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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Cara Colter

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El mejor sentimiento, n.º 2198 - enero 2019

Título original: That Old Feeling

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados

 

I.S.B.N.:978-84-1307-447-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

HABÍA dos cartas sin abrir en su escritorio, ambas con las palabras Personal y confidencial.

Una de ellas estaba escrita a máquina y tenía una dirección conocida para él.

La segunda estaba en letra manuscrita, con una letra femenina no demasiado madura. Él no reconoció el nombre ni la dirección.

Su mano tembló y luego, con una mezcla de esperanza y temor, escogió abrir una de ellas.

Un momento más tarde Winston Jacob King dejó a un lado la carta con letra de imprenta.

Estaba en estado de shock, aunque la carta sólo confirmaba lo que su médico le había dicho aquella semana.

Se estaba muriendo.

No debía estar tan sorprendido. Tenía ochenta y tres años. ¿Realmente había pensado que viviría eternamente?

«Sí», se contestó.

Jake se levantó de su escritorio. Tenía la chimenea encendida, aunque era un día cálido. Pero él siempre tenía frío.

Atravesó la habitación amueblada con un estilo ecléctico, llena de antigüedades. Una alfombra persa cubría el viejo suelo de roble, y sobre las paredes había cuadros de Degas, Pissarro, Monet.

Jake miró por el ventanal.

Delante de sus ojos tenía su finca de Southampton, Kingsway.

Los tulipanes y los narcisos daban un precioso toque de color. Un jardinero cuidaba los rosales. Algo más lejos se veían atractivos campos donde pastaba una yegua hanoveriana, musculosa y reluciente, mientras su potrillo, alegre, retozaba a su lado.

El médico le había dicho que le quedaba aproximadamente un año de vida, si todo iba como esperaba.

Jake miró sus tierras y pensó cuántas veces se había sentido orgulloso de todo lo que había logrado, él, un hombre que había empezado como mecánico de una zona pobre. En un reciente artículo de una revista dedicada a los éxitos empresariales había salido su empresa, Auto Kingdom.

No le tenía miedo a la muerte. No. Lo que sentía era una gran tristeza por sus tres hijas. Ninguna de ellas estaba casada, y él añoraba tener un nieto.

Eso le pasaba por haberse casado tan tarde. Había tenido cincuenta y siete años cuando había nacido su primera hija.

Se acercó a los retratos de sus tres princesas, sus verdaderos tesoros.

Le parecía que había sido el día anterior cuando habían nacido. Recordó el momento en que había visto por primera vez a su hija mayor, Brandgwen, el momento en el que Jessica había montado por primera vez un potrillo galés… A su mente acudió una imagen de sí mismo con Chelsea de bebé en la Torre Eiffel…

Hacía tiempo la prensa americana, ávida de realeza, las había proclamado «princesas», y aquel apelativo les había durado hasta entonces.

Las fotos mostraban un estilo de vida que muchas princesas de la verdadera realeza habrían envidiado.

Sintió un nudo en la garganta al pensar en todos sus esfuerzos por hacerlas felices.

Las fotos las mostraban con distintas edades y en distintos lugares del planeta. Documentaban los coches y las lujosas fiestas de cumpleaños, las diademas de brillantes y los caros trajes de fiesta.

Oh, sí, Jake se había esforzado por encima de sus límites para asegurarles felicidad a sus hijas, después de la escandalosa muerte de su joven y bella esposa, hacía más de veinte años.

No había ninguna foto de Marcie en aquella pared. Había muerto cuando Brandy, su hija mayor, tenía seis años.

Brandy no se parecía a su madre, su rostro siempre había sido más pícaro que bello. Pero tenía los ojos azules de su madre. Tenía el pelo como lo había tenido él, castaño y grueso, y unos indomables rizos. ¡Y quién sabía de dónde le venían las pecas! ¡Y había sido más feliz en los establos que en ningún sitio, para disgusto de su madre! Brandy tenía un lado temerario que se le notaba en el brillo de los ojos…

La prensa la había nombrado «princesa marimacho».

Tenía veintiséis años ahora, y era tan ágil como un niño.

Y seguía buscando emociones fuertes.

Su valentía era legendaria. La riqueza de su padre le había permitido ir de aventura en aventura, y él la había malcriado más de lo debido.

Había sido un error. Su último hobby había sido el salto desde la catarata más alta del mundo, las cataratas Ángel en Venezuela. La gente que la había visto en los medios de comunicación había contenido la respiración al verla allí.

Pero desde la nueva perspectiva en que se situaba él, veía a Brandy de un modo muy diferente.

Ella lo había arriesgado todo, menos su corazón.

Detrás del brillo de sus ojos él podía ver su temor.

Bueno, ¿cómo no iba a sentir miedo del amor?

Debía de tener algún recuerdo de la terrible indiferencia de su madre hacia ella, de la tormentosa relación entre sus padres…

Jake desvió la atención de Brandy y pensó en sus otras dos hijas.

Y sintió el peso del fracaso.

A pesar de sus esfuerzos, ¿era feliz alguna de sus princesas?

Ninguna de sus hijas parecía tener un objetivo, un sueño, un motor que las impulsara en la vida.

Ninguna de ellas parecía comprender que el amor lo era todo.

Jessie, Jessica, su segunda hija, había entrado en la universidad con diecisiete años. Ahora tenía veinticuatro, y él había perdido la pista de qué estudiaba exactamente. Hablaba de cosas que él no comprendía. Jessie era intelectual y distante. A pesar de tener una especie de novio, un insípido catedrático, Jake veía que detrás de los ojos verdes de Jessie, ocultos tras unas gafas, había una gran soledad. Jessie tenía el pelo rubio recogido en un prolijo moño, lo que le daba aspecto de solterona.

Y luego estaba su bebé, Chelsea.

¡Ah! Ella era la preferida de la prensa.

Su foto aparecía siempre en alguna publicación.

Era la que más se parecía a Marcie físicamente. Tenía una belleza deslumbrante. Sus ojos eran pardos, una mezcla exacta de los ojos azules de Marcie y de los marrones de él. Llevaba su pelo rubio largo hasta la cintura. Tenía unos rasgos perfectos y una boca grande y generosa.

Tenía su propios empleados: un peluquero y un modisto que eran tan importantes para ella que viajaba con ellos. Tenía tal nivel que tenía que tener un guardaespaldas. Él la había malcriado mucho también, satisfaciendo todos sus caprichos.

Sin embargo, tenía la sensación de que Chelsea no era capaz de descubrir la verdadera belleza de la vida, que su mundo se había vuelto tan superficial que ella ya no era capaz de distinguir lo auténtico de lo falso.

Jake se besó las puntas de los dedos y con ellos tocó las fotos de sus hijas. Su corazón estaba henchido de amor por ellas.

Un año.

¿Sería suficiente para ayudar a sus hijas a descubrir lo que la vida era de verdad?

No iba a hacer de celestina. Eso sería manipularlas…

Pero él había creado y dirigido uno de los imperios más importantes de Estados Unidos. Y sabía que a veces era bueno reunir a la gente y luego dejarla sola. A veces podía tener resultados asombrosos.

Seguramente un hombre como él, acostumbrado al poder, podía hacer algo para que sus hijas descubriesen lo que acababa de descubrir él.

Al final, lo único que importaba era el amor.

Hacía mucho tiempo él había amado profundamente a una mujer. Ella no había sido como Marcie. Ni siquiera había sido particularmente guapa. Pero había brillado con auténtica dulzura, algo que en su momento él no había sabido apreciar.

Últimamente se despertaba por la noche recordando la sensación de su cabeza apoyada en su pecho, su cabello oscuro extendido encima de él, y tenía una terrible sensación de pérdida que no había sentido entonces.

En aquel tiempo había estado tan ocupado construyendo Auto Kingdom que cuando ella le había hablado de futuro, de hijos, él había reaccionado con impaciencia. Quizás hasta hubiera sido cruel con ella, y ciertamente insensible. Había estado tan preocupado por cosas supuestamente más importantes que había perdido la oportunidad de ser feliz.

Y ella se había marchado.

–Fiona –pronunció su nombre suavemente.

Y por un instante le pareció sentir su presencia en el estremecimiento de su espina dorsal, tan cálida y dulce como siempre.

Sintió añoranza, pero enseguida borró aquel sentimiento. ¡No iba a actuar como un viejo sentimental!

Pero se dio cuenta de que, de no ser por sus hijas, se habría perdido toda la gloria del amor.

¿Sería tarde para que les devolviera el regalo que ellas le habían hecho a él?

Si pudiera ayudarlas a encontrar el amor…

De pronto sintió que tenía una misión.

Su estado de shock desapareció por completo y decidió que lo más importe que tenía que hacer antes de abandonar aquel mundo era ayudar a sus hijas a encontrar el amor.

Volvió a su escritorio.

Tenía que ser muy cuidadoso. No podía llamarlas a todas juntas. Eran chicas listas. Se darían cuenta de que había un complot para meterse en sus vidas.

No. Debía ayudarlas una a una, y rogar que su reloj le diera tiempo para ello.

Como no tenía tiempo que perder, llamó por teléfono a su secretario.

–¿James? Busca a Brandy. Tráela a casa inmediatamente.

Agarró la carta y el sobre de su médico, los arrugó y los echó al fuego.

Se dio cuenta entonces de que había arrojado juntas las dos cartas, incluso la que no había abierto.

Observó la letra de niña emerger por debajo del otro papel encendido, encogerse y quemarse antes de desaparecer en una llama.

Y Jake sintió un estremecimiento, aun sin saber que el contenido de aquella segunda carta sería tan devastador como el de la primera.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO AMO a Clint McPherson –dijo Brandy en voz baja.

Había estado repitiendo el mantra desde que se había marchado de Kingsway, la casa de su padre de Southampton, Long Island.

Ahora estaba conduciendo sola, por una carretera desconocida que serpenteaba alrededor de las orillas de Lake of the Woods, una extensión de agua tan grande que la compartían dos provincias de Canadá y el estado de Minnesota.

Encontrar una pequeña cabaña en él empezaba a parecerle una tarea imposible.

Una cabaña que, además, pertenecía a Clint Mc-Pherson.

Claro que podía decir que no había podido encontrarla, y ahí se terminaría su misión…

Después de todo, ¿quién iba a esperar que ella encontrase un lugar llamado Minaki, Keewatin y Kenora?

¡La gente que creía que en Canadá se hablaba inglés debería ver aquel mapa!, pensó.

«¿De qué tienes miedo?», le preguntó una molesta voz dentro de ella.

Brandgwen King se había pasado la mayor parte de su vida demostrándose que no tenía miedo de nada, así que la pregunta la irritó.

¡Ella no tenía miedo de Clint McPherson!

¡Ni estaba enamorada de él!

Había estado encaprichada con él de muchacha. Pero nada más. Ahora, con veintiséis años, era una mujer. El dolor del desprecio de Clint McPherson había pasado hacía mucho tiempo.

El hombre que había en su vida era Jason Morehead, su antiguo compañero de aventuras.

Jason y ella habían sido amigos mucho tiempo. Luego la relación había empezado a tener ingredientes románticos… Y más tarde otra vez no románticos… Y ahora Jason le había pedido su mano en matrimonio.

¿Por qué no casarse con él?

Era rico, muy apuesto y compartía con ella el gusto por las cosas veloces y furiosas…

–No lo amo –dijo vehementemente.

Y supo que estaba hablando de Clint, aunque había pensado en Jason, a quien tampoco amaba.

Con frustración, Brandy se aferró al volante de su Ferrari.

Su padre le había conseguido un coche en Manitoba, donde había llegado su vuelo desde Nueva York hacía unas horas, a través de un contacto suyo de Winnipeg. Le habían dado las llaves, le habían dicho que usara el coche el tiempo que le hiciera falta y que no le cobrarían nada. Era algo habitual en su mundo. En sus círculos sociales, cuanto más dinero tenías menos lo necesitabas.

Claro que el hombre que le había dado el coche habría pensado que «la princesa marimacho» sería fotografiada en la ciudad conduciendo aquel coche, y no que ella se adentraría en tierras salvajes donde no la iba a ver nadie.

No podía amar a Clint McPherson, pensó, obsesionada.

Más bien lo odiaba.

Brandy suspiró.

Aquello era demasiado fuerte para tratarse de un hombre que hacía siete años que no veía. Entonces le había estropeado su fiesta de cumpleaños, cuando había cumplido diecinueve años.

«Indiferente», pensó. «Soy indiferente a él», se dijo para convencerse de ello.

Abrió la ventanilla y gritó:

–¡Clint McPherson me es indiferente!

Sonó falso. Y ella lo sabía.

¿Cómo podía haberle pedido aquello su padre?

¿Y por qué ella había dicho que sí?

Frunció el ceño al pensar en su padre.

Lo había visto muy viejo.

Por supuesto que lo era. Siempre lo había sido, ¡aun cuando ella era pequeña!

Pero a ella nunca le había parecido viejo.

Estaba yendo a ver a Clint porque su padre se lo había pedido.

Y tal vez porque necesitase tiempo para encajar la inesperada declaración de amor de Jason.

Era así de sencillo.

No había ido allí porque albergase un deseo secreto de volver a ver a Clint, se dijo. Había ido porque su padre nunca le pedía nada y aquella vez se lo había pedido. Su padre no lo sabía, pero si alguna vez le hubiera pedido que no se tirase de aviones, de acantilados, de edificios o puentes, ella habría dejado de hacerlo. Así de claro.

Pero él jamás le pedía nada.

Y ahora le había pedido algo.

Su padre era viejo, pero ella lo amaba. Y la verdad era que ella habría hecho cualquier cosa por aquel hombre entrañable que la había amado, tanto a ella como a sus hermanas, tan incondicionalmente.

Recordó la conversación que había tenido con él.

–Brandy, necesito un favor. Clint…

El corazón de Brandy había dado un respingo al oír su nombre.

–… no se ha recuperado de la muerte de Rebecca –había continuado su padre.

Rebecca, la mujer con la que se había casado Clint McPherson, había sido todo lo que Brandy no era. Había sido abogada de la empresa de Jake. Brandy la había conocido superficialmente, pero lo suficiente como para saber que había sido una mujer refinada y con clase. Había tenido un cabello dócil, iba siempre impecable y jamás se le corría el maquillaje ni se le arrugaba la ropa.

Los rizos castaños de Brandy, por su parte, tenían voluntad propia. Su estilo dependía mucho de la humedad, dirección del viento y otras fuerzas que escapaban a su control. Aun cuando intentaba domar su masa de abultado pelo, se le escapaban siempre unos pocos mechones como resortes, dándole un aspecto salvaje que iba perfectamente con el apodo de «princesa marimacho». La prensa le había adjudicado aquel nombre hacía muchos años, y no había sido capaz de sacudírselo a pesar del paso del tiempo.

Además, nunca había aprendido a maquillarse, a pesar de los esfuerzos de su hermana menor, Chelsea, por enseñarle.

En cuanto a la ropa, solía llevar siempre pantalones llenos de bolsillos y camisetas, para horror de Chelsea.

Pero al menos no se había desmarcado totalmente del papel de princesa rica y mimada que les habían otorgado en los medios de comunicación, como su hermana Jessie. Brandy no había querido decepcionar del todo al público que les había adjudicado el título de princesas.

No los había decepcionado en cuanto a que vivía la vida al límite. Ni drogas ni fiestas. Nada de eso. Sólo diversiones con riesgo, grandes máquinas, caballos veloces… Y ahora, puenting.

Era muy torpe en lo relativo a la moda, y por ese motivo no había ido a la boda de Clint, a la que la habían invitado, por supuesto. Clint era como de la familia, la mano derecha de su padre desde que Brandy había tenido catorce años.

Había sido más joven y mucho más dinámico que el resto de los empleados…

Pero de eso hacía mucho tiempo, cuando ella era una ingenua, se dijo Brandy, tomando una curva más rápido de lo que debía.

Pero Brandy había intentado estar lo más lejos posible cuando Clint McPherson se había casado, estropeando con ello una estúpida fantasía. Ella le había enviado un lujoso regalo, una cubertería de plata completa, una antigüedad, y el día que él estaba pronunciando el «sí, quiero», se había ido a los rápidos de Five Finger en el Río Yukon.

Y para el nacimiento de la hija de Clint y Rebecca Brandy había hecho lo mismo: le había enviado un exquisito regalo y se había marchado a Virginia a saltar desde el puente del New River Gorge.