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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
AMOR EN LLAMAS, N.º 52 - febrero 2011
Título original: Firefighter’s Doorstep Baby
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9793-8
Editor responsable: Luis Pugni

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Amor en llamas

BARBARA McMAHON

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Capítulo 1

Mariella Holmes observó el lago desde el pequeño patio empedrado. Una moto de agua surcaba la superficie a toda velocidad, pero instantes después el suave ronroneo del motor se apagó a lo lejos. Miró hacia la cabaña. Dante todavía estaba durmiendo. Si el ruido hubiese despertado al bebé se habría enfadado. Le había costado mucho dormirlo.

De todos modos, ¿qué estaba haciendo aquel loco? Si se caía al agua, se congelaría en cuestión de pocos segundos. No obstante, sintió envidia. A aquel hombre parecía no importarle nada y, si estaba de vacaciones, debía de estar aprovechándolas al máximo.

Mariella miró hacia las colinas cubiertas de árboles que se erguían detrás del lago. Aquel lugar tenía que ser precioso en verano. Podía imaginarse a los niños nadando en el agua, las canoas y las barcas de remos desperdigadas por la superficie. Y todavía más hombres temerarios, como aquél, montados en motos de agua. Miró de nuevo al hombre y esperó que no tuviese un accidente.

Se cerró un poco más la chaqueta y aspiró el aire limpio de la montaña. Era la primera vez que iba allí y no había sabido lo que se iba a encontrar. Las colinas estaban pobladas de árboles, había lagos y pequeños pueblos. Era encantador. Deseó poder explorarlo todo, pero no podrían quedarse mucho tiempo. Fuesen como fuesen las cosas, sería una visita relativamente corta. Había decidido tomarse unos días para ir a conocer el lugar de donde procedía el padre de Dante.

Oyó un fuerte ruido en el lago y volvió a centrar su atención en el hombre. A aquella distancia, sólo podía distinguir que era moreno y con los hombros anchos. Parecía no temerle a nada. Ella se imaginó volando a su lado, con el viento llevándose todas sus preocupaciones.

Se estremeció y volvió a entrar en la cabaña. Aquélla habría sido la oportunidad perfecta para llamar a Ariana y contarle lo mucho que le estaba gustando el lago Clarissa, y que había visto a un hombre que había despertado su imaginación. Todavía le costaba creer que su mejor amiga no volvería a llamarla para contarle, hablando a toda velocidad, cómo le iba la vida. Que jamás tomaría a su hijo en brazos, ni vería cómo aprendía a andar y cómo empezaba a ir al colegio. Mariella se limpió las lágrimas de las mejillas. Ariana había estado a su lado cuando sus padres habían faltado, pero ya no estaba allí. En esos momentos, le tocaba a ella ser fuerte.

El tiempo lo curaba todo, y lo sabía. Casi había superado la muerte de sus padres, cuando estaba en Nueva York, en su primer año de universidad. El dolor por la muerte de Ariana también iría menguando. Estaba segura de que, con el paso de los años, recordaría a su amiga con cariño, pero a veces sentía un dolor insoportable. Ariana la había dejado con sólo veintidós años. Su vida tendría que haberse alargado hasta que ambas fuesen mayores, pero se había terminado demasiado pronto.

Sacudió la cabeza para intentar deshacerse de aquellos pensamientos y pensó en el futuro. Tenía a Dante. Tenía un trabajo. Tenía un objetivo: vivir la vida día a día. Hasta entonces, le había funcionado bien. No pasaba nada porque algunos días se sintiese superada. Era difícil cuidar de un bebé. Al menos, ambos tenían salud, comida y una vida cómoda. Y ella estaba aprendiendo poco a poco a ser madre.

Cruzó el salón y se acercó a mirar al niño, que estaba dormido en el carrito. Luego miró el reloj y supo que pronto se despertaría para tomar el biberón. Todavía tenía unos minutos para colocar la comida que había comprado y preparar la del niño antes de que éste se moviese.

Había alquilado la cabaña por una semana, pensando que sería tiempo suficiente para conocer la zona y ver si alguien reconocía la foto de Ariana que había llevado. Si nadie la reconocía, irían a Monta Correnti. No tenía ninguna pista fiable, ni estaba segura de estar en el lugar adecuado. Sólo sabía que aquél era el lugar del que Ariana le había hablado. La única pista que le había dado acerca del padre de Dante.

Ariana había estado muy enferma y preocupada durante las últimas semanas. Ojalá la hubiese avisado antes, pero había esperado a después de la graduación, y a que Mariella estuviese en Roma, para compartir con ella el diagnóstico de su enfermedad. Y, a pesar de que ella se lo había suplicado, no había querido darle el nombre del padre de Dante. Sólo le había dicho que era de aquella zona y que habían pasado un fin de semana estupendo en el lago Clarissa.

Mariella, que era hija única, se había quedado sola en el mundo, y a cargo de aquel niño. Siempre había deseado haber tenido muchos hermanos, tíos y primos. Y deseaba que Dante los tuviese también. Tal vez pudiese encontrar a su padre, contarle que tenía un hijo y descubrir que procedía de una familia numerosa y cariñosa, que aceptase y diese amor al bebé.

Volvió a mirarlo y se le encogió el corazón. Quería a aquel niño, pero era demasiado duro ser madre soltera. Si encontraba a su padre, ¿sería capaz de entregárselo? ¿Sería una familia numerosa lo mejor para él? Todavía no estaba segura. No obstante, aún no tenía que tomar ninguna decisión, primero tendría que localizar al padre. Ya decidiría entonces qué hacer.

Cristiano aceleró al máximo la moto de agua. El aire era helado, pero la emoción de la velocidad, el reto de controlar el aparato, el sol brillando en el agua, le hicieron sentirse más vivo de lo que había estado en muchos meses. El resto de pensamientos y preocupaciones desaparecieron. Si la moto hubiese podido ir todavía más rápido, habría acelerado más.

El tobillo se le había curado. No había podido utilizar la moto en verano, pero iba a resarcirse en otoño. Tenía todo el lago para él. Se sentía invencible. Ya le había dado esquinazo a la muerte una vez ese año, aquél tampoco sería su día.

Pensó que daría otra vuelta más y terminaría. Hacía tanto frío que los dedos de los pies se le estaban empezando a entumecer, pero todavía quedaban días de sol en esa época del año. Disfrutaría del lago todo lo que pudiera.

Unos momentos después, hacía un ocho en el agua, cerca de la orilla, antes de frenar y dirigirse al muelle. El lago Clarissa estaba vacío y, la playa, desierta. Los turistas que veraneaban allí se habían marchado ya, y todavía no habían empezado a llegar las pocas personas que iban en invierno. Tenía todo aquello para él.

Pasó por delante de las cabañas que alquilaban los Bertatali y se dio cuenta de que la última estaba ocupada. En el lago Clarissa no había la vida nocturna que ofrecía Monta Correnti. Casi nadie se atrevía a meterse en el lago en aquella época del año. Nadie era tan insensato como él. Debía de tratarse de alguna pareja mayor, que había ido a pasear y a ver cómo cambiaban de color las hojas de los árboles. Y como aquello estaba cerca de Monta Correnti, siempre podían ir a cenar allí.

Llegó al muelle y, poco después, tenía la moto en la pequeña rampa flotante que había alquilado. La ató bien y subió a tierra. De camino a su moto, los pies mojados dejaron huellas en el muelle de madera. Se secó y se puso los vaqueros y las botas que había dejado encima del sillín, y un jersey gordo. Se sintió bien. Se colocó el casco, se subió a la moto y la arrancó. Todavía le sorprendía que allí hubiese tan poco tráfico, en comparación con Roma. Ir de vacaciones al lago Clarissa siempre había sido huir. De niño, siempre había habido demasiado trabajo en casa. Y de mayor, había preferido viajar por el mundo a pasar demasiado tiempo en aquel pueblo pequeño y tranquilo.

Hasta que los atentados lo habían cambiado todo.

Poco después de la una, Cristiano se bajó de su moto al lado del restaurante Pietro. Así no tendría que cocinar. Su padre se quedaría horrorizado si se enteraba de que no le gustaba cocinar. No era que no le gustase, sino más bien que pensaba que, para una persona sola, no merecía la pena hacer el esfuerzo.

El restaurante tenía una terraza amplia para comer, pero estaba vacía en esa época del año. No hacía tanto frío, pero el viento era fresco. Cristiano entró en el restaurante. En Pietro olía como en casa. El restaurante en el que él había trabajado de niño, que seguía perteneciendo a su padre, tenía la misma decoración rústica. Bella Rosa tenía más clientes y más ajetreo que Pietro, pero en este último Cristiano se sentía menos atado a su pasado.

Había varias parejas y un par de grupos comiendo, más gente de la que él había imaginado, y saludó a varias personas. Emeliano salió de la cocina, con un delantal blanco atado a la cintura y una pesada bandeja en las manos. A Cristiano casi le dolieron también los brazos al recordar cómo se había sentido después de trabajar todo un día en Rosa. Hacía años que no trabajaba allí, pero todavía tenía muchos recuerdos. Aunque le hubiese gustado borrarlos.

–Cristiano, siéntate donde quieras. Ahora voy –le dijo Emeliano mientras servía a una mesa. Él fue hacia su mesa favorita, delante de la gran ventana que daba a la plaza. Estaba ocupada.

Pasó por delante y se sentó en la siguiente. Luego estudió a la mujer que había ocupado su mesa preferida.

Tenía el pelo rubio, con mechas cobrizas. Estaba con un bebé en los brazos y parecía ajena a todo lo que la rodeaba. Cristiano pensó que no la conocía. Debía de ser una turista.

La mujer levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Ella sonrió y luego apartó los ojos.

Él se quedó observándola. Su sonrisa había hecho que le diera un vuelco el corazón. En aquel breve espacio de tiempo se había dado cuenta de que tenía los ojos grises y las mejillas sonrosadas. Miró a su alrededor y se preguntó dónde estaría su marido.

–¿Rigatoni? –preguntó Emeliano, que se acababa de acercar a la mesa de Cristiano.

–Claro –contestó él, que casi siempre que iba allí comía lo mismo.

–No están tan buenos como en Rosa –admitió Emeliano.

–No estoy en Rosa –comentó él con naturalidad.

No habría tardado mucho en llegar a Monta Correnti, pero todavía no estaba preparado para ver a su familia. A veces se preguntaba si algún día sería capaz de volver a casa.

–Te he visto en el lago. Podías haberte matado.

Cristiano había jugado mucho de niño en el lago, con su hermano Valentino y con Emeliano. Sonrió a éste.

–Sí, pero no lo he hecho.

–Tienes que pensar en el futuro, Cristiano. ¿Por qué no os metéis Valentino y tú en el negocio de tu padre? Si Pietro no tuviese tres hijos, le pediría que me aceptase como socio.

–Vete a Roma, búscate un piso y un trabajo –le sugirió Cristiano al camarero.

Se dio cuenta de que la mujer que estaba en la mesa de al lado lo estaba escuchando, pero le dio igual, no tenía secretos.

Bueno, sólo uno.

–¿Y mi madre? Tú lo tienes muy fácil, Cristiano.

Él sonrió, pero fue una sonrisa falsa. Si Emeliano hubiese sabido la verdad, toda la verdad, lo habría mirado con desprecio.

–¿Cómo está tu madre?

–Muy mal. La artritis es algo horrible –Emeliano movió las manos–. Espero no tenerla nunca.

–Ni yo.

Cuando Emeliano se hubo marchado, Cristiano volvió a mirar a la mujer. Ésta se ruborizó y miró al bebé sonriendo. Tomó su mano y se inclinó a darle un beso. Luego, volvió a levantar la vista.

–Te he visto en la moto –le dijo a Cristiano.

Él asintió.

–Parecía muy divertido.

–Lo es. ¿Cuánto tiempo tiene tu bebé? –le preguntó, mirando al niño y preguntándose si era más pequeño que el que había tenido en sus brazos en mayo. No sabía mucho de bebés.

Ella volvió a sonreír. Tenía unos ojos muy bonitos y Cristiano volvió a preguntarse quién sería y qué haría en el lago Clarissa.

–Tiene casi cinco meses.

Era un niño. Su padre tenía dos hijos y una hija. Bueno, cuatro hijos y una hija. Cristiano todavía no podía creer que tuviese dos hermanastros en Estados Unidos. Era surrealista. Otro motivo más para mantenerse alejado de su familia. No sabía qué pensar de que su padre les hubiese guardado aquel secreto durante toda la vida.

El niño tenía el pelo y los ojos oscuros. No se parecía en nada a ella.

–¿Se parece a su padre? –le preguntó.

–No tengo ni idea, pero su madre tenía el pelo y los ojos oscuros. Tal vez cuando sea mayor se parezca más al padre, pero ahora mismo yo le veo parecido a su madre.

–¿No es tuyo?

Ella negó con la cabeza.

–¿Eres su niñera? –Cristiano se dijo que tal vez estuviese soltera. Parecía querer mucho al niño.

–Soy su tutora. Su madre ha fallecido –le contó ella, conteniendo las lágrimas.

Cristiano se sintió incómodo y esperó que no se pusiese a llorar. Nunca sabía cómo tratar a las mujeres cuando lloraban. Por desgracia, eran muchas las ocasiones en las que tenía que hacerlo. Siempre ponía el mayor empeño, y nunca le parecía suficiente.

Emeliano llegó con una bandeja con los rigatoni, una ensalada y una cesta con pan de ajo caliente. Miró a la mujer y después a Cristiano.

–¿Queréis sentaros juntos? –les preguntó.

–No –contestó Cristiano.

–Sería estupendo –dijo ella al mismo tiempo–. Vaya. Supongo que no importa. Yo no tardaré en marcharme.

Cristiano se sintió como un cretino; no había pretendido avergonzarla.

–Ven, siéntate conmigo –le dijo, intentando arreglarlo–. Me vendrá bien algo de compañía mientras como.

–No, gracias. De todos modos, tengo que marcharme. Al bebé le gusta que lo pasee.

Buscó su monedero y dejó el dinero de su comida encima de la mesa.

Emeliano sirvió a Cristiano, lo miró mal y se marchó a atender a otro cliente.

Cristiano se dio cuenta de que la mujer estaba ruborizada y avergonzada y deseó haber pensado un momento antes de hablar.

Ella se levantó, recogió su bolso y la bolsa del bebé y se fue hacia la puerta sin mirarlo. Unos segundos después, había desaparecido.

Cristiano pensó que su hermana lo habría reprendido por haber sido tan mal educado. Y su padre lo habría mirado con tristeza. Aunque su padre siempre parecía estar triste desde la muerte de su madre, de la que ya hacía mucho tiempo. Jamás volvería a compartir su vida con otra mujer.

Cristiano empezó a comer. La comida era buena. Al ver al bebé se había acordado de la hija de su mejor amigo, Stephano, que había fallecido en la segunda explosión.

Comió despacio y volvió a lamentar no haber aceptado la compañía de la mujer con el bebé. Si lo hubiese hecho, no habría pensado en su amigo, ni en el resto de sus preocupaciones.

Mariella colocó a Dante en el carrito. Le había faltado tiempo para salir del restaurante. Aquel hombre debía de tener muchas mujeres deseosas de ganarse su atención. Era moreno y muy alto, con los hombros muy anchos y un aspecto muy masculino. Y una gran vitalidad.

Al final, hasta se había olvidado de preguntarle al camarero si había visto a Ariana en alguna ocasión.

Entonces se le pasó por la cabeza que el hombre del restaurante podía ser el padre de Dante. También tenía el pelo y los ojos oscuros.

–¿Quién es tu papá, cariño? ¿Vive por aquí o trajo a tu madre sólo de visita? –le preguntó al bebé mientras paseaba.

Se sintió tentada a entrar en alguna tienda, pero los pasillos eran demasiado estrechos para el carrito. Tendría que pensar en otro plan que no fuese ir por ahí enseñando la fotografía de Ariana a todo el mundo.

Se detuvo cerca de la iglesia y se sentó en uno de los bancos de madera que daban a la plaza. Iba abrigada, así que estaba a gusto al sol, a pesar de que hacía frío. Miró a Dante, que también estaba calentito y parecía contento, mirando hacia arriba.

–Árbol –le dijo ella, aunque sabía que a Dante le daba igual cómo se llamase aquello.

A pesar de que había leído muchos libros acerca de recién nacidos y había pedido ayuda a sus amigas que tenían hijos, todavía la estresaba ocuparse del bebé.

La mayoría de las madres tenían meses para hacerse a la idea de que iban a serlo. Ella, sin embargo, se había enterado de que iba a tener que ocuparse de él un mes antes. No había podido prepararse, ni tenía con quién compartir la tarea.

Dante se había quedado adormilado y Mariella pensó en volver a la cabaña, pensando que el bebé dormiría mejor en su cuna. Iban a pasar una semana allí, así que sería buena idea organizarse lo mejor posible.

–No pretendía espantarte.

Mariella miró hacia su izquierda y vio al hombre del restaurante, que se había detenido a su lado. El sol hacía brillar su pelo moreno. La estaba mirando a los ojos y a ella se le aceleró el corazón. Por un momento, dejó de respirar. Sintió atracción y una especie de aturdimiento.

–Ya iba a marcharme –le contestó, apartando la vista.

Era muy guapo: alto, moreno y fuerte. ¿Estaría de vacaciones? ¿O viviría por allí y tendría un trabajo que le permitía tomarse un rato libre a media mañana? Quería saber más.

Él se sentó a su lado en el banco, con la vista clavada en la fuente que había en medio de la plaza. Luego se giró hacia ella y le ofreció la mano.

–Me llamo Cristiano Casali –le dijo por fin–. La sugerencia de Emeliano me ha pillado desprevenido. Tienes un bebé y he pensado que sería mejor… Da igual. Perdona por haber sido tan grosero.

Ella le dio la mano y sintió un cosquilleo. Se aclaró la garganta e intentó centrarse de nuevo.

–No pasa nada. Soy Mariella Holmes –se presentó sin mirarlo. No podía hacerlo hasta que volviese a tener sus emociones bajo control.

–Me intriga la historia del bebé. Y eso que últimamente me han ocurrido muchas cosas sorprendentes. ¿Cómo es que lo tienes? Pareces demasiado joven para ser tutora de un niño.

–Tengo veintidós años, edad suficiente. Y tengo amigas que no fueron a la universidad, se casaron jóvenes y ya tienen dos hijos –contestó ella, negándose a contarle a aquel extraño lo poco preparada que se sentía para ser madre.

–Está bien, tienes edad suficiente, pero ¿cómo ha ocurrido?

–Su madre ha fallecido. Antes de hacerlo, accedí a quedarme yo con el niño. Ariana no tenía familia.

Se sintió orgullosa de poder decir el nombre de su amiga sin echarse a llorar. Y, al mismo tiempo, se fijó en que aquel hombre no parecía reconocerlo.

–¿Y al padre no le pareció mal? –preguntó.

–No tengo ni idea de quién es el padre.

Había preguntado a todas las amigas de Ariana que conocía, pero nadie lo sabía. Era un secreto que su amiga se había llevado con ella.

Cristiano frunció el ceño.

–Ariana, la madre de Dante, era mi mejor amiga. Conoció a un tipo y se enamoró. Al parecer, cuando le dijo que estaba embarazada, él la abandonó. Aunque yo no viví nada de eso. Estaba en Nueva York y mi amiga me llamó poco antes de que naciese Dante. Estaba enferma y me pidió que volviese a Italia, así que lo hice. Cuando me pidió que me quedase con Dante, no pude negarme. Éramos como hermanas, pero no quiso decirme cómo se llamaba el padre.

–¿Qué le pasó a tu amiga? –le preguntó Cristiano en tono amable.

Mariella tardó un momento en recomponerse. Todavía le costaba hablar de la muerte de su querida amiga.

–Murió de leucemia. Se enteró de que la tenía cuando estaba embarazada y se negó a recibir tratamiento hasta que el bebé hubiese nacido. Dante nació sano y fuerte, aunque un par de semanas antes de lo previsto. Y ella murió cuando el niño tenía dos semanas.

Mariella intentó no recordar la imagen de su amiga durante esas últimas semanas. Las mejillas hundidas, el pelo sin lustre y los ojos muy, muy tristes. Ariana había sabido que no vería crecer a su hijo. Y le había hecho prometer a Mariella que ella lo criaría. Poco después de que ésta firmase los papeles necesarios para quedarse con la tutela de Dante, Ariana había entrado en coma, para después morir.

–Aun así, me pareces demasiado joven para tener que estar atada a un niño. ¿No deberías estar disfrutando de la vida?

–Gracias, pero me gusta ser la tutora de Dante.

No le hacía falta que un extraño se cuestionase su capacidad para cuidar del bebé, ya pasaba ella sola muchas noches en vela dándole vueltas al tema. Mariella consideraba un honor haber sido elegida para criar al hijo de su amiga.

No era necesario que nadie supiese que se sentía abrumada y que, a pesar de querer a Dante, no sentía el amor materno que experimentaban otras madres. Mariella quería a aquel bebé, pero no podía evitar pensar que, si Ariana no hubiese estado embarazada cuando se había enterado de que tenía leucemia, todavía podría estar viva. También se sentía más sola que nunca, aislada debido a las necesidades del bebé.

No obstante, jamás se lo diría a nadie. Quería mucho al niño.

–Tengo que marcharme –dijo de repente, poniéndose en pie.

Tenía que escapar de sus pensamientos. Podía criar a Dante, o encontrar a su padre y asegurarse de que el niño tenía una familia que lo quería.

–Me da la sensación de que te espanto siempre –comentó Cristiano.

Ella empezó a andar, empujando la sillita, y Cristiano la siguió y se puso a su lado.

–¿Por qué has venido aquí en esta época? Casi todos los turistas vienen en verano, para disfrutar del lago –le dijo. Luego miró al bebé y añadió–: Y vienen con hijos más mayores, para que puedan jugar en el agua. No tardará en ponerse a llover. Y hace mucho más frío que hace dos semanas. No apetece mucho sentarse junto al lago.

–Pensé que tal vez podría averiguar algo acerca del padre de Dante, pero ahora que estoy aquí, ya no estoy tan segura.

–¿Qué sabes de él? –le preguntó Cristiano.

–Nada. Ariana nunca me habló de él.

Llegaron a la zona de cabañas del lago. Había poco tráfico en aquella calle y sólo se oía cantar a los pájaros.

–Estás en la última cabaña, ¿verdad?