DE RATONES Y HOMBRES

 

 

 

JOHN STEINBECK

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: Of Mice and Men

Traducción de Román A. Jiménez

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa

Primera edición: noviembre de 2009

Primera edición en e-book: noviembre de 2019

© John Steinbeck, 1937

© de la presente edición: Edhasa, 2019

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-350-4718-0

Producido en España

La honda laguna verde del río Salinas estaba muy calmada a la caída de la tarde. El sol había dejado ya el valle para ir trepando por las laderas de las montañas Gabilán, y la cumbres estaban rosadas de sol. Pero junto a la laguna, entre los veteados sicomoros, había caído una sombra placentera.

Una culebra de agua se deslizó tersamente por la laguna, haciendo serpentear de un lado a otro el periscopio de su cabeza;nadó todo el largo de la laguna y llegó hasta las patas de una garza inmóvil que estaba de pie en los bajíos. Una cabeza y un pico silenciosos bajaron como una lanza y tomaron a la culebra por la cabeza, y el pico engulló el reptil mientras la cola de éste se agitaba frenéticamente.

Se dejó oír una lejana ráfaga de viento, y el aire se movió por entre las copas de los árboles como una ola. Las hojas de sicomoro volvieron hacia arriba sus dorsos de plata;las hojas parduscas, secas, sobre la tierra, revolotearon un poco.

Y pequeñas ondas surcaron, en filas sucesivas, la verde superficie del agua.

Tan rápido como había llegado, murió el viento, y el claro quedó otra vez en calma. En los bajíos permanecía la garza, inmóvil y esperando. Otra culebrita de agua nadó por la laguna, volviendo de un lado a otro su cabeza de periscopio.

De pronto apareció Lennie entre los matorrales, tan en silencio como se mueve un oso al acecho. La garza castigó el aire con sus alas, se alzó fuera del agua y voló río abajo. La culebrita se deslizó entre los juncos de la orilla.

Lennie se acercó silenciosamente al borde de la laguna. Se arrodilló y bebió, tocando apenas el agua con los labios. Cuando un pajarito corrió a saltos por las hojas secas a su espalda, irguió de repente la cabeza y buscó el origen del sonido con ojos y oídos hasta que vio el ave, luego volvió a inclinar la cabeza y a beber.

Cuando hubo terminado, se sentó en la orilla, dando el costado a la laguna de manera que pudiera vigilar la entrada del sendero. Se abrazó las rodillas y en ellas apoyó el mentón.

Siguió trepando la luz fuera del valle y, al irse, las cimas de las montañas parecieron encenderse con un brillo creciente.

–No me olvidé, no señor –dijo suavemente Lennie–. Diablos. Esconderme en el matorral y esperar a George. –Tiró del ala del sombrero para bajarlo más sobre los ojos–. George me va a reñir. George va a decir que le gustaría estar solo, sin que yo le molestara tanto. –Volvió la cabeza y miró las encendidas cumbres de las montañas–. Puedo irme para allí y encontrar una cueva. –Y continuó tristemente–:Y no tendré nunca salsa de tomates. . . pero no me importa. Si George no me quiere. . . me iré. Me iré.

Y entonces salió de la cabeza de Lennie una viejecilla gorda. Usaba gruesos lentes y un enorme delantal de cretona con bolsillos, y estaba almidonada y limpia. Se puso frente a Lennie, se llevó las manos a las caderas y lo miró desaprobadora, con el ceño fruncido. Y cuando habló, lo hizo con la voz de Lennie:

–Te lo dije y te lo dije. Mil veces te dije: «Obedece a George, porque es bueno y te cuida». Pero tú nunca prestas atención. Siempre haciendo disparates.

Y Lennie respondió:

–Lo quise obedecer, tía Clara, señora. Quise y quise. No pude evitarlo.

–Nunca piensas en George –siguió la viejecilla con la voz de Lennie–. Y él, siempre cuidándote. Cuando él consigue un trozo de torta, te da siempre la mitad. Y si hay salsa de tomate, te la da toda.

–Ya lo sé –murmuró Lennie lastimeramente–. Intenté portarme bien, tía Clara. Lo intenté y lo intenté.

Ella lo interrumpió:

–¡Y George podría pasarlo tan bien si no fuera por ti! Cobraría su sueldo y se divertiría como un loco con las mujeres de cualquier pueblo, y se pasaría la noche jugando a los dados y al billar. Pero tiene que cuidarte a ti.

–Ya lo sé, tía Clara –gimió Lennie abrumado de pena–. Me voy a ir a las montañas y encontraré una cueva y viviré allí para no darle más trabajo a George.

–Sí, eso es lo que dices siempre –exclamó bruscamente la viejecilla–. No haces más que decir eso, y bien sabes, condenado, que jamás lo vas a hacer. Te vas a quedar junto a él y vas a seguir haciendo de su vida un infierno, siempre, siempre. –También podría irme –susurró Lennie–. George no me dejará cuidar los conejos ahora. Desapareció la tía Clara, y de la cabeza de Lennie surgió un conejo gigantesco. Se sentó frente a él, y agitó las orejas y encogió el hocico. Y habló también con la voz de Lennie.

–Cuidar los conejos –dijo burlonamente–. Eres tan chiflado que no sirves ni para lustrar las botas de un conejo. Los olvidarías y les dejarías pasar hambre. Eso es lo que harías. Y entonces, ¿que pensaría George?

–Yo no me olvidaría –repuso Lennie enérgicamente.

–Diablos que no –insistió el conejo–. No vales ni siquiera el asador con que te tostarán en el infierno. Bien sabe Dios que George ha hecho lo posible para sacarte del pantano; pero no le ha servido de nada. Si crees que George va a dejarte cuidar los conejos, estás más loco que antes. No te va a dejar. Te va a moler los huesos con un palo, eso es lo que va a hacer.

Entonces fue Lennie quien respondió en un tono agresivo:

–No, no va a hacer nada de eso. George no va a hacer eso. Conozco a George desde. . . ya he olvidado desde cuándo. . . y jamás me ha alzado la mano con un palo. Es bueno conmigo. No va a ser malo ahora.

–Bueno, pero está harto de ti. Te va a moler a palos, y después te va a dejar solo.

–No –gritó frenéticamente Lennie–. No va a hacer nada de eso. Yo conozco a George. Yo y él trabajamos juntos.

Pero el conejo repitió con suavidad, una y otra vez:

–Te va a dejar solo, chiflado. Te va a dejar solo. Te va a dejar, chiflado.

Lennie se tapó las orejas con las manos. –No. Te digo que no –gritó. Y luego–: ¡Oh, George! George. . . ¡George!

George salió silenciosamente de los matorrales y el conejo corrió a meterse otra vez en el cerebro de Lennie.

–¿Por qué diablos gritas? –preguntó quedamente George.

Lennie se puso de rodillas.

–¿No me vas a dejar, George, verdad?Yo sé que no me vas a dejar.

George se acercó con pasos torpes y se sentó junto a él.

–No.

–Ya lo sabía. Tú no eres capaz de eso. George guardó silencio.

–George –llamó Lennie.

–¿Sí?

–Otra vez me he portado mal.

–No importa –dijo George, y volvió a quedarse en silencio.

Sólo las cimas más altas estaban ahora al sol. La sombra era azul y suave en el valle. Desde la distancia llegó el rumor de hombres que se gritaban los unos a los otros. George volvió la cabeza y escuchó los gritos.

–George –volvió a llamar Lennie.

–¿Sí?

–¿No me vas a reñir?

–¿A reñirte?

–Claro, como has hecho siempre. Así: «Si no te tuviera conmigo cobraría mis cincuenta dólares. . . »

–¡Por los clavos de Cristo, Lennie! No te acuerdas de nada de lo que sucede, pero jamás te olvidas de una palabra que digo yo.

–Bueno, ¿no lo vas a decir?

George se estremeció. Luego dijo, quedo: –Si estuviera solo podría vivir tan bien. . . –Su voz era monótona–. Podría conseguir un empleo y no pasar apuros. –Se detuvo aquí.

–Sigue –pidió Lennie–. Y cuando llegara fin de mes. . .

–Y cuando llegara fin de mes podría cobrar mis cincuenta dólares y gastármelos en. . . un burdel. . . –Se detuvo otra vez.

Lennie le miró ansiosamente. –Continúa, George, continúa. ¿No me vas a reñir más?

–No –afirmó George.

–Bueno, yo podría irme. Podría irme ahora mismo a las montañas y buscar una cueva, si no me quisieras tener contigo.

George se estremeció otra vez.

–No. Quiero que te quedes conmigo. Lennie dijo mañosamente:

–Háblame como antes.

–¿Qué quieres que te diga?

–Eso de los otros hombres y de nosotros.

–Los hombres como nosotros –empezó George– no tienen familia. Ganan un poco de dinero y lo gastan. No tienen en el mundo nadie a quien le importe un bledo lo que les ocurra. . . –Pero nosotros no –gritó Lennie con felicidad–. Habla de nosotros, ahora.

George permaneció callado un momento. –Pero nosotros no –repitió.

–Porque. . .

–Porque yo te tengo a ti y. . .

–Y yo te tengo a ti. Nos tenemos el uno al otro, por eso, y hay alguien a quien le importa un bledo lo que nos pase –exclamó Lennie triunfalmente. La escasa brisa del atardecer sopló sobre el claro y las hojas susurraron y las pequeñas olas surcaron la verde laguna. Y los gritos de los hombres resonaron nuevamente, esta vez mucho más cerca que antes.

George se quitó el sombrero. Dijo, con voz quebrada:

–Quítate el sombrero, Lennie. Este aire es muy agradable.

Lennie se quitó obedientemente el sombrero y lo dejó en la tierra, frente a sí. Más azul estaba ahora la sombra en el valle, y la noche se acercaba velozmente. Llevado por el viento llegó a ellos el sonido de pisadas en los matorrales.

–Explícame cómo vamos a vivir –suplicó Lennie.

George había estado escuchando los distantes sonidos. Al momento siguió hablando apresuradamente.

–Mira al otro lado del río Lennie, y yo te lo explicaré de manera que casi puedas ver lo que te cuento.

Lennie volvió la cabeza y miró a través de la laguna y hacia las laderas de las montañas Gabilán, oscurecidas ya.

–Vamos a comprar un trozo de tierra –dijo George. Metió la mano en un bolsillo lateral y sacó la Luger de Carlson; quitó de un golpe el seguro, y luego mano y arma descansaron sobre la tierra detrás de la espalda de Lennie. Miró la nuca de Lennie, en el sitio donde se juntaban la columna vertebral y el cráneo.

Una voz de hombre llamó desde lejos, río arriba, y otro hombre respondió.

–Sigue –rogó Lennie.

George alzó la pistola y su mano tembló, y otra vez dejó caer la mano al suelo.

–Sigue –insistió Lennie–. Dime cómo va a ser. Vamos a comprar un trozo de tierra. –Tendremos una vaca –continuó George–. Y tal vez podamos tener un cerdo y gallinas. . . y tendremos un pedazo sembrado. . . un poco de alfalfa. . .

–Para los conejos –gritó Lennie.

–Para los conejos –repitió George.

–Y yo tengo que cuidar los conejos.

–Y tú tienes que cuidar los conejos. Lennie rio de felicidad.

–Y viviremos como príncipes.

–Sí.

Lennie volvió la cabeza.

–No, Lennie. Mira allá a lo lejos, al otro lado del río, para que puedas ver casi el terreno. Lennie lo obedeció. George bajó la mirada hacia la pistola.

En ese momento se oyeron pisadas que aplastaban ramas en el matorral. George se volvió y miró en esa dirección.

–Vamos, George. ¿Cuándo lo vamos a comprar?

–Pronto.

–Yo y tú.

–Tú. . . y yo. Todos van a ser buenos contigo. No van a haber más líos. Nadie va a hacer daño a los demás ni a robarles.

–Creí que te habías enfadado conmigo, George.

–No. No, Lennie. No estoy enfadado. Nunca me enfadé, y menos ahora. Quiero que sepas eso. Se acercaron las voces. George alzó la pistola

y escuchó las voces.

–Vamos ahora –pidió Lennie–. Vayamos ahora a ese lugar.

–Claro, ahora mismo. Lo tengo que hacer. Lo tenemos que hacer.

Y George elevó la pistola y la afirmó, y puso la boca del cañón cerca de la nuca de Lennie. La mano tembló violentamente, pero se endureció la cara y la mano se calmó. Apretó el gatillo. El estampido del disparo rodó laderas arriba y regresó laderas abajo. Lennie se estremeció, y luego fue cayendo lentamente hacia adelante hasta la arena, y yació sin estremecerse.

George tuvo un temblor y miró el arma, y luego la arrojó lejos de sí, cerca de la orilla, junto al montón de cenizas viejas.

El matorral pareció llenarse de gritos y del sonido de pies en carrera. La voz de Slim llamó:

–George. ¿Dónde está, George?

Pero George se sentó endurecido en la orilla del agua y miró su mano derecha, la mano que había arrojado el arma a lo lejos. El grupo irrumpió en el claro, y Curley estaba al frente. Vio a Lennie tendido en la arena.

–Lo has matado, por Dios. –Se acercó y miró a Lennie allí tendido, y luego volvió la vista hacia George

–. Bien en la nuca –dijo suavemente. Slim se acercó directamente a George y se sentó a su lado, se sentó muy cerca.

–No importa, no te aflijas –le consoló Slim–. A veces el hombre tiene que hacer cosas como ésta.

Pero Carlson estaba de pie junto a George.

–¿Cómo lo hiciste? –preguntó.

–Lo hice, nada más –repuso George fatigosamente.

–¿Tenía él mi pistola?

–Sí. La tenía él.

–¿Y tú se la quitaste y lo mataste con ella?

–Sí. Así fue. –Era casi un murmullo la voz de George. Miraba aún, fijamente, su mano derecha, la mano que había empuñado la pistola. Slim dio un tirón del codo a George.

–Vamos, George. Tú y yo vamos a echar un trago.

George dejó que lo ayudara a ponerse de pie.

–Sí, un trago.

–Tenías que hacerlo, George –dijo Slim–. Juro que tenías que hacerlo. Ven conmigo.

–Condujo a George hasta la entrada del sendero y por él hacia la carretera.

Curley y Carlson los siguieron con la vista. Y Carlson comentó:

–Ahora, ¿qué diablos les pasa a esos dos?

DE RATONES Y HOMBRES

Unas millas al sur de Soledad, el río Salinas se ahonda junto al margen de la ladera y fluye profundo y verde.Es tibia el agua,porque se ha deslizado chispeante sobre la arena amarilla y al calor del sol antes de llegar a la angosta laguna. A un lado del río, la dorada falda de la ladera se curva hacia arriba trepando hasta las montañas Gabilán,fuertes y rocosas,pero del lado del valle los árboles bordean la orilla: sauces frescos y verdes cada primavera, que en las junturas más bajas de sus hojas muestran las consecuencias de la crecida invernal;y sicomoros de troncos veteados, blancos, recostados, y ramas que se arquean sobre el estanque. En la arenosa orilla, bajo los árboles, yacen espesas las hojas, y tan quebradizas que las lagartijas hacen un ruido semejante al de un gran chisporroteo si corren entre ellas. Los conejos salen del matorral para sentarse en la arena al atardecer, y los terrenos bajos, siempre húmedos, están cubiertos por las huellas nocturnas de los coatíes, y por los manchones donde se han revolcado los perros de los ranchos,y por las marcas en forma de cuña partida dejadas por los ciervos que llegan para abrevar en la oscuridad.

Hay un sendero a través de los sauces y entre los sicomoros; un sendero de tierra endurecida por el paso de los niños que vienen de los ranchos a nadar en la profunda laguna, y por el de los vagabundos que, por la noche, llegan cansados desde la carretera para acampar cerca del agua. Frente al bajo tronco horizontal de un sicomoro gigante se alza un montón de cenizas, resto de muchos fuegos; el tronco está pulido por los hombres que se han sentado en él.

El atardecer de un día cálido puso en movimiento una leve brisa entre las hojas. La sombra trepó por las colinas hacia la cumbre. Sobre la orilla de arena,los conejos estaban sentados,quietos como grises piedras esculpidas.Y de pronto, desde la carretera estatal llegó el sonido de pasos sobre frágiles hojas de sicomoro.Los conejos corrieron a ocultarse sin ruido. Una zancuda garza se remontó trabajosamente en el aire y aleteó aguas abajo. Por un momento el lugar permaneció inanimado, y luego dos hombres emergieron del sendero y entraron en el espacio abierto situado junto a la laguna.