José Miguel Molowny

 

¡¿Qué será de los nuestros?!

 

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Primera edición: julio de 2019

 

© Grupo Editorial Insólitas

© José Miguel Molowny

 

ISBN: 978-84-17300-50-0

ISBN Digital: 978-84-17300-51-7

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

 

Ne utile quidem est scire quid futurum sit.

Miserum est enim nihil proficientem angi.

No es útil conocer el futuro.

Al contrario, es doloroso atormentarse sin provecho.

 

Cicerón, De natura deorum, III, 6.

 

 

 

I never think of the future. It comes soon enough.

Nunca me preocupo del futuro. Llega demasiado pronto.

 

Albert Einstein

 

 

ÍNDICE

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

 

 

 

¿Valdrá la pena escribir todo esto?

 

 

¿Se trata de un lamento, de una premonición o de la simple constatación de una ominosa realidad que viene tomando cuerpo y nos engulle, sin que lo podamos evitar, ni tomar otro camino?

 

La amistad de juventud es la que más enraíza los vínculos entre quienes la crearon y han seguido unidos. Pasado el tiempo, sin que tal relación palideciera, tres amigos universitarios, ya mayores, profesores jubilados y en la setentena —un sociólogo, un filósofo y un politólogo— mantenían la buena costumbre de reunirse diariamente en el entorno de una plaza céntrica, para hablar de sus recuerdos y de todo lo que acaeciera, hasta que depararon en las grandes preocupaciones que afectan al mundo entero, y decidieron abordarlas, una a una, en las sesiones vespertinas de su kiosco favorito, con el rigor y metodología que esos viejos universitarios habían adquirido.

 

 

 

I

Bajo la marquesina de la cafetería que hay en la plaza más antigua de la ciudad, un kiosco con remedo modernista rodeado de laureles de Indias y de plátanos del Líbano, el viejo camarero reservaba cada tarde una mesa en la esquina y limpiaba con esmero su tapa circular de mármol blanco. En aquella ciudad señorial la plaza era su referente histórico, construida a finales del siglo XIX bajo el influjo del Romanticismo de entonces, gracias a la apropiación municipal de la huerta de un convento franciscano a principios de aquel siglo, que pasó al erario público. Con los limitados recursos del ayuntamiento de entonces y la inestimable ayuda de una suscripción popular se pudo construir el hoy centenario recinto urbano, que estuvo circundado por unos magníficos ejemplares arquitectónicos, algunos del más puro eclecticismo que, por fortuna, se mantienen en pie, a pesar de que el desarrollo de los sesenta arrasó con algunos otros para sustituirlos por edificaciones vulgares. Siempre se recuerda que el día de la inauguración de esa plaza acababa de llegar la noticia del nacimiento de Alfonso XII, Príncipe de Asturias, por cuyo motivo el alcalde de turno propuso, en su discurso oficial, que el nuevo lugar debería llevar el nombre de su título nobiliario, y así permanece. En su centro habían levantado un templete, como en tantas otras plazas antiguas, bajo el que se celebraron, desde los años veinte del siglo pasado, muchos conciertos de la banda municipal, que concitaba la atención de multitud de ciudadanos cada mañana de domingo, que se sentaban en derredor en unas incómodas sillas de tijera y que persistieron hasta finales del siglo pasado. Todavía suenan los ecos de la coral de una asociación musical vecina, que en los años cincuenta formó una afamada rondalla en la que destacó, como tenor invitado, el inolvidable Marcos Redondo, cuando actuaban en ese templete y luego recorrían, durante el Carnaval, muchas calles, ataviados con unos coloridos disfraces, deleitando a sus seguidores. Por un montón de años también fue lugar de encuentro y tertulia de muchas familias y amistades, así como de reuniones, en torno al mismo, de damas jóvenes de la ciudad, las que, a las nueve de la noche y al tocar Ánimas el reloj de la parroquia adyacente, encendían sus pequeños faroles y regresaban puntuales a sus domicilios. La deliciosa actividad musical dominguera fue lentamente menguando y dando paso, ya casi al final del siglo pasado, a un rastrillo que colmataba la plaza de curiosos, sin que sonaran los ecos de aquellas animadas melodías, pero sí un enjambre de altavoces con músicas estridentes. Algunas de las estrechas y más populares calles convergían en aquel encantador recinto, sin que merezca ahora descubrir algo más de aquella conocida población, ni suponerla imaginaria.

El veterano camarero sabía que a nada que comenzaba la tarde sus tres clientes habituales, ya mayores y jubilados, no tardarían en llegar e irse sentando, para pasar unas horas hablando de sus cosas. Conocía bien el gusto de cada uno y ya no les preguntaba. Se limitaba a esperar que estuvieran todos para irse a la barra y ordenar la habitual comanda, que nunca variaba. Sólo pasada una larga media hora se acercaba de nuevo a la barra para cargar una jarra de agua, tres vasos y un cubo con hielo. Era evidente que tales clientes no resultaban rentables para el negocio, pero el propietario los conocía y aceptaba de buen grado su presencia diaria. A veces argumentaba con sus conocidos que le daban porte a aquel kiosco, en medio de tantos turistas con chancletas que deslucían el buen estilo y la serenidad de la plaza, así como otras aves de paso locales, que casi siempre resultaban disonantes con sus poco respetuosas carcajadas. El servicial Manuel, que así se llamaba, les llevaba al final de la tarde la cuenta conjunta, que siempre se repetía inalterable, cuando observaba que los debates palidecían. Recibía también su merecida propina y los despedía con afecto, hasta el día siguiente. Eso sí, los fines de semana interrumpían sus asistencias para dedicarlas a sus respectivas familias, mientras el kiosco se invadía de más turistas y familias locales con niños, bicicletas y pitos, que perturbaban la habitual paz de aquel mágico lugar Al terminar su vespertina charla y marcharse los tres, cuando declinaba la tarde, recogía la mesa, la limpiaba, y al mediodía siguiente le ponía el cartelito de reservada, no fuera que alguna pareja desaprensiva eligiera aquel recoleto rincón. Desde el principio de aquellas tradicionales reuniones habían elegido aquella mesa apartada, alejada de otras con más bullicio y protegida de los viandantes del exterior por una exuberante buganvilla que adornaba los dos lados de la esquina de aquel cobertizo metálico, construido unos años antes con pretensiones de retro y lleno de forjas, que se integraba muy bien en el entorno de la arboleda.

Iban llegando distanciados y con un orden casi militar, sin que ninguno osara adelantarse a los otros, o rezagarse en exceso. Esas inercias de tiempos son patrimonio de viejos ordenados y no se les debe recriminar nunca, sino alabar su constancia, en señal de reconocimiento de unas vidas ordenadas y del empeño en permanecer lúcidos, algo que siempre lograban gracias a sus disciplinas adquiridas desde jóvenes, en las que desarrollaron sus aficiones a la lectura, al estudio y a un constante ejercicio de razonamiento, lo que ahora les premiaba con la satisfacción de revivir todos sus innumerables recuerdos y de plantearse unos debates de opinión frecuentes.

El primero era siempre Servando, un sociólogo que enseñó en la universidad muchos años y que fue, hasta su jubilación, un activo participante en charlas y seminarios, a la vez que un culto ensayista, preocupado por el galopante incremento de la población mundial y por el desordenado reparto de la misma en los distintos países. Su porte era de intelectual atractivo, con unas lentes sin montura, ojos claros, alto, enjuto, con un pelo ya cano y escaso. Su indumento siempre era esmerado, con sus zapatos bien lustrados y su bufanda ligera, que cambiaba en invierno por otra más abrigada, y se mantenía así, a diario, pese a los años. Llegaba siempre por la entrada principal de la plaza, jalonada todavía por dos estatuas genovesas de mármol de Carrara que representan la Primavera y el Verano, y le dedicaba una mirada contemplativa a la arboleda, a sus numerosos bancos, que a esa hora apenas tenían ocupantes, y a la gran cantidad de jarrones de mármol, que hacen de macetones y que circundan todavía el perímetro de aquel espacio público. A nada que entraba bajo la marquesina se sentaba en la misma silla del día anterior y le pedía al camarero algún periódico local, algo innecesario porque cuando levantaba la vista ya llegaba, servicial y presuroso, con alguno. Su permanente argumento era que le gustaba ver las esquelas, ya que en las ediciones digitales que leía por la mañana no aparecían, y era la única manera de estar informado de los decesos de personas conocidas. Le faltaba tiempo para informar a sus contertulios, nada más iban llegando, de las necrológicas, lo que empezaba a calentar la reunión con la aportación de cada uno a lo que fue cada fallecido. Si le daba tiempo comprobaba también los resultados de la Bonoloto, algo inútil porque nunca le tocaba, pero perseveraba cada día en intentarlo, aunque fuera con un escueto par de apuestas, lo que le suponía el riesgo diario de un euro, fiel reflejo de su prudencia en el juego.

Felipe accedía a la plaza por una escalera lateral y llegaba sistemáticamente unos minutos después, como si hubiera estado detrás de un árbol hasta ver llegar a Servando. Saludaba al camarero y les dedicaba una sonrisa a ambos. Su atuendo no difería mucho del que usaba en mayo del 68, etapa que lo marcó en su época universitaria, adornado con una barba no muy cuidada sobre la que despuntaba una nariz aguileña y una melena entrecana y abundante, con una pelliza de cuero que llevaba años pidiendo una sustitución, a la que su dueño se resistía, por el afecto y por su rutina, que aún conservaba. Su mirada de pícaro parecía incisiva, a veces, y divertida, en otros momentos. Impenitente admirador de bellezas, tanto botánicas como humanas, añoraba sus conquistas, que nunca traspasaron la frontera de lo platónico. Era, sin duda, el más vehemente de los tres y seguía haciendo gala de su condición de filósofo, contestatario desde su juventud y con una carga teórica que no había declinado desde sus comienzos como articulista crítico en diversos periódicos. Había sido también docente universitario hasta su jubilación y acérrimo defensor de todo movimiento ecologista, no en vano practicó todo tipo de actividades en la naturaleza, desde el montañismo inicial al senderismo final.

—No sé para qué buscas la Bonoloto, si jamás te sale ni un reintegro —le dijo a Servando nada más llegar y sentarse—; ya deberías saber que eso es un engañabobos, o un engañaviejos.

Servando lo miró displicente por encima de sus gafas progresivas y le espetó:

¿Qué sabrá un filósofo de probabilidades? … Y encima viejo y renqueante, por más que presuma de naturalista y caminante.

¡Pues mira que tú! —le respondió lacónico.

Así eran las salutaciones diarias que se dedicaban, para ir entrando en calor y en ambiente. Se prolongaban siempre hasta la llegada de Pelayo, momento en que los tres iniciaban su sintonía particular, su sintonía irónica, claro, y muchas tardes no salían de ella al no encontrar asuntos que los pusieran serios.

Ambos no tardaron en ver, a través de la buganvilla, que el tercer mosquetero se aproximaba apresurado, tras acceder por otra escalera similar del lado opuesto de la plaza y llegar trastabillando.

—Lo siento —empezó a hablar Pelayo, metros antes de llegar— se me atravesó una llamada y tuve que atenderla.

Algo agitado, se sentó y reposó sus codos en el frío mármol. Alzó sus ojos grandes, se atusó su mata de pelo blanco, ajustó sus gafas de pasta negra y apoyó su mentón fuerte sobre sus manos, con ademán de disponerse a disfrutar de un buen concierto, como buen melómano —que no paraba de tararear oberturas, arias y romanzas a nada que se abstraía o, incluso, frente a ellos, llegando a simular muchas veces que dirigía una orquesta imaginaria, ante lo que los otros dos lo aceptaban y daban por imposible. En ocasiones le tenían que recordar que no estaba solo y que les prestara atención—. Todo ello le daba un aspecto de hombre enérgico, a pesar del paso del tiempo, resolutivo y pragmático. Siempre locuaz y ameno. Respiró profundo y se volvió a disculpar.

—¿Era la misma llamada de cada tarde que hace que llegues siempre el último? ¿No será que tienes alguna esperándote en aquella escalera? —le preguntó Servando.

—Pero si eres el que vive más cerca de aquí y el último que llega cada tarde —lo remató Felipe—, ¿no podrías abstraerte durante el corto recorrido desde tu casa y recordar que te estamos siempre esperando?

—Desde que te conocí estudiando Ciencias Políticas —le añadió Servando— ya eras impuntual y raro, aunque… ¿quién no ha mostrado alguna rareza en su juventud? Yo, el primero. Ahora bien, cuando te convertiste en un politólogo conocido y en un crítico sagaz te has venido enrollando con el primero que encuentras y soltándole tu perorata habitual, ya que las muchachas te han huido siempre por pelma… y no sabes medir el tiempo.

—Más de una me ha escuchado y me ha correspondido —les replicó Pelayo, algo dolido.

—Será la de la escalera, porque las restantes te han debido corresponder con algún tortazo —saltó Felipe—, como única forma de librarse de ti.

—Me da que hoy no estoy siendo bien recibido. ¿Qué os pasa?

—Olvídalo Pelayo. Son bromas y ambos te queremos y aceptamos como eres —le contestó Servando.

—Él es mi portavoz y me sumo a su comentario afectuoso, así que bienvenido —concluyó Felipe.

Esas bromas y esa buena relación habían nacido hacía más de cincuenta años, cuando los tres estudiantes que acababan el bachillerato en aquella ciudad decidieron marchar a otra más importante a iniciar sus carreras universitarias, con la desbordante ilusión que se tiene, o se tenía, a los dieciocho, edad en la que se conocían solamente de vista por haber estudiado sus bachilleratos en colegios diferentes. No obstante, la circunstancia de tener todos las referencias de que otros estudiantes mayores de su provincia iban, tradicionalmente, a residir en un conocido colegio mayor, los hizo solicitarlo y coincidir en él. A nada que se encontraron allí en el primer curso universitario empezó esa amistad, que se fue consolidando a lo largo de los años en que residieron en la gran ciudad. Ese tipo de amistad, fraguada día a día durante los cursos y continuada en su ciudad natal durante las vacaciones, se hizo imperecedera, no en vano en esa etapa de marchar fuera a estudiar y dejar sus hogares y familias nacen unos nuevos vínculos que enraízan y permanecen de por vida. A su regreso definitivo a su ciudad, ya con sus respectivos títulos universitarios y con sus estudios de posgrado ampliados en otros lugares, por otros años más, iniciaron sus vidas laborales y crearon sus familias, lo que hizo que no pudieran mantener la fluidez y frecuencia de sus años de estudiantes y de su colegio mayor. Se veían, sí, pero los compromisos familiares y de trabajo distanciaron los encuentros, sin merma de sus afectos. Al cabo de muchos años y cuando sus actividades profesionales declinaron por las jubilaciones retomaron su comunicación, que volvió a intensificarse hasta hacerse diaria en sus tardes en aquel kiosco.

 

En el momento en que los tres habían iniciado su charla, ya relajado Pelayo y absuelto por su retraso, el camarero hizo acto de presencia con su bandeja, portando el café solo para Servando, el cortado para Felipe y la infusión de poleo para Pelayo. Casi era un rito que Pelayo, ante el poleo, les dedicara un tarareo, y esta vez lo hizo con El Moldava, de Smetana, hasta que los otros dos le empezaban sonriendo, lo elogiaban y le acababan diciendo que lo dejara, so pena de tener que soportar la pieza entera de turno.

—Sois unos ingratos —dijo resentido—, porque os conduje a la fama, aunque sólo fuera universitaria, cuando se organizó aquella representación en el colegio mayor femenino que teníamos enfrente y tuvimos la caradura de presentarnos como trío para cantar aquella inolvidable canción en francés del Marinero. Fue un éxito apoteósico. ¿La recordamos?

—Dices bien, Pelayo, te seguimos y triunfamos ante aquel vergel de muchachas entusiasmadas —le reconoció Felipe.

—Aquello sí que fue una buena siembra —comentó Servando—, encontramos allí un buen banco de pesca… un cardumen, diría mejor, para irlo explotando a lo largo de los cursos.

—Yo lo propicié y tú, Servando, te las ligabas a pares —le dijo Pelayo—. Claro, es que eras el más guapo y resultón.

—¿Y ya no?

—Bueno… un poquito menos —lo consoló Felipe.

—¡A ver, empiezo! —dijo Pelayo—: Enfant du voyage / ton lit c’est la mer / ton toit les nuages / été comme hiver…; y se sumaron los otros dos hasta terminarla con la misma entonación y oído que tuvieron hacía más de cincuenta años, sólo que con las voces un poco más rasgadas.

Con la alegría del gran recuerdo recondujeron su cháchara habitual. Todos recurrían ya a la sacarina por sus afecciones diabéticas y a veces se intercambiaban quejas por los achaques de la salud, pero preferían orillarlas para no caer en desánimo alguno. Nada de eso mermaba en absoluto sus buenas capacidades intelectuales.

Los prolegómenos de sus charlas eran siempre los mismos y se empezaban intercambiando chismes y noticias locales, anécdotas recientes o rumores sociales, que los mantenían entretenidos en lo que cada uno terminaba su exigua bebida y daban por hecho que el bueno de Manuel, siempre atento a todas sus mesas y, en especial, a la de aquellos fieles clientes, había captado el final de esos primeros platos y procedía a retirarlos para llevarles su jarra de agua y los tres vasos, costumbre que tenía como única variante la adición veraniega de unos cubitos de hielo, que se mantenían en la jarra hasta su extinción, sin que pasaran a vaso alguno por el esmero de Manuel en llenárselos.

—La verdad es que somos unos afortunados —siguió la charla Servando— al tener esta preciosa plaza para nuestro disfrute vespertino, con esta exuberante vegetación y todos sus elementos ornamentales, un entorno que se mantiene igual desde hace casi un siglo, en que se empezó a construir por decisión del ayuntamiento y de sus próceres de aquella época, y se remató gracias a una suscripción popular, en reales de vellón de entonces, que complementó la exigua asignación municipal.

—Desde entonces ya existía el crowdfunding —comentó sarcástico Felipe.

—Vaya coño —saltó Pelayo— ya salió el cursi con su progresía. Y también dirás que fue un micromecenazgo. Pero si tú apenas hablas inglés, ¿para qué te prodigas en neologismos anglófilos?

—Era para romper el fuego porque os estaba viendo un poquito apáticos esta tarde. Es bueno siempre calentar los picos antes de ponernos a hablar de cosas más serias. Yo ya sabía que con mi escaso inglés te iba a provocar… y sabes que eso me encanta.

—Para las cosas más serias —volvió Servando— tendremos que meternos en un brainstorming, ¿no os parece?

¡Y jode el otro!... Pero si tú no fuiste siquiera a Inglaterra a estudiar y te quedaste por Francia, ¿no te puedes remitir a nuestro rico castellano para hablar de una tormenta de ideas? Todavía que lo hagan los modernos, esos finolis remilgados de másteres en universidades famosas, pero vosotros, dos carcamales, más el que habla tres, suena a presuntuoso. ¡Os saco tarjeta amarilla a los dos!

—Bueno, decano, no te pongas así —le dijeron ambos— y nos reportaremos. Aceptaremos exclusivamente el castellano correcto como animal de compañía en nuestros largos debates.

 

Acabada la primera fase de trivialidades, que nunca excedía la media hora, alguno dejaba caer el tema del día hasta obtener la anuencia de los otros dos, o se valoraban conjuntamente las propuestas, si se proponía más de uno. El reto estaba en aceptar un tema entre los tres y desarrollarlo, sin que a partir de aquel momento se admitieran frivolidades, o intentos de salirse del orden del día. Pero casi nunca lo lograban, porque a nada que alguno se pifiaba en algún comentario los otros dos se le tiraban a degüello para mofarse, lo que motivaba la réplica del mofado con mayor acritud y así perdían el hilo de su conversación seria. A veces lograban reconducirla.

Eran tan prudentes y mesurados que si ya se había aceptado el tema, los otros dos dejaban en stand by los que pudieran haber llevado esa tarde y quedaban apartados, para ser tratados en las subsiguientes reuniones. La probada madurez les había hecho ser pacientes y la seguridad de seguir muchas tardes sucesivas les hacía posponer gustosos los asuntos que esa tarde no habían tenido cabida en el debate monográfico aceptado. La prisa ya no era una característica de ninguno a sus edades avanzadas, porque sus mentes se mantenían aún despiertas y sus actitudes seguían siendo joviales, aunque a veces se manifestaran impertinentes y se resistieran a aceptar la senectud.

Esta vez fue Pelayo el que no tardó en poner fin al palique fútil iniciado entre ellos, a la vista que estaba durando demasiado, y se propuso poner orden.

—Aunque haya llegado tarde hoy, y alguna que otra vez, he venido pensando que nos podríamos plantear una serie de temas actuales para desarrollarlos en diferentes charlas. Asumo que me pesa la condición de antiguo docente y esto de imponer una metodología entre tres viejos setentones no resulta fácil, pero apelo a que los tres conservamos el poso de una formación bien consolidada y un rigor practicado por largos años, así que podría resultar interesante. ¿Qué os parece?

—Con lo bien que lo pasamos relajados con nuestros chismes —le dijo Servando—, ¿te pones serio y te propones hacernos trabajar?

—Déjalo Servando —añadió Felipe—, porque es el mayor, aunque nos lleve pocos meses, y no lo debemos contradecir. Y puesto ya un poquito serio, os diré que me parece muy acertada la idea; así nos reconducimos a nuestra época universitaria con un poco de disciplina. Lo que me gustaría saber del decano es si ya tiene los asuntos a tratar.

—En parte sí —respondió Pelayo—, pero es algo que me gustaría que los elijamos entre los tres. ¿Qué os parece si cada uno propone tres y así tenemos tarea para nueve reuniones?

—Tu orden y tu autoridad siempre nos han rebasado —le dijo Servando—, así que empieza tú que lo has sugerido y te seguiremos nosotros, para crear un guion de las futuras reuniones.

—A mí hay tres asuntos que me gustaría que tratáramos con cierta extensión y son la educación, las redes sociales y la política, por aquello de que esta última ha llenado mi vida.

—Pues yo añadiría —comentó Servando— la superpoblación, ya que ha sido parte de mi ocupación, las conspiraciones para su control y la moderna tecnología.

—Yo, como siempre —dijo Felipe— me quedo al final y ya he oído dos asuntos que me hubiera gustado proponer, así que los dejo para vosotros y os propongo el cambio climático, por mi condición de naturalista, el Universo y sus posibles vidas ajenas a la nuestra, con sus ovnis y el esoterismo incluido, y finalmente, aunque os parezca sarcástico, la religión, o religiones, a pesar de ser ateo, porque es un tema que tiene gran influencia en las poblaciones y puede dar mucha tela.

—No esperaba yo tanta rapidez en vuestras respuestas, pero veo que tenemos nueve preocupaciones de futuro para tratar. Ello va a suponer que deberíamos hacer nuestros resúmenes y conclusiones y nada mejor que nombrar al más joven para que haga de secretario y levante unas pequeñas actas.

¿No te jode? Siempre me toca escribir lo que hablan estos dos carrozones, para que no se olviden, pero lo haré gustoso, aunque sé bien que vuestras cabezas siguen en buen estado y lo recuerdan todo, como creo que yo también —señaló Felipe.

—Así es y así lo celebramos —comentó Servando.

—Ahora falta establecer el orden para cada tema diario, para lo que nos podríamos ir alternando —comentó Pelayo.

—Yo no aplicaría tanto rigor, por creerlo innecesario —dijo Felipe—. Basta con que al final de cada sesión alguno de nosotros proponga el siguiente debate.

—Pues, si os parece —habló Pelayo— y sin mayor dilación, ya que he sido yo el promotor, y como el movimiento se demuestra andando, voy a ir empezando con una historia familiar reciente, relativa a la educación, como el primer tema de la tarea que nos acabamos de imponer.

—No has esperado para empezar mañana —le dijo Servando—. Sigues siendo «dicho y hecho». Lánzate, pues.

—Ya sabéis —siguió— que mi nieto, de diecisiete años, ha terminado el COU, lo que fue nuestro añorado PREU, con notas aceptables, y ha venido superando sus cursos anteriores en casi todas las convocatorias de junio, salvo algún colgajo en septiembre. Este domingo vino a casa a comer y aproveché la sobremesa para iniciar con él una charla. Para mi gran satisfacción, no le vi ademán alguno de hacer uso de su móvil durante la comida, lo que es casi una proeza entre esa generación del «guasap» continuo, tecleado con asombrosa rapidez con los dos pulgares. Yo recurro al dedo índice, en mis escasos mensajes, y tardo bastante más en enviar alguno. Doy por hecho que mi hijo lo instruyó antes de venir a casa, conociéndolo a él y a mí, y el muchacho debió reconcomerse para obedecer a su padre y quedar bien ante el abuelo.

—Lo cierto —siguió— es que inicié una charla sondeo en la que quise sacar de él algunos conocimientos en geografía y literatura, con la sutileza de que no se sintiera examinado. Así lo hicimos y fuimos hilvanando unos comentarios sucesivos sobre la comarca española en la que había nacido Unamuno, al que había mencionado en la comida, por el tema que le había salido en el examen. Poco a poco fue reconociendo que las provincias vascas no eran su fuerte, ni ese escritor su favorito, algo que es entendible. A pesar de ello había aprobado su examen y en una media hora de continuas referencias por mi parte, y de reiterados desconocimientos por la suya, creí prudente ir terminando, para que no entendiera que yo trataba de hacerle una reválida. Dimos por terminado aquel agradable almuerzo y cuando se marchó, no sin antes haber sacado del bolsillo su móvil para citarse con su pandilla, porque ya debía estar desesperado con tanta compostura autoimpuesta, me transporté a mis quince años en mi colegio religioso e inicié otra charla con mi mujer, para recordar la disciplina, el rigor y la intensidad de las enseñanzas que recibimos en nuestra infancia y juventud, que nos amoldaron para una vida posterior.

—Pues te salió bien —intervino Servando— y lograste no espantarlo, señal de que es un muchacho educado y tranquilo, pero te expusiste a que te mandara al carajo ante tus preguntas capciosas. Mi nieto no me hubiera dejado siquiera empezar y me habría dicho que cortara el rollo. ¿Todavía no te convences que aquella enseñanza nuestra no volverá?

—¿O no asumes —le dijo Felipe— que esa formación que mamamos los tres no la podrán tener los de ahora? Serán más lógicos, pensarán mejor, si es que les han enseñado a hacerlo, algo que dudo, y gozarán de la libertad anímica de la que adolecimos entonces. Una cosa por la otra, y así conjuramos la nostalgia que está aflorando esta tarde entre nosotros.

—Sí claro —volvió Pelayo— lo acepto, pero no me resigno a constatar que esa adquisición de conocimientos, que nos llegó a los tres casi por igual, bien fuera de tu instituto, Felipe, o de tu colegio privado, Servando, como del mío religioso, excedió, de manera abrumadora, a las cuatro cosas de sus exiguas asignaturas actuales, y que les quedan, cogidas con alfileres, a los jóvenes de ahora que se lanzan a la universidad.

—Pues… como pasemos a meternos con la universidad actual —volvió Servando— el panorama va a ser igual de sombrío. No es mi intención, y lo sabéis, hacer tabla rasa de todo lo moderno, porque tiene también su lado bueno, pero los que hemos recorrido esa larga vida de formación desde niños, y en ella hemos puesto todo nuestro ahínco, vemos muchas carencias en los sistemas actuales.

—Y digo más —continuó—, la educación, como uno de los pilares de la sociedad, no se ha potenciado lo necesario, ni se le ha prestado la atención que merece. Fijaros que en ninguna encuesta del CIS, ni de otros centros de investigación, ha aparecido nunca la educación como una de las grandes preocupaciones de los españoles. Este hecho es, para mí, muy expresivo, a la vez que lamentable e incomprensible. Tal vez en esas encuestas los consultados, que habitualmente son todos mayores de edad, no pasan de ver un tiempo presente en el que le dan mayor importancia al trabajo y les preocupa la seguridad, el terrorismo o la mala clase política, pero ya no vuelven la vista atrás para acordarse de la educación.

—Es que esa metamorfosis educacional en este periodo de unos cincuenta o sesenta años ha creado un abismo desde entonces hasta ahora —quiso insistir Felipe—, partiendo, en mi opinión, si cabe muy personal, de que no se ha sabido formar la atención de los menores en la escuela, por una parte, y de que los padres modernos han dado una sobreprotección a los hijos que en nada les ha ayudado para su desenvolvimiento ante la vida. Reconozco que nosotros tuvimos una formación memorística, bajo una gran disciplina, que no era exclusiva del colegio religioso de Pelayo, pero su poso permanece en cada uno de nosotros y lo celebro. De esas formas se han venido perdiendo, a lo largo de todos estos años, los valores que nos inculcaron de niños, como el respeto a los mayores, que no significa sumisión, el reconocimiento de la autoridad, sin menoscabo de la libertad individual, la apreciación de las cosas y bienes, ¡vamos!... saber lo que cuesta un peine…, el sentido de la responsabilidad, el de la disciplina, que tampoco es sinónimo de sometimiento, y seguro que me dejo algún que otro principio ya abandonado.

—Las técnicas de enseñanza —siguió— han ido evolucionando, sin la menor duda, y cada vez las posibilidades son mayores, pero no se ven los resultados que cabría esperar de la población joven actual, a la que noto desmotivada, por una parte, y carente de ilusión ante el futuro, por otra. Esa evolución a la que aludo es una realidad, y la informática, los buscadores, el móvil y la ya casi presente inteligencia artificial han venido sustituyendo a los métodos de enseñanza que tuvimos nosotros, pero no acabo de ver los avances que ello haya supuesto.

—A pesar de que yo viví mi infancia en un entorno de curas de misal y sotana —volvió Pelayo—, cuya modernidad llegó más tarde al clériman —o clergyman— con alzacuello, sin que ello actualizara, al mismo tiempo, la doctrina, no fui marcado, ni condicionado, para mi formación posterior de juventud. Simplemente fue una circunstancia de la que creo haber sacado los aprendizajes básicos necesarios, a través de esa disciplina a la que tú, Felipe, te refieres, y de cuya etapa conservo solamente los buenos recuerdos. Lo retrógrado y lo absurdo de aquella época de oprobio quedaron olvidados, porque no lograron hacer mella en mí. Por ello, creo que es bueno y saludable este ejercicio de rescate de vivencias que estamos haciendo para tratar de comparar aquellos recuerdos con las enseñanzas actuales. De ellas los tres sabemos algo, no en vano hemos ejercido la docencia, aunque haya sido en distintas formas y en estamentos superiores, además de ser también padres y abuelos.

—Las enseñanzas actuales las conocemos de referencia —intervino Felipe— por nuestros hijos y nietos, con los que hemos venido interesándonos en su evolución y, aunque nosotros no estemos ya para repetirlas, o reciclarnos, sabemos que el sistema educativo español es poderoso, pero necesita reactivarse.

—Eso que dices me hace pensar —aseveró Pelayo— en la falta de diálogo generacional entre esos tres escalones, los millennials, los maduros, o cuarentones, y los mayores, o abuelos, porque estamos absolutamente alejados unos de otros y considero esencial que se produzca una comprensión mutua para poder asimilar la evolución. Nos estamos quejando, pero no debemos escurrir el bulto y tratar de comprender a los que nos han seguido, algo que se ha venido abandonando por los que han ido asumiendo sus condiciones de paternidad, pero, al mismo tiempo, tratar que nos entiendan un poquito, porque los abuelos somos todavía muy importantes y nuestra sabiduría adquirida debería serle ofrecida a tantos y tantos que nos ignoran.

—Estoy de acuerdo, pero os diré que no me importaría vivir un nuevo periodo de enseñanzas modernas —comentó Servando— para comparar sus sistemas con los nuestros, aunque soy consciente de lo absurdo de mi deseo. Me quedaré, para hacer esa comparación, con la experiencia vivida en mis años mozos y con los conocimientos adquiridos en esta madurez, bajo los sistemas actuales.

—Nosotros no estamos ya para nuevos trotes, sino para pasear por las mañanas, vernos por las tardes y leernos todo lo que nos caiga en las manos. Con eso llenamos nuestros días —remató Pelayo—. No obstante, tal vez merece la pena que nos detengamos en las enseñanzas actuales y la influencia que ese fenómeno, para mí nada afortunado, de la globalización, está produciendo en tantas mentalidades. Quiero partir de una referencia, y es el informe Pisa que patrocina la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, OCDE, que forman treinta y siete estados. Ya, para empezar, me da mal cuerpo que sea una organización para el desarrollo económico la que financie un informe sobre educación, de la que mide el rendimiento académico en matemáticas, ciencias y lectura, como si esos conceptos fueran el leitmotiv para calificar el sistema educativo moderno de un país. No habla de ética ni de otros valores humanos que se forjan con la conciencia y la sensibilidad, si cabe más esenciales. Eso me dice que estamos en una hondonada, atravesando un nivel de crisis por falta, precisamente, de esos valores humanos fundamentales que son la verdadera preparación de la persona, cuando es joven. Ésa de ahora es una formación que nace errónea y es perversa, que busca un falso progreso, apuntando a otros fines como el negocio, la productividad y el beneficio, naturalmente económico, no personal. Se les inculca a los jóvenes que tienen que triunfar estudiando y haciendo cursos de máster en universidades prestigiosas y con eso se ha venido perdiendo la dignidad humana. En tal lucha sobreviven los más fuertes, o los que se saben adaptar mejor a esas circunstancias artificiales falsamente creadas.

—El prototipo del disparate en los planteamientos de una educación superior lo tenemos, desde hace tiempo, en Japón —expuso Felipe—. Hace ya media docena de años que su primer ministro, que todavía sigue en el cargo, propuso eliminar o reformar las carreras de humanidades y potenciar las técnicas. Y no quedó en saco roto porque muchas de sus ochenta y seis universidades acogieron con agrado la propuesta, en base a la errónea costumbre de evaluar el aprendizaje de muchas asignaturas en función de su utilidad. A ello han venido contribuyendo empresas del sector privado de aquel país, que financian planes de enseñanzas tecnológicas y desdeñan otras enseñanzas humanistas, con el bestial argumento de que es miope pedir respuestas rápidas a las carreras de letras.

—Me consta todo eso —le dijo Servando— y sé que se han planteado el objetivo de anticiparse a la escasez de profesionales cualificados que provocarán los cambios trascendentales en ese país. Recuerdo unas palabras del ministro de educación nipón ante la OCDE que apoyaba la conveniencia de tal medida, en lugar de profundizar en las enseñanzas académicas más teóricas, porque, según decía, es preferible anticiparse a las necesidades de la sociedad japonesa con una educación más práctica y ocupacional.

—A nosotros tres nos darían de lado por aquellas latitudes —comentó Pelayo— por considerarnos bohemios improductivos. También supe de todo eso en su momento y leí, con asombro, que un profesor universitario decía que «necesitaban salir de la torre de marfil y escuchar al mundo real». Nunca entenderé ese desprecio a las humanidades y a las ciencias sociales por parte de tantos profesores universitarios japoneses, en favor de ese objetivo rápido de empleo, éxito personal y beneficio económico.

—Me gusta por donde vas —le dijo Felipe— porque se renuncia a la calidad de enseñanza en pos de la búsqueda de metas más materiales. Se han venido imponiendo las leyes de la demanda, del beneficio y del éxito. Como se decía cuando éramos niños, se ha pasado a adorar al becerro de oro, aunque sea una frase de la Historia Sagrada de los antiguos colegios de curas. Si tú acabas de referirte al informe Pisa, yo saco el más reciente del Foro económico de Davos, que viene a decir que el uno por ciento de la población mundial acumula más riqueza que el noventa y nueve restante. Y eso hace que infinidad de jóvenes en periodo formativo se fijen y traten de imitar a esos personajes de renombre que han triunfado en el mundo de los negocios, aunque no voy a mencionar a nadie para ensalzarlo, ya que ninguno es santo de mi devoción. Me estás contagiando, Pelayo, y llevándome a usar expresiones de tu colegio religioso. Trataré de evitarlas, a partir de ahora, y a toda costa.

—Por mucho que te resistas, Felipe, te voy a acabar evangelizando. No desprecies mi poder de convicción.

—Esto parece una clase de Catequesis —intervino Servando—, y ya es tarde para ello. Y volviendo a nuestra línea argumental, se infiere que tanta gente se sienta fracasada por no alcanzar esos objetivos y se produzca esa infelicidad que está llevando, a la postre, a tanto fracaso y, más aún, a tanto suicidio entre personas jóvenes y productivas, tragedia que se trata de tapar y cuya cifra excede ya a la suma de los homicidios y las guerras. De esto apenas se habla en los medios de comunicación del mundo, como si se tratara de un contubernio tácito para no dar a conocer esa terrible realidad que asola, sobre todo, a los países desarrollados.

—Todo eso de Japón y otros países está bien comentarlo —dijo Felipe—, pero volvamos al nuestro porque hay algunas luces rojas que no debemos ignorar, y me refiero a la deficiente calidad del profesorado, hasta el punto significativo que recientemente se celebraron unas oposiciones para profesores de enseñanza secundaria y formación profesional, a las que concurrieron más de veinte mil candidatos, y casi un diez por ciento quedó vacante por el bajo nivel, pero, sobre todo, por las faltas de ortografía y gramática que exhibieron muchos docentes. Claro, si los que pretenden impartir el magisterio cometen tales incorrecciones, poco se puede esperar que los alumnos las rectifiquen.

—Estás en lo cierto —ratificó Pelayo— y yo lo atribuyo, para empezar, a la escasísima afición lectora generalizada de nuestra sociedad, pero también, me atrevo a atribuirlo, como mal adicional, a lo que menores y mayores están viendo continuamente en las pantallas de sus móviles, Ipad, redes sociales o mensajerías, en los que se ha venido prodigando un pseudo lenguaje de abreviaturas, emoticonos y otras lindezas, que han mermado, más si cabe, la capacidad de expresarse en un castellano mínimamente correcto.

—Y no acaban ahí las carencias —insistió Servando— porque si subimos un escalón las seguimos viendo en las enseñanzas superiores y hasta en titulados universitarios. Parece ser que no sólo adolecen de una ortografía sana, sino que aquello de la puntuación y los acentos no va con ellos.

—A mí me enerva que muchos profesionales con los que me relaciono me envíen mensajes, de cualquier tipo, con incorrecciones, que no son debidas al duende del corrector sino a la incapacidad de quien los envía de releer su propio escrito para verificar su corrección, antes de pulsar el «enviar». Ése, para mí, es un claro exponente de la ligereza imperante en todas las comunicaciones, por no extenderlo a las relaciones humanas —remató Felipe.

—Tras el desencanto que los tres mostramos ante esa ortografía olvidada —volvió Pelayo, yo quisiera abordar otra preocupación referida a los padres actuales, quienes por sus ocupaciones laborales, tanto él como ella, no prestan la debida atención a sus hijos y hay una carencia de comunicación con ellos, como vine a decir antes, algo más que conocida en las últimas décadas. Lo diré de una manera muy resumida, que luego podremos ampliar, pero tal vez, por esa desatención, los niños tienden a aislarse y acaban haciéndose más precoces, antes de tiempo, al buscar sus propios caminos, con lo que se les viene adelantando la adolescencia, y ello conlleva que adopten modos o estilos muy tempraneros y, de camino, les aparezcan adicciones prematuras al alcohol, tabaco y drogas. Con ello llegan alcanzan la adultez con unas costumbres mal adquiridas y viciadas, lo que les imposibilita para autorregularse ante una nueva vida responsable.