Juan Jiménez Ardana

 

Bitácora de la
«Vientos Perdidos»

 

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Primera edición: agosto de 2017

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Juan Jiménez Ardana

 

ISBN: 978-84-17005-84-9

ISBN Digital: 978-84-17005-85-6

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

In Memoriam Michael Fahey

A mis padres, Juan y Julia

 

 

Bitácora de la Vientos Perdidos

2 de noviembre de 1.895. Primer día de navegación.

Al fin, al fin zarpábamos.

Adiós, ciudad. Adiós crueldad del río. Cómo quisiera no volver a ver tus aguas turbias, tus aguas obscuras. Cómo quisiera no volver a ver los muros de esta ciudad dominada, subyugada, sometida por el río. Un río cruel. Un río sin alma.

Sin alma no. Con una alma hecha para dañar a sus gentes. Un alma obscura. Cómo quisiera no volver a ver estas aguas que ya dejamos atrás, en buena hora.

Velas negras.

Decían que habían visto aquella noche velas negras surcando las aguas del río. Velas negras. Una crueldad más de este río y sus aguas miserables. Velas negras que anuncian las desgracias. Siempre las velas negras en aquel río anuncian las desgracias. No sé qué desgracia anunciarían aquella vez. Esperaba que nosotros estuviéramos lejos, lejos de las aguas que ya íbamos dejando atrás, en buena hora.

Algunos marineros en el barco habían comenzado a hablar.

¿Vendrán con nosotros las velas negras?, parecía que decían entre dientes. ¿Habrán aparecido para ir delante de nosotros en este viaje?, murmuraban. Los marineros del bergantín goleta Vientos Perdidos miraban recelosos por la borda, por si veían en las aguas aquellas velas negras que decían habían precedido la partida del barco. Algunos ya buscaban sucesos, acaecimientos en la ciudad a los que echar la culpa de la venida de aquellas velas negras, como para dejar a salvo la larga travesía que acababan de emprender. Las voces de mando se sucedían en el barco. Sin embargo, al tiempo que las obedecían, los marineros echaban recelosas miradas a las aguas del río. Se fue extendiendo el rumor. Cuando abandonemos las aguas del río estaremos a salvo. Las aguas del río cruel y sangriento.

Hasta los pasajeros había llegado el temor a las velas negras. También ellos miraban con recelos las aguas de este río maldito. También ellos habían comenzado a creer que las velas negras serían su despedida de esta ciudad. También ellos comenzaban a creer que estarían a salvo cuando abandonemos las aguas del río. Las turbias aguas del río.

En cuanto a mí, no sabría decir si tales velas obscuras habían llegado al río o no. Sin embargo, sabía que no habrían de ser semejantes velas que presagian desgracias las culpables de los males de esta ciudad. La culpa es del río. Solo del río. La culpa es de las gentes que habitan sus obscuras orillas.

 

3 de noviembre de 1.895. Segundo día de viaje.

Ya quedaba atrás.

Nadie había llegado a ver ninguna vela negra.

Quedaban atrás el río y sus aguas oscuras. Se advertía el alivio en los viajeros del barco. Apenas quedaban miradas recelosas a las aguas del mar que entonces surcábamos. Como si todo hubiera quedado atrás. Como si aquellas velas negras, si en verdad hubieran llegado, presagiaran desgracias ajenas. Desgracias que iban quedado atrás, más atrás cuanto más empujaba el viento las velas del barco.

Vientos Perdidos. El nombre de este hermoso, ágil bergantín goleta que nos llevaba. Vientos Perdidos. No sabíamos adónde nos llevarían esos vientos, ni por dónde se perderían. Lo que deseaban con toda su alma los pasajeros, lo que deseábamos era irnos, marcharnos de las aguas de un río tan inhóspito, un río cuyas aguas pervierten todo cuanto toca.

Lento, lento me parecía el navegar de la bella goleta. Lento su navegar, y sin embargo, seguro, constante. Soplaban buenos vientos. Y, por el momento, no andaban perdidos. Era una nave veloz, una nave magnífica, mandada hacer expresamente para este largo viaje. Hecha con las mejores maderas, por los mejores constructores de barcos de Ciudad del Rio. Buenos barcos salen de sus atarazanas. Y éste, hecho por los mejores, según decían quienes habían visto su construcción. Cómo se hinchaban las velas, llevadas por manos maestras. Quien lo había mandado construir tenía los medios para hacerlo. Una gran familia de armadores. Los mejores armadores. Su historia les precede en los anales de la ciudad. Robusta y veloz. Aún olían las nobles maderas, el olor de la teca que iba dejando como estela. Aún olían las breas del calafateado. Qué hermosura las velas hinchándose con el viento, el soplar del viento en el rostro, la sal que el aire llevaba queriendo quedarse en los labios.

Era hermoso navegar, dejarse llevar por el viento. Ya sean vientos que se pierdan por esos mundos. El viento me soplaba en el rostro mientras escribía estas palabras. El viento que nos alejaba de la negrura, de tanta obscuridad, de las aguas turbias.

Atrás las aguas turbias, las aguas emponzoñadas de aquel río miserable, que no nos había traído más que desgracias. Ellos me miraban. Mis compañeros en este que habrá de ser un largo viaje, no dejaban de mirarme. Tal vez se preguntaban qué era lo que escribía. Quizá recelaran de lo que iba dejando escrito.

Quien me echaba miradas terribles era el capitán. Desde su puesto de mando, en el castillo de popa, junto al piloto de la nave. Miraba la mar, y se volvía de cuando en cuando para mirarme a mí, a todos nosotros. Había una mirada de desafío en su rostro de viejo marino. Estaba cumpliendo un deber, y asomaba el disgusto a su rostro. Aquellas eran miradas purulentas. Estaba acostumbrado a cumplir con su deber, el veterano marino militar. Mas no podía evitar que asomaran a su rostro aquellas miradas purulentas, aquellas miradas infectadas.

Nos miraba desde su superioridad moral. Nos miraba con cierto desprecio, y hasta asco. Ignoraba cuánto podía saber de nosotros. No sabíamos cuánto podía saber. Y, sin embargo, me parecía que le hacía más daño cuanto sospechaba que aquello que sabía con certeza.

El piloto también escrutaba su rostro. Me parecía que también quería saber. Saber lo que sabía su capitán. Pero el rostro del capitán estaba en sombras. No mires a tu capitán, piloto, solo llévanos. Guíanos por esta mar que nos aleja de las aguas turbias, de las aguas cenagosas, de un río de sangrientas aguas. Llévanos lejos, ya sea lentamente. Llévanos lejos.

 

4 de noviembre de 1.895. Tercer día de viaje.

Alejándonos, alejándonos. Era veloz la goleta, a pesar de su robustez. Comenzaba a amarla, a admirarla. Me gustaba andar descalzo por su cubierta. Sentía sus maderas como la piel de un inmenso animal. Me gustaban sus vaivenes, la mecida de su navegar con aquella mar en calma, para nuestra suerte. Y llegaría el día en que no soplara el viento, que echáramos de menos aquel viento que empujaba las velas. Aquel viento que nos llevaba.

Era curioso, extraño, cómo la gota temblaba en el viento antes de caer al tintero. Qué difícil sería escribir la bitácora con el mar embravecido. Pero escribiría, era cuanto que quedaba ya. Escribir la crónica de aquel viaje, no sé adónde, pero lejos, muy lejos de la Ciudad del Río.

Por todas partes, miradas de recelo. Miradas de recelo que circundaban a quien escribía malamente estas líneas sobre la cubierta del barco. Tal vez deseaban que escribiera a escondidas, en las sombras del barco, lejos de sus miradas. Algunos habría que desearan que ni siquiera escribiera. Miradas de recelo me rodeaban. Había de guardar la bitácora lejos de sus manos. Había de llevarla siempre conmigo. Defender la tinta negra, las páginas con mi vida.

 

Isabel me miraba. Isabel de Mendoza me miraba desde su altiva hermosura. Luego desviaba la mirada para volverla hacia el mar. Los flecos de la estrecha sombrilla que llevaba tremolaban con el viento. Se la veía inquieta. Miraba hacia la lejanía del mar, allá adelante, hacia donde navegábamos, pero más aún se la veía mirar hacia atrás, allá de donde veníamos, como si temiera que algún barco viniera en persecución nuestra, o que el viento se calmara de tal manera que nos impidiera seguir navegando, solo llevados por la corriente, hacia no se sabía dónde.

De cuando en cuando también me miraba. Como todos, como todos los ojos en aquel barco, querían saber qué escribía. Y yo se lo diría, si me lo preguntara. Le diría que hablo de ella, de su altivez, de sus miradas perdidas en el mar, de sus temores. Pero nada me preguntaba, y yo nada le decía.

Luis Vaz permanecía en el interior del barco. Luis Vaz de Lema no quería ver el mar. No quería ver cómo las olas lamían las maderas de esta belleza de barco. Abajo, a escondidas en los camarotes, junto a Tristana Ulloa, Diego de Bernardo, Joaquín Díaz de Valmez y los otros. Como animales enjaulados, lamiéndose las heridas. Mirando el mar a través de la estrechez de los ojos de buey de los camarotes. Y en silencio la mayor parte del tiempo. Callados, contemplando solo cómo el viento nos alejaba de una ciudad ingrata, de las aguas de un río perverso.

Contaba las horas, las veía desgranarse despacio desde aquel lugar de la cubierta donde escribía. La mañana se transformaba lentamente en mediodía y, más lentamente aún, en la tarde. Y llegaba la noche. No era bastante el viento. Cómo quisiera que soplara con fuerza sobre las velas. No era bastante.

Lo maldecía, en cada hora lo maldecía.

Había subido Tristana, Tristana Ulloa, a la cubierta. Me rodeaba. Daba barzones en torno a mí. Miraba el mar, apoyada en la borda, una borda que a veces veía demasiado baja, demasiado baja. Miraba el mar y se volvía, con un esbozo de sonrisa en el rostro. No le devolvía la sonrisa, y escribía, escribía estas palabras. Se volvió, venía caminando despacio hacia donde me hallaba, sin dejar de mirarme, sospechaba. Dio unas vueltas en torno al lugar en donde me sentaba. Se detuvo. Alcé la mirada. Yo nada decía, ella nada decía. Se sentó a mi lado. Trataba de escudriñar lo que escribía. Le hurté la página que estaba escribiendo.

¿Qué escribes?, me preguntó.

Una bitácora, respondí.

¿Y qué cuentas en ella?

La historia de este viaje.

Ninguna palabra más salió de mis labios. Tan solo escribía lo que acababa de decir. Ella entonces dejó de mirarme, y miraba hacia el mar. Sabía que así se daría cuenta de que nada quería decir sobre lo que escribía. Tenía la sospecha de que la habían enviado ellos, Luis Vaz y los demás, para espiar lo que escribía. Sin embargo, no creía fuera por ella. Era solo el temor a lo desconocido, a lo que habrá de venir.

Ella, sin embargo, seguía junto a mí. Tenía entonces la sospecha de que en aquel momento se quedaba solo por sí misma. Quería tener aquella sospecha. Que ya no se quedaba a fisgonear en lo que escribía. No se la veía desviar la mirada hacia el cuaderno, hacia la bitácora. Contemplaba la lejanía. Alguna vez me miraba a mí.

¿Qué va a ser de nosotros?, dijo. Y escrito quedó.

Por un momento dejé de escribir. No quería mirarla. No quería que viera la verdad en mis ojos. Y dije tan solo:

No lo sé, para luego seguir escribiendo.

Ella suspiró, suspiró a mi lado. Un prolongado suspiro, largamente contenido. El viento se llevaba su largo suspiro. Para empujar acaso las velas. Para alejarnos de las aguas turbias.

Se levantó. Se acercó a la borda. Se dio la vuelta. Con lentos pasos se fue.

No sabía. No sabía qué iba a ser de nosotros. Ni siquiera sabíamos adónde íbamos. Tal vez nuestro destino solo lo conociera el capitán. Aquel capitán de mirada dura, de mirada pétrea, de mirada antigua. Tal vez nuestro destino estuviera solo en sus manos.

 

La tarde fue cayendo. Llegaba el anochecer. Apenas podía ver la lo que escribía. Y, sin embargo, estaba empeñado en seguir escribiendo allí, al aire libre, al aire del mar, acompasado por el ruido de las aguas lamiendo la hermosa, lenta goleta. Ya sabía que aquello último no era cierto, pero a mí me lo parecía, ni por un minuto dejaba de parecérmelo.

Me las había apañado para llevar un candil hasta el lugar donde escribía en la cubierta. Algo más podría seguir allí escribiendo. Sin embargo, tendría que bajar al fin. Comenzaba a refrescar. La brisa de la noche cargada de humedad llegaba hasta mí, y no podía esconderme de ella.

Había tenido que consentir. Al fin había cedido, resistiéndome cuanto podía a bajar a la cubierta de los camarotes. Había bajado trabajosamente, alumbrándome con el candil y los utensilios para escribir, las plumas, el tintero, el cuaderno de bitácora. Entonces escribía en la estrecha mesa del camarote. Un camarote que no había de compartir con nadie. No sabía si había sido una deferencia conmigo, o una forma de aislarme de todos los demás. Una especie de castigo, que agradecía. Sabía también que era el camarote más pequeño de cuantos había en la goleta. No me importaba. Aprovechaba cuanto me era dado mi soledad. Tal vez fuera mejor así. Escribir así lo que había de dejar escrito en aquel momento

 

Tenemos las manos manchadas de sangre.

 

8 de noviembre de 1.895. Séptimo día de viaje.

Las manos manchadas de sangre. Contemplaba lo que había escrito. En mi desvarío, me daba por pensar que debería haberlo escrito con sangre. Con mi sangre, tal vez, o con la sangre de alguno de ellos. Con la sangre de todos ellos. No sé. Era un desvarío.

Había podido escribirlo entonces allí, cuando estaba refugiado, escondido en mi camarote. Me preguntaba si allí arriba, a la luz del sol, el viento soplando sobre la página que escribía, hubiera sido capaz de escribirlo así, con tanta crudeza, con tanta verdad.

Sí, allí oculto. Oculto a sus miradas de reproche. A las miradas de ellos, aquéllos que aún eran capaces de asomar los rostros por la cubierta del barco. A salvo de la dura mirada de reproche del capitán, no sabía, no sabíamos cuánto podía saber.

 

Fui yo quien llevé sus obras. Nadie le conocía cuando llevé sus libros a la Ciudad del Río. Nadie había oído hablar de él. Su nombre era desconocido. Nadie sabía de las obscuridades, de los obscuros misterios de su nombre.

Fue en un viaje a Nueva York, hacía ya años. Nueva York, esa ciudad de locura y desasosiego. Esa ciudad que encandila el alma, y la perturba. Qué lejos nos ha quedado siempre aquella ciudad. Qué lejano su nombre entre nosotros. Por eso tuve que ir, para verla, para saciarme de ella. Para saciarme de aquel país que había comenzado a elevarse por encima de todas las cosas del mundo. No he de contar ahora las miserias que hube de pasar. No he de contar ahora las amarguras de un recién llegado que solo tenía su pluma para sobrevivir. Mis padres, una familia de pequeños comerciantes de Ciudad del Río, solo había podido darme el dinero para el pasaje. A partir de ahí, había de componérmelas como buenamente pudiera. Y así lo hice. Tenía, al menos, una gran ventaja. Había estudiado en profundidad la lengua de Shakespeare, a quien siempre había amado, por quien siempre había querido conocer aquella lengua extraña. Y con mi lengua inglesa me marché. Y unos pocos libros en una maleta.

No he de contar ahora aquellas miserias, pero he de contarlas algún día. Me hallaba ante aquella librería, ni siquiera recuerdo ya el nombre de la calle. A aquella hora del día los cristales relucían golpeados violentamente por el sol, tanto que apenas dejaba ver los libros expuestos. Yo, como podía, me asomaba a aquella hermosura que eran los libros que se mostraban tras los cristales. Con aquella luz, parecía que los libros querían esconderse. No podía resistirme más. Empujé la puerta y entré. Una campanilla avisó de mi presencia. En aquel momento, veía a los dependientes de la librería en la parte interior, ocupados con otros clientes. No importaba, yo sabía lo que quería. Había descubierto a este autor. Me habían hablado de él, en palabras a veces susurradas, como quien habla de un maldito, de un miserable. Había llegado a leer alguna obra suya, pero para mí aquello no era bastante. Quería más, le buscaba. Había ido allí para ello. Busqué entre los anchos, inacabables estantes. Al fin lo hallé, como quien halla un tesoro oculto.

Tenía en mis manos la primera recopilación de los cuentos completos, en una edición reciente. La edición de 1.845, de Wiley & Putnam, de los Cuentos de Edgar Allan Poe.

Lo pagué. Había conseguido reunir el dinero con esfuerzo. Me consolaba, cómo no iba a consolarme. No tanto esfuerzo como el que aquel autor había tenido que escribir su obra. Cómo no iba a consolarme. Más tarde, con más esfuerzo, llegué a hacerme con su poesía. Solo por ello había merecido la pena tantos sinsabores que había padecido en aquella ciudad. Aquella ciudad que estaba engrandeciendo, dándole más anchura al mundo. En ella había vivido un tiempo el autor de aquella obra. Allí habían visto la luz sus páginas enfebrecidas, geniales. En aquella ciudad, con gran penuria y mucha ayuda, había logrado publicar algunos de sus poemas. Las páginas que había dejado al mundo.

Y entonces allí, en las páginas de mi bitácora, había de culparme. No tenía más remedio que culparme, pues fui yo, mi mano, mi anhelo, quien, guardando cuidadosamente aquel y otros libros de Poe, los llevó hasta la Ciudad del Río. Fui yo quien los llevó hasta la ciudad de las obscuras aguas. Quien los dio a conocer en la ciudad que ahora, en buena hora, dejamos cada vez más atrás.

¡Qué lenta, qué lentamente!

Celosamente, guardé aquellos libros, ya tantas veces leídos, tan anotados, tan diseccionados. Fui yo quien quedó atrapado en sus obscuridades, en sus magistrales desvaríos, en su grandeza misteriosa. Fui yo quien quiso llevar todo aquello a una ciudad, a un mundo que lo ignoraba. Sí, fui, yo. No puedo dejar de culparme por ello cada día que pasa.

 

6 de noviembre de 1.895. Décimo día de viaje.

Había estado un día sin escribir la bitácora que me alentaba y me sostenía en aquellas malas horas. Un día en el que había sido yo quien más había estado recluido en el reducido camarote. Horas en las que apenas había salido de allí. Tan solo para ver cómo las aguas nos alejaban, despacio, despacio, como si yo mismo pudiera ayudar a aventar las velas, a impulsar nuestra huida. Al menos, el aire era fuerte y, sobre todas las cosas, constante. El capitán, el contramaestre, el timonel, los tripulantes, viejos lobos marinos que sabían bien los caminos de la mar.

La mirada del capitán oteando el horizonte era como una garantía, como una salvaguarda de nuestro destino. A veces me parecía como si el mismo Dios hubiera trazado nuestra derrota, y no pudiera sufrir deriva alguna. Llegaría el día en que descubriría cuán equivocado estaba.

Largamente había meditado en aquellas horas dilatadas. Meditar en quién sembró la semilla de cuanto nos ocurrió, cuanto el malhadado destino nos preparaba. Mi estancia en una de las ciudades americanas del maestro tocaba a su fin. Algún día habré de contar aquellas vicisitudes, los motivos que me llevaron a ella, las amarguras, las felicidades que colmaron mi alma tan lejos de casa. No había de ser entonces, sin embargo. En aquel momento había de dejar escrito en la bitácora que los libros iban de mi mano hasta Ciudad del Río, adonde yo regresaba tras larga estancia en la ciudad que emergía de entre todas las ciudades del mundo. Aún los leía, aún estaban en mis manos, desvelaban sus obscuras, sus increíbles, sus difíciles historias. Aún me asombraba, siempre me asombraría ya en aquellos descensos a los infiernos, a las profundas tinieblas del alma.

Ya pensaba, en los largos días de vuelta, en hacer partícipes a mis amigos de cuanto había hallado en aquellas alucinadas páginas. Pensaba en mis amistades. Las amistades que había dejado para recorrer el mundo. Pensaba en ellos cuando leía aquellas crónicas magistrales de lo misterioso, de lo obscuro, del terror, de la maldad, del crimen. Así volvía a la ciudad, tras unos años de viaje por el Nuevo Mundo. Quería compartir con ellos cuanto había hallado. Mientras comenzaba a escribir una crónica de cuanto había visto, hacía anotaciones a aquellas obras. Yo había comenzado a escribir la crónica de cuanto había visto, de cuanto había padecido, de los avatares que me habían acontecido más allá del mar. Y entonces me daba cuenta de que estaba ante las páginas de un nuevo genio. De una forma nueva de ver el mundo. Una forma que iba a cambiar, que iba a alterar la forma de contarlo. Y yo, leyendo aquellas páginas, asistía a ello, como quien asiste a una gigantesca representación dramática, a una inmensa obra de teatro.

Estaba tan impaciente por llegar. Hasta el día en que llegué y pude al fin compartir aquellas páginas con ellos. Ellos, mis amistades, que no habían llegado a entender por qué me iba. Tenía el anhelo de que llegaran a entenderlo cuando les mostrara aquellas páginas singulares. Ellos, mis amigos, mis compañeros en las aventuras literarias, en las aventuras poéticas. Me presenté ante ellos. Me presenté con muchas historias que contarles. Me presenté con unos pocos libros bajo el brazo.

Cuando les dejé nos reuníamos en una antigua y noble finca, a orillas del río. La casa Vaz de Lema. Se trataba de una finca de la familia que había heredado el vástago mayor de la familia, Luis Vaz de Lema. Poco a poco, Luis Vaz de Lema la había ido convirtiendo en un lugar donde se reunía lo más granado de las artes y las letras, o bien aquéllos a los que el propietario tenía el deseo de invitar. Sin embargo, no eran muchos quienes allí eran bien recibidos por el anfitrión. Y sí muchos quienes, habiendo sido invitados alguna vez, ya no volvía a vérseles por aquel exclusivo lugar.

Por mi parte, yo era uno de aquellos que entraba y salía, que iba y venía. Nunca llegué a sentirme uno de los suyos. Un hermano de sangre, como a veces se hacían llamar entre ellos. Más de una vez recibía miradas de sospecha. Sin embargo, a alguien debía tener de mi parte para que soportaran mi presencia en aquel lugar durante tanto tiempo. Se decía que no eras nadie en la obscura Ciudad del Rio si no pasabas por allí. Que dijeran lo que quisieran, pensaba tantas veces.

Lo que yo buscaba en aquel lugar era un poco de consuelo de las turbiedades de las aguas del río. A veces lo hallaba, a veces no. El selecto cenáculo de Lema. A veces tertulia, a veces conciliábulo. Y a veces conjura. El lugar donde muchos quisieran estar. El lugar de donde casi nadie quería irse. A aquel lugar llevé las páginas de un nuevo genio. Las recibieron, en un primer momento, indiferentes, distantes, fríamente. Sin embargo, pronto aquella frialdad inicial se convertiría en pasión. En pasión desatada, irrefrenable.

Ardía en deseos de mostrarles aquellos libros, aquellas páginas nuevas. No fui capaz de otra cosa, sino de llevarles las páginas en cuanto puse un pie en tierra, la misma tarde en que arribé a aquella ciudad, a su río de aguas turbias. Allí estaban todos ellos, Luis Vaz de Lema, Isabel de Mendoza, Tristana Ulloa, Diego de Bernardo, Joaquín Díaz de Valmez, junto a algunos otros. Y al fin mi desaparecida, acaso huida persona. Aquello, o alguna cosa semejante, parecían reprocharme con sus rostros de expresión fría, casi indiferente. Los rostros de aquellas personas, aferradas a su ciudad y a su perverso río, parecían querer expresar la ignorante frase, no hay nada más allá en el mundo que no pueda haber aquí.

Sin embargo, yo quería demostrarles que sí lo había. Que no todo se reducía a las orillas de aquel río maligno. Y que tenía en mis manos los libros con los que podía hacerles la demonstración. Tenía el propósito de leerles las páginas asombrosas, leerles las páginas que les adentraran en retorcidos infiernos, el descenso a los infiernos del horror, del horror de nuestros días, que Dante había dejado abiertos.

No fue tarea fácil. La indiferencia, el desprecio por lo ajeno a lo suyo, a lo de siempre, había creado en ellos una capa difícil de atravesar. Sin embargo, yo iba dejando caer las palabras en sus mentes, en sus pensamientos. Iba sembrando la semilla lentamente, página tras página.

Había comenzado, antes que ninguna otra cosa, por leerles el poema El Cuervo. Sus negras, sus oscuras alas se desplegaron en la inmensa sala donde nos reuníamos. Yo había hecho apagar las grandes luces, de manera que apenas unas pocas velas nos iluminaban aquella noche. La sombra del obscuro pájaro y sus asertos nos fueron cubriendo poco a poco.

Mi voz lúgubre, mis palabras pausadas.

Mis gestos dramatizados.

Mi voz obscura gravitando sobre los allí presentes.

De tal manera lo declamé, de tal manera lo expuse, que no se podía hacer otra cosa que decir: Aquel pájaro negro había venido para quedarse entre nosotros.

Yo les traducía lentamente las palabras, las sombras del poema, una traducción que ya hacía tiempo que había dejado escrita. Sostenía el libro en las manos, pero no lo hubiera necesitado. Sostenía el libro en las manos para que quedara en su memoria el nombre del autor y su título. De cuando en cuando, abandonaba el libro, y miraba hacia la puerta del salón, como si hubiera estado allí, hacía un momento, aquel pájaro aciago que venía a traernos las sombras inquietas de nuestra memoria.

Temblaba mi voz al hablar quien lo había escrito. Como las pocas luces temblonas de las velas en las paredes. Aquel pájaro maligno, cruel y certero, también les estaba hablando a ellos a través de mis palabras, acabadas de llegar del Nuevo Mundo.

“¿Cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?”

Dijo el cuervo: “Nunca más”.

El cuervo llamado Nunca Más. La amargura misma hecha pico y alas. Alas negras posadas en los pensamientos de quienes escuchaban, de quienes ya no podían dejar de escuchar. Todos los presentes comenzaban a conocer a través de aquellas negras, hermosas palabras, la vida de quien las había escrito, en un estado de amargura final. Hasta el último trago de la hez de la copa que aquel cuervo le tendía.

Leonor, Leonor

El nombre de ella sonando, vibrando en mis palabras aquella lúgubre noche del alma. Y sin embargo, la amargura, vieja amiga, vieja compañera. Tan solo en una forma nueva. La forma de aquel pajarraco que viene a mostrar los malos agüeros. Le llama profeta, augur de las tinieblas. Le llama ser malvado, diablo alado.

El pájaro siempre se quedará con él. Ya nunca más se irá. Allí, dramáticamente posado. Allí para siempre. Para siempre, en el hermoso poema que le dio aciaga presencia.

Ahora ya sabe lo que será su vida.

Nunca más.

Nunca más volver a amar. Nunca más la dicha. Nunca más la gloria. Se quedó con él. Como se quedará aquel pájaro con nosotros. Silencio. Silencio de muerte. Todos miraban hacia las alturas, todos miraban las ventanas, todos miraban hacia la puerta.

Silencio, silencio aún. Las palabras del poeta venido del Nuevo Mundo han transformado aquella indiferencia, aquel desprecio en obscuro silencio.

Ellos, al menos algunos de ellos, parecían saber que aquel aciago pájaro había venido para quedarse entre nosotros. Lo sospechaban, al menos. Sospechaban de aquellas alas negras, sospechaban de mis palabras, de mis gestos. Sospechaban de mi callar.

Se miraban unos a otros. Largas miradas. Acaso algunos no habían entendido aún. Necesitarán oírlo más veces, necesitarán leerlo con sus propios ojos. Haría copias del poema. Se las daría.

Parecían poco a poco despertar de su asombro. Se miraban entre ellos. Miraban a Luis Vaz de Lema, el anfitrión, el alma de aquella casa. Y Luis Vaz de Lema me miraba a mí, con una mirada que parecía no perdonarme nunca el haber traído aquel pájaro negro a su casa.

 

12 de noviembre de 1.895

En los días que siguieron el pájaro obscuro no solo no se espantó, sino que siguió extendiendo sus alas por la casa, su larga sombra sobre las vidas de todos nosotros. Les fui leyendo las obras que traía. Fui leyendo los cuentos, las crónicas de las tinieblas. Los crímenes que las historias contenían.

Y todo cuanto leía, lo leía ante la presencia, bajo las alas de aquel pájaro negro. Ya no se iría el pájaro Nunca Más. Allí, posado, inquietante, asistiendo a todas las reuniones. Callado, mudo, siniestro. Recordándonos el terrible sufrimiento de alguien, recordándonos nuestra miseria humana. Cómo iba a perdonarme el dueño de la casa haberlo traído, haberlo llevado hasta ellos. Aquel pájaro negro y sus lúgubres recuerdos en una casa tranquila, sosegada, de plácidos atardeceres, junto a la orilla del río. Fluyendo sosegadamente, como las aguas del río.

Y, sin embargo, las aguas turbias. Las aguas de un río que iban a volverse cada vez más obscuras.

Yo hacía circular copias de aquel poema, las palabras que previamente había traducido. Albergaba la intención de hablar con algún editor y proponerle la edición de aquellas obras, desconocidas aún en la ciudad. O tratar de editarlas yo mismo. Aquello sería más tarde. Por aquel entonces las iba traduciendo poco a poco. Y las iba leyendo en la casa Vaz de Lema. Y también en las tabernas. En las tabernas del río. Ya había recibido malas miradas por parte de mis compañeros de tertulia, de conciliábulo, al enterarse de que estaba llevando las alucinadas crónicas, los poemas de Poe a ciertos tugurios, como si el pueblo, el pueblo marinero no fuera digno de recibir aquella alta literatura. Allí, a ellos, a las gentes del río, les leía una parte de la historia, sin acabarla, diciéndoles que volvería. Y cuando volvía me esperaban. Algunos me esperaban.

Ya comenzaban a llamarme el poeta, el cronista del río. Muchos no entendían las historias. Había de repetirlas. Y volvía a leerlas. Así, de aquella manera. Unas páginas cada noche. Aceptaba bien el vino que me ofrecían. Me sentía como un trovador del río. Y seguiría volviendo, aunque tuviera que soportar las malas miradas de la alta casa Vaz de Lema, junto a la orilla del rio.

Aquella casa, junto a la orilla del río. Allí me quedaba tantas horas viendo pasar las aguas. Contemplaba cómo se iban enturbiando cada día, cada noche que pasaba. Y las miradas de las gentes del río no lo sabían. Nadie alcanzaba a ver la sangre que había arrastrado aquel río a lo largo de su inacabable fluir. Nadie alcanzaba a ver que las aguas se iban volviendo cada vez más turbias. Y que pasaban así, ante nuestros ojos.

Mientras leía en la casa Vaz de Lema, observaba la mirada esquinada de nuestro anfitrión. En los atardeceres del estío nos reuníamos en los jardines de la casa, que daban al río. Mis palabras allí se las llevaban las aguas. Tal parecía que caían en ellas, que flotaban en ellas un tiempo, hasta que se hundían. Las aguas se las llevaban. Y quedaban en las memorias de todos nosotros. En cada cual a su manera.

A pesar de que hablaba para todos, el narrador de aquellas historias a la orillas del río no podía dejar de confesar que dirigía aquellas palabras, por encima de todas, a una persona. Quiero aquí dejar constancia de que quería enamorar a Tristana Ulloa con aquellos relatos, que ni siquiera eran míos. Decir que me servía de la pasión que otro había puesto en ellos, de su inmenso talento desplegado para enamorarla con mis traducidas, sentidas palabras.

Y, sin embargo, ella esquivaba mis miradas, miraba a otros. Miraba a Luis Vaz de Lema, como atraída por su poderosa, fascinante mirada. Le daba la mano en los pasajes más aterradores de las historias. Miraba a Diego de Bernardo. Sus miradas cómplices con Joaquín Díaz de Valmez. Sus miradas al suelo, como si no quisiera seguir escuchando aquellas historias que yo contaba con toda mi pasión, con toda el alma. Hasta a las mujeres miraba. Como si quisiera hallar en ellas el consuelo de sentirse aterradas, pero atraídas sin remedio, subyugadas por aquellas palabras.

Que no eran mías, que eran solo prestadas, que eran postizas. Y ella parecía advertirlo. Advertirlo más que nadie. No sé expresarlo bien. Asomaba tantas veces a su rostro algo que podría decirse semejante al desencanto. Como si acaso ella esperara alguna otra cosa de mí. Algo que yo no podía, no sabía darle. Y entonces su hermoso rostro se volvía hacia otras cosas, desatendía lo que estuviera leyendo, lo que yo estuviera diciendo, interpretando también, y su mirada se perdía en otros mundos, en otras gentes. Era amargo para mí. Para quien esperaba, quien había esperado subyugarla con aquellas historias, historias que, es cierto, no eran mías, pero que yo había hecho mías, atravesando un océano para descubrirlas, para dar con ellas, trayéndolas con verdadera ilusión, vertiéndolas a la lengua española con todo mi saber, con toda mi pasión. Declamándolas allí, interpretándolas para que se entendieran, para que se divulgaran como se merecían.

Y ella apartaba la mirada de mí.

No sabía ya de qué modo complacerla, cómo llegar hasta su alma. Era desesperante, era triste aquel trance. Ante ello, tan solo el consuelo de ver cómo los ojos de los presentes estaban pendientes cualquier gesto mío, cómo se habían quedado prendidos de mis palabras, cómo esperaban el desenlace de las historias, cómo se adentraban, en fin, en la mente imaginativa, prodigiosa, del autor.

Cómo llegar hasta su alma, me preguntaba. No podía dejar de preguntarme cómo llegar a su alma.

La velada había terminado. Yo la había dado por terminada. Ella se había levantado antes de acabar la historia, y se había ido hasta los árboles junto a la orilla del río. Yo dejé de leer. Dejé todo en suspenso, a la espera de un nuevo día de narración, de crónica. Les dejé sin el final, como hacía en las crónicas de las tabernas. Como se hacía en los diarios con las historias que iban apareciendo cada día, o tal vez cada semana en ellos, a la espera, para que desearan volver a escucharme. Sin embargo, lo que en verdad quería era ir tras ella, ir tras ella para hablarle. Y así, di por conclusa la historia por aquella noche. Y fui tras ella, todavía con los papeles en las manos.

Estaba sola, mirando cómo el río pasaba. Cómo pasaban las aguas turbias, las aguas que aún no aparecían ensangrentadas. Me inquietaba verla allí. Verla contemplar cómo pasaban las aguas obscuras.

Me acerqué calladamente a ella. Una luna escondida a veces tras las nubes iluminaba el río. Las aguas lamían aquella luna. Parecían querer llevársela con ella, llevarse la única luz que allí había, lejos los fanales de la casa. La brisa hacía temblar los papeles en mis manos.

Callaba, pues no sabía bien qué decir. Ella había advertido mi presencia, pero no lo denotaba, seguía mirando pasar las aguas. Como si pudiera ver allí, en las aguas, cómo acababa la historia.

Y aquello mismo le pregunté, si había venido a ver en el río cómo acababa la historia.

Me dijo que no. En el río no acaban las historias. El río se las lleva.

Era cierto, pensé. Al fin, el río se llevará todas nuestras historias.

Sí, el río se nos llevará. Le respondí. Pero algo ha de hacerse antes de que nos lleve.

Me miró. Sonreía.

Algo ha de hacerse, repitió, como un eco cercano de mis palabras. Como crear historias para contarlas a la orilla del río. ¡Cuánto me hubiera gustado conocer a ese Edgar Allan Poe que nos has traído!

¿Qué era aquello que sentí, aquella punzada profunda? ¿Qué era aquello que apenas me dejaba respirar, que me hería desde muy adentro? Hubiera querido decirle, pero él está muerto y yo estoy aquí, nosotros estamos aquí. Y no lo dije, callaba. Con aquel silencio quería decirle tantas cosas, tan difíciles de decir. Sabía que si no decía algo se marcharía. Tal vez también se marcharía aunque lo dijera. O acaso dependía de qué palabras, de cómo decirlas.

Tal vez haya alguna manera de atrapar las historias que lleva el río, que no se las lleve para siempre.

Y, acabadas de decir, ya se llevaba el río mis palabras.

Ella volvió su rostro hacia mí, por vez primera.

Me gustaría poder ver eso…. Sujetar el río.

Con las últimas palabras, por desventura, su rostro se volvió hacia las aguas.

Lo busco, Tristana. No hago más que buscarlo.

Al fin, otra vez sus ojos hacia los míos.

En tal caso, tal vez yo podría ayudarte a buscarlo.

Y al decir esto, se alzó y se acercó a mí para dejar un leve beso en mis labios.

Se volvió hacia la casa. Ya se marchaba. Hubiera querido retenerla, pero se iba, se me iba. Se sujetaba las faldas para andar por el jardín, majestuosamente.

Y allá, en la distancia, en el porche de la casa, a la luz de los fanales, una figura. Luis Vaz de Lema. No sabía desde cuándo estaba allí. No me importaba.

 

Las palabras del narrador, del poeta, se iban extendiendo. Las palabras de Poe se iban extendiendo por las orillas del río. Yo semejaba su profeta, su clarividente. Yo era quien proclamaba sus palabras, la viva voz de sus palabras en el río. Contaba sus historias a quienes querían escuchar. Y callaba si nadie prestaba atención a mis palabras. Sin embargo, ya me esperaban. En las tabernas del río, en la casa Vaz de Lema, me esperaban. Los hacía esperar, tal vez anhelar mi llegada. El poeta del río, el cronista tabernario. Llegó el momento en que me podía permitir jugar con los nombres de las tabernas a las que iría. Me presentaba a veces en alguna que estaba desolada. Se corría la voz por todo el río. Iban llegando, poco a poco. Me admiraba cada vez más de aquellas historias. Cómo las gentes del río las entendían. Cómo habían sido hechas para ellos. Yo me decía a veces que habían sido creadas junto a grandes ríos. Grandes ríos, como aquel. Ríos de aguas obscuras, como aquel en el que yo las vertía. Quién sabe si era cierto aquello que me decía.

La verdad era que esperaban mis historias, por mucho que las prolongara, por mucha intriga que les diera. No saber en qué lugar iba a narrarlas. Algunos propietarios de tabernas comenzaron a cambiar los nombres de aquéllas, por ver si yo me decidía por ellas. Y comenzaban a decorarlas con el ambiente que ellos suponían era el que más convenía a las historias. Los barriles de amontillado decoraban a partir de entonces algunas de aquellas tabernas. Algunos cuervos comenzaron a colgar de los portales. Lo cierto era que yo me inclinaba a elegirlas, me sentía bien en ellas. Me inspiraba para narrar las historias que había de narrar. Estar contándolas, levantar la vista, y ver el cuervo Nunca Más allí perchado, en la entrada, era… inspirador. Se podía tocar el poema con las manos, se podían recorrer sus geniales, singulares, tenebrosos versos.

Las largas y oscuras alas de las obras de Poe se iban extendiendo a lo largo del río.

A la orilla del río, me paraba a contemplar las aguas.

Tal vez todo esto no te lo lleves, me decía. Tal vez estas historias no puedas llevártelas. Ojalá que no puedas arrebatárnoslas.

¡No dejaré que nos las arrebates!

 

15 de noviembre de 1.895.

Relataba las historias en las orillas del río como un juglar tabernario. Declamaba los poemas, narraba las historias en la casa Vaz de Lema. Hacía cuanto podía por dar a conocer la maestría, la singularidad de Poe. Y sin embargo, hasta entonces no había sido capaz de hallar un editor que quisiera imprimir sus obras.

Le había dado a leer copias traducidas de aquellas obras al principal editor de la ciudad. Las había leído atentamente. Ya le habían llegado noticias de ellas desde las orillas del río. Las había leído y releído. Me tuvo a la espera de su decisión durante semanas. Me llamó al fin. Me dijo que eran grandes obras, no lo dudaba. Pero no iban a ser del agrado del público, decía. Le contradije afirmando que ya eran del agrado del público, en las tabernas, en los cenáculos. Aquel hombre, a quien llamaban editor, meneaba la cabeza, sin decir nada más. En aquel momento ya tenía claro que no iba a publicarlas, de manera alguna. Debían haberle advertido sobre ellas desde las más altas autoridades morales, eclesiásticas y de otra índole. No veían bien que vieran la luz aquellas obras. Que se mantuvieran en su mundo de obscuridad, de silencio. De haber podido, sospechaba, me hubieran impedido sacarlas a la luz en las orillas del río. Y acaso algún día lo intentaran.

Le arrebaté de las manos mis copias manuscritas a aquel editor medroso. Ante la tardanza en llamarme, ya suponía cuál sería el resultado de tan lamentable entrevista. Debía haberlo sospechado. Ya el autor tuvo muchos de aquellos mismos problemas en una sociedad, la del Nuevo Mundo, que se consideraba mucho más avanzada en las artes y las letras. Habían llegado a ver la luz, con gran esfuerzo por parte del autor, algunas de sus obras. Pero se había impedido su divulgación, el conocimiento de ellas por parte de las gentes. Era fácil haberlo sabido. Algo me maliciaba yo, de todas formas.

Acudí a mis amigos de los cenáculos literarios de la ciudad. Me dijeron el nombre de otro editor. Algunos aseguraban que tal vez fuera el editor con más valentía de cuantos había en la Ciudad el Rio. Le llevé las copias traducidas de las obras. Me solicitó también los libros originales. Alguno consentí en dejarle, advirtiéndole del gran valor que para mí tenían. Me dijo que no albergara ningún temor, que los cuidaría mejor que si fueran suyos. No me fui de su despacho muy conforme. Tan solo me avine a dejárselos ante la esperanza de que pudieran ver la luz aquellas obras vertidas a la lengua española con gran esfuerzo, con gran anhelo.

También tardó días en llamarme. Al fin me llegó una nota suya. Apenas esperaba nada de aquella visita. Aquel editor, del que no quiero decir su nombre, se levantó al entrar yo, salió de detrás de la ancha mesa. Me tendió la mano. Le di la mía. Me dijo que iba a publicar las obras.

No podía dar crédito a lo que oían mis oídos. Me dijo que ya estaba todo dispuesto, que más adelante hablaríamos de todos los detalles. En fin, decía que las obras verían la luz, poco a poco. Me dijo que tomara asiento, y lo hice. Y entonces comenzó a relatarme todas las vicisitudes que le había supuesto aquella decisión. Una decisión que, decía él, ningún otro editor tomaría en la ciudad. Me habló de los obstáculos que había tenido que salvar, ya en la misma editorial. Que le habían llegado a decir que aquellas obras eran el producto de una mente enfermiza y delirante. Sí, el delirio de un genio, le dije yo.

En fin, hablamos un buen rato de aquellos problemas que le había supuesto, las extremas opiniones que le llegaban de unos y otros, a quienes había hecho llegar las copias traducidas por mí. Me fui de aquel despacho con gran ilusión, con la esperanza de que las obras al fin viesen la luz en nuestra ciudad. Aquel gozo era solo mío. Fui a tomar vinos a las tabernas del río. Conté aquella tarde, aquella noche, las historias como nunca las había contado. Dormí durante todo el día siguiente. No quería despertar de aquel sueño. Hasta que me hicieron despertar.

Unos días más tarde me llegó una nota de aquel editor que decían atrevido, valiente, arriesgado. Me decía que, sintiéndolo mucho, no podía publicar aquellas obras. Me devolvía los libros con el original de las obras, y mis copias traducidas.

Aquello era todo. Allí acababa la historia de aquel sueño. Lamenté durante muchos días cuanto había pasado. Las vicisitudes por las que pasaban las obras de Poe. Una vez más, ahora en otra lengua. Tras aquellos días, cuando al fin acabé de lamentarme, decidí seguir adelante con aquellas obras que eran ya inmortales.

Y seguir adelante significaba en primer lugar preservar aquellas obras en nuestro idioma. Las versiones que yo iba haciendo. Hice copias por mí mismo de las obras que yo consideraba principales. Hice el encargo a algunos amigos de otras copias. A uno de aquellos viejos amigos y compañero de cenáculos y conciliábulos, Damián Estébanez, le confié al menos una de las copias manuscritas que iba vertiendo a la lengua española. Él las conservaría en su casa, guardándolas como si se tratara de su propia vida. No necesitaba tanto, pero estaba bien que me dijera aquello. Me congraciaba con el mundo de alguna manera, el mundo y la Ciudad del Río, que se había entristecido para mí.

Tan largo me lo fiais