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El chico que relataba partidos de fútbol fue por primera vez a la cancha cuando tenía once años.

Sucedió un domingo de noviembre de 1981. Después del almuerzo familiar, se llevó la radio portátil al patio, a la sombra de la medianera, para escuchar la vigilia de los partidos. Al rato llegó Beto, su papá. Se sorprendió al verlo. A esa hora solía dormir la siesta hasta que empezaba la transmisión de Boca.

—Levantate, Campeonato —dijo Beto, haciendo una seña con la mano—. Dale que vamos a la cancha.

Se puso de pie como impulsado por un resorte y lo siguió. De Mirta, su madre, recibió a la pasada una campera por si refrescaba. Ansioso, subió al auto y mientras su papá ponía primera, él prendió la radio; daban las alineaciones con-fir-ma-das de los equipos. Boca, con Maradona, enfrentaba a San Lorenzo.


El Pachi, el Cabeza, el Cebolla, el Loro y los otros amigos creían que lo llamaban Campeonato porque se la pasaba relatando partidos. En la escuela o en la canchita, antes de empezar los partidazos, él insistía para que cada equipo se identificara con un club de Primera.

—¡Nosotros somos Boca! ¡¿Ustedes qué son?! —gritaba, y hacía que cada uno de sus amigos asumiera el nombre de un jugador del club elegido.

Jugaba y relataba al mismo tiempo. A sus amigos les divertía. Si se cansaba o, por la circunstancia del juego, interrumpía el relato, ellos le reclamaban:

—¡Eh, dale! ¡Así tiene más emoción!

Entonces, respiraba hondo y seguía:

—Gatti se la pasa a Mouzo. Acá, tocala, acá… Mouzo la juega para Benítez, acá, solo, damelá…


Pero sus amigos se equivocaban. El origen del apodo se remontaba a la madrugada de junio en que Mirta llegó al hospital de Villa Irala, con la panza redonda como una número cinco. Beto dejó el Gordini casi sobre la vereda, la acompañó hasta la sala de partos y se quedó esperando en el pasillo.

Al rato, la criatura asomó la cabeza y el resto del cuerpo. El doctor López Herrera lo levantó en sus brazos y observó extrañado el ceño fruncido, los labios tensos y el pecho que se fue inflamando hasta estallar en un grito. Pero no se trató del “uuaaaa” habitual, sino de un compacto “oooooooo” prolongado que cuando parecía apagarse, se reavivaba con más fuerza.

Al oírlo, Beto tiró el pucho, irrumpió en la sala y corrió hacia Mirta como si fuera a treparse al alambrado para festejar con la hinchada de Boca.

—Un golazo —dijo el doctor López Herrera.

—Ma’ qué golazo, doctor. Por cómo grita, es un campeonato.

Se arrodilló y empezó a acariciar la cabeza de su hijo:

—Campeonato...

—Dijimos que se iba a llamar Ignacio —balbuceó Mirta.

—Sí, sí, claro —dijo Beto, sin dejar de acariciarlo, susurrando “Campeonato, Campeonato”, mientras el grito de “ooooooo” inundaba la sala.


Llevaba años soñando con ir a la cancha a ver un partido. En el 78 sintió que se le iba a hacer realidad. A la vuelta de unas vacaciones en las sierras, visitaron el estadio mundialista de Córdoba. Estaba en plena construcción. A la cancha le faltaban los arcos, la mitad del césped y las grúas gigantes se confundían con el techo sin terminar de la platea, pero él igual la observaba maravillado. De pronto, sintió un cosquilleo en el estómago, empezó a oír el murmullo ininteligible de la voz del relator de la radio mezclado con el griterío de los hinchas, y pudo ver, sobre el césped, a los jugadores corriendo en busca del gol. Mirta le pidió que se acomodara para una foto con Andrés, el hermano menor. Pero él siguió inmerso en el partido con el estadio colmado, incluso cuando volvieron al auto y ocupó el asiento trasero, detrás de su padre.

Tomaron por la avenida de la Fábrica Militar de Aviones. Empezaba a anochecer. A través de la ventanilla, solo veía carteles amenazantes de un soldado con una ametralladora: Prohibido Detenerse. Centinela Abrirá Fuego. Notó que iban cada vez más despacio. Desde los otros autos los miraban como si portaran algún virus contagioso. Su mamá movía los brazos desesperada. De pronto, el murmullo del partido en sus oídos se disipó por completo.

—¡No pares! —gritaba Mirta—. ¡Por Dios, no pares!

Con el auto bamboleándose y avanzando casi a paso de hombre, sintió que los soldados de los carteles se multiplicaban y le apuntaban a él y a su familia. Se acurrucó en el asiento, se tapó los oídos y cerró los ojos; volvió a escuchar nítidamente el murmullo del relator y el griterío de los hinchas, y se quedó inmóvil hasta que su mamá le tocó el hombro y le habló al oído:

—Despertate, dale. Un ratito y seguimos.

Apartó las manos de las orejas, abrió los ojos y bajó del auto. Su padre le mostraba la llanta averiada al gomero.

—No pude parar en la avenida.

—Hizo bien. A la noche ahí es peor.

Campeonato miró a su madre.

—¿Estás bien? —preguntó ella.

—Sí —le dijo, con el murmullo del partido aún en sus oídos, convencido de que pronto iba a ir a ver un partido del Mundial.


Pero Villa Irala estaba lejos de todo. Pensar en ir a uno de esos partidos era un sueño imposible. Cada postergación agigantaba la idea que tenía de los estadios. Por eso aquella tarde se sorprendió cuando, después de cruzar las vías y agarrar por una calle de tierra, vio adelante la entrada a la cancha.

Club Deportivo de Villa Irala, leyó en el cartel de chapa con letras gigantes. Debajo, dos portones de chapa abiertos de par en par y un paredón no muy alto que se extendía rodeando el predio. Sobresalían cuatro torres de metal, con unas luces en la parte superior que costaba creer que pudieran iluminar algo. Talonario en mano, un hombre de gorra se acercó y se asomó por la ventanilla.

—Qué hacés, Beto. Mayor, menor y el auto.

—¿Cómo pinta la cosa?

—Y… Vamos a ver qué hace Sosita.

Beto pagó y entró con el auto en primera.

—¿Quién es ese Sosita, pa?

—Ni idea.

Beto estacionó dando marcha atrás, contra el paredón. Campeonato se bajó y caminó con su padre hacia la tribuna de madera, a la altura de la mitad de la cancha. Un par de árboles la protegía del sol. Se acercó al alambrado. Una brisa tenue levantaba remolinos de tierra e inflaba las redes de los arcos. Las líneas de cal de la mitad de cancha, de los laterales y de las áreas tenían un brillo desparejo. Enfrente, del otro lado del alambrado, los jugadores entraban en calor con un trote pesado; algunos eran panzones, otros se movían como si recién se levantaran de la siesta. De aquel lado también estaban los bancos de suplentes, cubiertos por una lona. A la derecha, detrás del arco que daba a las vías, estaban los vestuarios, donde había unos tipos que entraban y salían con papeles en la mano. En el techo del vestuario asomaban dos pares de parlantes como los de la propaladora que recorría las calles anunciando las películas del fin de semana. Entre el alambrado y la línea de fondo de la cancha, a mitad de camino entre el arco y el córner, había un chapón rectangular que sobresalía del césped.

El público se acercaba como en cámara lenta. A la izquierda, detrás del otro arco, a la altura del córner, contra el paredón, la chimenea del bufete despedía el olor penetrante de los chorizos a la parrilla, el cual desde ese día pasó a ser, para Campeonato, el aroma característico de las canchas de fútbol. Acodados sobre un tablón sostenido por caballetes, algunos hinchas matizaban la espera con un tinto. Más acá, justo detrás del arco, había otra tribuna, un poco más grande, donde se ubicaron los hinchas del Deportivo que llegaron en un Rastrojero, con una bandera blanca y negra que ataron al alambrado. No eran más de quince, pero parecían una multitud por el ggguáaaaaa estruendoso de la bocina que activaban con un compresor.

—¡Vamos, Deportivo, vamos carajo! —gritaban, y la hacían sonar otra vez.

Al rato, la voz del estadio anunció por los altoparlantes las formaciones del Deportivo de Villa Irala y del Belgrano de Santa Clara. Excepto Marcelo Sosa, eran veintiséis apellidos, contando técnicos y el trío de árbitros, absolutamente desconocidos. En eso vio que alguien corría el chapón que estaba frente al vestuario y, con inesperada espectacularidad, emergieron los jugadores rumbo a la mitad de la cancha. El potente gguáaa de la bocina acompañó la entrada de los jugadores del Deportivo, con la camiseta blanca con bastones negros. Enseguida, con casaca roja, ingresaron los del Belgrano. El público se arrimó al alambrado. Aquello tenía muy poco que ver con lo que él había fantaseado, pero apenas el árbitro hizo sonar el silbato y la pelota empezó a rodar, sintió el cosquilleo en el estómago y se puso a relatar el partido para sí mismo.


“¡A Sosita! ¡Daselá a Sosita!”.

La súplica de los hinchas empezó a oírse enseguida. Tenía el pelo rapado, las piernas chuecas, un andar pachorriento. Se quedaba en la mitad de la cancha cuando el Deportivo defendía, y cuando recibía la pelota, parecía encenderse: los codos levemente separados del cuerpo, la cabeza levantada, los ojos bien abiertos. Campeonato se daba cuenta de que era distinto a los demás porque el relato se le hacía más fácil:

—Recibe la pelota, levanta la cabeza. Amaga, deja atrás al defensor, se la pasa al diez y la vuelve a pedir, atención. Sosita le pegóo… y el remate que se va rozando el travesaño.

Poco a poco, sin embargo, sus apariciones se hicieron más espaciadas. El partido se fue plagando de pelotazos. Campeonato tuvo que rebuscárselas para mantener la emoción. Comentaba el ruido de la bocina de la hinchada, hablaba del perro blanco que ladraba cada vez que el referí hacía sonar el silbato, se entusiasmaba con cualquier cosa, como si se resistiera a que lo ganara el aburrimiento en ese día que tanto había esperado.

En el intervalo fue con su padre al bufet. Se pidió un choripán y una Coca-Cola, y de regreso se quedó admirando a los de la hinchada de la bocina. Se imaginó mezclado con ellos, saltando, gritando y tocando la bocina. Se preguntaba cómo sería relatar un partido desde ahí, cuando oyó la voz de su padre:

—Vamos que empieza —le dijo, señalándole a los jugadores que volvían a la cancha.


El segundo tiempo arrancó intenso. El arquero del Deportivo, el Loco Tasso, sacó un par de bombazos volando de palo a palo. Después, Sosita bajó la pelota, dejó atrás a un defensor, atención, le ganó la posición al seis, la metió cortada para el puntero izquierdo, peligro de gol, y el arquero la desvió al córner. Enseguida, sin embargo, todo volvió a caer en la monotonía de los pelotazos. Los hinchas observaban impávidos aquella sucesión de torpezas. Algún enganche esporádico de Sosita o los revolcones del Loco Tasso no alcanzaban para hacerlo más entretenido. A Campeonato el relato se le desinflaba, le costaba remontarlo y sostenerlo.

Se jugaban los últimos minutos, cuando parte del público empezó a irse. De pronto, el ocho del Belgrano remató desde afuera del área, el Loco voló y alcanzó a manotearla. Enésimo córner para el Belgrano. Menos el arquero y uno de los defensores, todos los demás coparon el área del Deportivo. El público se aferró al alambrado, los que se estaban yendo volvieron corriendo. El árbitro comenzó a agitar las manos y a señalar hacia el otro extremo del área, a espaldas del amontonamiento.

—Un perro, señoras y señores… —murmuró Campeonato—. Un perro blanco en la cancha… El referí pide que lo saquen. Atención, el partido se demora. El perrito no se deja agarrar. Se acerca un jugador del Deportivo, otro del Belgrano. Atención que viene para este lado, hacia el círculo central. Sosita, señoras y señores, se acerca al perro, que le obedece moviendo la cola. El perro sale por un agujero del alambrado. Ahora sí. Sosita le hace un gesto al referí y se queda sobre este lateral. Aaatención. El árbitro da la orden, los jugadores se amontonan en el área. Hay peligro. El diez del Belgrano le pega combadooooo, y el Loco Tasso que la atrapa. Saca rápido con el pie. Viene para Sosita, la domina con el pecho, deja atrás a un defensor, peligro de gol, el arquero adelantadooo… Gol. Goooolllll. Goooolazo de Sositaaaa. Gooollll del Deportivo. So-si-ta. Es-pec-ta-cu-lar remate de media cancha. Deportivo de Villa Irala uno, Belgrano de Santa Clara cero. So-si-taaa… Y el árbitro que da por terminado el partido.

Los hinchas saltaban, gritaban, se abrazaban como si hubieran presenciado un milagro. Campeonato empezó a sentir que caían papelitos y serpentinas de las tribunas del estadio. Al ver que todos rumbeaban eufóricos para el vestuario, hacia allá fue con su papá, en medio del remolino de papelitos que caían incluso desde la platea techada. Los hinchas se amontonaban en la puerta del vestuario, hasta el perrito blanco movía la cola para saludar a los jugadores del Deportivo, que al rato empezaron a salir sonrientes con los bolsos al hombro. Cuando apareció Sosita, el estadio entero lo ovacionó. Caminaba flanqueado por el Loco Tasso, ¡grande, Loco!, y por una chica que debía ser la hermana del Loco porque era idéntica a él, solo que más petisa y con el pelo hasta la cintura. Se acercaron los de la tribuna, el más gordo apretujó al goleador en un abrazo emocionado mientras la bocina volvía a sonar bien fuerte. Sosita fue abriéndose paso hacia el Fitito, donde lo esperaban el Loco Tasso y la chica, y los tres se alejaron envueltos en la lluvia de papelitos y serpentinas que no paraba de caer en el estadio.

Campeonato volvió con su papá al auto. De regreso a casa, en la radio comentaban el tres a cero de Boca a San Lorenzo, con un gol de Maradona. No le importó demasiado. Él había visto en persona a la gran figura de la fecha.

Esa noche tardó en dormirse. La lluvia de papelitos y serpentinas siguió cayendo en su cuarto, a oscuras, mientras repetía una y otra vez:

—El Loco Tasso que la descuelga y le pega rápido... Sosita la baja de pecho, amaga, elude a dos defensores, el arquero adelantado. Le pegó. Gol. Gooooolll del Deportivo. Es-pec-ta-cu-lar remate de mitad de cancha. Golazo de So-si-taaaa...

2

Al principio, cada vez que su madre lo escuchaba susurrar en la oscuridad, creía que estaba rezando antes de dormirse, como ella le había enseñado. Cuando descubrió que murmuraba goles como un poseído, se preguntó si no sería víctima de alguna enfermedad.

Pero Campeonato no estaba enfermo. Cuando era un bebé, su papá lo acercaba a la radio o a la televisión. Apenas el relator gritaba un gol, él empezaba con su “oooooo” sostenido moviendo los brazos y las piernas.

—Miren cómo festeja Campeonato —decía Beto delante de las visitas, que sonreían enternecidas.