Francisco Alfaro Drake

 

De Senectute.

La edad de la sabiduría

 

Image

 

Primera edición: noviembre de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Francisco Alfaro Drake

Portada: Retrato de un anciano en rojo. Rembrandt 1652.

 

ISBN: 978-84-17300-30-2

ISBN Digital: 978-84-17300-31-9

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

INTRODUCCIÓN

Motivo de este ensayo

 

Bien cumplidos los setenta años que aconseja el Espíritu, un escritor, por torpe que sea, ya sabe ciertas cosas. La primera, sus límites. Sabe con razonable esperanza lo que puede intentar y —lo cual sin duda es más importante— lo que le está vedado.

Jorge Luis Borges.

La moneda de hierro

 

Habiendo dejado muy atrás el ecuador de la vida, he decidido que «está dentro de mis límites» y poseo la experiencia y el valor necesarios para escribir acerca de la vejez; una realidad que además de ser, salvo causa de fuerza ciertamente mayor, del todo inevitable, es una circunstancia cuyo conocimiento aumenta sin otra condición que la de continuar cumpliendo años.

Mi intento responde a un propósito muy simple: aprender lo más posible acerca de lo que significa envejecer, y aplicar lo aprendido. Con este fin me propongo usar las ideas que considere más adecuadas de aquellos que me precedieron en esta tarea, para contrastándolas con las experiencias por mí adquiridas explicar el mejor modo de vivir el tiempo que todavía nos quede, con el fin de servir, tanto a los demás como a mí mismo, de ayuda y alivio para recorrer ese final del camino que la vejez representa.

He mencionado el valor como una de las condiciones necesarias para escribirlo, porque, aunque a lo largo de los siglos han sido muchos los filósofos, escritores y científicos que se han ocupado del tema, a menudo el simple hecho de abordarlo se ha considerado de mal gusto o incluso de mal fario.

El motivo de semejante renuencia me parece claro: pese a que con el tiempo todos envejecemos, no todos interpretamos ni valoramos de igual modo los cambios que la vejez conlleva. Lo que para unos es irrelevante, resulta trágico para otros. Lo que algunos aceptamos como inevitable, constituye un motivo de pretendida ignorancia, rechazo o rebeldía para el resto.

 

Destinatarios.

Tal vez no sean muchos los que a priori desean aprender lo que significa ser viejo, sin embargo tengo el propósito de no excluir de estas reflexiones a los que no se sienten atraídos por una cuestión que, velis nolis, también les afecta. Para conseguirlo, distinguiré entre los diferentes grupos y sus respectivos argumentos con los que justifican su desinterés para tratar de rebatirlos exponiendo las diferentes razones que para ello se me ocurren.

Comenzaré por los que, por su edad, no alcanzan a ver como propio un asunto que consideran exclusivo de los viejos.

 

Los jóvenes.

 

¡Cuán largo me lo fiais!

Tirso de Molina

El burlador de Sevilla

 

Es cierto que para que la vida pueda seguir su camino resulta necesario que los que todavía están en la juventud, la consideren algo permanente y de duración indefinida. ¡Triste destino sería el del joven que desde el principio supiera que la muerte es su inevitable destino y la vejez su mejor antesala!

Sin embargo, pese a esa «lógica bilógica», el saber no ocupa lugar y nada pierden por conocer reflexiones y experiencias que, aunque hoy todavía ajenas, algún día les resultarán útiles y provechosas. Un conocimiento que cuando la juventud es un don todavía presente, es posible adquirir sin ninguna connotación dramática. Puedo además ofrecer una segunda ventaja: comprender comportamientos de personas cercanas, evitando –y el logro no es baladí– no solo desencuentros presentes, sino dolorosos y ya inútiles arrepentimientos futuros.

Entre los que, habiendo superado la madurez, se declaran contrarios a cualquier intento de mejorar su conocimiento de la vejez, distinguiré tres maneras de pensar. De este modo podré mostrar a cada uno las razones por las que la lectura de este libro pudiera suscitarles alguna reflexión provechosa. Estos tres grupos están formados por los que ignoran la vejez, por los que la niegan y por los que reniegan de ella. Al final y como es lógico expondré los argumentos del grupo en el que me incluyo, los que deseamos conocerla mejor.

 

Los que ignoran la vejez.

 

Envejecer no es nada; lo terrible es seguir
sintiéndose joven.

Oscar Wilde

 

Forman un colectivo de personas positivas y luchadoras que evitan reflexionar sobre la cuestión, no porque les produzca temor o angustia, sino porque no desean enfrentarse antes de tiempo con sus consecuencias. Su enfoque, más vital que racional, les impide hacer cualquier reflexión hasta que la decadencia se muestre intolerablemente presente, tratando de conservar, las mismas tareas, responsabilidades y placeres de épocas anteriores.

Se trata de una manera de ser y de pensar que, aunque no me parece coherente cuenta con mi respeto, por el esfuerzo que requiere mantener la ilusión y el impulso necesarios para continuar con los proyectos, ambiciones y también preocupaciones que nos han acompañado durante toda la fase adulta de la existencia.

Resulta comprensible que, para los que así piensan, un trabajo como este carezca de interés, o incluso les parezca contraproducente. Sin embargo, se trata de personas cuyo valor ha sido acreditado en los combates de toda una vida, y están habituadas no a eludir los problemas, sino a mirarlos de frente; por eso, conociendo su capacidad de examinar sin temor mis argumentos, estoy seguro de que sus propias conclusiones les servirán de ayuda para cuando llegue el momento en que su valiente postura resulte insostenible.

 

Los que la niegan.

 

Todos deseamos llegar a viejos, y todos negamos que hemos llegado.

Francisco de Quevedo

 

Este grupo, compuesto por individuos que también tratan de mantenerse activos, sin mayor pensamiento ni hacer ningún plan para ello, podría ser tan admirable como el anterior si no fuera por su falta de realismo. Puedo entender la postura de quien no desea preocuparse del problema hasta que le alcance y le golpee, pero no me es posible hacerlo con quien ciegamente niega su existencia. En alguna ocasión he llegado a escuchar: «Para mí, la vejez no existe».

Los que integran este grupo cuentan con mi asombro, porque una cosa es permanecer, mientras resulta posible, al margen del problema y otra muy distinta negarlo. Entrando en lo anecdótico, su postura me recuerda aquella leyenda atribuida a la reina Isabel I de Inglaterra, que en su temor a envejecer, ordenó que se retiraran todos los espejos de palacio.

Sin embargo estimo que podría resultarles conveniente conocer otras ideas y experiencias, para darse cuenta de que existen distintos modos de afrontar una cuestión que en el fondo saben que en algún momento dejará de resultarles ajena.

 

Los que reniegan de ella.

 

Nada es más odioso que la vejez.

Erasmo de Róterdam

Elogio de la locura.

 

Forman un grupo heterogéneo que comparte un rasgo común: han convertido el rencor, la frustración y la ira en sus inseparables compañeros. El pesimismo y la hostilidad que sienten por el estado en que se hallan y su afán por exagerar sus carencias los llevan a pensar que todo lo bueno pasó y solo queda la vejez como espantosa antesala de la muerte. Sus lamentos y protestas les convierten en típicos ejemplos del viejo atrabiliario o cascarrabias, dos tristes adjetivos que tan adecuadamente califican al que los merece.

Son los que tienen más difícil remedio, porque no resulta posible rebatir de un modo racional la visceralidad de sus argumentos. Conocen demasiado bien los inconvenientes, pero en lugar de buscar y aprovechar sus ventajas, o de tratar al menos de aliviar sus males, malgastan su tiempo en estériles quejas que inevitablemente les conducen a un profundo resentimiento, y con frecuencia a la depresión.

Quiero pensar que, por muy amarga que sea su percepción de la vejez, conociendo y examinando otras experiencias y opiniones, tendrán la posibilidad de comprobar que existen ciertos remedios y consuelos. Y si alguna de las ideas aquí recogidas pudiera servirles para comprender que no todo es necesariamente negativo y ayudarles a mitigar su desaliento, ¡bienvenidos sean al grupo de los interesados!

 

Los que deseamos conocerla para vivirla mejor.

 

Saber envejecer es la obra maestra de la vida.

Henri-Frédéric Amiel.

 

Dicho lo dicho, estas reflexiones tienen como su más seguro destinatario el grupo –que imagino numeroso– de los que sienten interés por estudiarla y, si resultara posible, mejorarla, aprendiendo no solo de sus propias experiencias, sino también de las ajenas. Un grupo en el que obviamente me incluyo, porque además de que seré el primero en conocer mis propias conclusiones, trataré también de serlo en aprovechar los beneficios que de su aplicación, espero, se desprendan.

 

Plan de trabajo.

 

Ningún viento es favorable para el que ignora a qué puerto se dirige. Séneca

Cartas a Lucilio. Carta LXXI.

 

Comenzaré examinando la opinión que, desde la prehistoria y a lo largo de la historia, cada sociedad ha tenido de sus ancianos, incluyendo la que en la actualidad mantiene nuestra cultura democrática, para después mencionar las ideas de algunos pensadores y científicos.

A continuación pasaré a explicar mis propias ideas, empezando por la distinción entre vejez y ancianidad como fases de un mismo proceso, para posteriormente examinar las condiciones que considero imprescindibles para disfrutar de esta época de la vida. Al mismo tiempo reflexionaré acerca del mejor modo de cumplirlas, añadiendo una reflexión, acerca de los distintos yoes que conforman nuestra personalidad.

Seguiré después con algunos temas (poco gratos, pero necesarios), entre los que incluyo el final de la vejez, la enfermedad y la decrepitud, el valor de la vida y de la buena muerte, para concluir exponiendo lo aprendido mientras realizaba este trabajo.

 

 

CAPÍTULO PRIMERO

La consideración de la vejez a lo largo de la historia

Cada cultura ha afrontado la cuestión de forma diferente, pero antes de hablar de historia y de culturas, comenzaré por referirme a ese periodo que denominamos prehistoria y que, incluso ignorando a las otras especies de Homohabilis, ergaster, neanderthalensis, etc. – y reduciéndonos al sapiens, abarca más de ciento cincuenta mil años, lo que significa que fue más de cien veces más extenso que el tiempo que llevamos haciendo historia.

La mayor longevidad del género homo respecto a los primates que le precedieron es una característica a las apenas se concede relevancia, pero no por eso menos importante. La paleo antropóloga Rachel Caspari, afirma que entre los australopitecos (antigüedad entre 4 y 1,8 millones de años), los jóvenes superaban en ocho veces a los abuelos, y entre los neandertales, pese a su mayor longevidad, aquellos eran todavía tres veces más numerosos. Con la aparición del Homo sapiens, la esperanza de vida continuó aumentando, y la proporción de abuelos igualó casi a la de jóvenes. Aunque por su edad hoy no serían considerados viejos, esta duplicaba al menos la de su madurez sexual, superando con frecuencia los treinta años. Una tendencia que contribuyó decisivamente al crecimiento de las primeras poblaciones humanas, porque el abuelo era capaz de suplir al joven que moría y porque sus conocimientos permitían transmitir información.

Los cazadores recolectores más longevos acumulaban y pasaban su experiencia a la siguiente generación, convirtiéndose así en trasmisores del saber y en nexo de unión con el pasado. A veces se convertían en «brujos» –intérpretes del misterio de la muerte–, otras servían de maestros y curanderos. Semejante activo compensaba con creces el pasivo que sus limitaciones físicas representaban para el clan, por lo que los viejos eran respetados y contaban con el privilegio de ser cuidados por su tribu. Sin embargo, pese a esa norma, cuando por la extrema limitación de los recursos llegaban al límite de la supervivencia, transformándose en una carga intolerable, con toda probabilidad serían ayudados a morir de modo voluntario. Algo que, hasta tiempos recientes, continuó ocurriendo en algunas tribus de indios americanos o esquimales. En Japón el término Ubasute indica una muy remota costumbre, a medio camino entre el mito y la historia, de conducir a los ancianos a una montaña para dejarlos morir.