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Créditos

Título original: Il cavaliere inesistente

Edición en formato digital: octubre de 2012

© 2002 by The Estate of Italo Calvino

All rights reserved

© De la traducción, herederos de Esther Benítez

© De la traducción de la nota preliminar, César Palma

© Ediciones Siruela, S. A., 1989, 1998, 2012

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

28010 Madrid

Diseño de cubierta: Siruela

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-15723-09-7

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

www.siruela.com

El caballero inexistente

Índice

Nota preliminar

Italo Calvino

El caballero inexistente

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

Notas

Créditos

Notas

1 Escrito en octubre de 1959, este ensayo se publicó en Il menabò di letteratura en febrero de 1960. Más tarde (1980) sería incluido en Una pietra sopra.

2 Alusión al libro Il dio che è fallito. Sei testimonianze sul comunismo, al cuidado de R. H. S. Crossman, Edizioni di Comunità, Milán 1950, donde seis escritores (A. Gide, L. Fischer, A. Koestler, I. Silone, S. Spender y R. Wright) que en los años treinta y cuarenta militaron y simpatizaron con los partidos comunistas cuentan su caso político y explican los motivos de su abjuración.

XII

Libro, ahora has llegado al final. Últimamente me he puesto a escribir a toda prisa. De una línea a otra saltaba entre naciones y mares y continentes. ¿Qué es esta furia que me ha asaltado, esta impaciencia? Se diría que estoy a la espera de algo. Pero ¿qué pueden esperar las monjas, retiradas aquí precisamente para estar al margen de las siempre cambiantes ocasiones del mundo? ¿Qué espero, a no ser nuevas páginas que redactar y los acostumbrados tañidos de la campana del convento?

Se oye venir un caballo por el escarpado camino, que se para justo abajo, a la puerta del monasterio. El caballero llama. Desde mi ventanuco no consigo verlo, pero oigo su voz: –¡Eh!, buenas hermanas, eh, ¿me oís?

¿No es ésta la voz?, ¿o me equivoco? Sí, ¡es! ¡Es la voz de Rambaldo, que he hecho resonar tantas veces por estas páginas! ¿Qué quiere aquí Rambaldo?

–¡Eh!, buenas hermanas, ¿podríais decirme por favor si ha encontrado refugio en este convento una guerrera, la famosa Bradamante?

Vaya, buscando a Bradamante por todo el mundo, y Rambaldo tenía que llegar justo aquí.

Oigo la voz de la hermana guardiana que responde:

–No, soldado, aquí no hay guerreras, sino sólo pobres y piadosas mujeres que rezan para pagar por tus pecados.

Ahora soy yo la que corro a la ventana y grito:

–¡Sí, Rambaldo, estoy aquí, espérame, sabía que vendrías, ahora bajo, partiré contigo!

Y a toda prisa me arranco la toca, las vendas claustrales, la falda de sayal, saco del arcón mi túnica color topacio, la coraza, las grebas, el yelmo, las espuelas, el manto malva.

–¡Espérame, Rambaldo, estoy aquí, yo, Bradamante!

Sí, libro. La sor Teodora que narraba esta historia y la guerrera Bradamante somos la misma mujer. A veces galopo por los campos de batalla entre duelos y amores, a veces me encierro en los conventos, meditando y redactando las historias que me han ocurrido, para tratar de entenderlas. Cuando vine a encerrarme aquí estaba desesperada de amor por Agilulfo, ahora ardo por el joven y apasionado Rambaldo.

Por eso mi pluma se puso a correr en un determinado momento. Corría a su encuentro; sabía que no iba a tardar en llegar. La página tiene su bondad sólo cuando la pasas y está detrás la vida empujando y descomponiendo todas las hojas del libro. La pluma corre impulsada por el mismo placer que te hace correr los caminos. El capítulo que empiezas y aún no sabes qué historia contará es como la esquina que doblarás al salir del convento, que no sabes si te pondrá frente a un dragón, una banda berberisca, una isla encantada, un nuevo amor.

Corro, Rambaldo. Ni siquiera me despido de la abadesa. Ya me conocen y saben que tras peleas y abrazos y engaños regreso siempre a este claustro. Pero ahora será distinto... Será...

Del narrar en pasado, y del presente que se me sublevaba en los pasajes más emocionantes, ahora, oh futuro, me he subido a la silla de tu caballo. ¿Qué nuevos estandartes alzas a mi encuentro desde los gallardetes de las torres de ciudades aún no fundadas? ¿Qué humos de devastación en los castillos y los jardines que amaba? ¿Qué imprevistas edades de oro preparas, tú, indomable, tú, precursor de tesoros pagados a muy alto precio, tú, mi reino por conquistar, futuro...?

[1959]

Nota preliminar

El caballero inexistente fue publicado en noviembre de 1959 por la editorial Einaudi, de Turín. El primero de los textos que se incluyen en la presente Nota preliminar figuraba en la solapa de aquella edición, y la autoría es seguramente del propio Calvino; el segundo es una carta que dirigió Calvino al semanario Mondo Nuovo en respuesta a una reseña a la novela del crítico Walter Pedullà.

Esta novela de Calvino viene a sumarse a El vizconde demediado y El barón rampante, culminando una trilogía de emblemáticas figuras, casi un árbol genealógico de antepasados del hombre contemporáneo. En esta ocasión, Calvino se ha internado más en los siglos y su novela se desarrolla entre los paladines de Carlomagno, en esa Edad Media ajena a cualquier verosimilitud histórica y geográfica, típica de los poemas caballerescos.

Pero el sabor de las invenciones calvinianas es más moderno que nunca. ¿Cuándo, si no hoy, en el corazón de la más abstracta civilización de masas, donde la persona humana aparece tan a menudo difuminada tras la pantalla de las funciones, de las atribuciones y de los comportamientos preestablecidos, podría haberse dado vida a Agilulfo, el caballero inexistente? ¿Quién podría parecerse más a un guerrero encerrado e invisible en su armadura que los millones de hombres encerrados e invisibles en sus automóviles que desfilan ininterrumpidamente ante nuestros ojos? ¿Y el escudero Gurdulú, que está pero no sabe que está, acaso podría concebirse fuera de toda la literatura de hoy, empeñada en indagar la humanidad preconsciente, la existencia todavía indiferenciada del mundo de las cosas? Y –entre las apariciones que sirven de coro a los sucesos– ese grotesco wagneriano de los Caballeros del Grial ¿no posee también un sabor de actualidad, hoy, cuando tan de moda está el budismo zen?

Pero lo más importante es que El caballero inexistente se lee prescindiendo de todos los significados posibles, pasándolo en grande con las aventuras de Agilulfo y de Gurdulú, con la aguerrida amazona Bradamante y el joven Rambaldo, con el sombrío Turrismondo, con la maliciosa Priscila y con la plácida Sofronia. En plena sucesión de hallazgos bufonescos, de batallas y duelos y naufragios, no tardamos en descubrir el típico tono de Calvino, su activa moral y su irónica y melancólica reserva, su aspiración a una plenitud de vida, a una humanidad total.

Llevo varios meses viajando por los Estados Unidos, y sólo ahora, de vuelta en Nueva York, llega a mis manos algún recorte de periódico sobre mi última novela, El caballero inexistente, aparecida cuando ya me encontraba en Norteamérica. Así, leo con gran retraso un artículo firmado por Walter Pedullà, publicado en la edición del 31 de enero de tu periódico, con el título «La novela de un ex comunista».

Un crítico está en su derecho de interpretar como le parezca la obra que sea, pero me siento en la obligación de advertir a tus lectores que la interpretación en clave alegórico-política de El caballero inexistente es completamente arbitraria, no se corresponde en absoluto con mis intenciones ni con mis sentimientos y desnaturaliza completamente la lectura del libro.

El caballero inexistente es una historia sobre los distintos grados de existencia del hombre, sobre las relaciones entre existencia y conciencia, entre sujeto y objeto, sobre nuestra posibilidad de realizarnos y de establecer contacto con las cosas; es una transfiguración en clave lírica de interpretaciones y conceptos que se repiten continuamente hoy en la investigación filosófica, antropológica, sociológica, histórica; lo escribí a la par que mi ensayo Il mare dell'oggettivita1, publicado en Il menabò, n.° 2, que puede constituir un equivalente teórico de lo que he pretendido expresar en la novela de forma fantástica. Pero ¿qué diantres tiene que ver la alegoría de los comunistas en todo esto?

Hasta ahora no he podido ver sino algunas de las reseñas publicadas, pero leo que también otros han visto en mi personaje llamado Agilulfo nada menos que a un ¡«funcionario de partido»! Me parece que semejantes interpretaciones de un texto que no ofrece la menor base para argumentaciones así son fruto del peligroso empeño de verlo todo en clave de política contingente.

En El caballero inexistente, como en mis dos anteriores novelas fantástico-morales o lírico-filosóficas, o como se las quiera llamar, no me he propuesto ninguna alegoría política, sino tan sólo estudiar y representar las condiciones del hombre de hoy, la forma de su «alienación», las vías para la consecución de una humanidad total.

Pedullà afirma: «Los caballeros del santo Grial son una grotesca alegoría de los comunistas». Grotesca o, mejor dicho, del todo absurda es la interpretación de Pedullà. ¿Qué cabida pueden tener en ese punto, en ese contexto, los comunistas? En ese punto, en el marco de las distintas ejemplificaciones de la relación entre individuo y mundo exterior, yo precisaba ejemplificar un tipo especial de relación: la mística, de comunión con el todo; y la explico, a lo mejor con demasiada claridad incluso, y enuncio mi postura contra esa actitud, en uno de los capítulos del libro que más defiendo desde el punto de vista «ideológico». Pedullà, en cambio, ve allí a los comunistas y a Hungría. ¡Eso ya es obsesión pura y simple!

Precisamente en el capítulo de los Caballeros del Grial ponía incluso, a modo de contraste, la ejemplificación de la toma de conciencia en el plano histórico: el pueblo de los curvaldos que cobra conciencia de existir cuando lucha por su libertad, siendo ésta la única «alegoría política» del libro, aunque tampoco es alegoría, en puridad, sino palmario ejemplo de los pueblos y de las clases que por medio de la lucha se realizan en el plano del Ser.

Si escribo cuentos fantásticos, es porque me gusta dotar a mis historias de una carga de energía, de acción, de optimismo, para lo cual no encuentro inspiración en la realidad contemporánea. Por supuesto, si un crítico me define como «decadente», puedo discrepar con él, pero no protestar; es un juicio histórico-literario en el que mis intenciones cuentan poco. Pero una definición de postura política es asunto de datos de hecho; por consiguiente, me asiste el derecho de desmentirla y poner en guardia a los lectores contra las interpretaciones tendenciosas. Sobre todo me molesta que en mi caso se hable de «fe» (en el comunismo) y de «pérdida de fe» (con el consiguiente anticomunismo); una actitud a lo Dio che è fallito2 que ha estado siempre en los antípodas de todo cuanto he escrito hecho dicho pensado.

I

Bajo las rojas murallas de París estaba formado el ejército de Francia. Carlomagno iba a pasar revista a los paladines. Ya llevaban allí más de tres horas; hacía calor; era una tarde de comienzos del verano, algo cubierta, nublada; dentro de las armaduras se hervía como en ollas a fuego lento. No hay que descartar que alguno de aquella inmóvil hilera de caballeros hubiera perdido ya el sentido o se hubiera adormilado, pero la armadura les mantenía erguidos en la silla, a todos por igual. De pronto, tres toques de trompeta: las plumas de las cimeras se sobresaltaron en el aire inmóvil como ante una ráfaga de viento, y enmudeció de inmediato aquella especie de bramido marino que se había oído hasta entonces, y que era, está visto, un roncar de guerreros ensordecido por las golas metálicas de los yelmos. Y por fin, le descubrieron avanzando desde lejos, llegaba Carlomagno en un caballo que parecía mayor de lo natural, con la barba sobre el pecho, las manos en el pomo de la silla. Reina y guerrea, guerrea y reina, dale que dale, parecía algo avejentado, desde la última vez que le habían visto aquellos guerreros.

Detenía el caballo ante cada oficial y se volvía a mirarlo de arriba abajo:

–¿Y quién sois vos, paladín de Francia?

–¡Salomón de Bretaña, sire! –respondía aquél a voz en grito,

alzando la celada y descubriendo el rostro acalorado, y añadía alguna noticia práctica, del tipo–: cinco mil caballeros, tres mil quinientos infantes, mil ochocientos de servicio, cinco años de campaña.

–¡Adelante con los bretones, paladín! –decía Carlos, y tac-tac, tac-tac, se acercaba a otro jefe de escuadrón.

–¿Y-quién-sois-vos, paladín de Francia? –volvía a empezar.

–¡Oliveros de Viena, sire! –recalcaban los labios nada más levantar la rejilla del yelmo. Y así–: tres mil caballeros escogidos, siete mil de tropa, veinte máquinas de asedio. Vencedor del pagano Fierabrás, por la gracia de Dios y para gloria de Carlos, rey de los francos.

–Bien hecho, valiente... el vienés –decía Carlomagno, y, a los oficiales del séquito–: flacuchos... esos caballos, aumentadles el forraje –y seguía adelante–: ¿y-quién-sois-vos, paladín de Francia? –repetía, siempre con la misma cadencia: «Tatá-tatatá, tatatá-tatá...».

–¡Bernardo de Mompolier, sire! Vencedor de Brunamonte y Galiferno.

––¡Bella ciudad, Mompolier! ¡Ciudad de bellas mujeres! –y al séquito–: veamos si lo ascendemos de grado –cosas todas que dichas por el rey dan gusto, pero eran siempre las mismas frases, desde hacía muchos años.

–¿Y-quién-sois-vos, con ese blasón que conozco? –Conocía a todos por las armas que llevaban en el escudo, sin necesidad de que le dijeran nada, pero la costumbre era que fueran ellos los que descubrieran su nombre y su rostro. Quizá, porque si no, alguien que tuviera algo mejor que hacer que pasar revista habría podido mandar allí su armadura con otro dentro.

–Alardo de Dordoña, del duque Aymon...

–Buen chico, Alardo, ¿qué dice papá? –y así sucesivamente. «Tatá-tatatá, tatatá-tatá...»

–¡Gualfredo de Monjoie! ¡Ocho mil caballeros sin contar los muertos!

Ondeaban las cimeras.

–¡Ugier el danés! ¡Namo de Baviera! ¡Palmerín de Inglaterra!

Caía la noche. Los rostros, entre el ventalle y la barbera, ya no se distinguían nada bien. Cada palabra, cada gesto, eran ya previsibles, lo mismo que todo lo demás en aquella guerra que duraba tantos años, cada enfrentamiento, cada duelo, realizado siempre según las mismas reglas, de modo que se sabía ya hoy quién vencería mañana, quién perdería, quién sería un héroe, quién cobarde, a quién le tocaba quedar destripado y quién se libraría al ser derribado con un culetazo en el suelo. En las corazas, por la noche a la luz de las antorchas, los herreros martilleaban siempre las mismas abolladuras.

–¿Y vos? –El rey había llegado ante un caballero de armadura totalmente blanca; sólo una fina línea negra corría todo alrededor, por los bordes; el resto era cándida, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en todas las juntas, coronada en el yelmo por un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo, cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos extremos de un amplio manto drapeado, y dentro del blasón se abrían otros dos extremos de manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón en su manto aún más pequeño. Con dibujo cada vez más fino se representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro de otro, y en medio debía de haber quién sabe qué, pero no se conseguía distinguir, de tan diminuto que se hacía el dibujo. –Y vos ahí, os presentáis tan pulcro... –dijo Carlomagno, que cuanto más duraba la guerra menos respeto por la limpieza veía en los paladines.

–¡Yo soy –la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si no fuera una garganta, sino la propia chapa de la armadura la que vibrase, y con un leve retumbar de eco–Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez!

–Aaah... –dijo Carlomagno, y del labio inferior, algo salido, le brotó un pequeño trompeteo, como diciendo: «Si tuviera que acordarme del nombre de todos ¡estaría aviado!». Pero de inmediato frunció el ceño–. ¿Y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?

El caballero no hizo ningún gesto; su diestra enguantada con una férrea y bien ensamblada manopla se aferró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido por un escalofrío.

–¡Os hablo a vos, paladín! –insistió Carlomagno–. ¿Cómo es que no mostráis la cara a vuestro rey?

La voz salió neta de la mentonera: –Porque yo no existo, sire.

–¡Y ahora esto! –exclamó el emperador–. ¡Entonces tenemos entre nuestras filas un caballero que no existe! Dejadme ver.

Agilulfo pareció vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.

–¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver! –dijo Carlomagno–. ¿Y cómo os las arregláis para prestar servicio, si no existís?

–¡Con fuerza de voluntad –dijo Agilulfo– y fe en nuestra santa causa!

–Claro, claro, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, valéis mucho.

Agilulfo cerraba la fila. El emperador había pasado ya revista a todos; dio media vuelta al caballo y se alejó hacia las tiendas reales. Era viejo, y tendía a apartar de su mente las cuestiones complicadas.

La trompeta tocó la señal de «rompan filas». Hubo la habitual desbandada de caballos y el gran bosque de lanzas se dobló, se movió en oleadas como un campo de trigo cuando pasa el viento. Los caballeros bajaban de la silla, movían las piernas para desentumecerse, los escuderos se llevaban los caballos de las riendas. Después, del tropel y la polvareda se separaron los paladines, agrupados en corrillos tremolantes de cimeras coloreadas, desahogando la forzada inmovilidad de aquellas horas con bromas y bravatas, con chismorreos sobre mujeres y honores.

Agilulfo dio unos pasos para mezclarse con uno de estos corrillos, después sin ningún motivo pasó a otro, pero no se abrió paso y nadie se fijó en él. Permaneció un rato indeciso tras las espaldas de éste o aquél, sin participar en sus diálogos, y después se quedó apartado. Oscurecía; las plumas irisadas de la cimera parecían ahora todas de un único e indistinto color; pero la armadura blanca se destacaba aislada allí en el prado. Agilulfo, como si de repente se sintiera desnudo, hizo ademán de cruzar los brazos y encogerse de hombros.

Después se recobró y a grandes pasos se dirigió hacia las caballerizas. Llegado allí, observó que el cuidado de los caballos no se realizaba según las reglas, reprendió a los palafreneros, infligió castigos a los mozos, inspeccionó todos los turnos de faenas, redistribuyó las tareas explicando minuciosamente a cada uno cómo había que realizarlas y haciéndose repetir lo dicho para ver si habían entendido bien. Y como a cada momento salían a flote negligencias en el servicio de sus colegas oficiales paladines, les llamaba uno a uno, sustrayéndoles de las dulces conversaciones ociosas de la noche, y discutía con discreción pero con firme exactitud sus fallos, y les obligaba a uno a ir de piquete, a otro de guardia, a otro de ronda allá abajo y así sucesivamente. Siempre tenía razón, y los paladines no podían desentenderse, pero no ocultaban su descontento. Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez, era desde luego un modelo de soldado; pero a todos les era antipático.

II

La noche, para los ejércitos en campaña, está regulada como el cielo estrellado: los turnos de centinela, el oficial de guardia, las rondas. Todo lo demás, la perpetua confusión del ejército en guerra, el hormigueo diurno de donde lo imprevisto puede surgir como el encabritarse de un caballo, ahora calla, pues el sueño ha vencido a todos los guerreros y cuadrúpedos de la Cristiandad, éstos en fila y de pie, a veces restregando un casco contra el suelo o soltando un breve relincho o rebuzno, aquéllos, por fin liberados de yelmos y corazas y satisfechos de sentirse de nuevo como personas humanas distintas e inconfundibles, pues ya están ahí todos roncando.