Pedro R. Ortiz

 

Los susurros

de Santa Bárbara

 

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Primera edición: noviembre de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Pedro R. Ortiz

 

ISBN: 978-84-17300-24-1

ISBN Digital: 978-84-17300-25-8

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

A Gladys, mi madre:

una verdadera santabarbarense.

 

A todos aquellos

que han creído.

A aquellos que han vivido en algún lugar

llamado Santa Bárbara.

 

 

Pero el orgullo engendra tiranos.

El orgullo, cuando hinchado vanamente de su mucha altanería,

ni conveniente ni útil para nada, se eleva a la más alta cumbre

para despeñarse en fatal precipicio, de donde le es imposible salir.

Edipo Rey, Sófocles

 

 

Si entre las muchas verdades eliges una sola

y la persigues ciegamente,

ella se convertirá en falsedad,

y tú en un fanático.

Ryszard Kapuściński

 

LIBRO 1 Revelaciones

LIBRO 2 La Deuda

LIBRO 3 Regreso

LIBRO 4 Lágrimas

LIBRO 5 Traiciones

LIBRO 6 La Cima

 

 

 

 

Pero el orgullo engendra tiranos.

El orgullo, cuando hinchado vanamente de su mucha altanería,

ni conveniente ni útil para nada, se eleva a la más alta cumbre

para despeñarse en fatal precipicio, de donde le es imposible salir.

Edipo Rey, Sófocles

 

 

Si entre las muchas verdades eliges una sola

y la persigues ciegamente,

ella se convertirá en falsedad,

y tú en un fanático.

Ryszard Kapuściński

 

 

 

 

LIBRO 1

Revelaciones

«Un hombre está dispuesto a creer
aquello que le gustaría que fuera cierto».

 

Sir Francis Bacon

 

 

1

Santiago siempre se sintió privilegiado, y aunque no se atreviera a decirlo en voz alta, estaba convencido de haber sido tocado por la gracia de Santa Bárbara. El asunto estaba en que, no sabía qué hacer con ello, ni cómo afrontarlo, en el fondo, no lo comprendía del todo. Se limitaba a observar y a esperar, tal vez porque era muy joven para ir más lejos, o quizá, porque no tenía nada qué pensar y debía aceptarlo sin más. Sin embargo, él lo sentía, lo vivía, lo agradecía. Suponía, además, que aquello no ocurría a todo el mundo; sólo unos cuántos elegidos, el día de su veneración, eran los convidados. Y a él le había ocurrido.

Hace un par de años, había escuchado de cerca el rumor, los susurros a su oído, mientras la contemplaba en el centro de la plaza del pueblo durante las festividades. La algarabía alrededor no le impidió acceder a su llamado silente; los ojos clavados en la imagen inmóvil, y los escalofríos que se agolparon alrededor del cuello, fuertes, intensos, le sirvieron de confirmación a lo que había experimentado. La conclusión había sido clara, su vida daría un vuelco, nada volvería a ser como hasta ahora.

Al día siguiente, aunque el ensordecedor ruido de las chicharras anunciara lluvia, se reunió con sus amigos en la playa para darles la noticia. Desde luego, no podía contarlo todo:

—Ayer me pasó –confesó, el muchacho, con la seguridad disparando de sus pupilas–. Santa Bárbara me habló.

Sus amigos, mirándolo con ingenuo asombro, se interesaron de inmediato. Enseguida, el recelo se dibujó en el entrecejo de Francisco, el mayor de los tres.

—Te lo juro por mi Luna –lo fijó Santiago con mayor concentración, como si tratara de convencer al incrédulo.

¡Cuenta, cuenta! –animaba Carlos, con cándida insistencia– ¿Qué te dijo, fue algo bueno o algo malo? A una colega de mi hermana Emma, la patrona le dijo algo malísimo el año pasado, y se le dio. La pobre se arrepintió de no haberlo contado antes.

Santiago volvió su cabeza, esta vez hacia la cara lampiña de Carlos y sonrió con el desdén de quien tiene la sabiduría en su poder y la certeza lo atraviesa de palmo a palmo.

—Fue algo bueno, muy bueno, pero saben que no puedo decirlo.

La decepción resquebrajó la sonrisa de Carlos. En lo más hondo de sí, había deseado que Santiago traicionara la tradición y les contara. Con gesto enojado, se incorporó y se dispuso a marcharse, murmurando algunas palabras entre dientes que los demás no llegaron a escuchar.

—Pero, tú sabes que eso trae mala suerte –advirtió, Santiago, mientras seguía a su amigo con ánimos de consolarlo.

Santiago era firme, devoto, y Carlos lo sabía, no diría nada. Francisco los observaba con aire de desaprobación, aunque en el fondo estuviera convencido de sus lealtades hacia aquellas creencias.

—Además –agregó Santiago, deteniendo los gestos de todos como si parara el tiempo de un solo golpe–, si se me da, los tres salimos ganando... De verdad –calló de nuevo, mientras sostenía la intriga con su respiración. Los observó cada uno a su turno, serio, hasta que la solemnidad y la determinación rasgaron el silencio, pronunciando con una seguridad asombrosa–: Se los prometo.

Carlos traspasó la mirada de su amigo con desconfianza, como si quisiera hurgar en lo más hondo, el rostro de Santiago. Sonrió poco después. Él lo sabía, era cierto que no se podía contar a otros lo que Santa Bárbara había revelado la noche de su veneración porque el conjuro se rompía y si la predicción hubiera sido buena, entonces, la posibilidad de que ésta se cumpliera, era nula.

Desde ese entonces, Santiago se ha dedicado a esperar que la revelación de la virgen viniera a su encuentro. No dudaba, para él, la duda en ese sentido, no tenía cabida. Sin embargo, una sola pregunta se asomaba a su cabeza de vez en cuando, y pellizcaba su tranquilidad desde hace algunos meses: ¿Cómo haría para cumplir su promesa ahora que sus amigos no están?

El primero en marcharse fue Francisco, ese jovencito regordete, muy listo con las cuentas y ágil con las redes a la hora de pescar. Ese que no se sentía fervoroso de nada, ni de nadie; al que poco importaban los rituales, las veneraciones, las procesiones, ni las misas, pero que siempre, sin poder evitarlo, dejaba un pequeño beneficio a la duda «por si acaso». Acaba de cumplir los diecisiete cuando tuvo que huir de la justicia de la comarca por los juegos de azar que se organizaban en una pieza anexa de la casa y a los que participaba, con regularidad, desde muy niño. La policía había irrumpido en el garito atrapando algunos de los organizadores, entre ellos el padre del muchacho. Francisco había logrado escapar una madrugada gracias a los pescadores que lo sacaron de forma clandestina de la isla hacia un destino desconocido para Santiago.

Y unos meses después se fue Carlos. Era el menor de los tres adolescentes, el que tenía un aire frágil, la risa sincera y fácil. El que fungía como monaguillo de la iglesia, y que, de un tiempo para acá, un silencio extraño y una especie de vergüenza enigmática se escapaba de su rostro vacío. Cuando la tía María vino de visita desde España, nadie hubiera sospechado que Carlos se marcharía con ella, dejando a sus hermanas y a su madre, abandonando la isla de repente. Al verlo partir en el aquel taxi azul claro hacia el aeropuerto, Santiago experimentó un breve susto en el pecho. Aunque también agitó su mano en señal de despedida, enseguida, como un acto reflejo, no quiso preguntarse nada.

A partir de allí, el muchacho ha vivido la isla de Santa Bárbara en solitario, al mismo tiempo que un paréntesis se había abierto. Apenas lo ha percibido, porque Santiago prefiere evitar la confrontación con las emociones, tal y como lo ha aprendido desde niño, sin explicaciones ni clases magistrales. En este interludio, la paciencia extraída desde sus creencias más plenas, sostenida por el aura apacible que lo envuelve por completo, ha sido su arma infalible. Y esa insondable convicción que ha recorrido sus días, y ha estado clavada en su cabeza como una estaca, ha impedido que la realidad se convierta en enigma. Eso ha sido más importante que estar solo, e incluso, que imaginar el futuro. «El futuro será bueno, pase lo que pase», había enunciado Luna una tarde, mientras cenaban un tazo de avena con canela, y aunque lo hubiera dicho por otras razones, Santiago se había agarrado de aquello como si de una premonición se tratara. Y no tenía por qué ser distinto, cuando él mismo estaba totalmente convencido de que el vaticinio se haría realidad.

A pesar de eso, ¿por qué miraba hoy el mar con aire de nostalgia, con un nudo en la garganta como si tuviera una piedra incrustada en medio y no encontrara los indicios que le llevaran hacia una puerta de salida? Este paréntesis tenía, de una forma u otra, que cerrarse.

«Brillará el oro como el sol y compartirlo será clave para llegar hasta la cima». Esa revelación de Santa Bárbara seguía intacta en un rincón oculto de su alma, y le punzó hoy la memoria, como un alfiler. Un absurdo miedo lo invadió al recordarla porque creyó que cualquiera pudiera oír sus pensamientos. La fortuna llegaría, pero tendría que compartirla con ellos para poder ir más allá, y al fin, llegar hasta esa cima; un lugar, hasta ahora, desconocido, imprevisible, que tendría que diseñar con la ayuda de su imaginación y sus convicciones.

La interpretación dada a esa revelación, le pertenecía. Era auténtica, única y necesaria para afrontar lo que vendría, aunque lo desconociera, pero las sospechas de que el destino se entretejía en un conjuro, lo cernían. Luna tenía días enferma, la sombra de la tragedia rondaba los pasillos de la casa, acechándole, mientras en su cabeza de adolescente, las ideas giraban alrededor de la promesa dada a sus amigos, se bañaban en la humedad de las costumbres y se envolvían en los sortilegios de las creencias. Una promesa no debe romperse, de la misma manera que un presagio, cuando te pertenece, no se obvia, ni se soslaya, al contrario, también debe respetarse. Santiago tenía la certeza de que la revelación se cumpliría. Lo que ignoraba, entonces, es que quizá tendría que forzar la mano al destino para que así fuera. «Lo obtendré a cualquier precio…» Murmuró convencido, en voz alta, con las palabras deshechas entre los dientes y los ojos fijos en el círculo anaranjado que era devorado por el mar en el horizonte.

 

 

2

La hamaca de nailon donde solía hacer la siesta después del almuerzo, se mecía a ritmo suave, mientras el ruido de los nudos de las cuerdas que abrazaban los palos al resbalar, le acompañaba en su cadente vaivén, trac, troc, trac, troc. Para Santiago era placentero cortar la brisa a compás delicado, empujando con un pie desde el suelo y producir el movimiento que le adormilaba poco a poco, como si el viento meciera un ultraliviano en ruta hacia un lugar desconocido. Al mismo tiempo que se deleitaba en la apacible ingravidez, soñaba con las peripecias de su padre en la guerra, lo imaginaba con un fusil en el hombro, o una bayoneta, o quizá detrás de un cañón disparando a los ingleses desde alguna de las costas francesas. Lo suponía, lo inventaba, aunque aquello fuera atemporal, porque su padre nunca fue a la guerra. Sabía tan poco de él, en realidad, que por eso había tenido, como todo niño, que procurarse una historia con los retazos que Luna le había confiado entre dientes.

Desde donde estaba, escuchaba cuando el enésimo capítulo de la radionovela daba inicio, lo que anunciaba que era la una de la tarde y que su madre se disponía a escucharla mientras planchaba la ropa. Las sandalias de Luna, al desplazarse en el interior de la casa, sonaban lejanas. Los suspiros, casi imperceptibles, seguían las peripecias del protagonista del relato, que escapaban de la voz grave del narrador, y ella parecía vivirlas en carne propia.

La risita de Luna era frágil, sus breves comentarios, inaudibles. Era una mujer así, silenciosa, callada. Un tono pálido y enfermizo, se escapaba de su rostro. Tenía siempre un pañuelo beige escondido en el escote del vestido de lunares rojos, para secar sus manos y frente sudorosas, sobre todo en estos tiempos en los que los calores de la menopausia le habían asaltado desprevenida y por anticipado, porque no hacía mucho había pasado los cuarenta. Había quedado viuda muy joven de aquel sargento que había venido acompañando la misión diplomática francesa, cuando hubo el conflicto por lo que llamaban en Santa Bárbara, los territorios en disputa, a mediados de los años sesenta. Santiago tenía apenas un año y unos meses cuando Luna se enteró de la trágica noticia, por lo que el chico nunca conoció a su padre. Ella hablaba poco de su pasado. Santiago, sin embargo, cuando tuvo conciencia de la falta, le pidió que le contara cosas de ellos. De su padre y de ella. Luna, con cierto pudor, relató que a un corto romance había seguido una boda muy discreta, «sin algarabías ni celebraciones pomposas», dijo mustia, la familia no podía permitírselo y para ella, que prefería el silencio, había sido mejor de esa manera. El hombre tuvo que regresar a Francia enseguida, unos asuntos importantes le esperaban. La promesa de volver pronto se había quedado esparcida en las breves líneas de un telegrama, la muerte le asaltó de manera inesperada. Santiago preguntaba si su padre había muerto en la guerra, para él, la idea de la heroicidad le llenaba de regocijo. «No había guerra por ese entonces, pero una misión muy importante seguro que le ocupaba. Dicen que fue en una misión secreta», había contado Luna en una ocasión para calmar la curiosidad de su hijo, aunque guardando la serenidad para evitar traicionarse. Mantenida por una pensión del gobierno galo, emprendió la tarea de dar al niño la mejor educación y el mayor bienestar que sus posibilidades le han permitido, y Santiago, hasta el momento, había respondido con creces, siendo para ella éxito y orgullo, sobre todo eso, mucho orgullo, a pesar de las críticas, los comentarios envidiosos, las «malas vibras» de los otros, incluso, de los suyos. La decisión de alejarse en aquella modesta vivienda en el centro de una pequeña loma a las afueras del pueblo y que había bautizado: Mi Refugio, venía de allí. No quiso preguntas, no quiso opiniones ni reclamos. Ella se encargaría sola de cuidar de su hijo y así lo mantendría alejado de cualquier mala influencia.

Un porche encerrado entre columnas de madera y helechos muy verdes colgando en hileras daba la bienvenida con una gracia austera. La puerta de metal que casi costaba arrastrar al abrirla daba un aire de pobreza al umbral, pero Luna prefería que fuera de esa manera porque se sentía más segura. Al interior, todas las paredes estaban pintadas de blanco, lo que daba la sensación de amplitud, pero sobre todo de orden y limpieza. En realidad, todas las cosas estaban en su sitio. Pocos muebles, algunos objetos de porcelana barata sobre pequeñas mesitas de caoba sin pulir y en las paredes, algún paisaje en óleo de un pintor anónimo, en otro rincón a la derecha había algunas fotos muy bien cuidadas y enmarcadas de La Côte d’Azur, en Francia, sobre todo de la bella localidad de Saint Paul de Vence. Luna nunca había estado allí, pero había relatado a su hijo que era un recuerdo entrañable de sus largas conversaciones y paseos, con Jacques Moreau, antes de casarse con él. No había fotos de nadie. La única foto de su padre, Santiago la tenía en un pequeño portarretratos de madera, tal y como Luna se la había entregado hace algunos años. Él había querido un día ver su rostro y ella, con cierta vacilación, accedió. Le había explicado que sólo tenía una porque «no hubo tiempo de hacer más, las cosas pasaron demasiado rápido y él partió tan de repente… éramos muy pobres cuando nos casamos y no hubo fotógrafos, ni nada de eso. Esos momentos los guardaré en mi memoria toda la vida…» Le había dicho ella, mientras sus ojos se le llenaban de lágrimas. Él lo comprendía, y sin más, se dijo que guardaría aquella foto en un lugar especial, lejos de la vista de otros, lejos de todo. Luna, siempre había profesado mucho amor hacia su hijo. Algunos decían que era demasiado. «Nunca es demasiado, porque demasiado, cuando se trata de amor, no existe», se decía a sí misma. «Nadie te cuidará mejor que yo, haré de ti un hombre importante, eso lo juro». Se había prometido una vez, como si se sometiera a una regla intransigente, que provenía de sus propios miedos.

De vez en cuando, la mujer echaba una mirada hacia el porche y sonreía con satisfacción al ver la sombra de la hamaca, que soportaba el peso del cuerpo de su hijo, reflejarse en el suelo. Entonces continuaba su quehacer con un gesto impávido, el mismo que le había servido siempre para lograr sin mucho esfuerzo sus propósitos. Cauta, serena, tranquila, sin hacer el menor ruido, sin hacer el menor daño, al menos, sin percatarse de haberlo hecho, o quizá, guardando en lo más hondo del recuerdo, alguna herida infligida, algún gesto equivocado. Pero Luna no se arrepentía de nada, porque nada había temido, nada había escondido que no fuera por el bien de su hijo, «Santiago de mi vida».

 

 

3

Santiago dejó de leer el poema «Giraluna Duerme al Niño» de Andrés Eloy Blanco, sin terminarlo, mientras, no paraba de escuchar los pasos en el pasillo que iban y venían. Voces que hablaban calladas en el salón. Voces que intentaban guardar silencio, como un siseo; como un secreto que no puede decirse, pero que todo el mundo conoce.

Terminó de vestirse, de traje negro completo, y se acercó de nuevo al cofre abierto que estaba encima de la peinadora. Ahí estaba el poema escrito con aquella caligrafía perfecta de Luna. La hoja amarillenta en los bordes, los pliegues usados en el centro, como si hubiera sido abierta y vuelta a doblar infinidad de veces. El tiempo se dejaba escapar entre las líneas, la tinta estaba opaca, y el olor a guardado se sentía. Al lado, su libreta de nacimiento, donde aparecían la fecha, la hora, el día, el lugar, el nombre: Giraluna Páez. «Mi madre me dio el nombre de Giraluna por un poema de Andrés Eloy Blanco, yo guardo los versos de ese poema como un tesoro», –le había contado, Luna, una vez «Pero me gusta que me llamen Luna, también es bonito, es diferente». Luego con una sonrisa, le había dicho: «Tú te llamas como tu padre, Jacques, porque Jacques corresponde a Santiago en francés».

Cerró el cofre guardando el poema en uno de los bolsillos de la chaqueta. Se dirigió a la puerta desde donde los ruidos de los pasos y las voces en susurro se escuchaban más claras. Parece que rezaran. Rezaban, eso hacían. Rezar. Un trozo del poema le asalta de repente, «dormir a las madres / los niños debieran… dormir a las madres / los niños debieran». Con un gesto, sacudió su cabeza y salió hacia el salón donde le esperaban los demás para acompañarle a la ceremonia.

Leyó en voz alta aquel poema en el cementerio delante de todos los asistentes, mientras algunos intentaban en vano ahogar un sollozo y escurrir sus lágrimas. Su tono fue lento, firme, sin temblar, sin vacilar, apenas algún suspiro que permitía prolongar las distancias entre estrofa y estrofa. Cálido, suave, con la satisfacción del deber cumplido, del homenaje rendido a quien le había dado la vida y se había abocado a cuidarle. No hubo drama, lo único solemne fue la lectura del poema, lo demás pasó breve y simple, sin adornos, sin más presencia que la de los vecinos, algún familiar, un poco de tierra y luego, una sencilla lápida al final.

***

El paréntesis tan esperado por Santiago estaba por cerrarse. Un año después del entierro de Luna, que sirvió de preparación para el viaje, cuando todo estuvo listo, se dispuso a dejar la isla de Santa Bárbara. El día de la partida, se acercó, asomó su cara por entre las rejas de la ventana de su cuarto que daba al patio izquierdo de la casa, y tomó un poco de aire, segundos después, miró los helechos del porche desde allí, pensando en que el nuevo propietario le había prometido regarlos con asiduidad. Se dijo que iba a extrañar todo aquello, pero tenía que seguir los designios de su destino. En su rostro, cuadrado, masculino, de nariz larga y con una pequeña curva como el lomo de un dromedario, se apreciaban, a duras penas, los rasgos de un joven de diecinueve años, porque a pesar de que el muchacho lucía un delgado bigote bien cuidado y llevaba los cabellos castaños peinados hacía atrás, aplastados con gomina, aparentaba menos edad.

Sin hacer el menor esfuerzo por oponerse, recordó el día de la muerte de Luna. El ambiente sombrío y ruidoso, algunas de las vecinas más diligentes se paseaban por la casa arrastrando los pies, abriendo y cerrando puertas, entrando y saliendo con cacerolas, o con pócimas para calmar dolores y bajar la fiebre. Él, retraído, mudo, suponía que el final estaba cerca. Una de las mujeres salió del cuarto y con gesto apurado, le susurró con energía: «Ven, que tu madre te está llamando». Corrió hasta la puerta después de despertarse del letargo inanimado en el que se encontraba. Luna abrió los ojos y le habló del cofre.

En medio de quejas y suspiros entrecortados, intentaba hablar. Parecía dejar el aliento en cada frase mal pronunciada. «El cofre... –había entendido, Santiago– El cofre que está en el cajón de abajo...» Repitió muchas veces la última frase y Santiago fue a buscarlo. Miró en el lugar indicado y no vio nada. Extrajo luego una vieja caja de zapatos y allí dentro encontró un cofre de madera que le acercó a los ojos a Luna. Ella pareció haber movido la cabeza en forma afirmativa e hizo esfuerzos para decir más cosas, pero a Santiago le pareció insoportable su esfuerzo, entonces decidió no cansarla, dio por sentado que ella le autorizaba a abrir el cofre y ver su contenido. Llamó de nuevo a la vecina para que se quedara con ella y salió del cuarto con el cofre debajo del brazo.

***

Al cerrar la cremallera del bolso azul índigo que le quedaba por preparar, a sabiendas que tampoco tenía demasiado que llevar, dio todo por terminado. Tenía una dirección en la Côte d’Azur en Francia, algunas postales de Saint-Paul de Vence, para hacerse una idea y nada más. Las había cogido de una de las paredes del salón, sacándolas de los marcos que Luna cuidaba después de muchos años. La recordó hincada pasando un paño húmedo para limpiar los bordes y repasando el cristal varias veces hasta dejarlo impecable.

Las palabras de Luna, estaban, más que nunca, presentes. Durante sus momentos de nostalgia, los ratos a solas en la casa creyendo escuchar los lentos pasos de sus sandalias, esas mismas palabras sirvieron de sustento: «tienes que tener fuerza y coraje», frase que sonaba al lema de escudo patrio o de una reunión de legionarios.

Estuvo a punto de sucumbir a la tristeza. Hubo momentos en los que la soledad se le hacía interminable, tan larga, como si un enorme e infinito ovillo de lana rodara por una cuesta sin posibilidad de detenerse. Pero un hecho providencial vino a salvarlo de aquel impronunciable dolor; la noche de la veneración de Santa Bárbara el año pasado había recibido otra revelación, que adivinó, vendría a completar la anterior. Lo supo en su más profunda intuición.

«Sigue tu destino, serás el primero, la cima te espera.» Y había comprendido que era el momento de emprender esa ruta trazada en ninguna parte, de perseguir el sendero de lo incierto con una meta concreta, fija, hacia arriba, hacia la cima, porque la divina providencia no podía equivocarse. Y ahí estaban, esas direcciones en Francia, los teléfonos a quien contactar, las cartas de lejanos familiares en la Côte d’Azur, las pistas a seguir, el dinero ahorrado, los detalles, casi todos en su sitio, guardados en un pequeño cajón dentro del armario, como si esperaran a ser utilizados algún día.

Santiago seguía creyendo, y creería. Debía esperar hasta el día señalado, ese día en que los hechos hablarían en su nombre.

 

 

 

4

Los años que siguieron no resultaron fáciles para Santiago. La imagen que se hacía del tiempo y del destino, aunque no fuera inmóvil, le encerraba en un laberinto del que no había logrado encontrar la salida todavía. Vivir con ciertos recuerdos era, a pesar del coraje y su silencio, penoso. Las formas, los olores, los sabores de Santa Bárbara, le acompañaban casi a diario. Lo más duro había sido sentir un abismo entre aquello que le venía de los más hondo de la memoria y lo que podía compartir con quienes ahora le rodeaban.

En Saint-Paul de Vence, ese pequeño pueblo provenzal de la Côte d’Azur al sur de Francia, la vida transcurría de manera calmada. Los pasos descansados y lerdos de sus pobladores que resonaban entre los muros de sus construcciones rocosas, se mezclaban con la luminosidad y la belleza de los naturales jardines que bordeaban la inmensa piedra surgida entre el paisaje, como una aparición, y sobre el cual se asentaba esa localidad. Muchos siglos de historia acompañaban el susurrar tranquilo del viento que se escuchaba desde lo que quedaba de la Torre del Château de Saint-Paul, como si fuera el mismo viento de siempre, que se repetía sin cesar y traía los recuerdos estáticos de épocas pasadas. Los espíritus de Matisse, Renoir, Monet, y otros impresionistas, se confundían entre las fachadas de las viviendas pintadas en colores pastel, o se respiraban con los olores de las herbes de provençe. En algunas épocas del año, había numerosos turistas, y con el transcurrir del tiempo, cada vez más. El turismo había devenido una manera ingeniosa y fácil, para Santiago, de ganarse la vida. Servía de guía una vez a la semana, trabajaba dos tardes en un restaurante italiano, otras dos en el taller de arcilla de un artesano, en el que descubría lo bien que se le daba la pintura provenzal, sobre platos, vasijas y tazones. Del resto, silencio.

La pequeña habitación abuhardillada y deforme que ocupaba en la casa de su tío Samuel, le servía de refugio. El mal carácter de aquel hombre le hacía muchas veces compadecerse de la mujer y de sus primos, aunque él no tuviera tampoco un trato más honorable. Apenas llegaba a entenderse con la chica, que era muy joven y para quien, los deberes de la casa, pasaban antes que cualquier otra actividad, aunque no por gusto propio. Parecía autómata. Santiago presentía que la mayor parte del tiempo, ella hacía las cosas obligada, aunque lo disimulara. Se le había ocurrido que un día de estos, terminaría hartándose y dejando a todos con la mesa servida y esperando el pan de anís que debía comprar fresco cada mañana.

Su primo, menor que él, prestaba el servicio militar y regresaba a la casa algún que otro fin de semana y cuando había fiestas. También tuvo la impresión de que él prefería estar en el regimiento antes que soportar al padre. Le parecía un tipo bastante estúpido que sólo pensaba en las tetas de la peluquera de su madre o en la chica del café a cinco calles de su casa, pero a las que no osaba ni acercarse; luego de hablar sin parar de las bondades de los cuerpos de sus ninfas provenzales, terminaba masturbándose, mirando las antiguas revistas con fotos de chicas desnudas que le pasaban sus compañeros de regimiento. Su sueño más preciado era irse a vivir a la Polinesia Francesa o a las Antillas donde vivían las preciosas mestizas que le enloquecían. Aunque, a decir verdad, a Santiago le parecía mucho más bonita la peluquera.

El tío Samuel, por su parte, era un tipo parco que caminaba arrastrando los pies, como si sufriera de los juanetes. Hablaba poco y cuando abría la boca, más bien, se limitaba a ladrar frases, regañaba. Lo habitual era que murmurara sin cesar, a solas, quejándose del tiempo fresco o caluroso, de lo bueno o de lo malo del gobierno de Mitterrand, de la comida si estaba poco o muy sazonada, de los propietarios de los comercios del barrio, de la estupidez de su jefe. Santiago se había preguntado con perspicacia, ¿Cómo era posible que hubiera él aceptado que viniera a vivir con ellos? Cuando hubo pasado el tiempo y se sintió más seguro del trato de su tío hacia él, intentó salir de dudas haciendo preguntas, con tono anodino, de vez en cuando. Una vez, este le había respondido, sin mayores explicaciones: «Se lo debo a Jacques, es lo único que puedo hacer por él, aunque su alma no pueda descansar en paz». Santiago no comprendía lo que se escondía detrás de sus palabras y aunque insistía, notaba que su tío evadía el tema.

Una de las cosas que interesaba a Santiago, era conocer un poco más sobre la vida de su padre, porque gracias a él, se hallaba en ese país y en ese pueblo. Era esa una de las principales razones por las que estaba allí. Y Nada. Hasta entonces, en todo ese tiempo, no había obtenido información alguna, ni detalles. Nadie parecía saber nada, era como si Jacques Moreau hubiera sido borrado de la historia familiar, llegó incluso a pensar si en verdad había existido. Por otro lado, Luna nunca fue muy elocuente al respecto. Pasado el tiempo, no sabía mucho más que al principio, era como si el nombre de su padre fuera un tabú entre ellos.

Algunas veces, aprovechaba los momentos en los que acompañaba a su tío Samuel a la pesca para hablarle de él.

—Tío, ¿cómo era mi padre de niño?

El hombre lo miró de reojo mientras preparaba el anzuelo sentado sobre la lona de la silla al borde de aquel lago que solían frecuentar. Mordía con pereza su cigarro mientras un gesto de desconfianza se dibujaba en su rostro regordete. Encogiéndose de hombros respondió sin dejar de mirar, luego, el cebo que ensartaba en el trozo de metal afilado.

—Normal –sonrió después–. Era un tipo más bien callado. Muy reservado –insistió, dando un acento al final de la frase.

—Sí, pero... –persistió el joven insatisfecho de la respuesta– Por ejemplo, ¿le gustaba pescar?

¿Pescar? –gruñó el tío Samuel– No... Jacques no era un hombre de esos... –volvió a sonreír con un dejo de sarcasmo que se asomaba en la comisura de los labios, del lado contrario al que sostenía el trozo de cigarro– Jacques prefería jugar a la petanca... En verano, ir a la playa y nadar.

—Nadar... a mí también me gusta nadar. Pero la petanca...

—Bueno, bueno –regañó de nuevo el tío Samuel, con la voz ronca por el tabaco–, paremos de hablar y pongámonos a trabajar... que aquí los peces prefieren el silencio.

Santiago hizo caso a las indicaciones de su tío y comenzó a preparar su caña. El tío Samuel lanzó su cebo con un gesto de experto, acompañado de un ruido opaco salido de sus entrañas. El muchacho lo desconcentró entonces con otra pregunta:

—Tío, ¿por qué no hay fotos de mi padre en ninguna parte? En el pasillo que va hacia la escalera hay varias fotos, pero ninguna de esas personas se parece a papá...

Samuel tuvo un ligero desequilibrio cuando intentó volver a sentarse sobre la silla. Lo miró de reojo de nuevo y emitió una interjección que sonó a sorpresa. Dirigió luego su mirada hacia el lugar en el que se hundía el nailon en el agua produciendo unas ligeras ondas alrededor, formando pequeños aros. Un corto silencio siguió a su gesto contrariado, que Santiago no llegó a percibir.

—Debe haber una foto en algún lado... ya te la mostraré. Nosotros nunca fuimos muy apegados a ese tipo de cosas –su tono sonó frío y neutro–. Bueno, hagamos silencio, prepara tu cebo y esperemos. Puede que tengamos suerte hoy y la pesca sea buena –dijo para concluir, lanzando luego una mirada de indulgencia a su sobrino.

Santiago aceptó callarse sin insistir y se dispuso a poner a prueba una vez más, su paciencia en el ejercicio de la pesca. Al fin y al cabo, disfrutaba de la tranquilidad del lugar, sin conceder mayor importancia a la tarea en sí. A su tío Samuel había que saber llevarlo y al mismo tiempo, pescar le hacía recordar, aunque de manera lejana, alguno que otro trazo de la vida en la isla de Santa Bárbara. Venían a su memoria las madrugadas en los botes de pesca junto a Francisco y aquellos pescadores de la isla que los contrataban durante las vacaciones escolares. Había que tener fuerza para tirar de las redes y vaciar la carga. Esto era distinto, pero del mismo modo, le agradaba. Lo más importante para él en esos momentos, era buscar sentirse cerca de su padre, intentar recrearlo en aquellos paisajes, imaginarlo en algún rincón, dejarse llevar, una vez más, por la insondable puerilidad de sus ilusiones.

***

Una barca se reposaba en alta mar, y en vez de flotar, volaba. Unos círculos de colores extraños, giraban alrededor, parecían monedas de oro como soles. Un trozo de papel periódico doblado en cuatro, se escapa de las manos de una mujer morena de espaldas a quien no alcanza a distinguir su rostro, y al final, una voz que le susurra al oído: «debes irte, ve hacia el norte, sigue tu camino», le despierta. Se incorporó sudoroso, con frío. Miró hacia la ventana, donde percibió la sombra de las ramas del nogal de la estrecha calle afuera, impidiendo el paso de la luz de la luna. Se levantó, desnudo, los hombros esqueléticos y las piernas largas, tiritando. Se acercó y se asomó a ella de una manera hipnótica, corriendo un poco la cortina.

Era cierto que los años transcurridos en aquel pueblo de Francia le habían servido de bálsamo contra el dolor de la pérdida, a pesar de que no pensara en ello muy seguido. El tiempo pasaba, Santiago se daba cuenta, pero no sucumbía, en el fondo, porque el lado inalterable de sus ideas acerca del destino, le guardaba lejos de la inercia impávida y de la tristeza. También era consciente de que la providencia aún estaba lejos, y esperaba con paciencia, porque su devoción permanecía intacta. Esa voz inaudible que le había dado algunas pautas a seguir, de las que aguardaba todavía la señal definitiva, seguía latente y una de las maneras que halló para contrarrestar la angustia que a ratos se escapaba de entre los resquicios de la piel, desplazándose, muda, entre sus sueños, fue tomar notas en una pequeña libreta.

Desde esa época, comenzó a apuntar algunos de esos sueños que le hacían despertarse sobresaltado en las madrugadas, escribiéndolo todo enseguida, para no olvidarlo, porque se dijo, que esa era la manera de descifrar la ruta que le llevaría a aquel lugar aún desconocido. Confiaba, porque no tenía más remedio, y apuntar los sueños en esa libreta, repasarlos de vez en cuando y leerlos como si se tratara de una guía de viajero que le ayudaría a no perderse en el camino, había sido la estrategia que le servía de paliativo frente a la espera.

No tenía respuestas, pero había comprendido que estaba llamado a cambiar de puerto, a dejarse llevar por la marea, por los sonidos involuntarios del viento. Debía continuar su camino, aunque por el momento no supiera dónde, quizá hacia «el norte». Una vez apuntado todo en el pequeño librito, apagó la lámpara y volvió a la cama, diciéndose que le urgía encontrar ese lugar propicio para avanzar.

 

 

 

5

Semanas más tarde, Santiago tomó la decisión de marcharse a Bélgica. La estadía en la Côte d’Azur comenzaba a prolongarse de manera insensata. Ni el tío Samuel, ni su mujer, y mucho menos, sus primos, soltaban prenda acerca de su padre. Por otro lado, el tiempo apremiaba, y la espera comenzaba a cansarle.

No había indicios tampoco de que algo fuera a suceder en ese pueblo, y los inviernos parecían enterrar sus esperanzas. El dulce letargo le fastidiaba, y la solapada angustia, brumosa, espesa, rara, que le despertaba por las noches, estaba intacta.

La señal llegó de improvisto, tomándolo por sorpresa aquella tarde, al terminar su jornada, en la taberna cerca del taller artesano donde trabajaba dos veces a la semana. Su necesidad de creer se había conjugado con la casualidad de escuchar los comentarios que surgían de boca de aquellos hombres que se reunían allí por las tardes. Las bromas acerca de los belgas, no faltaban, era algo que no comprendía del todo, pero sonreía mientras prestaba toda la atención a lo que se contaba, entre tabaco y pastís, esa bebida espirituosa a base de anís estrellado y otras hierbas aromáticas, que representaba la bebida por excelencia de la Francia profunda. Según oía, aquel pequeño país de Europa central, había dado luz verde en una ocasión a los inmigrantes italianos para explotar las minas de carbón. Era un país seguro, estable, y «había trabajo». Pero, lo que vino a darle un vuelco en el estómago fue la frase que se coló por sus oídos como el ruido de un insecto que molesta alrededor de la oreja, y determinó su decisión: «En el norte, los mineros son devotos de Santa Bárbara», –dijo, unos de los obreros, mientras deglutía las olivas marinadas que yacían sobre el mostrador. Santiago no pudo evitar sentir un salto en el vientre, como un susto imprudente– «en Calais, pero sobre todo en Bélgica» –agregó el sujeto–. «Hubo mucha mina hace tiempo, ya no queda nada, pero parece que todavía existen las fiestas y celebraciones de Santa Bárbara». Santiago no llegó a enterarse de una nueva broma hacia los belgas que había surgido en la conversación, porque su impresión se lo impidió.

Después de mirarlo con detenimiento, los indicios en sus notas de la libreta de los sueños lo conducían hasta ese país; todo cuadraba, debía ir allí.

Una vez preparadas bien las cosas, tramitar documentos y hablarlo con el tío Samuel, quien, de paso, pareció brevemente conmovido, porque «su compañero de pesca se marchaba»; unos meses más tarde, se halló de pie sobre el oscuro suelo en el andén de la Estación Central de Bruselas.

 

 

 

6

En Bélgica llovía mucho, pero no llovía como en Santa Bárbara. Muy a menudo, la ciudad se levantaba gris y Santiago había notado enseguida que los belgas se quejaban siempre del mal tiempo que hacía. En la pequeña habitación de la pensión donde se alojaba, le costaba mucho darse cuenta de los cambios entre la noche y el día porque la luz era escasa, pero además porque el grisáceo paisaje que podía contemplar a través de la ventana no se lo permitía. A su modo de ver, todo era monótono, no había colores ni mayores diferencias entre las calles que recorría por el sector donde vivía. Caminaba un poco para conocer, ambientarse, llegó incluso a perderse ante la semejanza entre una esquina con la otra. Era la primera vez que Santiago vivía en una gran ciudad. Tuvo, como primera impresión que Bruselas era enorme y opaca, con el tiempo llegó a darse cuenta que esto no era cierto, que la ciudad no era tan grande y no todo era tan incoloro como parecía.

Los colores comenzaron a brotar de manera casi imprudente. La verdura de los parques al igual que los hermosos jardines con flores color azul, naranja, amarillo, daban la sensación de estar resguardados del resto del mundo como piedras preciosas. El amarillo en casi todas sus tonalidades, el marrón menos atrayente y hasta el rojo más imponente, apareció en los bares con el color de la cerveza, que se servía en grandes vasos permitiendo transparentar la variedad de sabores que invitaban a ser descubiertos. Y luego, el carmesí, el lila, el blanco ostra, aparecieron como representaciones inenarrables amoldadas sobre las pieles de aquellas damas detrás de vitrinas transparentes, cerca de la Estación del Norte.

Santiago, incauto, tuvo la impresión de que esos cuerpos al descubierto surgieron de repente, como esas olas imprevisibles a la orilla de la playa aun cuando se sabe que la marea estaba por bajar. Las miradas sugestivas, los labios con una frase incitadora en sus formas, los gestos algunas veces lascivos, otras veces arrogantes, garabateaban una línea directa, aunque discontinua entre su cabeza y su sexo. Perturbado, el primer día tuvo vergüenza, o quién sabe si miedo; la esquina siguiente, giró hacia la derecha y bajó de nuevo por otra calle convexa que le llevó hasta el centro. Aquellas vitrinas, mostraban sin ambages una realidad que, en otras latitudes, la hipocresía se empeñaba en ocultar. Transcurrieron varios días antes que se decidiera a volver a dar una vuelta por esos lugares donde el rojo fuego parecía imponerse. Al anochecer, el malva fluorescente alumbraba los bordes de las puertas y ventanas de aquellos recintos. Caminaba, las manos en los bolsillos, los ojos más fijos ahora en los puntos redondos que se traslucían debajo de la tela de encajes que abrazaba los senos de aquellas mujeres. Volvió a casa una vez más después de eso, pero el cuarto día de su pasaje por el barrio, se decidió a dar el paso. La prostituta le miró, sonriendo bajo el estallido de un neón incandescente, le hizo señas para que entrara y él entró.

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Las manos de Marina, que así llamaba la dama«déjame hacer»