguido solucionar algunos casos que, de entrada, parecían imposibles de solucionar.

Con esos pensamientos llegó a la comisaría, donde entró sin darse cuenta de lo que hacía de tan automático que era para él, además de tan ensimismado como iba con el caso, y de donde lo sacó el saludo del policía de guardia, cuando le dijo:

 

– Buenos días, señor comisario. Ha madrugado usted mucho para un día de fiesta.

– Buenos días, Salvador. Tiene usted razón, pero era necesario.

– ¿Todo bien, comisario?

– No tan bien como quisiera, pero sí, de momento todo bien.

– Pues, ¡Felices Fiestas, señor!

– Igualmente, Salvador. Muchas gracias.

 

Cuando se dirigía a su despacho, vio que López y Fuentes estaban allí trabajando, y se paró a saludarles.

 

– Buenos días, chicos, ¿qué hacéis aquí a estas horas?

– Trabajando, comisario, trabajando. Este caso nos tiene preocupados.

– Pues no sois los únicos; yo también estoy hecho un lío. Nunca me había enfrentado a un caso así, y hay muchas vidas en juego. Realmente estoy muy preocupado.

– Razones tiene para estarlo, porque, además, la suya también está en peligro: no debe olvidarlo, señor.

– No lo olvido, pero no es lo que más me preocupa. Lo más importante es impedir la primera muerte y con ella las restantes, y no veo cómo vamos a poder evitarla. Hablaré con el comisario García para que nos eche una mano, a ver si tiene algo que aportarnos.

– Decididamente no será una solución muy fácil, desde luego, pero es posible que entre todos consigamos evitar el daño. No podemos permitir que se burle de nosotros nadie, y menos un asesino loco.

– Totalmente de acuerdo, muchachos. Bueno, continuad a ver si podéis sacar algo en claro. Ya me diréis lo que hayáis conseguido. Más tarde, cuando venga el resto, nos reuniremos para pensar juntos los pasos que podemos seguir.

– Perfecto, jefe, ya nos avisará. Hasta luego.

 

Entró en su despacho con la intención de llamar a García, su amigo y compañero, pero cuando vio el resumen que habían hecho la noche antes, se quedó pensativo: ¿quién puñetas podía ser el hijoputa que había mandado aquel mensaje y por qué? Tenía que averiguarlo pasase lo que pasase.

Cogió el teléfono y llamó a García que, como siempre, respondió con un cierto aire:

 

– García, ¿dígame?

– García, soy González.

– ¡Hostia, González, qué voz más rara te ha salido! ¿Te pasa algo?

– ¡Joder que si me pasa! ¿Sabes que hemos recibido un escrito de un cabrón que quiere tomarse la justicia por su mano y matar a doce personas, una cada final de mes, coincidiendo con las campanadas de fin de mes?

– ¿Qué dices? Casi «suena» bien.

– ¡Déjate de chistes, que esto es muy grave! Hasta yo estoy amenazado de muerte si no soy capaz de descubrirlo antes del fin de año.

– ¡Joder, González, me estás dejando helado! ¿Lo dices en serio o es una broma adelantada de los inocentes?

– Te estoy hablando muy en serio. ¿Qué te parece si hablamos personalmente en mi despacho?, porque no me fío ya de nadie. ¿Cuánto tardarás en venir?

– Por ser tú, y oyendo como estoy tu problema, dos minutos. Pienso que va a ser algo apasionante. Enseguida voy.

 

Mientras esperaba la llegada de García, González se puso a dar vueltas al asunto, pero tenía tal preocupación que no era capaz de ver claro qué era lo que más le dolía: si implicar a su amigo; si dejar sin atender a su familia; si obligar a su gente a trabajar en un día tan señalado; o el miedo que sentía en aquel momento por culpa del sujeto en cuestión, que quería asesinarlo a él y a once personas más. Estaba embotado y necesitaba una mano amiga.

Al cabo de pocos minutos, García, que estaba viudo y no tenía mejor ocupación que pasarse por el despacho cada día, donde decía que descansaba mejor que estando en su casa solo y sin nada interesante que hacer, abrió la puerta y pasó sin llamar.

 

– ¡A ver González!, ¿qué sucede?

– ¿Qué va a suceder? ¡Mira! – dijo tendiéndole la nota que habían recibido–. ¿Qué te parece?

– Espera que la lea, no te pongas tan nervioso.

 

Se puso a leer la nota y al cabo de un momento, le miró a la cara, exclamando:

 

– ¡Joder, qué bestia!

– Eso es lo que yo pienso. Este tío está loco, pero loco de atar.

– Ya lo creo. Desde luego, si no es una broma, es algo que hay que tomarse muy en serio. ¡Será hijoputa! ¿Y qué habéis hecho?, porque supongo que habéis hecho alguna cosa ya.

– Hemos estado mirando las cámaras de seguridad y hemos visto que la trajo un niño o una persona muy joven, quien después de pasarla por debajo de la puerta, marchó corriendo. Tengo a Rodríguez preguntando por ahí, para ver si es capaz de encontrar al muchacho. También han hecho un análisis muy exhaustivo, y muy de mi agrado, López y Martínez, sobre la forma de redactar que tuvo el cabrón ese, llegando a conclusiones muy interesantes. Y finalmente, Pérez sugirió visionar las cámaras de los alrededores para ver si anteriormente había paseado por aquí inspeccionando la zona y podíamos descubrir quién pudiera ser.

– ¡Vaya si habéis dado caña, eh!

– Sí, pero tengo la mala impresión de que va a ser imposible que lleguemos a un punto del que podamos tirar para descubrir el ovillo. Parece muy enrevesado y no tenemos ningún dato: ¡nada!, ni siquiera esperábamos una cosa así y menos en un día tan señalado como la Nochebuena.

– Ya veo, ya. Seguro que la culpa la tiene Papá Noel por traer el mensaje. ¡Jou, jou, jou!

– ¡García! ¡No vengas con hostias que esto no hace ninguna gracia!

– ¡Vale, vale, vale! Perdone usted, señor comisario.

– ¿Me vas a echar una mano, o qué?

– Sí, al cuello para evitar que mueran los otros once. Si desapareces tú, desaparece el motivo y se salvan.

– ¡Vaya, hombre, no lo había enfocado yo así! ¿O sea, que piensas que lo hace por mí? Pues es posible que tengas razón y los otros sean una disculpa para matarme a mí, haciendo que parezca un asesino que busca redimir al mundo de todas las ratas que lo habitan, camuflando su odio detrás de todos ellos. Entonces tendré que examinar mi vida y mi entorno.

– Yo te puedo ayudar en eso. Tengo experiencia de cómo te las gastas cuando algo no te sale como tú quieres.

– ¡Eres incorregible, García!

– Ventajas de no tener a nadie con quien hablar en casa. Desarrollas personalidades múltiples y haces teatro todos los días, así te diviertes mientras llega la hora de dormir: te cuentas chistes, haces el payaso, te pones en el papel de hombre de la casa, cocinas, comes, hablas con la televisión, espantas las moscas, etc. No deja de ser divertido hacer tonterías, y te hace la vida más llevadera.

– Veo que estás más tocado de lo que pensaba.

– Y tú más preocupado de lo habitual.

– Sí, pero date cuenta de la que me ha caído encima.

– Una de tantas, González. Bueno, ¿vas a hacer examen de conciencia o no?

– Tengo que pensar en lo que has dicho, que puede ser a mí a quien persiga el asesino. Ya lo había pensado anteriormente, pero lo tenía descartado. La verdad, ¿qué puede tener el asesino contra mí? ¿Tanto daño he hecho como para que tenga que matar a once personas para acabar conmigo? ¿Es posible que tenga contactos dentro de la policía y sepa información que nosotros no sabemos? ¿Y esa chulería de uno por mes y campanada, hasta acabar conmigo si no lo descubro antes? ¿Qué cosa tan rara he hecho alguna vez para que me quiera culpar de once muertes? ¿No serás tú, por casualidad, el asesino, eh García?

– ¿Yo? ¡Joder González, sí que estás tocado por el caso!

– Es que no entiendo nada. Me ha pillado con el paso cambiado, pues nunca creí que yo sería el protagonista de algo tan macabro.

– Vamos a tener que hacer un repaso de todas tus correrías dentro de la policía para ver qué has podido hacer tan malo como para que te persigan y te quieran liquidar. Me parece que no va a ser nada fácil.

– Desde luego. Pero hemos de centrarnos en una persona con el perfil psicológico que, mejor o peor, han elaborado Martínez y López. Recuerda que es una persona que parece que me conoce bastante bien, además es inteligente, metódica, conoce casos sin resolver en la policía y conoce a los malos que se han salvado, obsesionado con el orden y la organización, puntilloso, arriesgado, atrevido, muy orgulloso y pagado de sí mismo, por encima de las normas y seguro que tiene algún problema con mi persona porque me desafía a mí directamente, debe saber mucho de métodos de muerte y los domina con precisión. Como ves, un angelito.

– Sí, veo que es un tipo peligroso. Hemos de hilar muy fino para no equivocarnos y evitar que mate a personas que no deben morir. ¿De dónde ha salido ese cabrón?

– Pues no lo sé, García, no tengo ni la más mínima idea, pero me ha jodido las fiestas; y espera...

– Haremos un repaso a toda la gente que hayas podido perjudicar por acción u omisión, a ver si sacamos algo en claro.

– No creo que sea tan fácil, pero lo intentaremos. Miraremos aquellos casos más espectaculares de mi vida policial y rezaremos para encontrar algo que nos dé una pista.

– Buena idea. ¿Por dónde empezamos?

– No lo sé. Podemos ir desde ahora para atrás o desde el principio de mi vida policial hasta ahora. Últimamente no ha habido casos espectaculares, pero hace dos años pillé a un traficante de armas que, si te acuerdas, tenía todo centralizado desde Torrejón, y en una visita sorpresa que le hicimos para verificar un soplo, le pillamos con un arsenal entero de armas que iban a ir para Siria. Prometió que me mataría en cuanto saliera de la cárcel y, aunque no ha salido, bien puede organizar cualquier cosa desde allí. Tiene gente muy preparada y no le costaría dar un golpe espectacular como el que nos han colado en plenas fiestas.

Otro caso también sonado fue el del fulano que había violado y asesinado a seis mujeres en menos de un año, al que le tendimos una trampa y lo cazamos como a un pajarito. Aunque a éste no lo veo tan cualificado como para pensar en una cosa similar a la que nos ocupa. El proxeneta tampoco creo que esté muy al día de tanta sofisticación y que tenga una inteligencia tan prodigiosa como la que parece tener el asesino de las campanadas. Sin embargo, el político corrupto que quiso sobornarnos con mucho dinero para que no hiciéramos nada contra él, ese puede tener motivos y capacidad suficiente para pensar de manera tan errática, y hasta lo creo capaz de asesinar a todo el que pille por delante con tal de vengarse de lo que le hicimos. Otro pajarraco es el narcotraficante al que le estropeamos la fiesta, con la redada a todos sus contactos, el día que le llegó el cargamento desde Nicaragua. Ese puede ser muy peligroso y capaz de matarme sin más ni más.

– Tienes muchos posibles enemigos, pero no creo que ninguno de ellos piense en un plan tan diabólico como para matar a once personas antes de matarte a ti. Todos estos irían derechos a por ti sin más ni más, sin andarse por las ramas y pensar un plan tan sofisticado. Tiene que ser alguien más sutil y más inteligente que todo eso. ¿Te acuerdas de aquella compañera que entró en la policía al mismo tiempo que nosotros y que por culpa de un error tuyo se quemó la cara, quedó desfigurada y tuvo que dejar el cuerpo? Una persona así es posible que piense en una venganza muy del estilo.

– Sí, era muy inteligente y muy buena en todo lo que hacía. Tiene todas las cualidades para ser el candidato número uno, y juró que haría todo lo posible para que pagara el haberle roto la ilusión de toda su vida, porque siempre pensó que lo había hecho para quitarla del medio por el miedo que yo pudiese tener a no entrar en el cuerpo si ella quedaba por delante de mí. Es posible que se haya recuperado y esté lo suficientemente amargada desde entonces, para cometer una locura de este cariz.

– ¿Y alguien de dentro que te tenga envidia y quiera dejarte en ridículo antes de que desaparezcas? Porque sería lo que más te haría sufrir, y si lo supiera, buscaría hacerte todo el daño psicológico que pudiera y después cumplir con la ilusión de hacerte desaparecer sin sentirse culpable, porque no habrías podido vencerle. Y aquí hay un amplio abanico de personajes que pueden ir por ese camino.

– Así no puedo continuar porque me volveré majara. No hay por dónde cogerlo. Mejor será que me vaya a descansar y mañana continúe trabajando con los muchachos y contigo, si te prestas a ayudarnos.

– ¿Crees que voy a dejarte un caso tan interesante como éste a ti solito? ¡Ni lo sueñes!

– Bueno, pues nos vemos mañana, si antes no hay novedades.

– De acuerdo. Hasta mañana.

– Adiós.

 

González, después de que García se fue, volvió a repasar mentalmente todo lo que tenían y se le hizo un nudo en la garganta. ¿Once víctimas por un error suyo? Aquello era muy fuerte.

Sin ánimo de nada, se dispuso a irse a casa para celebrar el día de Navidad con los suyos, porque, después de la cena fallida y de la bronca que le había echado su mujer, no podía faltar so pena de morir antes de lo decidido por el asesino. Pero estaba muy desanimado y sin ninguna ilusión por celebrar nada; el caso le estaba comiendo la salud y la alegría de las fiestas. ¡Aquel cabrón se las pagaría, vaya si se las pagaría, como que se llamaba José González! ¡Iba a saber quién era él! ¡Por sus muertos!

 

Al día siguiente, a primera hora, ya estaba levantado, pensando en lo que iba a hacer ese día. Prácticamente no había dormido en toda la noche pensando en el dichoso asesino, y gracias a que, después de comer, había dormido una pequeña siesta, cuando se quedó sentado en el sofá y se rindió al sueño que lo dominaba, pudo recomponerse algo del agotamiento que llevaba encima. Pero, aunque pudiera parecer lo contrario, estaba muy despejado y con la mente trabajando a cien. Aquel desafío le estaba obsesionando, y ya no podía pensar en otra cosa que en el asesino y su macabra apuesta. Tenía que haber algo personal en lo que estaba pasando, pues no era normal que le hubiese puesto como responsable de todas las muertes y, si no conseguía pillarlo, también moriría él; estaba tan claro que le perseguía a él, que no tenía duda de que era por sí mismo por donde debía empezar a investigar.

Cuando llegó a comisaría no había nadie de su equipo aún, porque aparte del policía de guardia y dos más que estaban de retén a punto de irse, aquello estaba totalmente vacío. Fue a su despacho, encendió la luz, puso en marcha la calefacción, y se sentó en el sillón para repasar las notas que había tomado anteriormente, sobre todo lo que había hablado con García, que le había abierto los ojos respecto al papel que él jugaba en aquella partida.

Alguien le había puesto en el punto de mira de sus fracasos, demostrando una sutileza y un odio hacia su persona proveniente de muy atrás, y que algún hecho del momento había reactivado y le había llevado a vengarse, que era dónde debía estar la clave del personaje que se ocultaba tras el pomposo seudónimo de «el justiciero de las doce campanadas». Ahí estaba la clave: encontrar alguien del pasado que hubiera tenido algún encontronazo con él y que, últimamente, le hubiera hecho recordar que tenía que vengarse del comisario González. O sea, debía repasar los últimos sucesos y relacionarlos con el pasado remoto, donde coincidiría con una persona que tenía que ser el asesino por fuerza. ¿Quién podría ser? Iba a ser difícil, muy difícil...

 

Mientras estaba con estas cavilaciones, empezó a llegar su gente con cara de haber dormido poco, agotados y hundidos. Se notaba que no habían avanzado más allá de donde lo dejaron el día anterior, a pesar de los esfuerzos que habrían hecho. No había por qué preocuparse, pues ya irían llegando datos y conjeturas, hasta que diesen con el culpable de sus desvelos. Los llamó, cuando estuvieron todos, para volver a analizar lo que había y sus sospechas.

 

– ¡A ver, todos vosotros, a la sala de reuniones!

– ¡A la orden, jefe! – contestaron con más desánimo que ilusión–.

– ¡Arriba esos ánimos, que no nos van a ganar la partida!

– Pues como no ocurra un milagro... – dejó caer uno de ellos–.

– ¡López!, ¿cómo es posible que estés tan pesimista?

– ¿Qué quiere que le diga, comisario, si llevo toda la noche dándole vueltas y no encuentro la salida? ¿Acaso usted ya lo tiene solucionado?

– No se trata de eso, sino de que no hay que perder la esperanza. Tengo una ligera idea de por dónde podemos empezar, aparte de lo que hayáis hecho vosotros.

– ¿Y se puede saber qué es? – pidió Martínez–.

– Por supuesto. Vamos a ver: he estado dándole vueltas al caso y he llegado a la conclusión de que tiene que ser alguien relacionado conmigo de manera muy cercana, que me odie exageradamente y que, en algún momento de estos últimos tiempos, le haya recordado que me odiaba y que me tenía que matar para vengarse de alguna ofensa del pasado algo lejano. No se me ocurre otra cosa, así que me vais a ayudar todos a recordar lo que puede haber sido y llegar hasta el loco que me ha amenazado, dejando por delante once cadáveres según su perturbada mente justiciera.

– ¡Buenos días a todos! – dijo al entrar el comisario García–. ¿Me estoy perdiendo algo?

– Estaba comentando que, después de darle muchas vueltas, he llegado a la conclusión de que tiene que estar relacionado conmigo, tal como tú sugeriste ayer, cuando estábamos charlando sobre el tema.

– Sí, y lo sigo creyendo. Lo que pasa es que no puedo imaginarme quién puede ser, pues hay demasiados candidatos debido a tu historial. ¡Ves, González, cómo no se puede ser el mejor!

– No empieces ya, García, que me pones de los nervios. ¡Deja tus bromas para mejores momentos, joder!

– ¡Haya paz, que no he dicho nada!

– ¿Qué os parece a vosotros, chicos?

– Que quizá tenga razón, comisario. Es posible que sea alguien a quien haya hecho alguna jugada y ahora quiera resarcirse dejándole en ridículo y después quitándole del medio. – contestó la inspectora Martínez–.

– Bien, en ese caso, mientras yo estudio mi vida detenidamente, vosotros vais a ocuparos de encontrar, en los últimos casos que hemos resuelto, qué conexiones pueden haber entre ellos y alguna figura del pasado, por muy pequeña que sea.

– ¿Pero cómo vamos a saber qué está relacionado con usted y su pasado, si no conocemos su vida y milagros, jefe?

– No os preocupéis que ya iré informándoos de cualquier indicio que se me ocurra.

– ¡Cuidado, González, no vayan a salir secretos de alcoba! – soltó García–.

– ¡García...!