EL Atlas de larevolución digital

Del sueño libertario al capitalismo de vigilancia

6 Presentación

Pablo Stancanelli

10 Una historia de control

Federico Kukso

14 Los dueños de Internet

Natalia Zuazo

18 El regreso de los Estados-nación

Lucas Malaspina

22 La regulación del ciberespacio

Bernadette Califano

26 Las autopistas de la información

28 El desafío satelital

Bruno Massare

32 Bienvenidos a la guerra perpetua

Heber Ostroviesky

36 Redes sociales y revueltas populares

David Perejil

38 Mitos y verdades del cibercrimen

Martín Ariel Gendler

SuMArio

Director José Natanson

Editor Pablo Stancanelli

Diagramación www.trineo.com.ar

Investigación estadística Pablo Stancanelli

Diseño de tapa Juan Pablo Cambariere

Infografías, mapas y gráficos www.trineo.com.ar

Corrección Alfredo Cortés

Producción y comercialización Esteban Zabaljauregui

ISBN: 978-987-614-608-1

Hecho el depósito que ordena la Ley 11.723.

Libro de edición argentina.

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esta obra por cualquier medio o procedimiento

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El Atlas de la revolución digital

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Capital Intelectual edita el periódico mensual

Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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1. Geopolítica

EL GRAN JUEGO DEL SIGLO XXI

44 El esbozo de un nuevo mundo

Daniel Blinder

48 La coartada de la precarización

Martín Unzué

52 La división internacional del smartphone

54 Airbnb, motor de la gentrificación

Laura Villadiego y Nazaret Castro

58 La carrera cuántica

Bruno Massare

60 Criptomonedas, en las garras de la especulación

Andrés Rabosto

64 La evolución del automóvil

César Ramos Esteban

68 La basura del siglo XXI

Sergio Federovisky

72 La disrupción digital

Enric Puig Punyet

76 ¿Y los derechos humanos?

Oscar Howell-Fernández

CIUDADANOS EN OFERTA

80 La era del big data

Walter Sosa Escudero

84 ¡Sonría!, Lo estamos filmando

86 ¿#Polarizar o #NoPolarizar?

Natalia Aruguete

90 Real acoso virtual

Verónica Engler

92 El supermercado del amor en lÍNEA

Nazaret Castro

98 Por una esfera digital pública

Mariano Zukerfeld

102 Usos y consumos de Internet

104 La sociedad de la (des)información

Silvio Waisbord

108 La guerra del streaming

Esteban Magnani

112 El ebook y el futuro del libro

Víctor Malumián

116 Adolescentes y pantallas

Roxana Morduchowicz

118 Santa Teresa contra Twitter

Santiago Gerchunoff

122 Relatos de un mundo distópico

Esteban Ierardo

2. Economía

3. Sociedad

4. Cultura

CAPITALISMOAUMENTADO

en busca delbien comúN

Sin lugar a dudas, el año 2020 será recordado a lo largo de los siglos por la pandemia del COVID-19 que azotó al planeta. No obstante, superada la emergencia sanitaria, prevalecerán en las urgencias del presente y en la traumática reconfiguración del mundo por venir las fractu-ras que la crisis profundizó, las fuerzas y luchas que desató. Desde esa perspectiva, la gravedad de la hora se percibe como un parteaguas: el momento en que la humanidad se asomó definitivamente a su futuro, a ese anhelo esbozado hace más de cincuenta años por la revolución tecnológica informática y comunicacional que derivó en la creación de Internet, big bang de la era digital. Un sueño poshumano que, como en una suerte de cocción lenta, placentera hasta el estallido del primer hervor, corre el riesgo de virar vertiginosamente de utopía a pesadilla.

Hace ya más de dos décadas que la Red de redes devi-no en un acontecimiento masivo. Tras la creación en 1990 de la World Wide Web por Tim Berners-Lee, que la hizo accesible al gran público, Internet tardó tan sólo una dé-cada en alcanzar los 300 millones de usuarios. Para abril de 2020, había 4.570 millones de internautas activos, casi el 60% de la población mundial. En ese lapso, el mundo virtual se fue fusionando y confundiendo con el mundo real, remodelando sostenidamente las relaciones geopo-líticas, económicas, sociales y culturales. Mutaron las mentalidades y las costumbres. Todo se volvió ágil, éte-reo, instantáneo... Puro presente y diversión en la punta de los dedos. Las nuevas generaciones, nativos digitales, no logran concebir la vida sin teléfonos móviles, aplica-ciones, redes sociales y conexión perpetua (esa extraña libertad de estar constantemente al alcance).

Pero tener al mundo en el bolsillo tiene su costo. Mu-chas voces autorizadas lo vienen advirtiendo de manera persistente, cada vez con mayor urgencia: en algún pun-to del camino, la Red desvió el rumbo. Sin embargo, fue recién con el aislamiento impuesto por la pandemia que se hizo carne de forma masiva. Ya no es posible ignorar el grado de intromisión de las tecnologías digitales en la vida de los ciudadanos; el analfabetismo de la inmensa mayoría de los usuarios respecto de los códigos, progra-mas y aplicaciones que rigen sus vidas; la forma en que la enciclopedia universal diversa y “gratuita” que iba a per-

mitirnos aprehender el mundo entero y convertirlo en un lugar mejor, nos hizo adictos a su “juego”, como lo deno-mina el intelectual italiano Alessandro Baricco (2), para terminar sabiendo todo de nosotros, explotarnos y “mo-netizarnos”, es decir, generar plusvalía con el control de nuestros datos. Producimos hasta en nuestros momentos de ocio, y pronto, tal vez, en nuestros sueños... El primer hervor, o lo que la socióloga estadounidense Shoshana Zuboff denominó “capitalismo de vigilancia” (3).

Sin privacidad no hay libertad

Cuando la mayoría de la población mundial se encon-traba en confinamiento forzoso con Internet como úni-co medio de contacto con el exterior, ¿quién no temió, aunque sea por un instante, que las libertades se vieran súbitamente cercenadas, y que esa misma herramienta que nos permitía seguir funcionando y relacionando se convirtiera en una gigantesca maquinaria de sujeción? 1984 nunca estuvo tan cerca. “Están construyendo la ar-quitectura de la opresión”, afirma el informante Edward Snowden (4). El ex agente de inteligencia estadouni-dense, exiliado en Rusia tras denunciar los programas de vigilancia masiva usados por la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) de Estados Unidos, sostiene que no hay libertad posible sin privacidad (5), y que los dispositivos de excepción implementados por el coronavirus, como los rastreos de contactos y de geolocalización obligato-rios, se mantendrán tras la crisis. De hecho, el smartpho-ne está en vías de convertirse en un nuevo documento de identidad. Mientras China, el espejo en el que se mira el capitalismo más desbocado, está implementando un vasto sistema de control ciudadano por puntos en base a tecnologías securitarias de inteligencia artificial.

Avanzamos a contramano. Como señaló Julian Assan-ge, el fundador de WikiLeaks perseguido, Internet debía proveer “privacidad a los débiles y transparencia a los poderosos” (6). Sucede todo lo contrario. Donde las de-mocracias y los derechos humanos estaban sometidos a duras pruebas por la avanzada del capitalismo financie-ro neoliberal, la Red multiplica las tensiones. Porque en su extraordinaria capacidad de adaptación, reinvención y fuga hacia adelante, el capital se hizo cool, sustentable y digital, y tras la pantalla lúdica de los dispositivos está transformando una Internet pensada para el desarrollo, la cooperación, la libertad y la democratización del cono-cimiento y las comunicaciones, en un cártel corporativo

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El Atlas de la Revolución Digital

Internet no es nada más que la destilación de la ética capitalista norteamericana en estado químicamente puro…

David Foster Wallace, marzo de 2000 (1)

dedicado al fetichismo tecnológico, el consumo, la pro-paganda, la precarización y el control social. ¿Será casual que los sitios y programas de software libre no compartan la obsesión estética del software privativo? Lo que segu-ramente no es casualidad es que las acciones de las gran-des empresas líderes tecnológicas se hayan disparado durante la pandemia, justo cuando éstas estaban empe-zando a verse acorraladas por los pedidos de regulación de sus prácticas monopólicas e invasivas.

Las batallas por el control de los datos, las tecnologías, y las infraestructuras de Internet –mucho más terrenales, pesadas y contaminantes de lo que se presume– disparan nuevos conflictos soberanos y reviven los nacionalismos. Fuente de espionajes, guerras cibernéticas e injerencias, están en el centro de las disputas entre Estados Unidos y China. La confusión generalizada derivada de la vira-lización de noticias falsas y de la manipulación del voto en base a campañas micro-focalizadas en las redes so-ciales (con bases de datos obtenidas ilegalmente) están pervirtiendo asimismo la representación democrática y polarizando los debates, radicalizando peligrosamente el juego político. Es necesario por lo tanto fortalecer la in-tervención multilateral y la participación de la sociedad civil para prevenir los abusos, frenar el avance corporati-vo sobre la Red y preservar su condición de bien público.

Regresar al origen

Vueltas del destino, es en California, cuna de la revolu-ción, que se produce la mayor reacción a las derivas de las tecnologías digitales. El de enero de 2020 entró en vigencia allí la California Consumer Privacy Act, una ley que protege los datos de los ciudadanos, y que en muchos casos supera las protecciones del Reglamento General de Protección de Datos de la Unión Europea. En mayo de

2019, la ciudad de San Francisco prohibió el uso de cá-maras de reconocimiento facial por parte de las fuerzas de seguridad. Sus detractores señalan que la intromisión estatal en la vida cotidiana de los ciudadanos convierte a todos en sospechosos y es incompatible con una demo-cracia sana (7). En Berkeley, Aza Raskin, cofundador del Center for Humane Technology, organización que busca realinear a la Red con los intereses de la humanidad, ad-vierte sobre su poder de influencia: “La tecnología está desestabilizando las sociedades”. Conocido como “lo más parecido a una conciencia que tiene Silicon Valley” –la meca digital global, donde los hijos de los millonarios tecnológicos se crían sin pantallas–, Raskin denuncia que más que aplicaciones se está programando a las personas: “Por una parte, la industria tiene a cientos de ingenieros detrás de cada pantalla con supercalculadoras que bus-can hacer[la] lo más adictiva posible. Por otra, te culpan si la usás demasiado” (8).

“El objetivo es la dominación del mundo”, afirma desde Boston Tim Berners-Lee. El padre de la Web viene traba-jando hace años en un proyecto por descentralizar la Red, recuperar el control de los datos y mantener a Internet libre y abierta. “Lo tenemos que hacer ahora”, alerta (9). Ojalá no sea demasiado tarde. Por su capacidad de predic-ción y atracción, los grandes relatos distópicos de ciencia ficción parecen conducir a la humanidad al destino que denuncian. El presagio es terrorífico. Entonces, es tarea de los internautas navegar la Red como ciudadanos libres y reivindicar sus derechos fundamentales, así como nue-vos derechos digitales, para recuperar el sueño utópico y libertario que señalaban los pioneros de Internet.

1. Véase Eduardo Lugo, Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatu-ra norteamericana, Sexto Piso, México-Madrid, 2018.

2. Alessandro Baricco, The Game, Anagrama, Barcelona, 2018.

3. Shoshana Zuboff, “La era del capitalismo de vigilancia”, Le Monde diploma-tique, edición Cono Sur, Buenos Aires, enero de 2019.

4. Entrevista a Edward Snowden, “Shelter in place”, Vice.com, 27-4-2020.

5. Edward Snowden, Vigilancia permanente, Planeta, Buenos Aires, 2019.

6. Julian Assange, Criptopunks, Marea, Buenos Aires, 2013.

7. The New York Times, 14-5-2019.

8. Chappatte, “L’autre côté de Silicon Valley”, Le Temps, Lausana, 2018.

9. “Exclusive: Tim Berners-Lee tells us his radical new plan to upend the World Wide Web”, FastCompany.com, 29-9-2018.

Pablo Stancanelli

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presentacIÓN

Donde las democracias

estaban sometidas a duras pruebas por la avanzada

del capitalismo financiero,

la Red multiplica las tensiones.

Como antes los territorios, los recursos naturales y las rutas comerciales, las luchas geopolíticas del nuevo siglo se libran por la infraestructura, la tecnología, los datos y los negocios del mundo virtual. Una disputa que renueva las polémicas en torno al poder, la soberanía, la democracia, la libertad y la cooperación internacional. Debates urgentes en la medida en que un puñado de gigantescas corporaciones coloniza Internet y crea las condiciones –aceleradas por la pandemia del COVID-19– para convertir a la Red en una herramienta securitaria de espionaje y control social, desvirtuando su sentido originario de progreso colaborativo.

El Atlas de la Revolución Digital

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Las batallas por Internet

En 2019, Internet celebró su jubileo de oro. Pero el balance de esta herramienta alimentada por sus miles de millones de usuarios que a diario revoluciona el mundo es claroscuro. Regida por intereses comerciales, la Red va camino a convertirse en una máquina totalitarista de vigilancia. Una fuerte resistencia se opone a esta deriva, que parece por momentos imparable.

Una historia de control

Por dentro y por fuera. A tal punto se naturalizó que nos referimos a ella como hacemos respecto a la electricidad, al gas, al agua, servicios de los que no podemos prescindir. El mundo ha cambiado en formas que ningún escritor de ciencia ficción podría haber imaginado. “Soy una de sus víctimas, atrapada en la onda expansiva inicial. Ya nada es lo mismo, ni leer, ni la amistad, ni pensar, ni el amor confiesa el filósofo Justin E. H. Smith–. En mis síntomas, sin embargo, me parezco más a la víctima de una guerra de opio que a una guerra nuclear: me siento en mi guarida oscura y presiono el botón ‘actualizar’ todo el día y toda la noche. Cuando salgo, tomo una dosis portátil en mi bolsillo, en forma de pantalla de bolsillo. El mundo de la interacción cara a cara se está oxidando, deslizándose hacia el pasado con los libros y los relojes.”

Campo minado

En su expansión, la red que conectó al mundo terminó por atraparnos física y emocionalmente. Más que una utopía, un paraíso digital como inicialmente fue vendida por los tecnogurús y demás evangelizadores que promueven una visión que define el progreso como esencialmente tecno-lógico, Internet en los últimos años mostró su rostro más oscuro: dejó entrever que puede ser también un espacio salvaje, anárquico, prácticamente ingobernable que alienta la desinformación, la soledad, la muerte de la privacidad, la diseminación del odio, las fake news y el ciberacoso. Plagada de amenazas de virus y robo de información, la Red también es un campo minado por el ciberterrorismo y el cibercri-men, los ejércitos de trolls, la manipulación de elecciones presidenciales y lo que se conoce hoy como el “capitalismo de vigilancia”.

“Nuestras experiencias cotidianas, resumidas en datos, se han convertido en un activo empresarial privado utili-zado para predecir y moldear nuestro comportamiento, ya sea que estemos comprando o socializando, trabajando o

El 29 de octubre de 1969 a las 22.30 horas se produjo una explosión en California, Estados Unidos. No hubo ni muertos ni heridos. Fue, más bien, una explosión silenciosa pero tan potente que hasta el día de hoy sentimos la onda de choque. En un instante que ahora suena a prehistoria, un joven programador llamado Charles Kline hizo algo que nadie había hecho hasta entonces: envió un mensaje de texto desde una computadora ubicada en el campus de la Univer-sidad de California, en Los Ángeles, a otra en el Instituto de Investigación de Stanford, a 644 kilómetros de distancia. Primero escribió “L”. Luego introdujo una “O”. Y, cuando iba a ingresar la “G” de “login” (iniciar sesión), repentinamente el sistema se colgó. El primer mensaje intercambiado a la distancia entre dos computadoras estuvo marcado por el error. “Por entonces, no teníamos idea de la explosión de la tecnología de la información que vendría luego”, cuenta uno de los pioneros en este campo, Leonard Kleinrock, en el documental de Werner Herzog Lo and Behold.

Medio siglo después, aquel diálogo trunco que dio origen a un proyecto académico conocido como ARPANET evolu-cionó en la red de comunicaciones más grande en la historia humana: Internet, una megamáquina que invisiblemente conecta todo y a (casi) todos.

En sus 50 años, la Red provocó un terremoto a nivel global, una gran aceleración. Se convirtió en un cerebro consciente global y transformó en el camino a la sociedad.

La búsqueda de beneficios económicos –y no la socialización del conocimiento– se ha convertido en la razón de ser de Internet.

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El gran juego del siglo XXI

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votando”, indica el escritor Nicholas Carr. Para empresas como Facebook y Google, la vida humana es la materia prima.

La historia de Internet es en gran medida una historia de control. La guerra actual es por la atención de los usua-rios. “Ya no somos una de las fuerzas que guían la mano invisible del mercado –advierte la académica Shoshana Zuboff en The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power (Public Affairs, Nueva York, 2019)–. Somos objetos de vigilancia y manipulación.”

El espíritu igualitario que reinó en un principio en este nuevo continente pronto fue asfixiado por el surgimiento de poderosos intereses comerciales. “A pesar de todo lo bueno que hemos conseguido –afirmó en 2018 Tim Berners-Lee, el fundador de la World Wide Web–, la Red se ha convertido en un motor de desigualdad y división bajo la influencia de poderosas fuerzas que la utilizan para sus propios fines oscuros.”

La falta de regulación permitió la instalación de grandes monopolios, un “feudalismo tecnológico” como lo llama el bielorruso Evgeny Morozov: Facebook, Google, Amazon, Apple, Microsoft, Netflix, Baidu, Yandex son para este investigador grandes gobiernos sin control por parte de la ciudadanía que se han adueñado de un espacio que se pensaba colectivo. La búsqueda de beneficios económicos –y no la socialización del conocimiento– se ha convertido en la razón de ser de Internet.

La Red continúa creciendo a ritmo acelerado. Se está volviendo omnipresente, a tal punto que el derecho a la privacidad peligra día a día, como reveló el empleado de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y la Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos Edward Snowden al hacer públicos en 2013 documentos secretos que revelaron el alcance de los programas de vigilancia global administrados por las agencias de espionaje estadounidenses y británicas. “Argumentar que no te importa el derecho a la privacidad porque no tienes nada que ocultar no es diferente a decir que no te importa la libertad de expresión porque no tienes nada que decir”, señala este consultor tecnológico de 36 años exiliado en las afueras de Moscú y que recientemente publicó su biografía, Vigilancia Permanente (Planeta, Buenos Aires, 2019), donde expone su preocupación: cómo los gobiernos, ayudados por las grandes compañías de Internet, están avanzando hacia la creación de un registro permanente de todas las personas en la Tierra, registrando la totalidad de sus vidas diarias.

Snowden indica que es necesario un movimiento de protesta mundial, similar a los del cambio climático encabe-zados por la joven Greta Thunberg: que promueva reformas legislativas, mejoras en la seguridad de correos electrónicos, el chat y otras comunicaciones. “El sector gubernamental y corporativo se aprovechó de nuestra ignorancia. Pero ahora la gente está al tanto de los intentos de las naciones para espiar a las poblaciones a gran escala. La gente aún no tiene poder para detenerlo, pero lo estamos intentando –dice–. Si no acabamos con este mal uso del poder que hacen los gobiernos, perderemos nuestra democracia.”

El avance de este distópico medio de control totalitarista se topa en su camino con una gran resistencia: iniciativas que

tienen como objetivo establecer la seguridad y la privacidad como componentes indispensables de nuestra experiencia en la Red, evitando que los datos sobre nuestra vida personal se conviertan en productos intercambiables para influir en la toma de decisiones.

Impulsado por Tim Berners-Lee, el llamado “Contrato para la Web”, por ejemplo, es el primer plan de acción global creado por actores de más de 80 organizaciones, repre-sentantes de gobiernos, empresas y la sociedad civil para establecer compromisos que guíen las agendas de políticas digitales. En julio de 2019, publicó su primer borrador. “El lanzamiento del Contrato para la Web es un hito crucial –se lee en él–. Pero es solo el primer paso hacia nuestro objetivo final: un mundo en el que todas las personas en todo el mundo puedan usar la Web para aprender, comu-nicarse y colaborar, sin temor al abuso, las violaciones de la privacidad y la desinformación”.

Dispositivo de poder

Una de las tecnologías en las que más se aprecia esta bata-lla es la del reconocimiento facial. Pese a las críticas y la evidencia que muestra que son ineficaces, estos sistemas se están generalizando en el mundo.

En las masivas protestas en Hong Kong, nacidas contra un proyecto de ley que permitía extradiciones a China, los manifestantes no solo se cubren los rostros con máscaras para evitar ser identificados. También apuntan láseres de alta potencia directamente hacia las cámaras de vigilan-cia, una estrategia destinada a confundir los sistemas de reconocimiento facial.

Con millones de cámaras distribuidas a lo largo de su vasto territorio, China está en plena metamorfosis hacia un Estado de vigilancia extrema y sin precedentes. El gobierno de Xi Jinping impulsa la adopción del recono-cimiento facial y la inteligencia artificial para identificar y rastrear a 1.400 millones de personas. La ciudad de Chongqing, por ejemplo, es la más vigilada del mundo. Cuenta con 2,6 millones de cámaras que siguen a sus 15.350.000 habitantes. Es decir, hay una cámara cada seis personas. La siguen Beijing, Shanghai, Shenzen, Tianjin, Ji’nan, Londres y Atlanta.

En China, los bancos, los aeropuertos, los hoteles e incluso los baños públicos verifican la identidad de las personas analizando sus rostros. Allí, Big Brother tiene nombre: “Xue Liang” (Ojos agudos) es el programa que analiza millones de imágenes para rastrear personas, detectar comportamientos sospechosos e incluso predecir delitos. “Las tecnologías de vigilancia le están dando al gobierno la sensación de que finalmente puede lograr el nivel de control sobre la vida de las personas al que aspira”, advierte el académico alemán Adrian Zenz.

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El gran juego del siglo XXI

Los grupos defensores de los derechos humanos aseguran que el sistema también podría usarse para rastrear objetivos políticos en medio de una ofensiva contra los disidentes y otros críticos del gobierno. Durante el gobierno del presi-dente Xi Jinping, la censura en Internet ha empeorado, la libertad de expresión se ha reducido y las protestas han sido dispersadas rápidamente.

El monstruo invisible

La Nube reemplazó a la autopista como metáfora central. “Un sistema global de gran poder y energía que, sin embargo, conserva el aura de algo numinoso, algo casi imposible de comprender –escribe el artista y escritor londinense James Bridle en New Dark Age: Technology and the End of the Future (Verso, Londres, 2018)–. Es algo que experimentamos todo el tiempo sin comprender realmente qué es o cómo funciona.”

Ahí anida la verdadera oscuridad de Internet. Ni la Nube ni la Red son ingrávidas, etéreas, invisibles. No se trata de un lugar lejano. Consiste en una infraestructura física hecha de y por personas que toman (o no) decisiones, cables que cruzan el fondo del mar y se esconden en pisos y detrás de paredes. Internet está hecha de un esqueleto de líneas telefó-

nicas, fibra óptica, granjas de computadoras, que consumen energía y escapan a las jurisdicciones nacionales.

Internet es particularmente un dispositivo de poder. Poder sobre las mentes de los usuarios, sobre sus cuerpos y sobre objetos que oculta sus huellas, volviéndose menos susceptible de crítica y de regulación.

Los responsables políticos de todo el mundo, en especial en Europa y Estados Unidos, recién ahora están advir-tiendo los desafíos que plantean los señores feudales de Internet. Las acusaciones de la intromisión rusa durante las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016 y la manipulación de Facebook –como se destapó en el caso Cambridge Analytica– han encendido la discusión sobre la influencia y el poder ejercidos por las redes sociales y otras compañías de Internet.

En estas condiciones de inestabilidad y de conflicto permanente, se celebró el Jubileo de oro de la Red: la primera criatura engendrada en conjunto por la huma-nidad que se alimenta a diario de las imágenes y textos provistos por sus usuarios. Y que, guiada por el caos y la complejidad, amenaza con despertarse un día y terminar devorándonos a todos.

El Atlas de la Revolución Digital

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Nueva colonización del mundo

En remera y con un ejército de relacionistas públicos que difunden sus acciones filantrópicas, un club de cinco empresas tecnológicas domina el mundo como antes lo hicieron las grandes potencias. Sin palacios, murallas ni sangre, este neocolonialismo tech llegó a la cima. ¿Cuánto podrá mantener su dominio?

Los dueños de Internet

Sin embargo, en los últimos años, el negocio de la tecno-logía ubicó a esos cinco gigantes en un podio. Y todos nosotros –que les confiamos nuestro tiempo, costumbres y datos a estas empresas– contribuimos. Hoy ostentan un poder tan grande y concentrado que ponen en juego no solo el equilibrio del mercado, sino también las libertades y los derechos de las personas en cada rincón del mundo.

Un dominio más eficiente

La leyenda cuenta que el Club de los Cinco alguna vez fue un grupito de nerds conectando cables y escribiendo líneas de código en un garaje. En 1975, Bill Gates y Paul Allen, trabajando día y noche durante ocho semanas en el programa para la computadora personal Altair, que daría inicio a Microsoft y haría que Gates dejara la Universidad de Harvard a los 19 años para dedicarse a su nueva empresa en Seattle. En 1998, Larry Page y Sergei Brin, desertando de su posgrado en Computación en Stanford para fundar Google en una cochera alquilada de Menlo Park, California, luego de publicar un artículo donde sentaban las bases de “Page Rank”, el algoritmo que hoy ordena cada resultado de la web. En 2004, Mark Zuckerberg en su habitación de Harvard creando Facemash, el prototipo de Facebook, para conectar a los estudiantes de la Universidad.

Todos ellos hoy integran una súper clase de multimi-llonarios que desde la torre de sus corporaciones miran al resto del mundo (incluso al poder de los gobernantes, jueces y fiscales) con la calma de los invencibles. Desde sus aviones privados o sus oficinas con juegos, mascotas y pantallas donde exhiben su filantropía para con los pobres, saben que con un minuto de sus acciones en la Bolsa pueden pagar el bufete de abogados más caro de Nueva York o al financista que les resuelva en instantes un giro millonario a un paraíso fiscal.

Lo curioso de esta historia es que el Club de los Cinco llegó a la cima sin violencia. No necesitó utilizar la fuerza, como otras superclases de la Historia. Su dominio, en

En este mismo momento, una de cada dos personas en el mundo están conectadas a los servicios de alguna de estas cinco empresas: Google, Microsoft, Facebook, Apple y Amazon. A través de los mails que llegan a su teléfono, de la notificación a la foto que subió hace un rato, de los archivos que guardó en un servidor lejano, de los datos que está procesando con un software creado por ellas o por el paquete que espera desde el otro lado del mundo. La vida de medio planeta está en manos del Club de los Cinco, un manojo de corporaciones que concentra tanto poder que gran parte de la economía, la sociedad y las decisiones del futuro pasan por ellas.

Pero esto no siempre fue así. Hubo un tiempo en que el Club de los Cinco tenía competencia. En 2007, la mitad del tráfico de Internet se distribuía entre cientos de miles de sitios dispersos por el mundo. Siete años después, en 2014, esa misma cifra ya se había concentrado en 35 empresas. Sin embargo, el podio todavía estaba repartido, tal como venía sucediendo desde el gran despegue del cambio tecnológico en la década de los 70. Microsoft repartía su poder con IBM, Cisco o Hewlett-Packard. Google convi-vió con Yahoo!, con el buscador Altavista y con AOL. Previo a Facebook, MySpace tuvo su reinado. Antes de que Amazon tuviera una de las acciones más valiosas de la Bolsa, eBay se quedaba con una buena parte de los ingresos del comercio electrónico. El Club de los Cinco ni siquiera estaba a salvo de que alguna startup, con un desarrollo innovador, le quitara su reinado.

Ostentan un poder tan grande y concentrado que ponen en juego las libertades y los derechos de las personas en cada rincón del mundo.

750.000 millones de dólares

Es el incremento conjunto de la cotización bursátil de las cinco mayores empresas tecnológicas entre fines de marzo y fines de abril, “gracias” a la pandemia del coronavirus.

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El gran juego del siglo XXI

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cambio, creció controlando piezas tan pequeñas como datos y códigos. Luego, consolidó su feudo en los telé-fonos móviles, Internet, las “nubes” de servidores, el comercio electrónico y los algoritmos, y los llevó a otros territorios.

Hoy las grandes plataformas tecnológicas son, a su vez, los monopolios que dominan el mundo. Unos pocos juga-dores controlan gran parte de la actividad en cada sector. Google lidera las búsquedas, la publicidad y el aprendizaje automatizado. Facebook controla gran parte del mercado de las noticias y la información. Amazon, el comercio en gran parte de Occidente, y está avanzando en producir y distribuir también sus propios productos. Uber no sólo quiere intermediar y ganar dinero con cada viaje posible, sino que también busca convertirse en la empresa que transporte los bienes del futuro, incluso sin necesidad de conductores, a través de vehículos autónomos. De la tecnología al resto de nuestras vidas, estas empresas están comenzando a conquistar otras grandes industrias, como el transporte, el entretenimiento, las ventas minoristas a gran escala, la salud y las finanzas.

En remera y con un ejército de relacionistas públicos difundiendo sus comunicados de prensa donde se declaran en favor del desarrollo de los más necesitados, los Cinco Grandes dominan el mundo como antes lo hicieron las grandes potencias con África y Asia. La diferencia es que en nuestra era de tecno-imperialismo su superclase nos domina de una forma más eficiente. En vez de construir palacios y grandes murallas, se instala en oficinas abiertas llenas de luz en Silicon Valley. En vez de desplegar un ejér-cito, suma poder con cada “me gusta”. En vez de trasladar