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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Shirley Kawa-Jump, LLC.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La mejor sorpresa, n.º 114 - octubre 2014

Título original: The Christmas Baby Surprise

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5561-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

EL DÍA que Emily Watson decidió escapar de su vida, lo hizo con estilo: un par de vaqueros ajustados de color marrón oscuro, zapatos con tacón de quince centímetros, una blusa de seda de color crema y un cárdigan verde sujeto con un elegante cinturón. La ropa era de diseño y los zapatos hechos a medida, pero eso daba igual. Las etiquetas nunca le habían importado y echaba de menos los días en los que compraba los vaqueros en las rebajas y se los ponía con una vieja camiseta, tan lavada que el algodón era suave como la seda.

Metió un par de maletas en el Volvo que había comprado, aunque Cole odiaba ese coche, y se alejó de la casa que ya no era un hogar para ella. Cuatro horas después, recorría las carreteras de Brownsville, Massachusetts, por la orilla del lago Barrow, hasta una carretera de gravilla que llevaba al hotel Gingerbread, en el que había pasado tantos veranos durante su infancia.

Un cartel pintado a mano, con las letras medio borradas por el tiempo, anunciaba que había llegado a su destino. Emily bajó la ventanilla y respiró el fresco aire otoñal, junto con la sensación de estar en casa. En paz. Por fin.

Las ruedas del Volvo crujían sobre la gravilla del camino y Emily sonreía, contenta. Por fin estaba allí, en el único sitio donde su vida tenía sentido, el único sitio donde había encontrado un poco de paz y, sobre todo, el sitio donde esperaba volver a encontrarse a sí misma.

Sin dejar de sonreír, se llevó una mano al abdomen. Aún era demasiado pronto para notar algo más que una casi imperceptible curva, pero había empezado a hablar con su «chiquitín», como llamaba al bebé que llevaba dentro.

–Ya casi hemos llegado, cariño.

Y allí, se juró a sí misma, empezaría una nueva vida. Había dejado atrás los recuerdos de su vida anterior para ir allí a pensar y hacer planes. Porque se negaba a volver con Cole, el hombre al que había amado una vez. El hombre con el que se había casado diez años antes y del que estaba a punto de divorciarse.

La pareja feliz había desaparecido mucho tiempo atrás y su fracasado matrimonio le había enseñado que los cuentos de hadas eran para tontos.

La casa de dos plantas apareció ante su vista, medio oculta entre los árboles. Con el último sol de la tarde parecía triste, oscura, solitaria. Emily pisó el freno, emocionada, pero, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, la anticipación se convirtió en desilusión. ¿Qué había pasado allí?

Las molduras blancas situadas bajo el tejado, que la hacían parecer una casita de cuento, se habían vuelto de un gris sucio, la pintura estaba desconchada y el suelo del porche se hundía en el centro, como si el hotel estuviera frunciendo el ceño. Las piedras del camino estaban rotas y el jardín, una vez tan bien cuidado que había aparecido en varias revistas, estaba abandonado y lleno de malas hierbas.

Pero eso no fue lo que más sorprendió a Emily, sino el cartel de Se Vende frente al edificio. Estaba torcido, como si incluso los de la inmobiliaria hubiesen perdido la esperanza.

Emily aparcó el Volvo y salió del coche, pensativa. ¿Qué iba a hacer? Había contado con quedarse allí unos días, no solo para escapar, sino para descansar, para tomar decisiones que afectarían al resto de su vida.

Allí se habían forjado sus mejores recuerdos, con Andrea, Casey y Melissa…

«Ay, Melissa».

Pensar en su difunta amiga le encogía el corazón, pero Melissa había dejado claro que no esperaba eso.

Sigue adelante con tu vida y con tus sueños, le había escrito en su última carta. No dejes que nada te retenga.

¿Ni siquiera un cartel de Se Vende?

Emily volvió a llevarse la mano al abdomen. Tenía que hacer aquello, no solo por ella, sino por su hijo. Podría alojarse en cualquier otro hotel, incluso tomar un avión con destino a Italia y pasar una semana en la villa, pero no era allí donde estaba su corazón. No era el sitio que necesitaba desesperadamente en aquel momento.

Emily se quitó el anillo de diamantes que llevaba en el dedo y lo guardó en el bolso. Había llegado el momento de aceptar que había dado un paso adelante y era hora de despedirse.

De Cole.

La puerta del hotel se abrió en ese momento y en el porche apareció una mujer bajita de pelo gris, con un delantal naranja, unos vaqueros cortos y unas zapatillas de deporte que habían visto días mejores. Emily esbozó una sonrisa mientras se acercaba a ella a grandes zancadas.

–¡Carol!

El rostro de la dueña del hotel se iluminó al verla.

–¿Emily? ¡Dios mío, no puedo creer que seas tú!

Las dos mujeres se abrazaron; un abrazo profundo, de corazón, de verdadera amistad. Emily había pasado tanto tiempo en el hotel durante su infancia que Carol le parecía más una tía o una abuela. Y seguía oliendo a pan recién hecho, como si todo lo bueno del mundo rodease a Carol Parsons.

Una nariz húmeda rozó su pierna entonces y Emily sonrió al ver una perrita de pelo dorado.

–¿Es la hija de Wesley?

Carol asintió con la cabeza.

–Te presento a Harper. No sabemos con quién se mezcló Wesley, pero es encantadora y divertida, todo lo que uno espera de un perro.

Emily se inclinó para acariciarle las orejas y el animal movió el rabo alegremente antes de alejarse corriendo hacia los árboles, seguramente para perseguir a una ardilla.

–Cuánto me alegro de que sigas aquí, Carol. Cuando he visto el cartel…

–No te preocupes, sigo aquí. Aguantando como puedo, pero aquí estoy. En fin, ya te contaré la triste historia en otro momento –Carol señaló la puerta–. ¿Quieres entrar? ¿Puedes quedarte un rato?

–En realidad… bueno, yo esperaba quedarme aquí unos días.

Los ojos de Carol se clavaron en los suyos con un brillo de comprensión.

–Quédate el tiempo que quieras, cariño. Aquí siempre hay sitio para ti.

Eso era lo que tanto le gustaba de Carol, que nunca hacía preguntas, nunca intentaba sonsacar a nadie. Sencillamente, te ofrecía su ayuda y un hombro sobre el que llorar cuando lo necesitabas. Emily no había tenido ese tipo de relación con su madre, pero sí con Carol y por eso de niña anhelaba que llegase el verano. Pasaba más tiempo en la cocina del hotel, ayudando a Carol a hacer pan o pelar patatas, que jugando.

Sin embargo, el tiempo había dejado su huella en el hotel. El suelo del porche crujía a su paso, el balancín necesitaba una mano de pintura y la barandilla parecía insegura. La puerta de entrada seguía siendo la misma, con la elegante vidriera que siempre le había gustado de niña, pero el interior parecía viejo, abandonado. El suelo del vestíbulo se había oscurecido con el paso de los años y una de las contraventanas colgaba de sus goznes. Las manchas de humedad del techo dejaban claro que había problemas de fontanería y los radiadores, que no parecían capaces de calentar nada, hacían un ruido preocupante.

Emily siguió a Carol a la cocina, donde también se notaba el paso del tiempo. El papel pintado de alegres girasoles estaba descolorido y el suelo de vinilo blanco roto en algunos sitios. La misma larga mesa de madera dominaba el centro de la cocina, donde los empleados del hotel cenaban juntos… con ella en muchas ocasiones.

Carol se acercó a la cafetera.

–¿Quieres un café? También he hecho pan. Acabo de sacarlo del horno y aún está caliente.

–Café no, pero me encantaría una rebanada de pan. ¿Tienes miel?

–Claro que sí. Si hay algo que producimos aquí es miel de abejas –Carol sonrió, pero había un brillo de tristeza en sus ojos–. Seguro que estarás preguntándote qué le ha pasado al hotel.

–Sí, pero si no quieres hablar de ello…

También había cosas de las que ella no quería hablar con nadie por el momento.

–Es más duro contárselo a los clientes habituales, que son como de la familia. Pensar que algún día el hotel Gingerbread ya no existirá… se me rompe el corazón, pero no puedo hacer nada –Carol sacó dos tazas del armario–. Tras la muerte de mi marido, este sitio es demasiado para mí sola. Además, he perdido clientes por culpa de la crisis y ya no puedo contratar a nadie que me ayude. Me encanta el hotel, pero no puedo acometer las reparaciones, así que he tenido que ponerlo en venta. Tal vez así conseguiré dinero para comprar una casita cerca del mar.

Harper entró entonces en la cocina, miró a las dos mujeres y se metió bajo la mesa, golpeando rítmicamente el suelo con el rabo.

–Me entristece mucho que tengas que venderlo –dijo Emily–. Me gustaba saber que seguía aquí… por si alguna vez lo necesitaba.

Los ojos de Carol se clavaron en los suyos.

–¿Qué ha pasado, cariño? –le preguntó, apretándole la mano.

–Tengo algunos problemas ahora mismo –respondió ella.

Eso era decir poco. Esa mañana había abandonado a su marido después de diez años de matrimonio. Llevaban seis meses separados, pero «separados» era un término complejo cuando se trataba de Cole, que pasaba por la casa al menos una vez a la semana para buscar su palo de golf favorito, comprobar que la cortacésped tenía gasolina o cualquier otra excusa.

Era como si no aceptase que su relación se había roto. Claro que ella no había dejado bien claro el mensaje al acostarse de nuevo con él. Una noche loca llena de pasión y nostalgia y había olvidado las razones por las que su matrimonio no funcionaba, las razones por las que estaban separados, las razones por las que no podía seguir viviendo con un hombre que le rompía el corazón casi a diario.

Por fin se había dado cuenta de que necesitaba espacio para pensar y para ello tendría que marcharse. Con esa nueva vida creciendo dentro de ella, necesitaba tener las ideas claras para tomar una decisión.

Pedir el divorcio o intentarlo una vez más.

–Tómate el tiempo que necesites –dijo Carol–. Si este sitio sirve para algo es para pensar.

–Cuento con ello –Emily se levantó para tomar una rebanada de pan, que no la ayudaba a pensar, pero sí la hacía sentir que había ido al sitio adecuado. Estar de vuelta en el hotel Gingerbread le alegraba el corazón y en aquel momento eso era lo que más necesitaba.

 

 

Cole Watson subió las escaleras de su casa… bueno, en realidad ya no era su casa, aunque siguiera pagando la hipoteca, con una botella de vino en una mano y una docena de rosas en la otra. Pero, cuando iba a meter la llave en la cerradura, se detuvo.

Aquella era la casa de Emily y ya no podía entrar cuando quisiera, algo que ella había dejado claro más de una vez. Él vivía en un dúplex al otro lado de la ciudad, un espacio propio tan vacío y tan solitario como una caverna. Ese era su hogar, le gustase o no, y su antigua casa era la de Emily. Y, por lo tanto, debía dejar de actuar como si pudiese entrar cuando quisiera, tomar el mando de la televisión y tumbarse en el sofá con los pies sobre la mesa de café.

Cole llamó al timbre, aunque le parecía rarísimo llamar al timbre de una casa cuya hipoteca seguía pagando cada mes.

Esperó unos segundos y, cuando no hubo respuesta, volvió a llamar.

Nada.

Por suerte, Emily no había cambiado la cerradura. Eso debía de ser una buena señal, pensaba mientras abría la puerta y se detenía en el vestíbulo. La enorme casa, decorada por profesionales, parecía vacía, triste. Setecientos metros cuadrados de brillante mármol, granito y muebles carísimos y, sin embargo, tenía un aspecto triste.

El cuenco de cobre que habían comprado durante un viaje a México seguía sobre la mesita del vestíbulo, esperando sus llaves. Y el correo al lado del cuenco, bajo la lámpara Tiffany que le había regalado en el primer aniversario. En el salón, a la derecha, el mismo sofá blanco con sillones a juego que Emily odiaba, pero que él había comprado de todas formas. Y, al final del pasillo, podía ver la mesa de hierro forjado de la cocina, un regalo de su madre.

La casa era la misma, pero… diferente. Extraña.

Cole vio entonces un papel sobre el correo y entendió por qué. Suspirando, dejó la botella de vino y las rosas sobre la mesa y tomó la nota.

 

Me he marchado de la ciudad y no sé cuándo volveré. No me llames, necesito tiempo para pensar y para decidir cuál va a ser el siguiente paso.

Emily

 

Esas frías palabras fueron como una bofetada. Pero estaban separados… ¿qué esperaba, una carta de amor? Aun así, le dolía en el alma. Y le recordaba que el matrimonio que él creía tener y su auténtico matrimonio eran dos cosas bien diferentes.

Emily se había ido de la ciudad. ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Se habría ido con alguien?

Esa pregunta lo hizo pensar en algo con lo que aún no se había enfrentado: si no eran capaces de solucionar sus problemas, tarde o temprano Emily encontraría a otro hombre. Otro hombre la vería sonreír, la haría reír, la abrazaría por las noches.

Y sería comprensible porque su relación se había roto meses atrás. Daba igual que él fuese incapaz de aceptarlo.

Su móvil sonó en ese momento y, suspirando, Cole respondió.

–Tenemos un problema con el lanzamiento del producto –escuchó la voz de Doug, su gerente–. Ha habido una tormenta en Japón y la planta que fabrica las pantallas ha resultado dañada. No saben cuándo volverá a funcionar.

–Busca otra fábrica.

–Ya lo he hecho, pero no tenemos material y pasarán dos semanas antes de que podamos producir más…

–Muy bien. Consígueme un billete para el primer vuelo… –Cole miró la nota, que aún tenía en la mano.

Necesito tiempo para pensar y para decidir cuál va a ser el siguiente paso.

«El siguiente paso».

Solo había dos opciones: volver a vivir juntos o divorciarse. Y no había que ser un genio para saber hacia qué lado se inclinaba Emily.

No me llames.

No quería que se pusiera en contacto con ella. El puente que había esperado tender entre los dos cuando apareció con el vino y las rosas se había esfumado. Además, Emily había subrayado esa frase, dejando bien claro que no quería que se acercase a ella.

Su matrimonio estaba roto.

–¿Cole? ¿Quieres un billete para la fábrica de Japón o para la de Polonia?

Cole Watson, que jamás había tenido un momento de indecisión en toda su vida, se quedó inmóvil en el vestíbulo de la casa en la que ya no vivía.

–Pues… –empezó a decir, mirando la nota de nuevo.

Necesito tiempo para pensar y para decidir cuál va a ser el siguiente paso.

Miró entonces la alianza que llevaba en el dedo desde diez años atrás y que no se había quitado nunca. Se imaginó que se la quitaba, que la casa se vendía.

Ninguno de esos pensamientos le produjo más que una punzada de tristeza.

Pero luego miró las cinco letras del final de la nota.

Emily.

Se había ido.

Pensarlo le rompía el corazón en pedazos.

Cole arrugó la nota y la tiró en el cuenco de cobre.

–Las pantallas pueden esperar –dijo por fin–. Tengo otro asunto más urgente que atender.

–Pero…

–No te preocupes, Doug, yo lo arreglaré –Cole notaba el pánico en la voz de su gerente, que solía asustarse primero y pensar después–. Cuando haya terminado, esto no habrá sido más que un pequeño incidente sin importancia, un simple tropiezo.

Pero mientras cortaba la comunicación, intentando imaginarse dónde podría haber ido su mujer y qué podría hacer para recuperarla, se dio cuenta de que no estaba hablando de las pantallas. Estaba hablando de su matrimonio.

Capítulo 2

 

EN EL pequeño y acogedor dormitorio en el que había pasado tantos veranos durante su infancia, una pantalla oscura y un cursor miraban a Emily, como esperando que empezase a escribir. Pero llevaba así veinte minutos. Escribía una palabra, la borraba, volvía a escribirla, la borraba de nuevo.

¿Qué le pasaba? En la universidad era capaz de producir historias cortas como una gallina poniendo huevos y, de repente, cuando por fin tenía tiempo para hacerlo, no era capaz de escribir una sola palabra. Aquel era su sueño y lo único que podía hacer era mirar la pantalla del ordenador. Las musas habían desertado de ella meses atrás y tenía que ordenar sus prioridades de nuevo.

Una ligera brisa otoñal entraba por la ventana, haciendo bailar las cortinas de encaje mientras los rayos de sol iluminaban la habitación blanca y azul. Podía oír la radio en el piso de abajo y a Carol canturreando. Era un lugar sereno, perfecto para trabajar, la clase de sitio en el que cualquier escritor se sentiría feliz. Bueno, cualquier escritor que no estuviese bloqueado como ella.

Emily sacó un sobre del bolso. La última carta de Melissa, que también había enviado a las otras chicas.

 

Queridas chicas Gingerbread:

Me río mientras escribo ese nombre. ¿Recordáis los veranos locos en el hotel Gingerbread? ¿Todas esas aventuras en el pueblo por las noches? Es lógico que alguien nos pusiera el sobrenombre de «Chicas Gingerbread» porque éramos inseparables.

Echo de menos esos días. Sé que nos hemos hecho mayores y cada una tiene su vida, pero cuánto echo de menos esos veranos, esa alegría. Esa es mi gran pena en este momento: que no hayamos encontrado un momento para vernos y ahora sea demasiado tarde. Ya no podré veros a todas juntas por última vez.

Prometedme que os reuniréis. Prometedme que mantendréis vivas a las Chicas Gingerbread, que cumpliréis vuestros sueños, aquellos de los que hablábamos tantas veces en el lago. Yo sigo teniendo mi piedra y a veces la acaricio y pienso en ese día.

Sois las mejores amigas que se pueda tener y siempre os estaré agradecida por los veranos que pasamos juntas.

Melissa

 

Emily, con los ojos empañados, dejó la carta al lado del ordenador, bajo la piedrecita ovalada que había guardado con ella durante los últimos quince años. Andrea y Casey tenían dos piedras iguales. ¿Las verían del mismo modo? ¿Recordarían ese día como lo recordaba ella?

Habían perdido el contacto con los años, separadas por sus trabajos, sus vidas, sus familias. Pero tal vez era hora de volver a reunir a las Chicas Gingerbread.

Sin pensarlo dos veces, Emily les envió un email, incluyendo el número de su móvil y una invitación para ir al hotel. Les contó el estado en que se encontraba y los planes de venta, aunque esperaba convencer a Carol para que no lo vendiese.

Y, en el proceso, escribiría el libro, maldita fuera. Cumpliría su sueño, tenía que hacerlo.

Entonces sonó un golpecito en la puerta y, un segundo después, Carol asomó la cabeza en la habitación.

–Llegas en el mejor momento. Estoy totalmente bloqueada, no puedo escribir una sola palabra.

–He traído café y galletas, tal vez eso te ayude. Pero antes, alguien ha venido a verte.

–¿Alguien ha venido a verme? –repitió Emily, sorprendida. ¿Quién podía ser? No le había dicho a nadie adónde iba. Nadie podía haberla encontrado. Nadie salvo…– Cole.

–¿Cómo lo has adivinado? Sí, Cole está aquí, esperando en el salón para hablar contigo –Carol hizo una mueca al ver su expresión–. ¿Te ocurre algo? ¿Quieres que le diga que vuelva más tarde?

–No, no –Emily sabía que Cole no aceptaría una negativa. Las cualidades que lo habían convertido en un empresario de éxito también lo convertían en un marido horrible que siempre quería salirse con la suya. Cuando salían juntos pensaba que eso demostraba que la quería más que a nadie en el mundo, pero estaba equivocada. Lo que Cole quería, más que nada o a nadie, era ganar al precio que fuera. Era así en las discusiones, en las decisiones, en todo. Y por eso se había hartado.

Pero él se negaba a aceptar el mensaje.

–Bajaré enseguida –dijo por fin.

–Tómate el tiempo que necesites, que sufra un poco. Yo lo mantendré entretenido –Carol se rio, poniendo una mano en su brazo–. Si te sirve de algo, parece estar hecho polvo.

Cuando Carol cerró la puerta, Emily se miró en el espejo de la antigua cómoda. Con el pijama de franela azul, el pelo sujeto en un moño desordenado y el rostro sin maquillaje no parecía la mujer de Cole Watson.

«Perfecto», pensó mientras salía de la habitación. Le daba igual lo que pensara Cole. No iba a seguir siendo la mujer que se angustiaba por una arruga en el vestido, la que se preocupaba de su imagen pública como esposa del presidente de una gran empresa. Iba a ser quien había sido antes.