Luis Virgilio

 

Noches sin luz

 

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Primera edición: diciembre de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Luis Virgilio

 

ISBN: 978-84-17300-26-5

ISBN Digital: 978-84-17300-27-2

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA


PRIMERA PARTE

SEGUNDA PARTE

TERCERA PARTE

 

 

 

PRIMERA PARTE

 

 

Hay ciertos sonidos, hay ciertos silencios. Allí, en la demasía de la existencia, en el incierto dios que la atempera.

Es un rumor, un llanto, un palpitar tal vez... No. Es el crudo sonido del universo en expansión, de cada luz, tan muerta como la estrella que la crea. Allí, dando testimonio de lo incierto de todo mismo.

Es de noche. Todo es lejano, lírico. Es el nacimiento de un mundo que aún ni a enfriarse comienza. Hay humedad casi salina, con la salinidad de una lágrima. Hay fracciones de eternidad que mueven como el tiempo. Los astros palpitan, la razón se avecina. El palpitar es sincero. Sí, son las oscuras tintas de una noche sin luz, que comienzan a revenir su oscuridad, como la necesaria descomposición de un muerto cuerpo que vuelve y vuelve a la tierra.

Buscan los silencios aquella clara denotación de lo extenso, sideral, casi incierto; de lo que sólo allí existe.

Hay un sonido casi líquido, que destaca en su silencio la demasía: Una extraña nota que sólo asemeja a la de un corazón que detiene, a la de una fuga de alma, a la de una semilla y el brotar que aún retiene.

No distingue, no se sabe. Podría ser un sonido de caudal de aguas, de caudal de estrellas; pero, ciertamente, era un sonido que dilapidaba su demasía casi ensordeciendo de silencios.

La noche, ya caída en su profunda oscuridad, no dejaba de sentirse tan amada por aquella errante humedad. El sonido aspirado de ciertas aguas que en la noche confundían, no dejaba de blanquearse junto al anhelo nocturno.

Aunque las estrellas no se veían, ni la luna, ni esa herida que en la noche acostumbraba a sangrar, algo como una brisa de incertidumbre, una brisa de añoranza que un portazo existencial allí creó, comenzó a borrar la oscuridad de ese cielo, como quien quitara de su frente un vago sudor de siglos.

Las brisas de alto vuelo en el cielo crearon alas, y volaron allí las nubes, buscando todo, buscando nada.

Ya las nubes vagas y espesas se habían perdido y, una incierta gelitud de estrellas, se salpicaba deseosa tras una cortina peregrina de nubeo albor.

Dócil el remanso de la alta noche, derretía cual un hielo aquella luz de inconstancia. Ya las aguas que todo eran, más ciertos lo espejaban.

Si, era noche, era agua; era todo, casi nada. Cierta como su luz, veía la incierta noche esas aguas más sexuales que uterinas, más lozanas que tediosas, hundir y escapar con sus estrellas, quién sabe a dónde, con sólo tres almas flotando en su virgen superficie de estertórea fascinación.

Akbar, Simón y David. Aunque lejos el uno del otro, unidos en un sueño se hallaban. Allí, flotando con esos hidalgos maderos. Habían sido los únicos sobrevivientes de la abolición natural del mundo, de aquellas aguas que habían arrasado con hombres, mujeres, animales e ideas.

Se unían en esas entrañas de recuerdos no asumidos, de pasados sumergidos y reflotados por las aguas, buscando y buscando un despertar de ilusiones que les aleje de esa muerte ya no tan temida, ya sí tan amada.

Las aguas describían ninguna forma, ninguna dimensión; pues todo parecía ser estrellas y agua.

La noche, existencial y sola, fundía con las aguas hasta el punto de no distinguir cuál era cuál. Sin embargo, aquellos tres jóvenes, que soñando flotaban en ellas, una perenne e imprescindible razón denotaron en su existencia: La razón que distinguía las aguas de la noche, la noche de los aguas (al hombre de la humanidad). Pues, mientras la noche más viajaba y la luna más caía, los cuerpos agobiados de gelitúd, descascaraban sobre el agua su insignificante pero cierta existencia, como sombras de un pedernal de sueños, que ni siquiera la palidez de esas aguas de noche, en su astrado reflejo podrían narrar.

Dejos de recuerdo y... Akbar sentido.

Dejos de razón y… David alado.

Dejos de encierro en Simón y su madero y... Los tres, flotando, uno lejos del otro, uno en cada extremo de esas casi infinitas aguas, formaban un perfecto triángulo de distancias.

El mundo se había inundado, Faistá había desaparecido y… Mientras Akbar, Simón y David flotaban distanciados en esas aguas abolicionistas, ya la noche parecía ir azorada junto a sus astros, hacia aquel áureo horizonte.

Y... aunque cada quién buscaba su orilla en la corriente del destino, aunque en sueños inclusive, cada cual se sentía más propio de ser que el otro; un sueño –quizás recuerdo– los unía a aquellas raíces.

Mientras el agua se bebía con sigilo el alado amanecer, los recuerdos, –quizás sueños– de Akbar, Simón y David, parecían entremezclarse con la ascensión blandida en oro de ese sol, que hacía derramar los restos derruidos de su escalante luz, sobre la inquietud trillada del agua.

El sol, aligerado, ya cegante, trepaba umbilical, sangrante, en el umbral del horizonte...

...Podía verse el astro ya cubierto, nebuloso, sobre la fonda candente que derretía ese oro... Era extraño; aún en ese momento en que la nada respondía con lo más extraño de esa paradoja.

Ciertamente, aún sobre esos maderos, los tres jóvenes soñaban, más bien recordaban, aquel no tan lejano pasado...

 

 

EL TERCERO DE LA DINASTÍA

... Akbar Simón David, con su porte de raza fuerte, su cara de ratón chiquito, con su dios y su aliviada mente, revolvía con un áspero mango de piedra, el derretido oro que una fonda de roca detenía. Lenguadas, lentas llamas que consumían las ramas secas, lamían con pátinas de hollines la piedra de la fonda. Las ramas se quebraban en brazas con un celero crepitar. Estallantes chispas escapaban como luciérnagas encendidas a medida que Ronda, su mujer, le colocaba más y más de ese crepitante combustible.

Akbar Simón David agotaba el perlado sudor de su frente en hilos veloces de oro candente. La fonda eructaba como vulvas espesas de hervor en el noble metal.

El tóxico vapor de esa fonda, con oro hirviente, escapaba espeso y apocado, por una aladeada corteza de tronco petrificado1. El humo parecía más errante que estancado, más intestinal que metálico. Trepaba esa tóxica nube de vapor por la cáscara petrificada y divagaba atolondrada, llevando el delator aroma de divinidad que pretendía.

Akbar, Simón y David, los tres pequeños hermanos, miraban a su padre Akbar Simón David, que revolvía a puro entusiasmo, con aquel mango de rugosa piedra, el oro derretido. Veían a su padre y aquello que lo alejaba del mundo o... que le moraba en su mundo, allí, en ese lejano y cercano lugar que nombraba su arte, su ansia o sueño, su rol de hombre buscando a dios.

– ¿Qué vas a hacer padre?

Los tres pequeños bandidos preguntaron al unísono y... sonó tan divertido que, allí no más, trillaron las infantiles carcajaditas que, por cierto, a Akbar Simón David no le gustaron nada.

Decantaron los restos de sus traviesas risitas dándose de a codadadas chiquititas y, ahora sí, esperaban su lección. Su padre empezaba a mirar al techo de roca pegada, con barro ya seco, escapando mechas más secas de pasto amarillo. Extrañamente buscaba allí una respuesta a esa trivial pregunta que le habían hecho sus hijos. Ellos sintiéronse parte de algo fuera de allí. Una extraña sensación que les convidaba la indetención del tiempo, su incierto determinio, y la ausencia de una respuesta...

Mientras paseaba Akbar Simón David su vista por todo ese surrealismo de piedras mal cortadas, de metales en pobres, mediocres amalgamas que antojaban un estilo2, se iba... se iba lento en esa sensación convidante que buscaba el recuerdo... que buscaba acaso un arte... un imposible presente... ya que todo arte libraba en futuros, en sueños... y... ahora, ahora buscaba en él un pasado que lo acuerde con su orbe o su medio.

Akbar Simón David, que llevaba el arte en sus venas3, no pudo más que decir a sus hijos:

– Historia hijos, historia.

Ronda, la mujer de Akbar Simon David, confundía su tímido mirar en son de interrogación. Encontraba en sus pensamientos esa pregunta, pero optó callar para adentro lo que nunca atrevía por fuera. La hermosa Ronda no sólo era tímida, su virtual timidez agregaba su muda frustración:

No sólo era débil, sino que además ni siquiera pudo tener una buena cría. Todas las mujeres de Faistá acostumbraban tener de cinco hijos para arriba y, ella, había tenido sólo tres. Como si esto fuera poco, los había tenido de a uno por vez. Al primero lo llamó Akbar, al segundo Simón y al menor David. Un solo nombre les puso, como si fuera un designio de realeza o, desgracia.

En Faistá los nombres se acumulaban de generación en generación y se hacían interminables. Era curioso que en un mundo tan carente de palabras y de conceptos, la larga frase que pronunciaba una persona al sólo decir su nombre, obrara como una suerte de retórica. Akbar Simon David, al igual que su estirpe, pertenecía a esa revolución de síntesis; había dicho una palabra y, haciendo un silencio prolongado, esperó la pregunta de su esposa. Pero David, el menor y más suspicaz de los hermanos, como si hubiera adivinado el interrogante que su madre no atrevió en su voz; buscó en la suya esa respuesta.

– ¿Qué es historia padre?

Akbar Simón David, mientras acomodaba ese molde de seca arcilla en forma de becerro, trató de buscar una sencilla y trivial respuesta. Pero al ver los ojos de gorrión travieso que sus hijos perdían en él; él se perdía más que ellos en los ojos de su padre. Se sentía raro... volvía esa rara sensación; ese letargo o progreso de la indetención que ahora traducía en un recuerdo, en una cadena de recuerdos. Era uno de esos instantes en los que uno mira una fiel copia de lo mismo en algún sueño o recuerdo, una de esas cotidianas sensaciones en las cuales le parecía haber vivido aquella exacta situación. Pero no era precisamente un sueño. Tampoco un recuerdo. Era el mismo pasado, de carne y hueso, frente a sus ojos.

Él era sólo un niño cuando le hubo de hacer a su padre la misma pregunta que sus hijos le hacían ahora. Se caía en un extraño hueco... por momentos se sentía cercano y distante, flotando, alto, alto cual el vapor de oro trepando la corteza, cual Ronda, ahora lánguida, curvándose como el llano de un metal, uniéndose al arquear de las paredes, al centrifugar de su mareo, al mirar... al mirar... a los ojos de sus tres hijos... al mirar... al mirar... a los ojos de su padre Akbar Simón.

 

 

EL SEGUNDO DE LA DINASTÍA

Aún veía sus ojos mientras éste le daba filo a su metal, con una piedra o herramienta del abuelo Akbar (el uno)

Y... aunque no podía recordar la respuesta de su padre –quizás porque no la hubo–, se preguntaba si su padre hubiera recordado al igual que él su infancia al tratar de buscarla. Se preguntaba si habría tenido aquella rara sensación.

El tiempo jugaba en sus eternas dimensiones. Quizás un raro pensamiento o no –más bien un sentimiento– le hacía alar sus recuerdos y volar con ellos, de existencia entera, hacia aquel páramo de nostalgias que quería acordar una razón a todo mismo.

Sí. Un instante asequible, pero inestable, casi explosivo; hacía estallar como una blanda ola contra la dureza de una roca, aquella incierta denotación del tiempo y sus no esenciales cifras. Una cadena desencadenada, un idilio incierto o cierto, de recuerdo o sueño, llevaba o unía a Akbar, a Akbar Simón y a Akbar Simón David, en un mismo instante, en un mismo espacio o tiempo o mentira, con la verdad de un recuerdo.

Sí. Era él; Akbar Simón David, tan pequeño como sus tres hijos, tan distante como sus pensamientos. Sí, se le convidaba de a pedazos ese necesario pasado. Veía a su padre orándole a la luna, a ese sol, a ese aire que respiraba y... quizás tenía razón, quizás allí estaba dios. Pero él, subrepticiamente no podía dejar de atesorar sus sentimientos y crear sus conclusiones, no podía dejar de nutrir su existencia con lo que su padre le enseñaba, con lo que todo le enseñaba.

El recuerdo de Akbar Simón David tenía una nota clara; de azul casi noche. O no… más bien de azul y de noche. Sí, aún con las enseñanzas de su padre, no podía entender aquel extraño ritual...

...Veía a su padre erguido, desnudo sobre una llana roca que se alzaba como un hongo gigante en las sombras de la noche. Bailaba horas y horas sobre la llana roca bajo el claro lunar (cuando lo había). Parecía el sudor, su nudez, la fiel melodía que tarareaba a los dioses, un solo, excéntrico y artístico espectáculo, que no excitaría más a los dioses, de lo que lo haría con él mismo. Pues luego de que la noche, ya alta, transformaba el fibroso y elastizado cuerpo de Akbar Simón en un azul ofidio de sudor, se empezaban a escuchar las vocesitas –esas envidiosas risitas– de las mujeres del páramo. Akbar Simón, con sus cabellos arralados de humedad, con su cuerpo más sudando y su pene a estallar, bailaba y bailaba, evidenciando su increíble erección. Se la prometía a su mujer; la que le aguardaba desnuda en su cama o peludos, sobados cueros. Tan sudada cómo él, se incorporaba del lecho para ver a su hombre desde su ventana o agujero de roca. Allí, sobre el llano de la alta piedra que cerrabase a techo de hongo sobre una base delgada, Akbar Simón daba su espectáculo.

Y, cuando su erección estaba pronta soltar el latigazo de semen, cuando ya su esposa, desde su lecho, viéndolo desde esa ventana o agujero, llegaba a dolerse de ansiedad y de indomable deseo, el ritual acababa. Los dioses contentos y... bueno, Akbar Simón bajaba la roca con habilidad felina, atravesaba desnudo, con su pene volcado y salvaje ceguera, aquel tramo que lo llevaba a su morada. Todas las desveladas mujeres afuera, con sus devorantes miradas, se mordían de celos.

Y serían los gritos salvajes de pasión de su esposa primero, los de él más luego, los que masturbarían los desvelados oídos de los que aún se hallaran solos esa noche.

No había razón lógica para ese extraño ritual; no la había para los dioses mismos a los cuales estaba destinado. Pero era evidente que en la revolucionaria cabeza de Akbar Simón David (ese pequeño observador) se gestaba lentamente una respuesta a sus preguntas.

– ¿Por qué de noche? Sí era la noche, tan locamente enamorada de sus astros, la que denotaba divinidad en su sola existencia, por qué su padre buscaba confrontarla con su poder de traer hijos al mundo. A medida que pasaban las noches, que bailaba Akbar Simón orando a aquellos astros, luchando en la cama con su esposa y poblando Faistá en demasía, con hijos y más hijos, Akbar Simón David comenzó a indagar en su interior, buscando un sentido a todo eso.

Él, al igual que su padre, había sido una mala gesta. Una gesta que parió un solo hijo.

Cierto día, en que la luna mayor buscó su claro derrame asolando la llana roca sobre la cual Akbar Simón disponía bailar su nuevo ritual, Akbar Simón David le hizo una extraña pregunta a su padre.

– ¿Qué es historia?

Akbar Simón escuchó, sordamente aturdido, esa miríada de interrogantes que en uno resumían todo su pasado.

 

 

 

Akbar Simón había creado un nuevo y auténtico ritual que haría historia y, se sintió raro, muy raro en aquella oportunidad, cuando su hijo Akbar Simón David le preguntó.

La luna era grande, rápidos o gasas o nubes transparentábanse a ella. Hubo como un aullido allí fuera. Hubo de nuevo el balido del becerro aterrado que dos hombres fornidos, en cuero, arrastraban hacia la roca.

Ya se acariciaba el sonido del sobado metal casi un filo y... Akbar Simón... viendo... los ojos de su hijo, escuchando esa atrevida pregunta, escuchó como la voz de la brisa, el gritar del desierto.

Los recuerdos lo sumergían. Era un niño, se veía en el desierto, pisando un bajío de dunas...

Los ojos traviesos de Akbar Simón David, habían abierto un espacio infidimencional, que en un azar de tiempo y magia, parecía instituir lo incierto. El punto equidistante en que los recuerdos se superponen para luego fragmentarse y desfragmentarse y así «transformarse» en un lugar unívoco.

Sí, no sólo los ojos de Akbar Simón David velaban de recuerdos al sentir el introspectivo mirar de sus tres hijos. Ciertamente había una puerta de sal única, un pasaje al más allá, o una simple cadena de recuerdos unidos por lo impenetrable de la mente, que hacía Akbar Simón David viera con sus ojos, o con los de sus hijos, a su padre Akbar Simón. Y que, al mismo tiempo, o al otro tiempo, o al único tiempo… este viera de igual manera a su padre: Akbar (el uno) que a nada oraba. Pues su existencia traducía, sin preguntas, sin respuestas, al hombre mismo sin fronteras, sin sus rejas...

 

 

 

EL PRIMERO DE LA DINASTÍA

... Eran esas expiatorias arenas que deambulaban todavía no instituidas por la nebulosa de recuerdos... Parecían esas arenas devengar su resultado en la adormecida, casi anestesiada cabeza de Akbar Simón, que de tanta sed, calor y desasosiego, se vio de lejos... ahora de cerca, de tan, tan cerca, que volvería a estar allí, siempre allí, en ese recuerdo... en ese desierto.

– ¡Padre, padre!

Las dunas enrarecían el sexo de sus formas, hasta el punto de transformarlas en erecciones.

Akbar y su hijo Akbar Simón, hace más de una mayor luna viajaban sin más rumbo que el destino.

Parecía un capricho de la humanidad, un recelo de paradoja: la demasía del desierto moviéndose como un ofidio bajo la inmensa insignificancia de Akbar, que jalaba del cuero amarrando a su dromedario. El Animal, famélico y sediento, llevaba amarrado un cajón ya vacío de carne seca, una bala de barro más seco casi vacía de agua. La bala estaba paradójicamente envuelta en hojas carnosas y sal. El pequeño Akbar Simón, dormido, se bamboleaba en la cumbre de la hirsuta, áspera joroba de un dromedario. Llevaba sus manos y pies amarrados a una misma soga, como si fuera un cautivo.

Akbar jalaba del animal. Resentía con su expresión aquella cruel lija de arena que le arañaba con el gritar del viento.

El paso del dromedario más lento, más terco. El pequeño Akbar Simón detenía de vez en vez la bambolera de su cuerpo, en esporádicos atisbos del despertar. Las pústulas de sal que rodeaban los llorados ojos del animal, enrarecía el turbio penar de su mirada. Sus patas delanteras cedían su agobio a la resignada muerte.

Ya el rumor de los alacranes y el fundamentalista surtido de insectos que emergían de las arenas como falsos ave–fénix, había vaticinado aquél presago de muerte.

Cuando el dromedario descartó su incierto destino en la muerte que asumía, Akbar vio a su hijo Akbar Simón sujetándose con sus sorprendidos ojitos, del sopor de su mirada.

– Padre, padreee...

El pequeño Akbar Simón comenzó a gritar desesperado cuando el dromedario se pasmó, rodando su huesudo peso sobre él.

Akbar, maquinalmente, tomó el cogote del dromedario tratando de enderezarlo, no para que se alzara, sino para que no rodara sobre la bala de barro seco, que atesoraba ese fresco agua.

La flema gris, gelatinosa, aparente que el dromedario resoplaba, hacía resbalar los fuertes brazos de Akbar con celcitud casi jabonosa. El animal se le fue con su peso y rodó hoscamente, aplastando al pequeño Akbar Simón, que sólo asomaba la cabeza, moviéndola en su impotencia, como un tapón caprichoso a salir de un botello. Akbar buscó desesperadamente las amarras y comenzó a jalar de ellas. La adrenalina en sus brazos henchía sus venas. Apenas si podía levantarlo un poco del suelo al pesado animal. Podía ver de soslayo, en su impotencia, aquella bala de barro partida en grietas recientes, babeándose a poco de aquél preciado elemento. El suelo lo recibía con su sed de fauces de arena. El agua desaparecía tan mezquinamente, que ni rastros de humedad dejaba.

Akbar tomó el filo negro de piedra amarrado a su bota y lo arrojó al lado de su hijo.

– Vamos Akbar Simón, trata de soltarte y rescata la bala.

Akbar siempre habría de supraestimar a su hijo, simplemente por haber nacido de una gesta única al igual que él; ello sin duda tenía algún augurio de realeza. Ciertamente Akbar Simón nunca lo defraudaba, pues aunque tenía las manos atadas, su joven habilidad pudo escurrir las muñecas por los ajustados y ásperos nudos. Empezó a caminar de a poquito sus dedos, llevando su diestra hacia el negro filo de piedra. Lo trajo a su lado casi a golpecitos, y comenzó a frotar sobre él los nudos de sus amarras. Cuando las amarras destrenzaron el corte de sus sogas, las fuerzas de Akbar cedieron agobiadas. El dromedario gravitó su muerto peso, del cual Akbar Simón salió ileso al girar hábilmente sobre las arenas.

Cuando Akbar vio la divertida expresión de su hijo, con sus despeinados cabellos escurriendo la más rubia arena, supo que eran una raza nueva; una que empezaría a distinguir al hombre de la naturaleza misma.

– Lo lamento padre, perdimos el agua.

Al instante, un rumor con nota ventada comenzó a aturdirlos y zumbar en sus oídos. Los alacranes y voraces insectos que se alzaban como cáscaras armadas de ese suelo inerme, comenzaron a cubrir al dromedario, transformándolo en una ocre, asqueante cascara de uñas. Algunos de los más inofensivos y atrevidos, habían comenzado a morder con sus quelícedos las piernas de Akbar y su hijo.

Akbar se quitó el largo y grueso caftán que envolvía su cabeza y lo extendió como una sábana sobre la movida cáscara de insectos que devoraban el dromedario. Luego la retiró, embolsando una gran cantidad de ellos, e hizo un nudo en su extremo. La bolsa de caftán con insectos parecía una gelatina viva, casi real, moviéndose como una manga de insectos al horizonte. Cayó, casi rebotó con todo eso en el suelo de arena. Esa bolsa era de una materia casi gaseosa o, casi líquida o, bueno, ya mucho no importaba, no más de lo que duraría; porque Akbar comenzó a golpearla con el ancho cuero que ceñía su cintura, hasta que la tela agobió su forma, planamente, sobre las arenas del suelo.

Se ciñó nuevamente el cuero a la cintura, tomó la aplastada y acartonada bolsa de caftán, y se la ató a él. Luego cortó rápidamente, con su filosa piedra, las correas del dromedario (verdaderos puentes que transitaban los fundamentalistas insectos). Cuando azotó la correa y la ató a su mano izquierda, vio a su hijo correr desesperadamente tratando de quitar los insectos que se le habían enredado en la miel oscura de sus cabellos.

Fue ese raro aire de sordo miedo lo que le aturdió de recuerdos e hizo corriera rápidamente hacia él para amarrarlo de nuevo. Akbar Simón veía la seca humedad de los ojos de su padre. Notó ceñir ese blando y sobado cuero sobre su pequeña diestra. Sintió la firmeza abrigadora de un padre sujetándole la mano, como la agonía aún, al furtivo alma. Sí, Akbar cegaba en recuerdos al ver a su hijo, al ver el desierto... Ese mar de arena que le perdió de muy pequeño. Podía sentir la anemia de ese sol aplomando su peso candente sobre él y, qué extraño era… qué extraño... Era el mismo sol, el mismo calor, la misma soledad del desierto que lo hubiera visto allá, en aquel lejano pasado que le restó su infancia... allá... –recordaba–...

...Iban con toda su familia en ese ejército de dromedarios, buscando nómadas un destino a su sedentaria existencia. Podía hacerlo, podía verse; aún más pequeño que su hijo Akbar Simón. Allí, sobre la joroba cumbre de un dromedario. Aún veía esa fauce gris que parecía del mismo cielo, simiente arrollador de ese viento, congregación de silencios gritando su odio, moviendo las dunas a lo lejos como olas de sal. Aún dudaba si de pequeño hubiera viajado junto a los suyos por el desierto, o sobre el lomo de algún animal ofidio, terriblemente inmenso... o ellos, terriblemente pequeños. Y... eran esas inciertas olas, esos abismales bajíos de nada o de todo... ¡de arena!, ¡de arena!... Esas ráfagas o lijas, hirientes, fatales; esa asfixia, ese peso, ese sueño o no, esa pesadilla, sus ojos ardiendo, golpeados, heridos de arena, y ese mañana, ese presente, ese pasado o sus ojos, la arena que los cegó, cegó y cegó... Ni siquiera al llegar la primera noche pudieron ver, cuando ya doliendo sus lágrimas, escurrían de a poco la hiriente arena. No porque sus ojos aún cerrados parecían a la muerte, tampoco por la misma muerte, que si la tuvo, de ello no se instruyó; fue porque esa noche fue tan sin luz, como el desierto tan del viento.

Sí, aún no podía aclarar la redentora amnesia que sólo oscuridad acordaba a su recuerdo, pero sabía de ello, sabía del desierto, y se sabía su soberano, ya que le sobrevivía. Akbar creía que su cuerpo era de una materia extraña, similar a la arena. Porque cuando niño, cuando la tormenta que despertó la quietud de las dunas, lo arrebató de los suyos, se sintió continuamente en un medio líquido. Extrañamente se había sentido viajar junto a las dunas flotando en ellas como en el agua. Experimentando en ello el sabor raro, exquisito de la aventura. Y no solamente eran esas dunas que reptaban o se alzaban, salían de sí mismas como monstruos y luego se derruían, casi evaporaban. No sólo el viento, las distancias que no existían, ya que las hacía y deshacía en esa misma razón ventada, en esa misma liquides no líquida que en arenas liquidaba, en esas civilizaciones enteras que resurgía, nuevamente enterraba. En ese secreto existencial que le daba un rango al hombre. No sólo eso. Akbar dudaba.

Y quizás ello, las dudas fueron las que hicieron su vida volcara a una nómada búsqueda de su nada interna, que sabía jamás habría de encontrar, ya que «todo» traducía en él.

Tal vez, cuando las garras de arena le arrebataron de los suyos en aquella lejana ocasión, pensó y más dudó. Dudó de su existencia hasta el extremo de no saber más de ella, que ella de él. ¿Habrían muerto sus padres, sus hermanos, o... tal vez él? Tal vez el desierto no lo arrebató de los suyos, sino a los suyos de él. Pero, lo cierto de todo, era que el desierto siempre estaba, a pesar de sus dudas, a pesar de las distancias, del tiempo. Siempre el desierto, siempre el desierto y él... él y ese pequeño Akbar Simón.

Akbar había logrado decantar la arena de sus recuerdos, y ahora veía como agua limpia esa realidad.

– Vamos hijo, debemos caminar.

Perdíanse solos en el llano eterno del desierto. Aún la tarde retenía sus vapores como lejanos espejismos. Sólo sus huellas profanaban la tardía quietud de las dunas. Sólo ellos dos, Akbar y su hijo Akbar Simón, dejaban escrito allí ese solo testimonio que accedía esa quietud ya sin brisas.

Ya la noche comenzaba a girar su esfera sobre el abolido poniente, cuando Akbar sintió el peso de su hijo jalar en un leve tirón de su brazo. El pequeño Akbar Simón había tropezado con el agotamiento. Veía a su padre hacia arriba, sintiendo la presión del cuero que a su brazo le unía. Era la sed de mil maneras, de mil matices, de salinidad tornasolada, allí, en la flema que abarcaba el todo de su garganta.

Akbar vio la noble infancia de su hijo, tratando de incorporarse del tropezón de agotamiento. Le impuso valor.

– Vamos, ya falta poco para que cierre la noche y el alto está cerca.

No le hubiera costado mucho a Akbar cargarlo en sus brazos hasta lo alto de la duna; pero hubiera sido una humillación innecesaria para el pequeño, faltando tan poco trecho para el alto.

 

 

 

Las solas pisadas ya adivinaban sombras en el claro estelar que blanqueaba el desierto. Akbar y su hijo se detuvieron en lo alto de una duna. A pesar de lo sediento de sí, el pequeño Akbar Simón miraba a su padre con una expresión más que húmeda, fresca, reconfortable. Akbar estaba orgulloso de su pequeño guerrero. Lo sentía su único hijo, a pesar del desprecio que el resto de sus hermanos, e inclusive su madre, siempre hacia él manifestaron, por ser de una mala gesta. Ello, según las malsanas lenguas, era obra del mal. Ciertamente Akbar, no creía una luna de todas esas sandeces que decía la gente que, ya ni de acuerdo se ponían de tanto miedo que les rondaba. Él en ese instante creía en sí y en su pequeño hombrecillo que le miraba sin decir una luna, con el seco despojo de su flema salitrándole los bordes más secos, sedientos de la boca, en son de esa líquida sensación que tanto necesitaba.

Akbar desató del cuero que ceñía su cintura el abolsado caftán que retenía los aplastados insectos, ya drenados de su humedad. Comenzó a estrujarlo lentamente.

Una gelatinosa, casi líquida de tan cristalina baba, comenzó a permear la gruesa, hilada tela... Adquiría una fiel transparencia, pura, casi mineral, en la gélida luz de la noche.

Los gordos, gelatinosos chorros de humedad babosa que permeaban el caftán que Akbar estrujaba, caían en la boca abierta de Akbar Simón. Primero... un salobre gusto a nada, luego... una pastosa sensación que pedía agua y más agua y... luego... luego de un instante, su sed y hambre se habían alivianado. Akbar bebió un poco más de la gelatinosa humedad de los aplastados insectos, y buscó un lecho delante de su hijo.

– ¿Te sientes mejor?

Akbar Simón le regalo una callada sonrisa.

El blanco estelar celaba el desierto, las arenas parecían espejar, cual lasitud de aguas estancas, aquel manto estelar que se salpicaba puro de estrellas en el negro vacío. Era una noche tan abierta, que prometía ese frío. Mejor sería. Mejor sería ver ese quieto bajío de arena o sal de estrellas, mejor así; porque cuando la noche oscurecía, la fauce del viento despertaba a las dunas y, ya no podrían dormir a su abrigo, sino sólo tratar de sobrevivir.

Akbar tomó un puñado de arenas y dejó caer un hilo salino, simétrico al suelo.

– Ves hijo, esta noche tendremos paz.

Akbar Simón se acurrucaba divertido, arrebujado en el apartado de arena que formó con las manos dándose un lecho.

– Pero... está haciendo frío.

Akbar, aún sin soltar la amarra que unía su brazo al de su hijo, comenzó a cubrirlo con la tibia arena.

– Descansemos un poco.

Se tiraron boca arriba mientras sentían la tibia arena abrazarlos con su lenguado peso. También sentían la gélida demasía del universo. Era increíble; les hacía abismar aquello. Veían ese lírico desparramo de constelaciones, estrellas tras estrellas que se cubrían una a otra con la gasa alúmine de su franja estelar. Podían escuchar el cardíaco silencio del universo en expansión. Absorbidos, tan insignificantes, eran víctimas de aquella abstracción de humana distancia, de terrena razón.

– Hoy la luna mayor será plena. –Akbar decía mirando las estrellas, como leyendo su libro antes del descanso.

– ¿Por qué luna mayor, padre?

Akbar Simón estaba convidado por el desvelo al igual que Akbar.

Su padre, siempre mirando el espectro, ya abrazaba su solo adagio en son de sus callados conocimientos.

– Tú, hijo, eres un muchacho muy afortunado. En unos instantes verás algo que no todos pueden ver. En un instante verás uno de esos astros salir tan grande frente a ti, que te parecerá poder tocarlo.

Y cuando terminó de decirlo, el llano no llano, curvilíneo y sexual de las dunas que alisaban el horizonte, agregó una amalgama de azufres casi bebidos en sangre, que comenzó a blandirse como un incierto sol en la cetrina tela del horizonte.

Akbar se sentó obnubilado ante aquello.

– La luna mayor...

Miraba a su hijo con esa gracia, convidándole su fascinación.

... Es, es la mayor de todas. Mira arriba hijo –le tiraba el índice como una flecha a los dioses– Mira la cantidad de astros, pequeños, grandes, algunas lunas quizás, pero ésta... esta es la mayor, esta es la que más nos incumbe de todas las que seguramente habrá en el universo. ¿No sientes el peso de su gravedad sobre ti, como lo han de sentir las arenas y las mareas de las tierras del sur?

Akbar Simón se divertía mientras veía la luna izarse sobre la nocturna esfera.

– No sé. ¿Qué debo sentir padre?

– No lo sé, tú lo debes saber mejor que yo. Cómo podría decirte qué debes sentir, si el que lo tiene que sentir eres tú.

Akbar Simón no entendía el casi monologo de su padre, pero ciertamente, algo sentía a medida que esa inmensa, esférica luna ascendía. Parecía nacer como todo: sangrienta, informe, confusa. Pero cuando ya hubiera afianzado su lento izar a una altura en que acostados la podían bien ver, Akbar y Akbar Simón sintieron esa demasía. Podría tocarse, como lo hubiera vaticinado Akbar. La esfera lunar recortaba su amarillo gastado, su jalde ya pálido, moviendo un halo de vapores en su sola fosforescencia.

– Qué bello padre.

– Sí que lo es.

Los dos se durmieron con un jubiloso calor de paz. La luna ascendió hasta congelarse en un plata huraño en lo más alto de la noche, luego giró en caída con ella misma, jalando del alba.

Se pasmó ese audaz despertar con los dos casi completamente sumergidos en las arenas. La blanda luz del alba era tan fresca como ella misma. Denotabanse pasadas brisas sobre las reptadas huellas del desierto. Akbar y su hijo Akbar Simón, se incorporaron desperezándose. Sus cuerpos semisumergidos en atrevida arena, escurrían hilos de ello, como del mismo sueño.

El fresco caftán estaba todo sudado de esa gelatinosa humedad. El chillar famélico de sus intestinos, arremangaba una abúlica sensación en los dos. Akbar estrujó con vehementes fuerzas la asqueante tola. Cayó todo entero ese pedazo de gotorón gelatinoso y proteico, que casi hace atragantar al pequeño. Akbar hizo lo propio, hasta descartar la cartilaginosa tela.

El pequeño Akbar Simón se revolcaba tosiendo de asco en la arena, y a la vez, poco a poco, sintiéndose más reconfortado.

– Es feo sí, pero qué bueno. Con ello no necesitaremos más alimento ni agua hasta que lleguemos.

El pequeño Akbar Simón asentía y dentro de él pensaba: que con ello bastaría, no porque fuera suficiente alimento, sino porque después de ese asco que llenó su estómago en son de la náusea, desearía poner más bocado de nada en su boca.

Cuando el alba terminó de apartar la noche, ya se hallaban nuevamente en camino. Nunca hablaba Akbar Simón si antes su padre no tomaba la palabra, no sabía por qué, tampoco su padre, pero le agradaba el callado muchacho.

El día hubo de estar tan estanco, que hasta los espejismos se veían reales. El sol, como siempre, rebotaba en la caldera de arena y doblaba sus oradas pestañas allá arriba. Ese par de huellas ya había trazado una elíptica curva casi matemática que descifraba las distancias recorridas sobre el virgen lomo de las dunas.

– Ya falta poco.

Akbar alentaba al pequeño, que ya ni sudor le quedaba.

Akbar Simón comenzó a buscar una duna alta en la que seguramente se detendrían, pero había ninguna, la más alta era la que estaban caminando, subiendo o bajando… No lo sabían. Ya todo era una cincha de sol abrasivo tirándole el reseco pellejo, apretando su flemada garganta, doliendo el agobio de sus músculos tensos. Akbar no podía pensar, tampoco dejar de hacerlo. Debería llegar, no ya por él, sino por su niño. Inmerso en esa grada de razón que no razona, que nutre de antónimos, del sigilo de lo mismo, de la sanción, del mayor desasosiego, de la ruta a ningún sitio que les señala la muerte, sabía que si arriba de la duna veía más y más desierto, ese iba a ser el lugar de sus mutuas sepulturas.

Ya sobre el linde partido, quebrado de arena, que marcaba con simetría lineal el fin de la duna, Akbar y su hijo sintieron esa ventisca de sueño que movió los secos y azogados cabellos. Sí, los ojos de Akbar Simón humedecían obnubilados de aquello en lo que parecía caer el desierto. Las distancias estaban tapiadas por frescos e inmensos árboles. Parecían líquidos, transparentados por la luz del sol, moviendo sus cansadas lianas, como si fueran colosos emergiendo de verdes aguas. No sólo la paradoja nombraba ese linde de aridez y fresca abundancia, también lo que venía después. Atrás de los árboles que se extendían solemnes a lo largo de la franja lindera, se encontraba ese mundo detenido, que Akbar tanto buscaba. Los dos atravesaban el cercado portal que atesoraba ese misterio.

No recataron su entendimiento, cuando ya se hallaron en el bosque, aún con los restos del desierto haciéndoles caer seca arena a la humedad rústica de la tierra más negra. Infinitas torres clisadas en diversidad de marrones y jaldes, brindaban a la vista una especie de otoño congelado, detenido, petrificado. Se alzaban como pedernales de sueño, sosteniendo el verde cielo de la copa de los árboles vivos que se alternaban con los muertos y petrificados.

Caminaban por entre esas monumentales torres de tornasoles, cristalizados en la nudez del tiempo. Algunos estaban caídos, partidos en incontables pedazos. Otros aún se hallaban en pie; como si una ola repentina de tiempo los hubiera sumergido en sus aguas, para luego dejarlos allí, congelados. Inclusive, aún parecía vivo el cólera henchido del suelo, que adivinando sus petrificadas raíces, abría su piel negra, abundante y ferruginosa. Avanzaban. El frío cada vez se sentía más. Extraños, esporádicos estallidos, parecían partirse del silencio, cuando un árbol petrificado caía desarmándose en más pedazos. Un blanco brillo, casi azul ahora, dejaba ver al glaciar en retirada que mordía el fin del bosque. Podía verse incrustado en el hielo el torso de un ave prehistórica, con sus inmensas y membranosas alas abiertas, blandiéndose al viento como si tratara de salir de allí. El hielo se iba descascarando con rapidez. Y eran cáscaras de tiempo las que caían, cáscaras de hielo sin caer, las que clisaban el resto.

El estruendo de los cayentes árboles petrificados. Ese sediento rumor de aguas corriendo. La diversidad de sonidos que sus oídos experimentaban, los envolvía. No avanzaron mucho cuando se toparon con la pared de hielo. Ciertamente no era lo que esperaban. No estaban sobre la base de ella, sino en la cumbre. El fresco y duro suelo que pisaban, era el borde de un abismal precipicio que caía junto a la inmensa pared glaciar. Bajaba una arruga de piedra con una cornisa de tierra, raíces y nidos de culebras. Los nidos crepitaban aquí y allá, mientras las gigantes huevas que atesoraban, se iban clisando. Salían de allí innumerables ofidios moviendo su lengua venenosa. Comenzaron a caminar cautelosos. Akbar adelante, tanteando la pared, estudiando con sus pasos cada fracción del escaso y peligroso camino. Aún sujetaba con la correa del brazo a su hijo Akbar Simón, que tanteaba con celosía de arácnido la pared ferruginosa. Llegaba cayendo, se iba alzando el precipicio o pared de bosque, de un lago azul y espumante que iba llenándose por el hueco del glaciar, por el cual se abría paso una inmensa cascada. Ese hueco afluente que iba agotando el hielo, lo iba transformando en agua, como el tiempo agota al hombre para lograr de él algo vital.

Bajaban. Pisaban, medio resbalaban en el movedizo fango que creaba el rocío perpetuo del salto. Los rociaba la fascinación de esa delgada bruma de agua, ese gélido vapor, que sabía interpretar o dar preámbulo, turbio de sueños, a ello que parecía ser su materia: agua detenido en el tiempo, en ese frío cristal. No era materia de sueños. Sin embargo el pequeño Akbar Simón se preguntaba si estaría aun soñando en el desierto; era todo tan extraño, tan lívidamente asombroso... El camino, cada vez más angosto, desplegaba su arruga de tierra y se tornaba más y más fangoso. Ya la humedad formaba parte del aire, como si se tratara de un velo tardío de franca lluvia. El sediento rumor ya se había tornado voluminoso, inmenso. Unos musgos con algo de lianas – parecían venas aplastadas, vacías– trepaban casi toda la pared lindera al glacial. El frío apretaba ahora. Cuando ya la bruma confundía tanto como la humedad misma, vieron la calamidad de una demasía líquida que les detuvo con su hermética pared. Sí, frente a ellos les cerraba paso una insípida e inodora pared teórica. En realidad, a sus ojos, se veía una gama de azules, verdes, malvas subidos, que se veteaban cual extraño mármol. El agua presada, que no sabían si subía o bajaba, estaba frente a ellos cerrándoles la salida.

– Qué es esto padre. –El pequeño Akbar Simón buscaba a su padre con sus ojitos delatados de intriga.

– Agua hijo, agua, y del más peligroso.

Akbar arrojó un pedazo de rama que juntó del fangoso suelo. Desapareció efímeramente, casi sin violencia de tanta, por la líquida pared. Una grieta al costado hería el fangal de sombras que les envolvía. Se metieron en esa inmensa vagina y, otra vez retomaron el camino. La ruga que plegaba en la pared de mundo, frente a la pared glaciar, los llevaba como un verdadero tobogán al pie del mismo. Resbalaron en el fango y así, con esporádicos gritos, llegaron al suelo. Luego de llegar, de hallarse al pie de todo; después de alejarse y ver más de lejos esa pared, observaron que la muralla de agua con la que se habían topado allá arriba, era un salto voluminoso, hablador y gélido, que iba agotando el hielo. Se arrojaba y hundía como una fatigada lengua en la lasidez inerme de un quieto lago espumante.

Akbar Simón se lanzó como animal desesperado hacia la pedreada orilla, casi olvidando su amarrada mano. Cuando sintió el tirón, giró para ver la divertida expresión de su padre.

–Apurado como su sangre el pequeño guerrero. –Su padre, divertido, le arrimaba el mirar desatando la correa que le unía a su brazo.

–Ya no estamos en el desierto. –Pensaba.

Se echaron boca a la orilla. Por momentos veían su imagen movida de aguas, luego hundían su rostro a sorber el exquisito elemento. Akbar sorbió un poco. Akbar Simón bebió hasta el hartazgo y... era extraño; aún buscaba con su mano la de su padre. Era como si inconscientemente, a pesar de la falta amarra, la sintiera invisiblemente. Era como la incierta sensación de un mutilado y su pierna fantasma. De tanto estar allí, –como la ya quitada amarra– su cerebro aún no quitaba esa acostumbrada información.

Cuando el pequeño Akbar Simón apartó su cara del agua para ver nuevamente su imagen, no fue el mover del agua el que le confundió. No fue aquella rara, refrescante sensación. No, fue un rostro casi simio que emergió como a darle un beso.

El susto fue tal, que cayó sobre el helado agua.

A arañazos, como animal desesperado, comenzó absorto a manotear el pedregal de la orilla. Akbar tomó uno de los manotazos de su hijo y lo jaló hacia él.

El cadáver de un desnudo y velludo hombre con facciones de simio, navegaba boquiarriba por la corriente del lago. Y... fueron más y más cuerpos los que empezaron a emerger como pedazos de hielo. Algunos de mujeres casi hembras. Otros de niños casi cachorros.

Los pálidos cadáveres, arralados de animalezca vellosidad, comenzaban a poblar la movida lasitud del lago. Algunos saurios dejaban ver su inflado, verde y escamoso cuerpo, entre el poblado de cadáveres. El pequeño Akbar Simón retrocedió, refugiándose en la vista de su padre. Akbar recorrió el todo que le rodeaba y detuvo la vista en el pálido cuerpo de un hombre–simio, que boquiarriba, se alejaba como un hielo.

– No debes tener miedo; esto no ocurrirá más.

Akbar Simón, más inocente que suspicaz, buscó la sabiduría de su padre sin saberlo.

– ¿cómo lo sabes?

Akbar, como siempre, buscaba el cielo con su mirar, como tratando de leer allí sus respuestas.

– El hombre, el mundo, el universo cumple su ciclo. No somos la repetición de secuencias. Nos expandimos como el universo, avanzamos, no retrocedemos. No podemos siquiera detenernos por un momento. Estamos condenados a vivir, a avanzar; desde el momento que alguien dio un empuje a todo esto. A ser materia, luego energía; luego materia, luego energía... –repetía y repetía con ansiedad casi lírica, la demasía de sus pensamientos– ... Somos un círculo cerrado, pero que no vuelve; una espiral que gira y gira y… cada vuelta una nueva, atrozmente nueva… y… en esa trayectoria el mañana es solo una idea y el ayer, lo que fue posible…

Akbar Simón lo miraba divertido.

– No entiendo…

– Es sólo el presente, muchacho, sólo el presente...

Akbar era un gran observador de las estrellas. Era un hombre inmensamente feliz; sobre todo cuando se hallaba lejos de la gente. Era un solitario nato. No sólo porque la mayor parte de su vida hubiera estado solo, sino porque había nacido de una gesta mala… solo... solo... tan solo con aquella hermana soledad que todos entendían un mal augurio.

Había escrito un libro en las estrellas mismas y lo volvía siempre a reescribir... Todo empezó de muy pequeño, cuando quiso saber cuántas había. A pesar de que los números no existían, una humana necesidad de buscar respuestas, le hizo casi inconscientemente descubrir un código para resolver cómo intentarlo.

Primero apartó de su razonamiento la idea de partes. Luego designó una unidad, luego sus cifras, luego y luego sus sumas, sus restas, sus múltiplos y dividendos, sus... sí, sus estrellas. Aún de muy pequeño, cuando los interrogantes se manifestaban, buscaba humanamente leves refugios (dios). En aquél entonces, la idea del suicidio se le había presentado seductora. Por suerte, su razón sobrevivió a ello y, como un leucocito existencial, comenzó a aprender y aprender. Ciertamente había descubierto que el aprendizaje era tan inagotable como sus estrellas, como sus números y, bueno, la idea del suicidio no había desaparecido; estaba en él, pero... aunque latente, inoperable; como una cifra muerta; un cero que necesitó crear a sus infinitos números, a sus infinitas dudas....

Akbar ahora veía los cadáveres descongelados del pasado de su raza, los sáurios y los restos de ese mundo que había muerto todo junto o quizás por partes, pero exhibiéndose ante sus ojos en algún pliegue de la espiral del tiempo que se representaba en sus pensamientos.

En ese contexto, cuando vio a su hijo Akbar Simón, el único de sus hijos, refugiarse sanamente en él, no pudo más que sentir ansias por regresar a Faistá y comenzar a enseñar todo lo que había descubierto.

Luego de nutrirse de las frescas raíces, y aprovisionarse de suficiente agua, Akbar tomó una liviana corteza petrificada de un árbol, para dar testimonio a su gente del mundo detenido, (el portal de las tierras del sur) del cuál tanto había hablado ese primer peregrino sin nombre que siempre está en el recuerdo de alguien: un ser casi ficticio, casi real, y padre de la misma imaginación. Parte de ese mundo que recién estaba pariéndose, con leyendas, con viajes y promesas, se esperanzaba con la idea de un mundo mejor, distinto, inacabable… como la sedentaria, falaz justificación de los límites.

Akbar amarró la correa por ambos lados de la cascara petrificada. Un extremo amarraría su diestra, el otro, el brazo izquierdo de su hijo Akbar Simón. Así viajarían quietas noches, quietos días, llevando las provisiones y el agua sobre la petrificada cascara. Ella, deslizándose en la lisa superficie de arenas, dejaría una interminable línea que separaría sus huellas.

Y fueron días y más días los virtuales, callados testigos de su largo regreso.

 

 

 

El lento regreso a Faistá no llevaba sólo ansia, no llevaba sólo desvelo. Era un regreso y una partida al mismo tiempo

Caminaban padre e hijo. La noche orillabase al poniente, como un candente metal lacerando con sombra su incierta herida. El desierto, depositado de arena, mostraba pétalos en su quietud, sobre las huellas de los dos caminantes. Todo limpio, malva subido, estrella única. Todo servido en lentas cascaras de tintas, que parecían moverse, teñir, destituir con su azul oscuro, carnoso... la digna sepultura que había recibido el día… abrieron al fin el párpado oscuro del cielo, para mostrar los constelados ojos de la noche.

Pero la noche, la cardial macilencia de astros turbados de pasión al tocar esa arena, sexual lecho de la noche, no hubo de durar mucho. Pues el cielo pronto enturbió como penado amor en los ojos del olvido.

Y entonces, el lento patriarca, el viento y su huella, y su revolución, su disturbio; hundiendo en la arena, alzándose de ella, llevando semillas, trenzando sus huellas, hablándole a la noche, a la arena; alzando sus dunas, sumergiéndolas; alzando imperios de nada, sumergiendo imperios de todo… resurgiéndolo todo, sepultando esa nada, tocó con su voz inaudita no sólo los advertidos oídos de Akbar y su pequeño Akbar Simón, toco la noche, abusó de ella, toco, tocó el desierto y sesgó de lujuria.

No sintieron el paso de la noche, el paso del tiempo. Pues parecía moverlo la arena. El desierto y el viento parecían desarmarlo. Sólo sintieron sombras que como sueño o pesadillas les flotaron, les lamieron como sexuales lenguas, ásperas, pesadas…