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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Shirley Kawa-Jump, Llc.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Juntos otra vez, n.º 2139 - julio 2018

Título original: Back to Mr & Mrs

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-9188-620-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Si sus manos no hubieran estado cubiertas de masa de chocolate, Melanie Weaver se habría tapado la boca para no volver a decir sí en lugar de decir «no», que era realmente lo que quería decir.

Aun cuando había tenido toda la intención de negarse, se le había escapado el «sí».

«¿Quieres un trozo de bizcocho de frutas de la bisabuela?». «¿Puedes cantar “bingo”?». «¿No te encanta este suéter naranja?».

A ella no le gustaba nada el bizcocho de frutas, estaba harta del bingo y odiaba el naranja. No obstante, cada año, su bisabuela llevaba bizcocho de frutas para la cena de Navidad y Melanie tragaba un trozo elogiando las pasas. Los martes por la noche, iba al bingo organizado por la iglesia presbiteriana y en su ropero había tres jerséis de color naranja, regalos de su tía Cornelia, que había tomado su cumplido acerca de una chaqueta de color mango como prueba de su amor por aquel color.

Y siguiendo su tradición de decir algo equivocado en el momento inadecuado, había aceptado ir a la vigésima reunión de antiguos alumnos de su instituto.

–¡Será fantástico tenerte! –exclamó Jeannie Jenkins, antigua organizadora de eventos–. Todo el mundo está entusiasmado. Así que, espero verte. Estuve segura, al ver tu nombre en la lista, de que querrías ir. Quiero decir, debiste de olvidarte de contestar al ruego de respuesta o algo así…

Ella no se había olvidado de enviar la respuesta a la invitación porque no había tenido intención de ir, ni de contestar todas esas preguntas sobre dónde estaba Cade.

O peor, ver a Cade allí con otra mujer de su brazo. Era posible que su matrimonio estuviera muriendo, pero ella no estaba preparada para verlo con otra.

–La reunión es dentro de una semana. Volveremos a estar todos juntos otra vez en pocos días. ¿No te parece emocionante?

–Por supuesto. Muy emocionante.

Melanie intentó fingir entusiasmo en su voz. Quería ver a sus viejos amigos, tenía ganas de ponerse al tanto de sus vidas, pero la idea de encontrarse con Cade y recordar tiempos felices le resultaba insoportable. Su determinación fallaría, y emergerían todos esos «puede ser» que la habían retenido una y otra vez, pensando que las cosas podían cambiar y volver a ser como antes.

Fuera como fuese, no había forma de que las cosas volvieran a ser como antes.

Melanie había cambiado, y Cade no había aceptado esos cambios. Ella ahora tenía su negocio, una nueva vida. Una vida que ya no incluía a Cade.

Era por la tarde y Cuppa Life, su cafetería en el oeste de Lawford, Indiana, estaba vacía, a excepción de Cooter Reynolds, quien estaba bebiendo un refresco mientras leía el Lawford News y movía el pie al ritmo de la música de jazz. Ella tenía una hora hasta que apareciera la horda de estudiantes. Y con suerte, unos segundos hasta que apareciera su hija Emmie, quien trabajaba a tiempo parcial, para cumplir con su turno del jueves.

Pero Melanie no tuvo suerte porque Emmie se retrasó veinte minutos.

–¿Y? ¿Por fin fuiste a la universidad? –preguntó Jeannie. Sin esperar la respuesta agregó–: Yo no pude ir. Estaba tan harta del colegio cuando terminé, que lo último que quería era más… –dejó escapar un suspiro, como si Westvale High hubiera sido el equivalente a una prisión de seguridad.

Jeannie siguió hablando de lo duro que le había resultado el instituto, de cuánto había odiado las clases de Gramática y de la charla que le había dado la orientadora para que siguiera estudiando por lo menos una diplomatura.

Sus palabras golpearon el pecho de Melanie. Desde pequeña había querido tener su propio negocio. Se había pasado los veranos trabajando en aquel mismo sitio, ayudando a sus abuelos en la exitosa tienda de antigüedades que había entonces en el local. Su abuelo, que se había dado cuenta de que tenía aptitudes empresariales, la había animado a estudiar y sacarse un título en Empresariales.

Melanie había obtenido una beca en Notre Dame, y luego se había quedado atrás debido a su matrimonio, y por haber sido madre demasiado joven. Cade siempre le había dicho que tendría tiempo, pero había llegado el momento de que ella pudiera hacer algo y él había rechazado la idea.

Pero Melanie se había negado a seguir postergada. Cuando Emmie había crecido, había empezado a estudiar Empresariales por la noche, mientras trabajaba a tiempo parcial en la cafetería de la universidad de Indianápolis.

Allí se había sentido en su salsa. En aquel ambiente de camaradería se había reído más que nunca, había empezado a mirar al futuro con más ilusión y a sentir que había llegado el momento de hacer algo por su propio futuro. Después de dejar a Cade se había mudado a Lawford y había abierto su propia cafetería, en la que había intentado crear una atmósfera de comunidad en el frenético barrio de los negocios. Una vez obtenido el permiso para abrir el local, había puesto en práctica lo que había aprendido en sus clases de Empresariales.

Era posible que el bar no cumpliese su sueño de universidad y colegio mayor con el que había soñado en su época de instituto, pero eso no importaba. No habría cambiado aquellos años de criar a Emmie por un título.

Emmie había valido cualquier sacrificio. Sus risas, su primer día de jardín de infancia, los raspones de sus rodillas en sus intentos de montar en bicicleta, habían valido la pena… Incluso los primeros años con Cade habían sido maravillosos, llenos de risas y cenas a la luz de una vela, donde el único mobiliario del salón habían sido los cojines en el suelo de su apartamento.

Melanie intentó no recordarlo y concentrarse en revolver la masa del bizcocho de chocolate, mientras Jeannie no paraba de hablar de la reunión de antiguos alumnos.

–¿Y tú? ¿Qué has hecho en todos estos años? –preguntó Jeannie cuando hizo una pausa para tomar aire. Su voz fue interrumpida por un ruido en el teléfono–. ¡Oh, maldita sea! ¿Puedes esperar un momento? Tengo otra llamada, probablemente de algún otro antiguo compañero –desapareció de la línea.

Melanie hizo un resumen de sí misma. Era una mujer de treinta y siete años, casi divorciada, que regentaba una cafetería que finalmente había empezado a dar beneficios hacía tres meses. Su experiencia de diecinueve años de casada incluía el hábil manejo de una aspiradora y un lavavajillas.

Había sido una decisión consciente la de casarse, la única decisión que ella había podido imaginar cuando había visto aquellas dos líneas rosas en la prueba de embarazo tres semanas antes de la noche de la graduación. Ella recordaba haber estado excitada y asustada al mismo tiempo cuando lo había descubierto. Pero Cade, ¡cuánto echaba de menos a aquel viejo Cade!, Cade la había abrazado y le había dicho que todo iría bien, que atravesarían aquella situación juntos.

Así que se había casado con él, había tenido a Emmie y se había quedado en casa mientras Cade había trabajado y había estudiado Derecho. Años más tarde había celebrado cenas de negocios y había enviado notas de agradecimiento. Y siempre había protegido el fuerte de su hogar mientras Cade iniciaba el ascenso profesional en Fitzsimmons, Matthews y Lloyd.

–¿Melanie? ¿Estás ahí todavía? –preguntó Jeannie.

–Sí –Melanie terminó de revolver el bizcocho. Miró hacia un rincón y vio a Cooter, dormido en un sofá, con el periódico apoyado en su pecho.

–¿Recuerdas a Susan Jagger? –dijo Jeannie–. ¿Puedes creer que ha montado un negocio de jerséis para perros? ¡Tiene unas ventas millonarias! Oh, y, ¿recuerdas a Matt Phillips, el chico que siempre se sentaba atrás y que nunca decía nada? Ahora es un genio de la informática, una especie de Bill Gates… No le presté mucha atención… Porque no entiendo nada de ordenadores… ¿Y tú…? Estoy segura de que debes de haber inventado algo contra el cáncer o algo así…

–No exactamente –dijo Melanie.

No debía sentir envidia de que otra gente hubiera tenido más logros que ella.

Pero la sentía.

Se había pasado veinte años ayudando y apoyando a su marido. Y como siempre había apostado por mucho más en la vida, le costaba admitirlo.

–¿Y qué estás haciendo, entonces? –preguntó Jeannie.

Melanie respiró profundamente.

–Tengo una cafetería en Lawford. Y me va muy bien –dijo.

–Eso es estupendo… Todo el mundo bebe café…

Melanie puso la masa del bizcocho en el molde.

–De todos modos, el otro día estuve en el juzgado, porque tuve un pequeño incidente con mi vecina… Una larga historia… Y mientras estaba allí me encontré con Cade. Estaba haciendo algo de abogados… Le conté que no me habías escrito y me dio tu número de teléfono… ¡Así que debemos nuestro reencuentro a Cade!

Melanie resopló internamente. ¿Cuándo dejarían de hablarle de Cade? Ella ya no lo amaba. Hacía mucho que no lo hacía. Y era absurdo que se sintiera afectada por su voz, por su presencia o por oír hablar de él.

Pero una parte de ella, la parte adolescente y romántica que había soñado con un amor para toda la vida, reaccionaba ante él, lo deseaba y pensaba en él cuando llegaba la noche y la soledad se apoderaba de ella.

–De todos modos, me dijo que todavía estabais juntos. Desde el instituto. ¡Eso es tan romántico…! –suspiró Jeannie–. Sois un ejemplo esperanzador para los demás.

Melanie soltó la puerta del horno con el sobresalto.

–¿Que estamos todavía juntos? –repitió.

¿Cómo podía decir eso? Cade había recibido los papeles del divorcio. La había visto marcharse hacía un año. Aparte de alguna conversación acerca de Emmie y de verlo a distancia en los alrededores del campo de deportes de la universidad, no había habido contacto alguno entre ellos. Melanie había hecho todo lo posible para que él entendiera perfectamente que todo había terminado.

Pero al parecer, Cade no se había dado por enterado.

–¡Y yo que no puedo estar con un hombre ni cinco minutos! ¡No sé cómo lo hacéis! –Jeannie tomó aire–. ¡Os casasteis tan pronto después de la graduación…! Y luego os mudasteis, ¿adónde? ¿A Indianápolis? ¿Tenéis niños?

–Sí, una niña. Pero Jeannie, escucha…

Pero Jeannie no la escuchó y siguió hablando de que se había divorciado dos veces ya y de que estaba a punto de divorciarse por tercera vez.

–Hola, mamá –dijo Emmie cuando entró en la cocina.

–De todos modos, ya es hora de que terminemos con ese cuento de hadas –estaba diciendo Jeannie–. Mira Blancanieves, ¡siempre con el mismo vestido! ¿A qué hombre puede gustarle eso?

–Jeannie, Cade y yo…

–¡Oh, es hora de irme a que me hagan la manicura!

Melanie se miró las manos, sucias de mantequilla.

Tenía que decirle la verdad a Jeannie. Que pronto engrosaría las estadísticas de los divorcios… Que se había quedado embarazada con dieciocho años y que había vivido en un destartalado apartamento de Indianápolis antes de cumplir diecinueve. Que había estado cambiando pañales antes de tener edad suficiente para beber.

Que Cade había sido el que había continuado estudiando, gracias a que su padre había pagado sus estudios y le había dado un trabajo a tiempo parcial en el despacho de abogados de la familia para cubrir los gastos. Cade había sido quien había ido ascendiendo en su campo, con ella a su lado, dándole ese hogar que lo sostenía.

Desde que ella se había casado, su mayor realización había sido preparar un buen cappuccino. Bueno, eso y Emmie, pensó en el momento en que su hija entró en la cocina, le dio un beso en la mejilla y se puso a su lado para ayudarla con el bizcocho.

Emmie era alta y delgada, con el mismo pelo rubio de su madre, pero con los ojos grandes y profundos de su padre. Tenía el cuerpo atlético de Cade, el ingenio de Melanie, y casi siempre, unos modales dulces que habían sobrevivido a la adolescencia. Emmie era el orgullo y la alegría de Cade y Melanie. La única cosa que habían hecho bien juntos. No obstante, desde la separación, Emmie estaba más distante, más rebelde. Se había teñido la parte de arriba de la cabeza de rojo, llevaba pendientes por todas las orejas y su actitud era menos amistosa y más irritable.

Jeannie suspiró.

–¡Cuánto me habría gustado tener un matrimonio así! –exclamó.

Cuando Melanie fue a abrir la boca para decirle la verdad a Jeannie, se le hizo un nudo en la garganta y no pudo hablar.

No sabía si habría sido el orgullo, la idea de que la mirasen con lástima en la reunión, como si no hubiera estado a la altura de sus expectativas… o simplemente que todavía tuviera que quitarse la alianza, lo que le impidió confesar la verdad en aquel momento.

–¡Oh, Dios! ¡Casi se me olvida! Hemos pensado que Cade y tú deis el discurso de bienvenida. Los enamorados de Westvale High aún juntos y felices… –dijo Jeannie.

–Siento llegar tarde –susurró Emmie en el oído de su madre–. No me arrancó el coche y me han tenido que traer.

Melanie le hizo una seña de que terminaría en un minuto.

–No creo que sea posible, Jeannie. De hecho, no sé si voy a ir siquiera –Melanie se acercó al fregadero para lavarse las manos.

Emmie estaba poniendo el bizcocho en el horno sin que su madre se lo hubiera pedido. ¡Y estaba de buen humor!, pensó su madre.

Jeannie insistió en que Melanie tenía que ir a la fiesta.

–¿Mamá? La única persona que podía traerme era…

En aquel momento se abrió la puerta de la cocina y Melanie abrió la boca por la sorpresa.

Era Cade.

Cade entró en la pequeña cocina y pareció ocuparla por completo.

Melanie tragó saliva, sorprendida por su reacción de excitación ante la presencia de su marido, o mejor dicho, de su casi ex marido.

Al parecer, sus hormonas no habían recibido los papeles del divorcio, porque todavía mostraban atracción.

¿Y cómo no lo iban a hacer? Cade no había cambiado nada en el año que llevaban separados. Sólo tenía unas arrugas más alrededor de sus ojos azules. Era posible que estuviera un poco desaliñado por el estrés del día, pero seguía siendo sexy. «Realmente sexy», pensó ella. El deseo la invadió y sintió ganas de tocar su cara, de pasar una mano por su pecho, para sentir la seguridad de su cuerpo fuerte contra el de ella.

La temperatura de la habitación pareció aumentar.

La atracción nunca había faltado entre ellos. Pero un matrimonio no se basaba sólo en la atracción sexual. Necesitaban comunicación, comprensión, entendimiento, dar y recibir.

Y un hombre que quisiera que su esposa hiciera algo más que perfeccionar el bizcocho y cambiar pañales.

Cade seguía teniendo su porte atlético, sus anchos hombros, sus duros músculos. Pero no había sido sólo su físico lo que la había atraído de Cade, aunque no le había importado su envoltorio.

Habían sido sus ojos. Y su sonrisa.

En aquel momento no estaba sonriendo. Pero aquéllos eran los mismos ojos que la habían conquistado aquel año en la clase de la señorita Owen.

Cade siempre había tenido una idea fija, un solo camino por delante, como si hubiera tenido orejeras y no pudiera ver más que el camino que él había trazado para los dos.

El temporizador del horno sonó. El bizcocho. Tenía que ocuparse del bizcocho. Agarró una espátula y un paño, pero su atención seguía en Cade, no en el molde caliente que acababa de sacar del horno.

–¿Melanie? –preguntó Jeannie–. Tengo que irme al salón de belleza. Pero quería estar segura de que Cade y tú me hacíais este favor, ¿de acuerdo?

–Hola, Melanie –dijo Cade con su voz de barítono–. ¿Puedo quedarme un momento aquí? Tengo que hacer un poco de tiempo antes de una reunión.

–Sí, sí, por supuesto –dijo Melanie dejando la espátula.

–¡Oh, genial! –exclamó Jeannie–. Os veré dentro de una semana, entonces –rió–. A Cade y a ti. Será el mejor discurso del mundo. Vosotros tenéis facilidad de palabra…

–¡No! ¡He querido decir «no»! –gritó Melanie.

Pero Jeannie se había marchado.

El «sí» había sido para Cade, no para Jeannie, pensó Melanie.

Emmie sonrió a su madre, luego se dio la vuelta y desmoldó el bizcocho.

Melanie dejó la espátula en el fregadero antes de que pudiera volver a cometer el mismo error dos veces: decir «sí» cuando quería decir «no».