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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

EL LEGADO, Nº 159 - Agosto 2013

Título original: The Legacy

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. con permiso de Harlequin persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

™ Harlequin Oro ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3512-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

1

 

Lo único que Paul Clermont pretendía era ocuparse de la cuestión que le había llevado hasta allí: deshacerse de una herencia familiar que no quería y despedirse para siempre del calor húmedo de Indigo, Luisiana.

Y era eso exactamente lo que estaba haciendo, hasta que una mujer a la que no había visto jamás en su vida se presentó delante del teatro en medio de un chirrido de neumáticos, salió del coche y se plantó entre Paul y la agente inmobiliaria que tenía ya el cartel de En venta en la mano.

—No puede vender este edificio —le dijo.

—Soy el propietario —replicó Paul—, puedo venderlo si quiero.

La mujer, alta y morena, puso los brazos en jarras. Era una mujer atractiva, peinada con una trenza que caía a lo largo de su espalda. Algunos mechones sueltos enmarcaban su rostro y acariciaban el delicado rubor de sus mejillas. Sí, era una mujer muy bella, si uno era capaz de ignorar la expresión de enfado de su rostro.

—Durante todos estos meses hemos estado intentando ponernos en contacto con usted. ¡Y aparece justo ahora para vender el teatro!

Paul esbozó una sonrisa para demostrarle que no era el demonio en persona. Por mucho que su ex esposa pudiera no estar de acuerdo en eso.

—Lo único que estoy haciendo es llevar a cabo un negocio. Y creo que Sandra... —señaló con el pulgar a la agente inmobiliaria, que permanecía muda y quieta, sosteniendo el cartel— no tiene ningún inconveniente en realizar esa venta. ¿Por qué va a tenerlo usted?

La furia hacía relampaguear los ojos azules de la recién llegada.

—Porque, a diferencia de usted, a mí me importa ese edificio.

El aplastante calor de Luisiana tenía a Paul empapado en sudor, a pesar de que estaban en octubre. Si había un dios de la humedad, debía tener su cuartel general en aquel lugar. Paul llevaba varios días en Luisiana, haciendo un reportaje sobre los esfuerzos que se estaban realizando en la zona después del huracán, y había decidido pasar por Indigo para conocer por fin la propiedad de la que su familia se había enorgullecido durante años. Evidentemente, ningún familiar había ido a visitarla recientemente, por lo menos no en el siglo XXI.

—Si tanto le gusta ese teatro —respondió—, cómprelo. Y ahora, si me perdona, me gustaría poder arreglar toda... —señaló hacia el destartalado edificio que tenía tras él— esta cosa.

—No es una cosa. Es un legado.

Paul tomó aire, intentando tranquilizarse. En ese mismo instante, cayó al suelo un pedazo del revestimiento de una de las paredes del teatro, una prueba más de que aquel lugar valía menos que el terreno sobre el que estaba construido, y aterrizó sobre una maraña de enredaderas y malas hierbas.

El resto de las plantas, tenía que admitirlo, estaban bien cuidadas. Los alféizares de las enormes ventanas estaban llenos de flores y, la fachada del teatro, bordeada de unos setos pulcramente podados. El edificio, de dos plantas, había sido construido en un imponente estilo neoclásico, con ventanas altas y arqueadas que enmarcaban unas puertas suficientemente grandes como para dar cabida a un gigante.

El balcón, de hierro forjado, era impresionante. Paul alzó la mirada hacia la cúpula, que parecía recientemente restaurada, al igual que el tejado.

Pensó en sacar de nuevo la cámara. Recorrió el teatro con la mirada, viéndolo con sus ojos de fotógrafo, y no con los de un hastiado propietario y, por un breve instante, el lugar le inspiró cierta magia, pudo verlo como un vínculo directo con el pasado.

Pero después, al observarlo más atentamente, reconoció todos sus defectos. La pintura descascarillada, las astillas de los marcos de las ventanas, las cortinas rasgadas del interior... Era un edificio maravilloso... que estaba derrumbándose.

Nada más verlo, le había hecho varias fotografías, intrigado por la elegancia de su arquitectura en medio de un lugar tan rústico. Pero eso era lo único que él quería, disponer de un par de fotografías que podría vender más adelante a su editor o a alguna revista de arquitectura.

Mientras contemplaba el «legado de la familia», Paul imaginó que su tío Neil, que había muerto dos meses atrás, o bien tenía un pésimo sentido del humor o un serio problema de visión. Aquel teatro de la ópera había ido pasando de Valois en Valois durante generaciones, yendo a parar a manos de su tío Neil, que se lo había dejado a él en herencia.

Y al cabo de tantos años, aquel edificio decrépito había terminado recordando a la casa de la señorita Haversham en la novela de Dickens Grandes esperanzas.

—¿Por qué venderlo? —le preguntó la mujer—. Lo que tiene que hacer es conservarlo. Amelie Valois dejó escrito en su testamento que Indigo se encargaría de cuidar el teatro. Continuaremos haciéndolo como hasta ahora y lo único que tiene que hacer usted es marcharse —se interrumpió—. A no ser que esté dispuesto a vendérselo al pueblo.

—¿El pueblo está dispuesto a pagar lo suficiente como para permitirme recuperar mi inversión? Acabo de pagar una enorme cantidad de impuestos por la propiedad del teatro.

—Teniendo en cuenta la situación en la que nos encontramos, podríamos ofrecerle... —vaciló un instante— un dólar.

Paul soltó un bufido burlón.

—¿Un dólar? Con eso no cubriría ni lo que me ha costado la gasolina para llegar hasta aquí —se volvió hacia Sandra—. ¿Dónde pongo el cartel?

—Sandra, convéncele de que desista —dijo la mujer—. Tú sabes lo que ese teatro significa para el pueblo.

Sandra estaba tan blanca como el cartel que sostenía entre las manos. No debía de tener más de veinte años y Paul sospechaba que no estaba acostumbrada a verse atrapada en medio de un fuego cruzado como aquél.

—¿No preferiría... volver más tarde? —graznó Sandra, dirigiéndose a Paul.

—¿Sabe siquiera lo que es este edificio? —preguntó la mujer.

Ella otra vez. Paul suspiró.

—El teatro de la ópera de Indigo. Además de un desastre.

La mujer dejó escapar un resoplido de indignación.

—Es un símbolo. No puede ponerlo en venta.

—¿Es que está sorda como una tapia? Porque creo que ya le he dicho que puedo, y que además voy a venderlo.

Sandra estaba temblando.

—Señor Clermont, creo que debería escuchar a Marjo. Tiene razón y, con toda sinceridad, también creo que sería capaz de matarme si cuelgo el cartel.

Así que se llamaba Marjo. Le gustaba cómo sonaba aquel nombre, pero estaba vinculado a una mujer que, como Sandra acababa de señalar, parecía a punto de cometer un homicidio.

—De acuerdo, señorita...

—Savoy. Marjolaine Savoy.

—Señorita Savoy, estoy dispuesto a oírla.

Alzó la muñeca y miró el reloj, un viejo reloj que había sobrevivido a algunas experiencias cercanas a la muerte.

—Tiene tres minutos.

Aunque tenía el aspecto de estar a punto de soltar un grito, Marjo se mordió la lengua, tomó aire y lo miró abiertamente.

—El teatro de la ópera de Indigo fue construido por Alexandre Valois justo antes de la Guerra Civil. Era un regalo para su esposa y ha formado parte de este pueblo durante siglos. No puede venderlo. Pretendíamos volver a abrirlo para el festival de música que va a celebrarse a fin de mes. Si hubiera leído alguna de las cartas que le hemos estado mandando, lo sabría.

Paul no se molestó en decirle que pasaba tan poco tiempo en la casa que tenía en Nueva Escocia que enviarle correo era una pérdida de tiempo. O que su tío Neil había estado en cama durante el último mes de su vida y no estaba en condiciones de contestar la correspondencia de aquella mujer ni de su comité. Llevaba años oyendo historias sobre aquel teatro pero, teniendo en cuenta la tendencia de su familia de Cabo Bretón a exagerar en las reuniones familiares, había imaginado que era prácticamente un mito. Porque si en algo eran buenos sus familiares, era en inventar historias.

Cuando Paul se había enterado de que su tío le había dejado algo en herencia, había preferido ignorarlo. Su intención era ocuparse de ello cuando tuviera tiempo. Pero el trabajo le había obligado a pasar varios meses fuera de Canadá. Después, había recibido una carta reclamándole el pago de unos impuestos y, tras una breve investigación, se había enterado de que su tío Neil había dividido su herencia en diferentes lotes y le había dejado a Paul la propiedad del teatro.

Aquel inesperado golpe a su cartera había bastado para enviarle a Indigo entre reportaje y reportaje, con el fin de deshacerse de la propiedad antes de verse obligado a invertir un solo centavo en ella.

—Sólo quiero que se convierta en el problema de otro y deje de ser el mío.

Marjo lo miró con los ojos entrecerrados.

—¿No es usted descendiente de Amelie Valois?

—Sí.

—Entonces, éste también es su legado —señaló hacia el teatro.

—Señora, no le doy ningún valor a los legados. No soy un hombre que pretenda echar raíces. Y no me dedico a restaurar teatros por el mero hecho de que un familiar al que a lo mejor he visto unas cinco veces en mi vida haya decidido hacerme cargar con este edificio —le dirigió una sonrisa y se llevó la mano a un sombrero imaginario para despedirse de Sandra—. Y como usted parece tan condenadamente decidida a interponerse en mi camino, me temo que tendré que dejar esto para más tarde.

—No puede venderlo...

Paul dio un paso hacia ella. Si no hubieran estado tan cargados de frustración, aquellos ojos azules habrían sido capaces de hacer detenerse a un hombre en seco. Eran unos ojos que en otras circunstancias le habrían intrigado, le habrían hecho preguntarse qué escondían.

—A lo mejor este edificio es importante para usted, pero a mí me importa un comino. Pienso venderlo, y usted no me lo impedirá.

Giró sobre sus talones y caminó hacia el coche que había alquilado. Mientras se alejaba, oyó a Marjolaine haciendo comparaciones muy poco halagadoras entre él y algunos animales de cuatro patas.

Si Marjolaine Savoy formaba parte del comité de bienvenida de Indigo, era normal que el número de habitantes del pueblo fuera menor que el de cocodrilos.

 

 

Su madre nunca se habría dejado ganar de esa manera. Marjo regresó a casa después de la discusión que había mantenido delante del teatro y comenzó a limpiar. Desahogó su frustración en los platos, pero veía el rostro de Paul Clermont en cada burbuja del lavavajillas.

—¿Estás bien, Marjo?

Sintió una mano en el hombro e, inmediatamente, disminuyó su mal humor.

Se volvió para mirar a los dulces y confiados ojos de su hermano.

—Sí, Gabriel, estoy bien. Sólo un poco frustrada, eso es todo.

Marjo miró los platos y el agua derramada por la encimera.

—¿No te apetecía lavar los platos?

Marjo tardó algunos segundos en comprender lo que le estaba diciendo.

—Oh, no, no es eso. Simplemente, he tenido un mal día.

—Pobre Marjo.

Gabriel la envolvió en un fuerte y casi sofocante abrazo que la obligó a apoyar el rostro en su hombro. ¿Desde cuándo era tan alto su hermano? Siempre le había parecido muy pequeño, como si no hubiera superado nunca la edad en la que tenía que acompañarlo al autobús del colegio para asegurarse de que llevaba el dinero para el almuerzo y el libro de Matemáticas.

A pesar de los años que habían pasado desde entonces, había algo que nunca cambiaría: el cariño protector de un hermano que se había apoyado en ella casi desde el instante en el que habían muerto sus padres. A otros, aquellos abrazos podían parecerles producto de la necesidad, pero Marjo los comprendía.

Cuando Gabriel quería a alguien, lo quería con fiereza, sin límites. Y Marjo agradeció una vez más la tranquilizante existencia de su hermano.

Cuando por fin la soltó, Marjo alzó la mirada hacia él y sonrió.

—Eres el mejor, Gabriel. Siempre sabes exactamente lo que necesito.

—¿Te encuentras mejor? —sus ojos de color verde mar continuaban mostrando su preocupación.

Marjo asintió.

—Sí.

—Bien —una enorme sonrisa cruzó su rostro—. ¿Puedo comer mantequilla de cacahuete?

Marjo soltó una carcajada y le preparó un sándwich, que él se llevó feliz al porche. Se sentó en la mecedora. Se daba impulso de vez en cuando, disfrutando de poder columpiarse al aire libre. Gabriel era así, siempre atento, siempre dispuesto a ayudar, y tan fácil de satisfacer que para contentarle bastaba con dos rebanadas de pan, un poco de mantequilla de cacahuete y una mecedora en el porche.

Tras la muerte de sus padres en un accidente de coche, Marjo se había quedado a cargo de su hermano Gabriel, un niño de cinco años cuyo coeficiente intelectual no superaba el setenta. Como se encontraba en el límite más alto de la discapacidad mental, los médicos le habían dicho a Gabriel que algún día sería capaz de vivir por su cuenta y sólo necesitaría la ayuda de Marjo para solicitar un préstamo o presentar una solicitud para un puesto de trabajo.

Gabriel era un hombre bueno y confiado, a menudo en exceso. Muchas veces se había encontrado con niños crueles que se habían aprovechado de su naturaleza. También había sido la clase de niño que podía salir corriendo detrás de una mariposa en medio de su fiesta de cumpleaños, o que podía salir descalzo de casa para ir a la escuela.

En realidad, hacerse cargo de Gabriel no había sido difícil, a pesar de que Marjo tenía entonces diecinueve años, estaba en su segundo año de universidad y a punto de comenzar su propia vida.

Gabriel la necesitaba, necesitaba a alguien que lo quisiera, lo comprendiera y pudiera ayudarlo a sortear los obstáculos a lo largo de su vida.

Y ella iba a permanecer a su lado.

Lo observó masticar sin descanso, sin preocuparse de nada más en el mundo, y volvió a sentir sobre los hombros la carga de lo ocurrido aquel día. ¡Maldito Paul Clermont! No iba a permitir bajo ningún concepto que vendiera el teatro de la ópera cuando el comité estaba a punto de devolver a aquel edificio su antiguo esplendor.

Faltaban solamente dos semanas para el festival de música cajún. Todos los negocios del pueblo contaban con el festival para atraer a Indigo a gente de los alrededores, particularmente a aquéllos que normalmente ignoraban Indigo en favor de lugares más turísticos como St. Martinville o Nueva Iberia. Esperaban miles de visitas durante aquel día, y el dinero que se gastarían supondría unos beneficios extraordinarios para Indigo.

Marjo y los otros miembros del comité habían trabajado mucho y durante mucho tiempo para intentar preservar aquel pedazo del pasado de Indigo. Hasta ese momento, la familia Valois había acatado una cláusula legal del testamento de los Valois que permitía al pueblo utilizar el teatro de la ópera como consideraran conveniente, para asegurar que la propiedad continuara formando parte activa de la comunidad. Los anteriores descendientes de los Valois, aunque siempre distantes, nunca habían dejado de colaborar. Según Hugh Prejean, experto en toda la historia de Indigo, ningún Valois había puesto un pie en el teatro desde hacía años.

Hasta esa tarde.

A Marjo le costaba concebir algo así. Si aquel edificio hubiera formado parte de su familia, habría hecho todo lo posible para conservar su belleza y para que aquel espacio continuara formando parte de la comunidad. ¿Acaso no se daba cuenta Paul Clermont de lo importante que eran su familia y su historia?

Se enfrentaría a él si seguía empeñado en vender el teatro. Restaurar ese teatro era fundamental para los proyectos que tanto ella como el resto del comité tenían para Indigo. Si el teatro de la ópera recuperaba su antiguo esplendor, Indigo podría obtener los ingresos que tanto necesitaba. Y, con el tiempo, el comité podría disponer de la cantidad suficiente para comprarle a Paul Clermont el teatro a un precio justo y, de esa manera, asegurar su futuro.

Aunque en ello le fuera la vida, iba a demostrarle a Paul Clermont que el teatro de la ópera era un valioso legado que merecía la pena conservar.

Y si después de aquello Paul se mostraba dispuesto a agarrar él mismo la brocha y a atacar las paredes del teatro, lo aplaudiría. En caso contrario, inventaría otro plan.

Aquel canadiense frustrante y engreído no iba a arrebatarle a Indigo el único elemento que lo convertía en un lugar especial.