Jorge Soler González

 

Café Soledad

 

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Primera edición: agosto de 2019

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Jorge Soler González

 

ISBN: 978-84-17300-52-4

ISBN Digital: 978-84-17300-53-1

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

 

«El ser humano no es sino soledad».

La fiesta de la insignificancia, Milan Kundera

 

I.

II.

III.

IV.

V.

VI.

VII.

VIII.

IX.

X.

XI.

XII.

XIII.

XIV.

XV.

XVI.

XVII.

XVIII.

XIX.

XX.

XXI.

XXII.

XXIII.

XXIV.

XXV.

XXVI.

XXVII.

XXVIII.

XXIX.

XXX.

XXXI.

XXXII.

XXXIII.

 

 

 

I.

Nos imaginamos un café de Madrid. Podría ser cualquier bar y otro lugar, pero es un café de decoración antigua y bien conservada de aquella ciudad. Entra una chica joven, con andar decidido, y se sienta en la mesa del fondo, en la que está al lado de la ventana. Mira el reloj con disimulo cuando justo marca las cuatro de la tarde. En la calle hace bochorno. Ha llegado con prisa, pues no quería retrasarse. Se pone las gafas de sol en la cabeza. El camarero le pregunta con una amabilidad especial qué quiere tomar. Es una chica atractiva. Marta piensa que no le apetece nada, así que pide un café solo. Nota unas mariposas en la barriga que le han quitado el hambre. Ha estado media mañana en el baño entretenida en lavarse el pelo, probando algunas pinturas y una mascarilla mientras se depilaba. Ha elegido un vestido verde de verano y, tras probarse varios zapatos, ha optado por las sandalias; le apetecía poder mostrar sus uñas bien cuidadas. Está feliz pero nerviosa.

Entra Carlos. Se dirige hacia ella sin prisa. Llega tarde. La chica se levanta para darle un beso en los labios, pero él gira con agilidad la cara y le da dos besos en las mejillas. Marta se sonroja y le pregunta cómo está.

—Un poco agobiado. Creo que vas un poco acelerada —responde él.

Ella no sabe qué decir.

¿Acelerada? Acelerada no estoy —se defiende—. Pensaba que quizá…

—Marta, hace poco que nos conocimos y no paras de enviarme mensajes... Yo tengo una vida.

¿Lo dices por los mensajes de anoche? Solo quería saber si estabas bien.

—Claro que estaba bien. ¿Por qué no iba a estarlo? ¿Lo ves? ¿Es justamente eso?

¿Eso? No lo entiendo. ¿Te pregunto si estás bien y te parece mal?

—No he dicho tal cosa. He dicho que…, en fin, justamente eso: que no quiero estar todo el día teniendo que estar así.

¿Así cómo? De verdad que… pensaba que te apetecía que nos viéramos.

Llega el camarero y se detiene para preguntar qué falta, pero Carlos lo ignora. Sigue hablando sin preámbulos, criticando la actitud de Marta. Está sentado hacia delante, con la espalda recta y los brazos a medio cruzar. Según él, todo debería ser más lento, y ella se justifica diciendo que no siempre es así, tan entregada y pasional. Traga saliva y cruza los brazos. Le dice que pensaba que todo era distinto tras la fiesta; ella entendía que…

El camarero sigue de pie mirando a Carlos y ve a un tipo sin afeitar, vestido con bermudas y unas bambas de las que sobresalen unos calcetines de deporte. Le sorprende la forma en la que se dirige a la chica, sin amabilidad. Finalmente, cuando le pide un agua, se marcha y deja que sigan hablando. No soporta a los clientes que lo tratan con indiferencia.

Marta se está sintiendo cada vez peor allí sentada. Está sorprendida y decepcionada. Se ha dado cuenta de que para él todo había sido algo puntual, una noche más, y que aquellas palabras, gestos y toda la amabilidad que la habían cautivado eran humo. Se siente avergonzada y fuera de lugar y le pide disculpas. Dice que todo ha sido un error.

Se acerca el camarero con el agua justo en el momento en que ella se levanta y hace el ademán de sacar el monedero del bolso para pagar. Carlos sigue hablando. Entonces, el camarero rompe su silencio para decirle a Marta que la casa invita cuando está a punto de romper a llover.

 

 

 

II.

La gente en la calle camina con prisa. Muchos con bolsas, niños cogidos de la mano de sus madres, parejas que hablan distraídamente, ejecutivos de traje hablando por sus teléfonos y algún joven vestido con ropa deportiva con andar desafiante. Carlos se queda en silencio, pensativo, viendo a Marta de espaldas alejarse tras el cristal. La ve bella, elegante y discreta. La chica empieza a correr y él se fija en el movimiento de su pelo de un lado para otro. Le resulta una escena graciosa. Lleva un vestido impresionante. Ahora se ha fijado. Marta esquiva a dos obreros que se giran al pasar y tiene la impresión de que le dicen algo. Le parece que ella les dedica una sonrisa y eso le molesta. Se ha cruzado con un conocido al llegar al otro lado. La ha saludado, pero ella ha seguido sin detenerse. Ha empezado a llover y la gente se apresura por las aceras.

Baja la cabeza, recuerda que está en un café y mira adentro. Se encuentra a su lado al camarero, que está ensimismado mirando hacia la calle.

—Es bonita, ¿verdad? —le pregunta.

¿Disculpe? Estaba concentrado en otra cosa —miente el camarero.

Carlos duda en preguntarle el motivo de haberla invitado, siente que ha sido un gesto poco profesional, pero opta por no decirle nada. Empieza a pensar que se ha equivocado. No venía con la intención de provocar que Marta se fuera, sino de pedirle algo de aire y que las cosas fueran un poco más lentas. Querría haberle dicho que salía de una relación complicada, de algo largo que se había roto por culpa de una enfermedad, un proceso lento que le había consumido por completo, pero no tenía la confianza suficiente para todo ello. No era cobarde pero sí reservado. Una cierta timidez bien gestionada. Se había dejado llevar aquella noche tras una fiesta popular, arrastrado por unos viejos amigos que le recomendaban que saliera, que ya estaba bien de quedarse en casa con sus lecturas y sollozos, que el precio que había pagado ya era suficiente. Le habían convencido; a ello había contribuido el saber que Marta estaría allí. Quizá no tenía edad para una cita a ciegas, ni ganas de relaciones concertadas por celestinas, pero él había salido sin pretensiones, con la simple razón de cambiar de aires y de no pensar. Era consciente de que no preocuparse de nada durante un rato era algo importante en su situación, en aquella etapa que ya duraba demasiado, y lo había logrado. Marta era una chica de conversación fácil con la que conectaba. No había silencios con ella que generaran incomodidad. Habían coincidido varias veces, pero siempre formando parte del mismo grupo: en una presentación de una diseñadora de vestidos de moda o el fin de semana anterior en una comida en la que habían hablado bastante, a pesar de que él se había marchado a media tarde tras la tarta de cumpleaños. Sin embargo, aquella velada había sido distinta a lo que esperaba. Simplemente, habían estado hablando de intereses comunes y quizá había tomado alguna copa de más. Un gin-tonic cargado le despertaba el impulso para conseguir la seguridad que lo relajaba. La noche era buena, la compañía excelente, y sentía la cabeza pausada, unos pensamientos calmados como hacía meses que no tenía.

El camarero se ha retirado y Carlos sigue mirando tras el cristal. Está deseando que Marta vuelva, pero ya no la ve. Cree que debería haber iniciado la conversación de otra forma y lamenta aquel inicio tan brusco, tan injustamente inquisidor. Había imaginado esa conversación varias veces, pero después de llevarla a cabo no está satisfecho. Cierra los ojos notando que tiene ganas de llorar y, juntando las manos de forma entrelazada, se tapa la cara y sigue pensando en ella. Recuerda que se ofreció a llevarla a casa. Tiene presente la manera en la que hablaban cuando bajaron pausadamente aquellas escaleras que llevaban a la planta subterránea donde había aparcado el coche. Rememora aquel momento de inquietud en el que no recordaba el lugar exacto donde lo tenía aparcado y ella se reía diciendo que era un blando que no aguantaba la bebida. Le pareció poder sentir todavía el olor de su piel, aquel perfume acogedor que se quedaría para siempre en su memoria, ese preciso momento en el que le confesó que estaba sorprendido de volver a sentirse tan a gusto consigo mismo. Marta escuchaba con atención, recostada, apoyando el codo sobre el coche, y le acariciaba el pelo con el dedo mirándolo a los ojos sin juzgar, sin interrumpir. Solamente le sonreía, y Carlos seguía estando tranquilo. Se había hecho tarde y había poco movimiento en aquella zona del fondo del aparcamiento. No tenían prisa por volver a casa. Le costaba salir de casa, pero, una vez alcanzada la noche, se encontraba a gusto como para no querer regresar. Recordaba las risas de Marta cuando sacó el mando a distancia con aquel llavero de propaganda chillón y el interior del coche se iluminó. «¿Trabajas aquí?», le dijo ella sorprendida al ver las letras de la puerta, y le pidió, por favor, que le enseñara cómo era lo que llevaba en el maletero, algo que desde niña le había hecho ilusión tener. Era consciente de que se había sonrojado al explicarle que aquel era el coche de empresa y que no había pasado por casa para cambiar el vehículo.

Ahora Carlos coge aire, saca el teléfono del bolsillo y lo conecta. Levanta la vista y mira a su alrededor mientras sigue recordando aquellos mensajes cargados de esperanza que quiere releer.

 

 

 

 

III.

Julio y Marta no es la primera vez que se ven. En cuanto la ha visto saliendo del bar, se ha puesto muy nervioso de la alegría. Era la chica risueña que veía tras las rejas desde la infancia. Aquella que jugaba por la tarde en la plaza con sus amigas, y ellos las espiaban disimulando con sus canicas. La que no devolvía sus sonrisas cuando se cruzaban en el mercado porque la habían educado para no saludar a desconocidos, aunque sabía perfectamente quién era él, dónde vivía y el nombre de sus novios, porque en aquel barrio todos sabían de la vida de los otros. Cuando a los doce años marcharon a la sierra norte de Madrid, creía haberla olvidado, pero no dudó en que era ella al cruzársela nuevamente en la Facultad de Derecho. Había cambiado mucho, pero su mirada era inconfundible. Se la veía una estudiante aplicada que salía contenta de la mano de un chico que la esperaba ilusionado. Le dijo adiós y ella le devolvió el saludo, como de obligación, aunque no hizo ningún gesto de sorpresa, y él volvió a sentir aquella inquietud que tanto reconocía. Julio está al corriente de la vida de Marta porque sigue viviendo en el mismo lugar y él vuelve a la zona con frecuencia, a recorrer sus avenidas, a notar la brisa húmeda en la cara al girar las esquinas, a contemplar la ropa colgada de los balcones ocultando la luz del sol y no se olvida de pasar por su calle para observar si las ventanas están abiertas o cerradas. Sin saber cómo, siempre hay algo que lo impulsa a pasar por el mismo lugar, aunque eso le suponga un gran rodeo. Aquellas calles le transportan a una vida infantil, a una época colmada de juegos, polvo e ilusión, y pasear por aquel sitio le hace sentir que las cosas no han cambiado, que se detuvieron en el tiempo, que los días habían dejado de tener veinticuatro horas para poder vivir más despacio, de una forma enlentecida, más reflexiva y menos recelosa, pero sabía que solo era una percepción, una impresión voluntaria y parcialmente forzada de su imaginación, porque las tiendas eran distintas, aquellos habitantes ya no eran sus antiguos vecinos, las puertas de las casas estaban cerradas y los ancianos no se encontraban sentados en sillas de mimbre dejando pasar las tardes. Volver una y otra vez le permite recordar lo que fue. Y, aunque se imagina que nada ha cambiado, todo es ya muy distinto.

Julio ahora está satisfecho. La había visto entrando en aquel bar y había esperado al otro lado. Desde lejos, oculto entre un coche, un toldo y una farola, había presenciado la discusión. La espera había merecido la pena. La paciencia siempre sería una gran virtud. Se sentía feliz. Había tenido la oportunidad de saludar a Marta, algo que no había logrado las veces en las que se la había cruzado por la calle, siempre bien acompañada, haciéndole revivir, sin embargo, la crudeza de su soledad y de su silencio. Se había detenido mirándola al otro lado del cristal, apreciándola tan guapa como siempre y, como en tantas ocasiones, habría salido corriendo tras ella para decirle que la lluvia no era un problema, que las tormentas de verano son pasajeras y que conocía un lugar en el barrio desde el que se veía el viejo colegio, al lado de aquellas escaleras de piedra con sus bordes desgastados, donde las cosas parecían detenidas en el tiempo, donde con imaginación se veían los vestigios de aquella tienda de helados en la que tanto habían disfrutado de pequeños. Un recoveco en el que se podía estar tranquilo contemplando el edificio cuyas piedras pulidas por la lluvia habían embellecido con la humedad y en el que las escaleras quedaban salvaguardadas por la repisa de madera con la que también se protegían en silencio las golondrinas. Un lugar que le concedía la gratitud de no estar obligado a hablar para poder compartir las emociones. Un sitio en el que conseguir detenerse a mirar el cielo sin prejuicios, sin necesidad de lamentarse de todo aquello que no se había atrevido a hacer o a verbalizar en algún momento de su vida. Cuántas cosas quedarían sin decirle.

 

 

 

IV.

Quizá porque el cristal está algo sucio y un poco tintado y, además, tiene sus años, a través de él las cosas tienen una iluminación característica, algo amarillenta y tal vez más tenue que la que hay en el exterior. Carlos se levanta y pide la cuenta, ni siquiera alza la vista para evitar mirar con indiferencia al camarero, y sale a la calle. Nuevamente siente que sus pensamientos necesitan mucho orden. Anda sin rumbo arrimándose a las paredes para evitar la lluvia. No tiene prisa. Se detiene al llegar a la confitería que le gustaba a Sonia, aquella a la que iban de novios en las tardes de cine, cuyo aroma se olía desde lejos y hacía despertar el apetito. Mira el escaparate, siempre tan cuidado, y cierra los ojos cuando le vienen los recuerdos a su memoria, aquellas imágenes que tanto conoce y aquel aroma inconfundible. Sonia había sido especial en su vida y acusaba al destino del maltrato, de haber sido injusto por habérsela arrebatado a él, una persona buena, alguien que no había hecho nunca nada para merecerse ese trato, ese final tan antinatural para quien tenía tantos proyectos, tantas ilusiones y tantísima vitalidad. Sonia, aquella chica amable, detallista, que anteponía a su familia a todas las cosas y que disfrutaba tanto de una buena comida familiar como de largos paseos por la ciudad o de la lectura de un buen libro entre sus brazos, tumbados en la hierba de cualquier prado tras un picnic de domingo. Una chica sencilla que era feliz viviendo el día a día con él a su lado. Su carácter templado y conciliador le hacía transmitir un optimismo con el que congeniaban.

Decidieron casarse al acabar los estudios. Esperaron al último año de carrera, que fue para ellos un año de dedicación completa a la organización de la boda, lo que dejaba poco tiempo para estudiar y preparar el trabajo final de curso. El vestido, el banquete, los invitados, aquellos detalles tan especiales que habían elegido finalmente en una tienda exclusiva de Serrano y hasta el viaje de novios, todo había sido escogido fruto del consenso, de largas tertulias sentados en aquellas mesas acogedoras bajo las estufas de terraza que protegían del invierno. Los padres de Sonia eran de clase trabajadora y se ofrecieron a costear con mucha ilusión aquellos lujos. Los de Carlos tampoco tenían una economía como para tirar cohetes, pero también se esforzaron para aportar una suma considerable. Recordaba el día de la boda con ilusión, aquellos nervios esperando a Sonia y aquella sensación de éxito al verla entrar llorando, agarrada del brazo de su padre. Luego, todos los recuerdos eran difusos: el tiempo les había transcurrido muy rápido entre platos, cánticos y bailes que hicieron que todo el día fuera especial. Se habían podido reencontrar allí con familiares que hacía mucho que no veían, y no habían faltado aquellos amigos de la infancia que eran para ellos sus preciadas estrellas, esas que, aunque no se vean con frecuencia, uno sabe que siempre están allí.