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Índice

Tapa

Índice

Colección

Portada

Copyright

Dedicatoria

Agradecimientos

Introducción

1. La ciencia imaginada

Los nuevos lectores

El balance del siglo

Sobre rayos fantásticos y vida interplanetaria

El mono, espejo del hombre

El científico: entre el benefactor y el ocultista

Fin de siglo místico

2. Ambiciones cientificistas del espiritismo moderno

Cruces de frontera

Llegada y desarrollo del espiritismo en Buenos Aires

El espiritismo a través de sus polémicas

Argumentos para una fusión utópica: el espiritismo “científico”

1. La teoría de la evolución y el fluido vital inteligente

2. Fotografías de lo espiritual

3. Los rayos X y el “OD”: la esperanza ocultista

4. Viajes etéreos: telégrafo, teléfono y telepatía

3. En busca del fantasma de los vivos

Los magnetológicos porteños

Las ambiciones médicas

Una explicación científica para la hechicería

Los precursores de la parapsicología

4. Ecos de Oriente en Buenos Aires

La teosofía como “vanguardia” científica

Un mago negro en Buenos Aires

Las ramas porteñas

Lugones en Philadelphia

5. El origen de una forma

Fantasías razonadas

6. La calaverada espiritista del científico

Las primeras fantasías científicas: entre el darwinismo y el espiritismo

Una sensibilidad lúdica

Fantasmas tangibles

7. Sombras teosóficas en los relatos de Leopoldo Lugones

Los experimentadores ocultistas

Monos, sombras que acechan

Locos iluminados

El “cosmotexto” de Lugones

8. El ocultismo estético de Atilio Chiappori

Una fatal hipnotizadora

El espiritismo y experimentación estética

El umbral de la locura

9. Un cazador de tópicos y efectos

Narraciones de casos raros

Fantasías médicas

Evolución y metempsicosis: monos

Analogías técnico-espirituales

Bibliografía

Bibliografía general

colección

metamorfosis

Dirigida por Carlos Altamirano

Soledad Quereilhac

CUANDO LA CIENCIA DESPERTABA FANTASÍAS

Prensa, literatura y ocultismo en la Argentina de entresiglos

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Quereilhac, Soledad

© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Para Axel, mi esposo

Agradecimientos

Este libro es resultado de la reescritura de mi tesis doctoral, defendida en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires en diciembre de 2010. Entre 2003 y 2009, la investigación fue realizada gracias a las becas doctorales de la UBA y el Conicet, bajo la dirección de Sylvia Saítta, con quien comencé a trabajar cuando aún era estudiante de la Licenciatura en Letras. Sylvia Saítta ha sido desde entonces no sólo la directora de mis proyectos de investigación, sino la persona que más me ha incentivado al trabajo intelectual por el impulso de su propio trabajo, y con quien aprendí que, tanto en la docencia como en la investigación, la rigurosidad y la honestidad son inclaudicables. Sé que no estoy sola en esta apreciación; muchos colegas de mi generación vemos en ella una auténtica formadora de críticos e investigadores en literatura argentina. A ella va, pues, mi mayor y más afectuoso agradecimiento.

Agradezco también a los coordinadores y asistentes del seminario mensual sobre Historia de las ideas, los intelectuales y la cultura, del Instituto “Dr. Emilio Ravignani” de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), hoy renombrado “Seminario Oscar Terán” en homenaje a quien fuera su organizador hasta el año 2008. Desde 2002, pude presenciar allí las mejores formas de la discusión intelectual, formas que fijaron el horizonte de exigencia al que debía someter mi propio trabajo. Algunos capítulos del libro se discutieron en la reunión de abril de 2011 y gracias a ello pude pensar ciertos conceptos de una forma diferente.

Agradezco, asimismo, a Jorge Myers por su lectura pormenorizada y crítica, y a Miguel Dalmaroni, Fernando Devoto y Adriana Rodríguez Pérsico, integrantes del jurado de tesis, por hacer de la defensa una instancia de aprendizaje.

Va además mi agradecimiento para mis compañeros en las materias de Literatura Argentina II y Problemas de Literatura Argentina (FFyL, UBA), con quienes he discutido aspectos de este libro y con quienes, además, me gusta mucho trabajar: Claudia Roman, Martín Servelli, Marcelo Méndez, Sebastián Hernaiz, Martín Greco, Elena Donato Biocca, Tania Diz, Juan Pablo Canala y Paula Bein. Y a quienes están o estuvieron al frente de las clases teóricas, Aníbal Jarkowski, Eduardo Romano y Beatriz Sarlo, responsables de formas tan sólidas como diferentes de leer la literatura argentina, porque me han enseñado mucho.

Agradezco también a mi padre, Héctor Quereilhac, ingeniero químico y último enciclopedista, por su habilidad para hacer comprensibles al profano las explicaciones sobre los rayos, la licuación de gases o el electromagnetismo. A él le debo la frecuente solución de dudas sobre cuestiones técnico-científicas del siglo XIX durante la escritura del libro y, más atrás en el tiempo, la fascinación por escuchar el relato que estos temas despiertan. En igual dirección, agradezco a Victoria Rosato Siri, doctora en biología, por responder con generosidad mis básicas consultas sobre evolucionismo y otras teorías científicas, y a Julieta Calmels, psicoanalista y gran amiga, por sus aportes sobre conceptos y bibliografía de su disciplina.

Finalmente, mi gratitud hacia Mirta Jara Medina por su indispensable trabajo. Y para Axel, León y Andrés Kicillof, mi inmenso agradecimiento por el amor con que, cada uno a su modo, apoyaron el proyecto y me ayudaron a concretarlo.

Introducción

¡Historicemos siempre!

Fredric Jameson, The Political Unconscious

El 7 de noviembre de 1880, en las columnas donde solían aparecer noticias sobre casos policiales, fenómenos extraños y anécdotas de alienados, el diario La Prensa dio a conocer la historia de una pequeña niña que, noche tras noche, había sufrido el ataque de un extraño “bicho” a través de su almohada: como un híbrido entre el vampiro y la garrapata, el bicho había succionado su sangre hasta dejarla moribunda. Sólo la intervención de una suspicaz criada la había salvado de la muerte, cuando descubrió movimientos dentro de su almohada y extrajo de ella a la bestia desconocida, de “color negro y de grandes dimensiones, de forma redonda y con varias y largas patas”. El episodio, titulado de modo genérico “Un caso raro”, no estaba destinado a destacarse entre los centenares de su tipo que circularon durante las décadas de entresiglos, a no ser por una notable coincidencia futura: en 1907, en el semanario ilustrado Caras y Caretas, el escritor Horacio Quiroga publicaría uno de sus mejores relatos, “El almohadón de plumas”, cuyo argumento, en lo esencial, era llamativamente similar a la historia de esta niña. Con algunas diferencias en la trama y con procedimientos propios de la literatura, Quiroga concebiría, un cuarto de siglo más tarde, la misma historia fantástica que un diario de Buenos Aires había considerado una noticia digna de publicación. Quien reparó por primera vez en esta coincidencia fue el crítico Alfredo Veiravé, en un breve artículo de 1966 aparecido también en La Prensa (Veiravé, 1976: 209-214). Sin buscar respuesta al dilema casi irresoluble de si el escritor conocía o no esta noticia, Veiravé dejó constancia de esta confluencia de argumentos entre la literatura y el periodismo, señalando con ello el espectro de realidad que podía velar, inesperadamente, detrás de una fantasía. Su artículo no buscaba ir más allá de este señalamiento, pero con su acotada intervención despertó el verdadero inicio de este libro.

La pregunta que dejaba abierta su insólito hallazgo era si en la época habrían existido otros cruces entre las fantasías del periodismo y las de la literatura, sobre todo con esos tintes cientificistas propios del “caso raro” de la biología, como el del extraño vampiro de la almohada. Porque lo cierto es que, además de “El almohadón de plumas” de Quiroga, en el período de entresiglos se publicó en la Argentina una importante cantidad de relatos que incluían temas científicos o seudocientíficos desde una perspectiva fantástica y en los que había una constante preocupación por tornar verosímil lo sobrenatural con explicaciones tomadas de las ciencias. En la mayoría de estos relatos, era posible encontrar la inclusión de nombres propios de científicos, de teorías y descubrimientos de la época, así como una localización de la trama en una Buenos Aires reconocible para los lectores; todo ello convivía, claro está, con elementos ficcionales. El interés fue, entonces, investigar si estos rasgos comunes respondían a una tendencia exclusiva de la literatura o si había allí algo que involucraba a la cultura de la época en un sentido más amplio.

Fue en las páginas de diarios, revistas y folletos de muy variada índole, publicados en Buenos Aires entre 1875 y 1910, donde corroboré lo segundo. Había allí no sólo una cantidad desbordante de noticias y pequeños ensayos sobre temas muy similares a los de la literatura fantástica, sino sobre todo, en una dimensión mayor, un amplio mosaico de discursos que conformaron, junto con la literatura, representaciones heterogéneas y fabuladas de “lo científico”, en las que convivían las novedades que llegaban desde las academias y universidades con los temas de las ciencias ocultas, el espiritismo y el magnetismo, así como la fascinación por la figura de los “sabios” y las especulaciones acerca de los alcances de sus descubrimientos, vistos como auténticas maravillas seculares. Había allí, en ese conjunto de discursos que no provenían de los ámbitos académicos ni especializados, el vivo testimonio de una imaginación científica incentivada, en parte, por el espectacular desarrollo de las ciencias a lo largo del siglo XIX, pero cuyas formas no podían explicarse como un mero reflejo de ese desarrollo. Porque estos textos producidos en ámbitos ajenos a la ciencia eran, no obstante, prolíficos receptores de su discurso, en particular en sus aspectos más proyectivos, que permitían soñar con lo increíble hecho realidad. Se amplió, así, mi objeto de estudio; ya no se trataba sólo de pensar la literatura en relación con otros discursos, sino de rastrear qué ideas e imágenes sobre “lo científico” surgieron de aquellas zonas de la cultura de entresiglos donde no se producía ciencia pero donde, de diferentes modos, se especulaba sobre ella.

Me propuse entonces el estudio de tres ámbitos que intervinieron en la construcción de un imaginario vulgarizado de “lo científico” y que mantuvieron fluidas relaciones entre sí: la divulgación periodística de temas científicos; el ámbito de los espiritualismos con ambiciones científicas, como el espiritismo, la teosofía y la magnetología; y por último, la literatura fantástica de tópico cientificista. En estas tres zonas de la cultura de entresiglos fue posible detectar no sólo el fuerte impacto de la producción simbólica de las ciencias, sino auténticos ejercicios de imaginación sobre sus promesas futuras, sobre el bienestar o el tormento que traerían sus resultados y, ante todo, sobre la constante transformación de la idea de lo posible.

En primer lugar, el análisis de periódicos y revistas dirigidos al gran público a lo largo de tres décadas –entre los que privilegié los diarios La Nación y La Prensa, y el semanario ilustrado Caras y Caretas– permitió comprender que la idea de ciencia no era, en ningún sentido, homogénea ni estable, sino que, por el contrario, era un terreno propicio para proyectar la fantasía al ritmo vertiginoso del rubro “novedades científicas”. En los medios de prensa, la línea que separaba, por ejemplo, los nuevos usos industriales de la electricidad de las por entonces recientes conclusiones sobre la hipnosis, la fotografía del pensamiento o los espíritus materializados era por cierto muy difusa, cuando no ausente, debido a la recurrente perspectiva que celebraba sin distinciones las maravillas de las ciencias. La heterogeneidad de temas que involucraba “lo científico” para el periodismo y el mosaico que estos armaban en las páginas impresas lograba, a un tiempo, informar, entretener y jugar al ensueño social en clave cientificista. Asimismo, las recurrentes vacilaciones entre, por un lado, la difusión positiva de los avances del ocultismo y lo espiritual sobre las pertinencias de la ciencia y, por otro, el titeo o la protesta por la ola de misticismo finisecular fueron otra variante de la inestabilidad que afectaba a las categorías de lo real y de lo irreal, sobre todo desde el punto de vista del lector no formado en ciencias.

En segundo lugar, me detuve en el ámbito de los espiritualismos con ambiciones científicas, como el espiritismo, la teosofía y el magnetismo, ámbito que también fue un notable productor de imaginaciones sobre la ciencia, ciertamente rico para detectar las consecuencias impensadas de su fuerte prestigio en la época como forma del conocimiento del mundo. Estas corrientes buscaron desarrollar una validación científica de sus creencias y prácticas bajo la férrea convicción de que el prometedor avance de las ciencias llegaría hasta los terrenos del espíritu y develaría buena parte de sus misterios.

Los años de fundación institucional de estas corrientes, hacia el último tercio del siglo XIX, explican su fuerte ligazón con el discurso de las ciencias. Si bien se podría conjeturar, siguiendo un planteo polarizador, que el rescate de ciertos aspectos de las religiones antiguas respondería a una reacción defensiva frente al avance de la secularización, es cierto también que relegar este fenómeno sólo al terreno de lo religioso hubiese implicado el desconocimiento del verdadero lugar que estas instituciones ambicionaron ocupar en la cultura de su tiempo. Tanto el espiritismo como la teosofía fueron concebidos por sus fundadores y adeptos con una naturaleza tripartita: se trataba de corrientes espiritualistas con una base religiosa no dogmática (un cristianismo originario “sin Iglesia” en el caso de los espiritistas; una síntesis del nudo común a las religiones de Oriente y Occidente, en el caso de la teosofía); con una base moral y pretendidamente filosófica articulada en la filantropía y la solidaridad humana; y, por último, con una base científica, amparada en la serie de experimentaciones con fluidos espirituales y aspirante a encarnar una nueva ciencia, menos positivista, que incluyera dentro de sus objetos de estudio la dimensión espiritual de la vida. En este último punto coincidían asimismo con los cultores del magnetismo.

Desde mi perspectiva, esta aspiración científica fue la integrante más original de la tríada. Antes que meras reacciones, estas corrientes constituyeron una consecuencia inesperada del cientificismo, una manifestación crítica pero no negadora del valor de la ciencia como forma de conocimiento del mundo y, sobre todo, fueron una de las expresiones más utópicas del siglo acerca de cuán lejos podría llegar la capacidad humana de conocimiento, a tal punto de develar los misterios adjudicados durante siglos al “más allá”. Hacer material el espíritu, correr la línea de lo sobrenatural hacia lo que se especulaba fuese natural, fundar una ciencia que contemplara postulados morales son, ante todo, consecuencias de una férrea fe en los posibles alcances de la ciencia.

Finalmente, el tercer ámbito de la cultura de entresiglos en el que me concentré, y que sin dudas cultivó una forma única y asumida de la imaginación científica, es el de la literatura fantástica consolidada como género en esos años bajo la modalidad de la fantasía científica. Con Eduardo L. Holmberg, Leopoldo Lugones, Atilio Chiappori y Horacio Quiroga surgió una narrativa breve cuyas tramas, por lo general, hilvanaban temas científicos con temas de las ciencias ocultas. En ellos no sólo se extremaba la posibilidad de imaginar otros mundos, otras lógicas, sobre la base de los elementos de este mundo, sino que además se apelaba a todo un sistema de referencias contemporáneo que apuntaba a situar la maravilla en la cotidianeidad del lector. El peso de este sistema de referencias no es menor si se tiene en cuenta que casi la totalidad de estos relatos aparecieron publicados por primera vez en periódicos y revistas, con lo cual sus historias eran leídas al mismo tiempo que los artículos periodísticos ya mencionados. A diferencia del relato fantástico de décadas posteriores –cultor de la duda, la ambigüedad, la sugerencia, en un nivel estructural, durante el período de entresiglos–, la fantasía científica funcionó en estrecha sintonía con la percepción secular-maravillada de los avances del conocimiento moderno y, por lo tanto, en lugar de insinuar la presencia del fantasma, la corroboraba, la presentaba como empíricamente existente. Si el fantástico del siglo XX avanzado atacó las certezas situándose en la ambigüedad y la no significación, la fantasía científica de entresiglos, por el contrario, conjuró la inestabilidad del campo científico con sus inventadas certezas.

Al investigar estas diferentes formas de una imaginación científica –la prensa, los espiritualismos, la literatura fantástica–, me propuse enfatizar, entonces, en la amplia gama de grises que abarcaba el adjetivo “científico” en los años de entresiglos y abandonar así la presuposición de que en la época existía una clara delimitación entre lo que era materia de incumbencia científica y lo que no lo era; por el contrario, y como más adelante se apreciará, en algunas zonas de la experimentación o en las disciplinas jóvenes, como la psicología, los límites eran lábiles. A su vez, también descarté aquella visión polarizadora que insiste en ver reacciones contra la ciencia en toda manifestación cultural que no adscribiera explícitamente al positivismo. Lo importante aquí fue detectar que “lo científico”, en la época, adquiría su significado según quién lo enunciara: un científico miembro de una academia oficial, un ocultista, un periodista, un escritor de fantasías científicas; e incluso dentro de cada uno de estos grupos tampoco había plenos consensos.

En este sentido, me propuse explorar el espacio vacante que dejaron las lecturas dicotómicas del período cuando identificaron, a un lado, al cientificismo –en mayor o menor medida homologado con el positivismo– y, en el extremo opuesto, a los espiritualismos. Por cierto, no pueden igualarse las críticas de un grupo de intelectuales al positivismo como sistema filosófico y como modelo para una ciencia monista, basada en la física y en la biología, con el rechazo (generalizado y en todos los ámbitos de la sociedad) de las ciencias per se. La llamada “revuelta contra el positivismo”, de presencia más nítida en los países centrales antes que en Latinoamérica, no sólo ha tendido a ser considerada como el fenómeno cultural excluyente de las últimas décadas del siglo XIX, sino que además ha provocado la omisión de una distinción importante: aquella que existe entre una discusión intelectual sobre un sistema de ideas –el positivismo–, volcada mayormente en ensayos y otras formas complejas de la escritura ejercida por hombres “cultos”, y un fenómeno mucho más amplio, no sólo intelectual aunque sí letrado, que involucra las variadas formas en que una sociedad construye representaciones sobre la ciencia, sobre sus beneficios y sus proyecciones a futuro, sobre los sujetos que la ejercen, sobre aquello que la une o la separa de otros ámbitos de la cultura, como las religiones, la política o la vida cotidiana.

Hablar de tópicos y de discursos cientificistas en los años de entresiglos implica considerar que prácticas como la hipnosis y el magnetismo curativo (una variante de la hipnosis, aunque a nivel de los fluidos del cuerpo), las sesiones espiritistas o el estudio de la mediumnidad por parte de numerosos científicos, las hipótesis formuladas en torno a la telequinesis y la telepatía, así como sobre distintos tipos de materializaciones de entidades impalpables o invisibles (ya se tratara de espíritus, ectoplasma o “luz astral”) no quedaban necesariamente excluidas de las pertinencias científicas, por más que, en algunas oportunidades, su sola mención despertara furiosas polémicas en el debate tanto académico como periodístico. En sintonía con esta heterogeneidad, las mejores narraciones fantásticas del período, por su parte, captaron con eficacia los horizontes de incertidumbre y especulación que las ciencias abrieron en el imaginario finisecular, sobre todo gracias a la difusión que el variado espectro de temas científicos contaba en los diarios y revistas.

En cierto modo, la dimensión imaginaria y vulgarizada de “lo científico” puede pensarse como otra de las “derivas de la cultura científica”, tal como Oscar Terán (2000) denominó a las articulaciones que realizaron los intelectuales argentinos entre las herramientas conceptuales del positivismo y su reflexión sobre el país, su cultura, su sociedad. Porque así como se produjeron derivas bajo las formas cultas del ensayo de ideas, también existieron otras que se canalizaron en el discurso de la divulgación periodística, destinada a un espectro amplio y variado de lectores; o aquellas que dieron nacimiento a los espiritualismos con ambiciones científicas, verdaderos entenados del optimismo del progreso; o finalmente, aquellas que adoptaron la forma literaria de la fantasía científica, que representaba casos híbridos entre lo científico y lo sobrenatural.

Creo que todas estas derivas lograron moldear un cúmulo de imágenes y expectativas que excedieron a la ciencia como tal y conformaron la expresión de una sensibilidad de época respecto de sus alcances. El libro de Oscar Terán fue, así, el que incentivó la pregunta sobre otras posibles derivas de “lo científico” no circunscriptas al ámbito de los intelectuales y el que permitió, además, que esta investigación encontrara su lugar en el punto intermedio de su polarización entre la “cultura científica” y el “espiritualismo estetizante”.[1] Esta colocación intermedia y la ampliación de las derivas hacia otras direcciones es lo que impuso la necesidad de hablar de “lo científico” en lugar de “cultura científica” o llanamente de ciencia, con esa fórmula algo laxa e indeterminada, porque la intención era dar con el tono de lo vulgarizado, de lo letrado pero masivo, de lo divulgado de modo periodístico, de lo reelaborado en el ámbito literario; en síntesis, de una dimensión del imaginario científico generada y retroalimentada por ámbitos no científicos y en la que convergían saberes heterogéneos, de jerarquía simbólica muy dispar.

Privilegiar las zonas más vinculadas a la vulgarización y a las proyecciones ficcionales respondió, también, al interés por identificar una “estructura del sentir” o “estructura del sentimiento” característica de la época, vinculada, claro está, a la recepción de “lo científico”. Porque antes que representaciones eruditas, intelectuales o meramente razonadas, en los discursos estudiados encontré señales de un tipo de recepción sensible frente a las grandes transformaciones que estaba produciendo el conocimiento secular y sus consecuencias tecnológicas. Periodistas, escritores, ocultistas y científicos diseñaron, con sus intervenciones personales, los trazos de una imaginación en la que confluían ideas y sentimientos, atención a la realidad y fugas fantasiosas.

Como ha desarrollado Raymond Williams, “la estructura del sentir” es ante todo una hipótesis con la que se intenta leer aquello característico de una generación o de un período cultural, que no se vincula con el pensamiento propiamente dicho sino con cómo se viven y se valoran las experiencias, con el tipo de sensibilidad que una época moldea, y que se distingue de otras futuras o pasadas. Williams señala la pertinencia de preguntarse por “los significados y valores tal como son vividos y sentidos activamente”; por “el pensamiento tal como es sentido y sentimiento tal como es pensado”; en síntesis, por “una conciencia práctica de tipo presente, dentro de una continuidad viviente e interrelacionada”. La llama “estructura” porque responde a un conjunto de relaciones sociales específicas, pero también advierte que se trata de una experiencia social en proceso (Williams, 1997: 150-151). En línea con esta hipótesis, entonces, busqué identificar en este conjunto de discursos heterogéneos los rastros de “una estructura del sentir”, marcada en este caso por la constante predisposición a aceptar, de la mano de las ciencias, que lo otrora considerado sobrenatural o imposible iba develándose posible gracias al conocimiento secular del mundo; esto es, que ciencia y maravilla estaban unidas por contigüidad y que la fórmula “increíble pero real” se verificaba cotidianamente. La profunda interpelación que esta fórmula –residual hoy en día– tuvo en esos años es índice de la singular manera en que la sociedad incorporó las innovaciones de las ciencias. Asimismo, es la última cabal manifestación de una visión mecánica del mundo, visión que dominó el siglo XIX y se extendió hasta los inicios del siglo XX.

Es recién entre las décadas de 1910 y 1920 cuando comienzan a alterarse las posibilidades y las formas de una imaginación sobre “lo científico” tal como se había dado en los años de entresiglos. Un signo ya evidente de esas transformaciones es la aparición de Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires (1920), de Roberto Arlt, porque en ese breve ensayo con derivas ficcionales ya es posible detectar un viraje radical en la percepción de las ciencias ocultas en relación con su posible ligazón con lo científico. Si en un primer momento del texto, Arlt narra un extraño trance cósmico, producto acaso de una brutal intoxicación con lecturas ocultistas, en un segundo momento narra el desencanto y la indignación que le despierta su contacto directo con los teósofos de la Rama Vi-Dharma. No sólo los encuentra acríticos y fanáticos seguidores de sus líderes, sino que además desea que la ley imponga restricciones a ese tipo de asociaciones donde, dice, germina “la degeneración”. Los libros de Helena Blavatsky, Annie Besant y Alfred Sinnet le parecen una entrada a la locura y sus teorías de los fluidos y dobles etéreos, reñidas con la ciencia. Arlt sólo ve la trampa de la teosofía; sus engaños, sus confusiones, su invitación al delirio. Este desarme de la magia por vía del cinismo también aparecerá en novelas posteriores: no por casualidad el personaje del Astrólogo de Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931) es quien mejor entiende que los discursos y las ideologías pueden manipularse hasta cobrar la forma de una “ensalada rusa” que nadie entienda. El texto de Arlt representa un límite respecto del tipo de imaginación científica que se había hecho posible durante las décadas de entresiglos.

En efecto, también en esos años el heterogéneo imaginario de “lo científico” comienza a perder una de sus principales usinas legitimadoras: la adhesión de científicos de renombre. Si desde los años setenta del siglo XIX en adelante fue posible encontrar a célebres hombres de ciencias inclinados hacia la investigación de lo oculto y lo paranormal –como el naturalista Alfred Russel Wallace, el físico William Crookes, el químico Oliver Lodge, el médico Cesare Lombroso y el fisiólogo Charles Richet, entre muchos otros–, hacia la segunda década del siglo XX esos cruces comienzan a ser materia exclusiva de los periódicos y formas residuales revividas por la imaginación popular. Por su parte, tanto el espiritismo como la teosofía toman otros rumbos –el primero, con la modalidad más teatral de la Escuela Científica Basilio; el segundo, ya netamente volcado al orientalismo–, mientras que la Sociedad Magnetológica troca su nombre por el de Sociedad de Estudios Psíquicos (en consonancia con iguales cambios de nombre de las referentes europeas), y encauza sus tareas hacia el estudio de la parapsicología y lo paranormal, lo único que logra pervivir, durante varias décadas más, en una esquina marginal de las ciencias.

En cierta forma, los problemas que aquí se analizan ocupan un período inmediato anterior al que privilegia Beatriz Sarlo en su libro La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina. Allí, Sarlo analiza diversas formas del “ensueño moderno de la técnica” durante las décadas de 1920 y 1930 (1992: 152), y como en muchos de sus trabajos, identifica la emergencia de lo nuevo conviviendo con los residuos de épocas anteriores. Su libro se concentra en una época en la cual grandes empresas periodísticas como Crítica y El Mundo “mezclan informaciones de la confiabilidad más despareja” sobre ciencia, instrucciones para hacer, perfiles de inventores, imágenes del futuro y del más allá, y “noticias extraordinarias del tipo de las que ya acostumbraba publicar Caras y Caretas desde sus comienzos en 1898” (1992: 14). Lo cierto es que mucho de lo que detectó Sarlo en los años veinte y treinta, sobre todo esa heterogeneidad de temas y verosímiles que confluían en el imaginario técnico-científico, proviene del período de entresiglos, cuando el aspecto maravillado de “lo científico” no era sólo incumbencia de la nota de color de los periódicos masivos, sino también una parcela de la ciencia misma. Los cruces entre ciencia y más allá son una directa herencia del proceso de conformación de las ciencias en el siglo XIX, cruces que, por otra parte, ya habían sido registrados por los periódicos en su momento. En todo caso, la diferencia radical con el fenómeno de los años veinte y treinta es la masividad de su difusión, los nuevos códigos del periodismo y la notable irrupción de la cultura técnica en la vida cotidiana, de mucha mayor visibilidad que “lo científico”. La literatura, en este sentido, vuelve a ser un buen indicador de los cambios en la cultura: si Roberto Arlt incorporó la figura del inventor popular y transformó el discurso de la técnica en el capital simbólico de su literatura, los relatos fantásticos de entresiglos privilegiaron la figura del científico-ocultista, aquel emancipado de la ciencia oficial que trascendía los preceptos materialistas para adentrarse en los terrenos del espíritu. El libro de Beatriz Sarlo despertó, entonces, el interés por rastrear formas anteriores de una imaginación científica, formas que en el período de entresiglos no eran residuales sino claramente emergentes.

Si bien algunos de los textos sobre los cuales este libro trabaja cuentan con un largo historial de lecturas –los relatos de Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga y, en las últimas décadas, Eduardo L. Holmberg–, el objetivo siempre fue releerlos con una perspectiva que no se circunscribiera a la crítica literaria (si bien la incluye) sino que se ampliara hacia la historia cultural y considerara, por tanto, otros textos contiguos a la literatura en la cultura de entresiglos, como los periódicos, los semanarios ilustrados y las revistas espiritualistas. Leer en conjunto una serie de discursos pertenecientes a ámbitos diversos que abarcó más de treinta años, buscando sintonizar una estructura de sentimiento respecto de “lo científico”, trasciende el interés puntual por cada obra, cada autor o un medio de prensa determinado. Por el contrario, se trata de emerger de la profundidad de cada caso hacia la superficie de su historicidad cultural; esto es, buscar siempre en las formas aquella materialidad que expresan.

1 Sus clases en la Universidad de Buenos Aires, así como sus intervenciones en el seminario sobre “Historia de las ideas, los intelectuales y la cultura”, fueron un crucial incentivo para concebir este libro. En una de esas reuniones, Terán propuso una pregunta que hice propia: “¿Qué era científico en la época de entresiglos?”. Le debo, entre otros, ese aporte.