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Índice

Tapa

Índice

Colección

Portada

Copyright

Dedicatoria

Presentación

Infancia

La Batalla de los Niños

Medallitas para una infancia postergada

Un niño, Mandela y los derechos (de algunos) humanos

La navidad de Tomi

La infancia palestina y su dolor, nuestro dolor

Mafalda y la esperanza

18.000

Educación

Paulo Freire y la historia de un manuscrito

Educación y memoria: fragmentos de un poema

Llamar a las escuelas por su nombre

La educación pública no tiene quien le escriba

Los ricos y su pobre opinión sobre la educación pública

La educación como coartada

Educación S.A. (el mercado ataca de nuevo)

Más y mejores docentes para todos

¡Disparen sobre los docentes!

La docencia y el futuro

Rankingmanía: PISA y los delirios de la razón jerárquica

Salir de PISA

Escuelas en venta, fraudes, darwinismo pedagógico y algunas otras peculiaridades de la educación privada latinoamericana

Género

Desigualdades de género, hipocresías de género

La persistencia de las desigualdades de género

Discriminación y anonimato

Género, salarios y educación: malditos mercados

Mujeres invisibles: poder económico y discriminación de género

Mujeres latinoamericanas: más cerca de la presidencia de la nación que del rectorado

Mujeres latinoamericanas: un paso adelante, dos pasos atrás

Racismo y violencia

Racismo, fútbol y bananas

Muertes silenciosas

La violencia, la policía y las escuelas

Racismo y violencia en el Brasil

Las balas de un futuro desgarrado

Testimonio

Elogio a la familia

Una historia de amor

Recuerdos de un maestro

colección

sociología y política

Pablo Gentili

AMÉRICA LATINA, ENTRE LA DESIGUALDAD Y LA ESPERANZA

Crónicas sobre educación, infancia y discriminación

Gentili, Pablo

© 2015, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

A ese inmenso y extraordinario hombre que fue mi padre

Presentación

Reuní en este libro algunas de las crónicas que escribí durante los últimos años. Todos estos textos, aunque en versiones levemente distintas, se publicaron en el blog Contrapuntos, del diario español El País, donde fui invitado a colaborar en enero de 2012. Más allá de algunos ajustes y correcciones, las crónicas que aquí incluyo están agrupadas temáticamente y su presentación no sigue el orden cronológico de publicación original. Si bien los textos poseen esa articulación, espero que también puedan reconocerse en ellos preocupaciones analíticas transversales, problemas e inquietudes comunes que les brindan unidad y sentido. La lectura del libro, entre tanto, puede realizarse de la manera que ustedes consideren más interesante: comenzando por el final, leyendo alternadamente una crónica de cada sección, o concentrándose en un tema específico, por fecha. Son libres para decidir el método de lectura que más les guste. Por mi parte, ordené los textos en cuatro secciones que contemplan cuestiones que investigo, reflexiono o motivan mi intervención política e institucional en los últimos años: la infancia, la educación, las cuestiones de género y la producción de diversas formas de discriminación, como la violencia y el racismo. El libro concluye con tres textos testimoniales, de carácter más personal, aunque creo que en plena sintonía con algunas de las preocupaciones teóricas que atraviesan la obra.

De todas las carencias que podemos tener los intelectuales que actuamos en el campo de las ciencias sociales y de las humanidades, una me parece especialmente grave: solemos escribir y publicar exclusivamente para entretener, interpelar, debatir o dialogar con alguien que, como nosotros, domina un inventario técnico, un discurso teórico especializado que pocos comparten y por lo general, con excepción de los iniciados, pocos entienden. A veces, escribimos sólo para que nuestros currículos o nuestros salarios se incrementen (no mucho, es verdad), sin la mínima preocupación por quién nos leerá o quién hará de nuestros aportes motivo de controversia. La razón de semejante despropósito podría atribuirse a la ciencia misma, y así cargar una vez más sobre sus espaldas argumentos triviales que pretenden justificar la frivolidad de aspirar a hacer investigación y a producir teoría sin que esto tenga ninguna otra consecuencia que impresionar a nuestros ex colegas de doctorado.

Debo decir francamente que cada vez me resulta más complicado descifrar el enigma de por qué los intelectuales tienen más interés en hablar con quienes los entienden que con quienes no están en condiciones de hacerlo. Y cada vez me resulta más inexplicable que los intelectuales se sientan más a gusto en el universo simbólico de las querellas teóricas que en el de las necesidades o demandas que suelen exponer las personas comunes, poco afectas a los conceptos sociológicos, pero impregnadas de lo social, o poco conocedoras de la ciencia política, pero dispuestas a luchar cotidianamente por una vida digna y justa.

Nada de esto sería tan grave si los cientistas sociales no se dedicaran a temas como la desigualdad, la violencia, la discriminación o el sufrimiento de los seres humanos más vulnerables. Si no se ocuparan de temas como la educación de las futuras generaciones, o analizaran las razones que explican el conflicto social, el racismo, la movilidad humana, las condiciones de vida de los trabajadores o los derechos sobre los que debe edificarse una vida digna. No sería tan grave si los sociólogos, los politólogos, los trabajadores sociales, los especialistas en relaciones internacionales, los antropólogos, historiadores, geógrafos, educadores y filósofos no se ocuparan, entre otras cosas, de temas como la democracia, la participación o la producción, concentración y socialización del poder en sus más diversas formas y tipologías. Que a la gente común no le interesen las ciencias sociales debería ser menos preocupante que el desinterés de los cientistas sociales por que la gente común llegue a conocer los aportes de su trabajo.

Creo (y estoy convencido de esto) que las ciencias sociales críticas pueden ser un medio de vida casi siempre modesto o pueden ser un modesto medio de hacer del conocimiento una forma de contribuir a cambiar la vida de las personas. Y de hacerlo en un sentido democrático: construyendo más y mejores niveles de igualdad, de justicia social y de bienestar, más y mejores formas de organización y de lucha por la emancipación humana.

Por eso, la invitación a escribir en los blogs de El País me llenó de entusiasmo y, al mismo tiempo, de angustia. Producir las primeras notas fue una verdadera tortura. No podía dejar de pensar en el desperdicio de tiempo y energía que significaba escribir cada nuevo texto. Con cada uno tardaba más de lo que me llevaba elaborar un artículo académico convencional. Era un verdadero problema, ya que las nuevas formas de evaluación del trabajo académico desprecian los textos destinados a la difusión pública de saberes y priorizan un diálogo casi siempre irrelevante entre microcomunidades de especialistas divertidos en citarse entre sí. Durante varias semanas, debí luchar contra el supuesto saldo negativo que presentaba una ecuación costo-beneficio que hacía de mis nuevas funciones “periodísticas” un mero divertimento extensionista. No creo que escribir en un medio de difusión no académico deba ser una exigencia para todos quienes investigan en el campo de las ciencias sociales, aunque sí creo que es fundamental para quienes aspiren a que los resultados de sus investigaciones o indagaciones sean accesibles a un número mayor de gente. Escribir en Contrapuntos fortaleció mi convicción de que si no tratamos de comunicar mejor nuestras ideas, de hacerlas más públicas y abiertas, las ciencias sociales se convertirán definitivamente en un asunto irrelevante e inocuo para el cambio y la transformación democrática de nuestras sociedades.

Del mismo modo, considero imprescindible que las ciencias sociales dialoguen con las políticas públicas y con quienes ejercen cargos de gestión, especialmente cuando ellos son personas progresistas e interesadas en contribuir con el desarrollo democrático, la justicia social, la igualdad y la ampliación de los derechos humanos. Las ciencias sociales y las humanidades mucho pueden aportar para comprender, interpretar y conocer realidades, coyunturas y dinámicas sociales en las cuales los gestores de políticas públicas deben intervenir. Además, pueden contribuir a analizar el impacto y los resultados de ciertas acciones gubernamentales, al igual que a ponderar sus beneficios o los perjuicios o daños que ellas pueden generar en una sociedad democrática. La comunicación y la mutua alimentación entre las ciencias sociales y las políticas públicas suelen verse interferidas por el desinterés, la desconfianza o la indiferencia que ambas se destinan entre sí. Esa negativa distancia también se expresa en la falta de diálogo o en la apatía con que el campo académico suele relacionarse con los movimientos sociales, las organizaciones populares o los sindicatos. Unas ciencias sociales despolitizadas que abdican de su rol militante porque aspiran a una pureza y a un rigor académico que las alejan tanto de la contaminación humana como de la relevancia social. Ciencias sociales pasteurizadas, diet, buenas para bajar el colesterol y para morirse de aburrimiento.

Este libro es fruto de un momento en que América Latina está atravesada por una compleja y desafiante coyuntura. Por un lado, nuestra región fue el escenario donde se expandieron gobiernos progresistas, populares y de izquierda que, a contramano de la tendencia mundial, comenzaron a revertir la herencia de exclusión, injusticias y discriminación creadas o profundizadas por los gobiernos neoliberales. La Argentina, el Brasil, Bolivia, el Ecuador, Venezuela y el Uruguay, entre otros, fueron el marco de una profunda transformación democrática, mediante la implementación de políticas públicas incluyentes, la disminución de la pobreza y la ampliación de oportunidades y derechos a los sectores más postergados de la sociedad. A lo largo de los últimos quince años, América Latina se volvió una región mucho más democrática, donde la esperanza renació amparada en el positivo desempeño de gobiernos que han hecho de las políticas públicas una eficaz herramienta de promoción de la justicia social.

Entre tanto, y sin que esto opaque las conquistas alcanzadas, la nuestra sigue siendo una de las regiones más desiguales del planeta, una de las más violentas; una región donde la ley, muchas veces avanzada y socialmente comprometida, suele ser un dispositivo ornamental que casi nadie respeta y cuyos beneficios casi nunca alcanzan a miles de seres humanos acostumbrados a que el alcance y la eficacia de la ley sean una prerrogativa de los más ricos y a que la democracia pueda ser la coartada utilizada por algunos para multiplicar sus privilegios y justificar injusticias.

Este libro pretende defender el argumento de que los desafíos alcanzados en esta última década no pueden disminuir nuestras demandas ni exigencias de continuar profundizando y ampliando las transformaciones vividas. Es mucho lo que conquistamos, pero quizás aún sea poco con relación a los desafíos que nos impone la herencia recibida. Una herencia que no se agota en las nefastas consecuencias de las políticas neoliberales, sino que impregnó el desarrollo colonial y dependiente de nuestras naciones, marcadas por la explotación de los más pobres, por la discriminación de los más débiles y por el abandono de las mayorías sin derechos ni oportunidades efectivas.

Estas páginas nacen, se desarrollan y son en sí mismas una expresión parcial del profundo momento de cambio que vivimos en América Latina, donde las desigualdades persisten y las esperanzas se empecinan en renacer. Entender la complejidad de esta coyuntura es uno de los objetivos del presente volumen.

Quiero agradecer a algunos amigos y amigas con los que he compartido buena parte de las discusiones y análisis que aquí presento. A André Lázaro, Camilla Croso, Clara Ant, Daniela Perrotta, Dalila Andrade, Daniel Filmus, Daniel Suárez, Dominique Babini, Fernanda Saforcada, Gabriela Diker, Gaudêncio Frigotto, Gerardo Caetano, Graciela Frigerio, Gustavo Fischman, Jenny Assael, Jesús Redondo, Julio Jacobo Waiselfisz, Karina Bidaseca, Laura Sirotsky, Lucas Sablich, Luciano Concheiro, Lucila Rosso, Martín Granovsky, Miriam Abramovay, Myriam Feldfeber, Nicolás Arata, Nicolás Trotta, Pablo Vommaro, Rafael Follonier, Rafael Gentili, Silvina Gentili y Salete Valesan.

Agradezco también al periódico El País por la oportunidad brindada; en especial, a Lola Huete Machado y a todo el equipo de “Planeta Futuro”, sección donde mis textos comenzaron a publicarse en julio de 2014.

Carlos Díaz es uno de los mejores editores de América Latina. A él, a Luciano Padilla López y a todo el equipo de Siglo XXI Argentina, mi agradecimiento por su profesionalismo y apoyo para la edición de este nuevo libro.

Florencia Stubrin no sólo es la primera que lee todo lo que escribo, sino la que siempre me ayuda a mejorarlo entre besos y palabras de amor. Ella es una permanente fuente de inspiración y aprendizaje. Además, es la mamá de Camila, Ana y Helena, quienes junto con Mateo me enseñan que la paternidad es un acto revolucionario que se reinventa cada día.

Dedico este libro a la memoria de Norberto Gentili, mi padre.

Pablo Gentili

Río de Janeiro, 20 de septiembre de 2015

Infancia

La Batalla de los Niños

[22 de agosto de 2012]

Fue la guerra más sangrienta de América. La más cruel y sin sentido. Fue, quizás, la madre de todas las guerras. Y lo fue porque fue una guerra entre hermanos. La llamaron la “Guerra de la Triple Alianza”, en que la Argentina, el Brasil y el Uruguay se unieron para trabar batalla contra un país que, en el corazón del Sur americano, comenzaba a diseñar en el horizonte su efímero destino de progreso y autonomía, de desarrollo y libertad. La llamaron también “Guerra del Paraguay”, aunque debería habérsela conocido como “Guerra contra el Paraguay”. Duró cinco interminables años, entre 1865 y 1870. Como en todas las guerras, hubo mártires y héroes. También cobardes. Ganaron los que casi siempre ganan con las guerras: los poderosos, los imperios, los que no tienen razón, aunque sí fuerza, mucha fuerza, la suficiente para arrasar un país entero y, junto con él, sus esperanzas de justicia e igualdad. Ganaron los que siempre ganan cuando los pueblos pierden las guerras.

Fue la guerra más repugnante de América, la más dolorosa y vengativa. Los derrotados fueron aplastados, humanamente destrozados, deshechos junto con su país. Hubo quien pretendió que las consecuencias fueran para siempre. Y eso casi se logró. Antes del conflicto, el Paraguay contaba con quinientos mil habitantes; cinco años más tarde su población no pasaba de ciento dieciséis mil, de los cuales más de cien mil eran mujeres, niños y niñas. El 90% de los hombres adultos paraguayos murió en la guerra o a causa de ella.

Una mueca triste del destino que pone en evidencia que, si bien la Argentina, el Brasil y el Uruguay enfrentan hoy grandes dificultades en sus procesos de integración regional, han conseguido unirse con bastante eficiencia para hacer el mal a sus propios ciudadanos o a los ciudadanos de otras naciones. Así fue desde la Guerra de la Triple Alianza hasta la Operación Cóndor, un siglo más tarde, cuando los tres países parecieron encontrar un nuevo sentido de su entrañable hermandad haciendo desaparecer a jóvenes luchadores y militantes o, simplemente, a todo aquel que los servicios de inteligencia militares consideraran sospechoso de soñar con un mundo mejor. La Argentina, el Brasil y el Uruguay se han visto unidos muchas más veces por el horror y el espanto que por la solidaridad y los principios del bien común.

El Paraguay era, hacia la segunda mitad del siglo XIX, un país próspero, con el primer ferrocarril sudamericano, el primer telégrafo, un astillero, diversas fábricas y una poderosa fundición de hierro que, asociada a la propiedad pública de la tierra, creaban las condiciones de un desarrollo autónomo e independiente. El Paraguay, también por aquel entonces, edificaba las bases de un sistema público de educación que preanunciaba ser pionero en la democratización del acceso a la escuela. Por estas razones, y por su reactivo rechazo a los falsos principios del libre comercio, la principal potencia imperial de la época, Inglaterra, se propuso destruir el Paraguay. Para hacerlo, contó con el apoyo de tres países que pocos méritos podían mostrar en su apego a la libertad y al progreso humano: un imperio degradado y esclavista como el Brasil; una nación fragmentada y en pleno proceso de consolidación de una oligarquía indolente y autoritaria como la Argentina; y un país tutelado y bajo un gobierno de facto, como lo era el Uruguay. Destruir el Paraguay fue el pacto de sangre que sellaron esos tres paisitos, bajo la mirada cómplice de quienes festejaban el inicio de una era de grandes negocios. Además de los millares de muertos, la guerra dejó a los cuatro países enormemente endeudados y a la banca inglesa feliz por la excelente apuesta realizada.

El detonante del conflicto fue el mismo de siempre: el Paraguay estaba gobernado por un dictador, Francisco Solano López, enemigo de la libertad y del progreso. Había que liberar a ese pueblo apático y perezoso de las garras del tirano. Y así comenzó la batalla.

Todo lo que vino después fue, para los cuatro países, desastroso. Las guerras producen marcas, abren heridas, graban señales indelebles en la memoria histórica de las sociedades. Son parte constitutiva, vestigio carnal, componente visceral de un orgullo que se sustenta en la banalización del patriotismo y en la presunción de que la muerte redime, la sangre hermana, el dolor enaltece el destino de una nación. Las guerras inventan un futuro que será contado o silenciado por los victoriosos, por esos pocos que ganan siempre con las guerras, mientras que el resto, las grandes mayorías de un lado o del otro, sufren sus consecuencias.

La Guerra del Paraguay es la madre de todas nuestras guerras porque, entre otras tragedias, allí se produjo la marca, la herida, la cruz que estamparía el futuro de la infancia latinoamericana. Se trata de algo más que una metáfora. De hecho, ya lo sabemos: en la guerra, no hay metáforas.

Permítanme que les cuente.

El 16 de agosto de 1869, el ejército de Solano López estaba casi totalmente destruido. Sus tropas estaban dispersas, diezmadas, desorientadas. Algo más de veinte mil soldados aliados –bajo el comando de Gastón de Orleáns, conde D’Eu, noble francés casado con una de las hijas del emperador Pedro II, la princesa Isabel, y por el coronel argentino Luis María Campos– arrinconaron a un batallón del ejército paraguayo en las inmediaciones de Barreto Grande. El grupo, con cerca de quinientos soldados, estaba bajo las órdenes del general Bernardino Caballero. La batalla sería inminente. Para enfrentar al ejército enemigo, Caballero alistó a más de tres mil quinientos niños de entre 8 y 12 años, además de algunas mujeres. El enfrentamiento se produciría en una extensa planicie llamada Campo Grande, propicia para el ataque de las fuerzas argentinas y brasileñas, que contaban con cañones, numerosas municiones y una poderosa caballería. Los niños paraguayos allí los estaban esperando, con su inocencia a cuestas, con algunas pocas armas destartaladas y muchas bayonetas temblorosas.

La batalla fue una de las infamias más brutales que ha vivido nuestro continente. Una infamia que nos acompaña todos los días, silenciosa, tatuándonos de vergüenza y de dolor como un estigma, como la mácula indestructible de nuestra cobardía. Ningún niño sobrevivió, ningún soldado. Tampoco las madres que fueron a recoger sus cuerpos. El conde D’Eu, mediocre, cobarde y decadente, mandó a quemar el campo de batalla para que no quedaran vestigios, para que el pueblo paraguayo aprendiera la lección y se impregnara del humo pestilente de la derrota, de la vergüenza, de la ignominia.

Antes de la batalla, como en un ritual propiciatorio, los niños se pintaban barbas trémulas en sus rostros. No querían que los aliados sintieran el placer de estar matando a un niño paraguayo. Querían llenarse de valor, querían, quizás, llenarse de orgullo. A la historiografía heroica del Paraguay le gusta afirmar que lo lograron. Yo me temo que no. Creo que temblaban de miedo, que la angustia los derretía por dentro, que sentían una soledad inmensa, la soledad que se siente ante la inminencia de la muerte, ante la evidencia de la brutalidad, ante la prepotencia del desprecio. No creo que por eso pierdan, si es que de algo sirve, su título de héroes. El valor en una guerra suele ser propiedad de los vencedores, parte del botín, música que engalana la fiesta de la victoria. La historia, como dice un proverbio africano, la escriben los cazadores, no los leones. Y a ellos les fascina pintarse de valor el rostro.

Esos niños paraguayos, en cambio, se pintaron barbas de desazón y de dolor.

El coraje necesario para matar a otro ser humano es un sentimiento despreciable, que humilla la inquebrantable dignidad de la vida. El coraje necesario para matar a un niño es, simplemente, incomprensible, inimaginable por su brutalidad y su barbarie. Los ejércitos latinoamericanos cargan sobre sus espaldas las vidas perdidas de tantos y tantos niños y niñas, las vidas de tantos y tantos sueños perdidos en esos nauseabundos campos de batalla donde la infancia es desperdiciada y despedazada.

Se la llamó la “Batalla de los Niños”. Ocurrió en la madre de todas las guerras de América, hace ya casi ciento cincuenta años.

Y sigue ocurriendo todos los días.

Medallitas para una infancia postergada

[12 de enero de 2012]

Para unos fue por la ausencia de noticias relevantes. Para otros, por la madurez política de la sociedad argentina. Quizás, por ambas cosas. Lo cierto es que la noticia se multiplicó en todos los medios de comunicación y dio origen a diversas cadenas de indignación y espanto: un conjunto de niños y niñas de un jardín de infantes llamado “El Abuelito”, situado en la periferia de Buenos Aires, había sido humillado.

El detonante fue un video casero grabado con un teléfono celular por el padre de uno de los niños agredidos y subido a YouTube.[1] En él se registran escenas de un acto escolar de fin de año en que la directora de la escuela anuncia que a los niños y niñas cuyos padres no hubieran pagado la cuota del mes de noviembre no les harían entrega de las carpetas con los trabajos realizados ni los diplomas de final de curso. El video muestra que los pequeños suben al precario escenario a recibir sus trabajos, el diploma y una medallita recordatoria. Al bajar, los “deudores” son interceptados por una profesora que les quita todo, mientras la directora advierte que con las cuotas de los padres se pagan los salarios de las docentes. Las imágenes de una maestra que retira la medallita del cuello de una niña y el llanto desconsolado de un pequeño que ha perdido su diploma recorrieron el país.

La ira y el clamor se multiplicaron en pocas horas, a la vez que tomaban estado público y se generaba una ola de apoyo a los padres y de saludable condena a la escuela.

Horas más tarde, ante un enjambre de cámaras de televisión, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, y la flamante ministra de Educación, Silvina Gvirtz, entregarían a los damnificados sus medallitas confiscadas y sus diplomas negados. Los rostros incrédulos y sorprendidos de los niños eran la señal más visible de un escenario que oscilaba entre la angustia y la dignidad, algo que, por cierto, refleja muchas veces la idiosincrasia de la política argentina.

La dimensión positiva de la historia podría resumirse en la rápida y oportuna reacción de las autoridades que, embanderadas bajo el lema “a los niños no se los humilla”, intervinieron en la materia, realizando las denuncias del caso y enfatizando que la educación es un bien público, destinado a crear y difundir valores democráticos, algo que lo ocurrido contradecía de forma grotesca. La nueva ministra de Educación, una muy destacada intelectual argentina, no pudo ocultar su perplejidad ante el hecho de que un establecimiento sin ningún tipo de permiso oficial funcionara como jardín de infantes en condiciones visiblemente precarias y atendiendo a una población visiblemente pobre. “Se tomarán medidas”, afirmó, y prometió que en breve los vecinos de la comunidad tendrían una escuela pública donde mandar a sus hijos.

Lo trágico y lo heroico suelen hermanarse en el camino de la política, especialmente, cuando las deudas sociales son tan inmensas como las que se acumulan en un país que, hace apenas una década, estaba al borde del abismo.

Una demostración de que la sociedad argentina ha mejorado la calidad de su democracia es que, al menos en esta oportunidad, la clase política y los medios de comunicación no defendieron a la escuela sino a los niños y niñas humillados por la violencia que los hizo rehenes de la deuda de sus padres. Sin embargo –y más allá de las declaraciones de principios, que nunca sobran–, un tema parece imponerse: ¿qué hace que un galpón, de apariencia decadente, sin ningún tipo de licencia o autorización oficial, se transforme en una “escuela” a la cual decenas de padres y madres confían cotidianamente sus niños y niñas de menos de 5 años de edad? ¿Qué razones explican que una madre confíe en que aquello que más ama en el mundo podrá ser bien cuidado en un establecimiento que no posee siquiera las condiciones de infraestructura y humanas para atender a un niño? ¿Por qué esas mujeres que tanto protegen a sus hijos los mandan a esas escuelas clandestinas, mugrientas, agresivas, insensibles y abandonadas, que ni habilitación tienen?

La respuesta es tan simple, patética y heroica como nuestra historia: porque no hay otras.

UNA DEUDA SOSLAYADA

Durante los últimos años, los niveles de pobreza en algunos países de América Latina han disminuido de forma progresiva. En buena medida, este hecho es producto de los efectos redistributivos de las políticas progresistas que siguieron a los duros años neoliberales, y no puede ofuscar dos tendencias que aún se mantienen inalteradas en toda la región: las altas tasas de desigualdad y los efectos injustos de una pobreza cuyas consecuencias de exclusión y marginalidad son vividas con intensidad mucho mayor por los niños, las niñas y los jóvenes. De pocos años a esta parte, los avances en materia de política social han sido considerables. Sin embargo, aunque la pobreza y la desigualdad atacan a todos los estratos generacionales, sus efectos en la infancia pueden tener consecuencias devastadoras, limitando algunas de las conquistas sociales más recientes.[2]

Cualquier forma de pobreza (y, en particular, cualquier forma de reproducción de las desigualdades) posee un efecto regresivo en materia democrática. Entre tanto, la pobreza infantil, sumada a las desigualdades generadas por la exclusión y la privación de las más elementales condiciones de vida entre los sectores más jóvenes de la población, implica no sólo la violación de derechos humanos fundamentales, sino que también hipoteca las oportunidades de desarrollo y bienestar de una comunidad. La carencia de derechos o su negación a los niños y niñas es condenable de por sí, pero además constituye una deuda de muy compleja resolución o atención con el pasar de los años.

Las deudas con la infancia en Latinoamérica son de larga data y acumulan un déficit de necesidades desatendidas que no se resuelven sólo con declaraciones de buena voluntad ni, mucho menos, con olas de indignación pasajeras que ganan fuerza cuando la humillación de la infancia toma estado público.

Al promediar la primera década del presente siglo, la mitad de los niños y niñas latinoamericanos (más de ochenta millones) estaba por debajo de la línea de la pobreza. De esa mitad, algo más de veintidós millones estaba en una situación de pobreza extrema. Las diferencias dentro de la región son, como siempre, muy altas y, dentro de un mismo país, las disparidades impiden generalizaciones muy amplias. Sin embargo, el tema está lejos de haber sido superado.

Una de las evidencias de esta situación de pobreza estructural es la dificultad de acceso de los niños y niñas de menos de 5 años a la escuela. Las ventajas de la educación en la primera infancia están largamente comprobadas y serán motivo de otra crónica. Lo que corresponde reconocer aquí es que, más allá de cualquier ponderación psicosocial o pedagógica, resulta evidente que las oportunidades educativas, como todas las oportunidades sociales, suelen ganar fuerza de manera acumulativa, y que la pérdida de una oportunidad (o de un conjunto de oportunidades) difícilmente se compensa con el pasar del tiempo o se recupera una vez que los gobiernos despiertan del letargo que adormece su responsabilidad ciudadana. Oportunidades perdidas en la primera infancia son eso: oportunidades perdidas, que muy pocas veces o nunca se recuperan. Así las cosas, la negación de la educación a los niños y niñas más pequeños constituye un delito por partida doble: se les niega el derecho a una infancia digna y, además, las condiciones para una vida adulta en que las oportunidades puedan aprovecharse de forma igualitaria y justa.

El acceso a la escuela desde los primeros años de vida está negado a buena parte de los niños y niñas de América Latina y el Caribe. Los datos oficiales muestran una correlación directa entre el retraso de acceso a la escolaridad y la pobreza de la población. Al revés de como debería ocurrir, aunque por razones evidentes, los niños y niñas de familias con mayores recursos y mejores condiciones de vida entran primero a la escuela, y los que provienen de familias más pobres lo hacen más tarde o nunca. Las disparidades entre los pobres suelen seguir aquí los patrones habituales: la población rural sufre más la discriminación del acceso a la educación infantil, al igual que los pequeños de las familias indígenas o afrodescendientes.

En América Latina, la primera educación que reciben los más pobres es que, precisamente por ser pobres, indios, campesinos, negros, por ser hijos del pueblo, serán sistemáticamente discriminados, despojados de sus derechos y hasta expropiados, cuando las tengan, de sus medallitas de final de curso.

Las cifras son elocuentes: aunque los niveles de escolaridad a partir de los 6 años son casi universales en gran parte de los países de la región, sólo el 67% de los niños y niñas más pobres de 5 años de edad asiste a un establecimiento de educación infantil. Entre los pequeños de las familias con mayores recursos, el acceso es casi total.

Un dato revela la perversidad del abandono que vive la infancia en esta región: cuanto más pobres son los países, más débiles son los sistemas públicos de protección y atención a los más pequeños. Y la educación infantil es una dramática evidencia de esta desidia. En los países menos desarrollados, como El Salvador, Nicaragua, Honduras, República Dominicana y Guatemala, sólo el 40% de los niños y niñas de 5 años que asiste a una escuela lo hace en un centro público. En Haití no se poseen datos oficiales al respecto, aunque nada hace suponer que, en el país de las Américas que más privatizado tiene su sistema escolar, los más pequeños puedan acceder a un centro educativo antes de cumplir 6 años (o después).

En muchos países de Latinoamérica se produce el curioso hecho de que los pobres, cuando aspiran a que a sus hijos más pequeños ingresen al sistema escolar o, en el otro extremo, a la universidad, sólo pueden hacerlo si pagan por ello. Los dos márgenes del sistema escolar se encuentran casi totalmente privatizados, poniendo en evidencia que en la región las oportunidades educativas se distribuyen de forma tan injusta como la riqueza.

Lo interesante de la historia relatada es que ocurrió en la Argentina, uno de los países menos desiguales del continente y con uno de los sistemas educativos más democráticos. Sin embargo, más allá del triunfalismo que ese certamen de inequidades regionales podría generar, el caso argentino muestra también la complejidad del referido abandono y el tamaño de la deuda social acumulada. En efecto, el jardín de infantes El Abuelito está en La Matanza, una región inmensa de la provincia de Buenos Aires, de nombre poco amigable, con una gran historia de luchas populares y muchos pobres. Se trata del distrito más poblado de la provincia, con casi 1.800.000 habitantes. Allí existen 297 establecimientos de educación infantil, de los cuales, 143 son públicos y 154 privados. Si consideramos que el El Abuelito no tenía habilitación escolar, y sumamos los casos similares, la cantidad de establecimientos privados debe ser, claro, bastante más alta. La justa aspiración a que en la provincia de Buenos Aires ningún niño sea humillado no puede soslayar esta herencia.

Aquí, en el Sur del planeta, las vacaciones escolares comienzan. Algunos tendrán derecho a disfrutarlas como lo merecen. Otros continuarán soñando con aquello que les corresponde y aún les niegan. Mientras el calor arrasa la tierra, el llanto de una niña que ha perdido su medallita resuena en el corazón partido de una sociedad que aspira a revertir su historia.

1 Sigue disponible en <www.youtube.com/watch?v=sAJVhfSF3ng>.

2 Sistema de Información de Tendencias Educativas (Siteal), Primera infancia en América Latina: la situación actual y las respuestas desde el Estado. Informe de tendencias sociales y educativas en América Latina, IIPE/Unesco–OEI, Buenos Aires–Madrid, 2009, disponible en <www.siteal.iipe-oei.org/informe/228/informe-2009>.

Un niño, Mandela y los derechos (de algunos) humanos[3]

[15 de diciembre de 2013]

A Kevin, que ilumina las estrellas

La mañana del 7 de septiembre, Zavaleta, un barrio popular de la ciudad de Buenos Aires, amaneció empapado de balas. Algunas horas antes, la ausencia de cualquier agente de seguridad hizo presentir que algo malo ocurriría. En ningún barrio pobre de América Latina la presencia de la policía es una garantía de seguridad para sus habitantes. Sin embargo, en Zavaleta, como en tantos otros sitios, cuando la policía se va, cuando abandona la zona, todos reconocen lo inminente de la violencia. La complicidad entre las bandas delictivas y las fuerzas de seguridad casi nunca se disimula. De hecho, trazar las fronteras entre ellas supone un verdadero ejercicio de imaginación sociológica. Las fuerzas de seguridad defienden a los ricos y se asocian a los delincuentes para ganar dinero. A los pobres, por lo general, los maltratan y, cuando la cosa se pone tensa, les disparan. A veces les disparan porque sí.

Esa mañana, Kevin, un niño de 9 años cuya risa contagiaba felicidad, cuya mirada dulce irradiaba luz, corrió junto con sus hermanos a su pequeña casa, a refugiarse debajo de la mesa. El tiroteo duró interminables minutos. Todos contra todos. Balas, sólo balas. Balas por todos lados, en busca de cuerpos, sedientas de injusticia.

Kevin y sus hermanos se acurrucaron temblando debajo de esa mesa frágil, dehaciéndose de miedo, conteniendo la respiración, tomándose de las manos, rogando que todo terminara. Llorando. Pero llorando en silencio, sin lágrimas, para no llamar la atención. Temblando como tiemblan los niños cuando se sienten solos.

Esa mañana fría del 7 de septiembre, en Zavaleta, Kevin murió. Dijeron que fue por una bala perdida. Esa mañana, en Zavaleta, Kevin murió. Un niño más, uno de tantos, muerto por una sociedad perdida que así denomina a las balas que los exterminan. Un niño menos, en una sociedad que parece indiferente a su sufrimiento. Una sociedad sin dolor, de niños y niñas invisibles.

Kevin murió debajo de una mesa endeble que no pudo protegerlo de la impasible prepotencia de los poderosos. Tenía un montón de sueños y una foto de Juan Román Riquelme en su cuaderno de clase. En una pared del barrio de Zavaleta, en una ciudad de Buenos Aires que ni siquiera percibió su ausencia, alguien escribió: “Si Kevin murió por nosotros, nosotros viviremos por él”.[4]

[…]

La historia de Kevin es la historia de tantos niños, tantas niñas y tantos jóvenes que mueren todos los días, víctimas de la violencia y del abandono en sociedades donde los derechos humanos son patrimonio de pocos.

Cada minuto, en el mundo, una persona muere víctima de la violencia armada. Más de la mitad de ellos son niños y jóvenes. Son ellos, en efecto, las principales víctimas de la violencia y de los conflictos armados en el mundo. Los países más ricos y poderosos suelen reaccionar con un descarado cinismo ante estos hechos. El lamento acerca de los efectos colaterales de la violencia no permite ocultar que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (los Estados Unidos, China, Rusia, Francia y el Reino Unido) son, nada menos, los que producen cerca del 90% de las armas que hoy circulan por el planeta.

En su excelente y contundente informe, Una crisis encubierta: conflictos armados y educación,[5] la Unesco señala que, en los países en que existen actualmente conflictos armados, veintiocho millones de niños y niñas están excluidos de la escuela: algo más del 42% de los niños y niñas sin escuela en todo el mundo. También señala que las escuelas, los docentes y la propia infancia se han vuelto progresiva y alarmantemente objetivos militares en los países en conflicto. En el presente, hay en el mundo más de trescientos mil “niños soldados”. En el conflicto armado en Colombia, los grupos paramilitares o insurgentes han reclutado por la fuerza a más de catorce mil niños menores de 12 años. El conflicto en Siria ya ha producido más de un millón de niños y niñas refugiados; gran parte de ellos, sin escuela.

La violencia contra la infancia es una de las más graves violaciones a los derechos humanos. Y lo es porque, cuando ocurre, edifica una barrera infranqueable a la promoción de otros derechos.

Entre tanto, la violencia contra la infancia no se reduce, naturalmente, a la existencia de conflictos armados. Si bien las tasas de mortalidad infantil han mejorado en muchos países del mundo, aún hoy mueren por año más de seis millones de niños y niñas de menos de 5 años por causas que podríamos haber evitado: diarrea, neumonía, difteria, fiebre amarilla: dieciocho mil niños y niñas por día. En menos de seis meses, mueren más niños y niñas por falta de atención sanitaria básica que personas en general durante los más de ocho años que duró la Guerra de Irak. En un año muere la misma cantidad de niños y niñas que todas las personas que murieron en la Guerra de Corea, que duró algo más de tres años; en dos años, aproximadamente, la misma cantidad de niños y niñas que personas muertas en los dieciocho años que duró la Guerra de Vietnam.

El derecho humano a la vida está lejos de haberse popularizado, a pesar de la enorme cantidad de acuerdos, normas y declaraciones que aspiran a garantizarlo. Al menos, el derecho a la vida de los más vulnerables, los más frágiles y desprotegidos; de aquellos que, cuando comienzan a tronar las balas, se refugian debajo de una mesa.

La violencia sexual y física contra las niñas es también una evidencia del grado de abandono en el que viven millones de seres humanos que aún no han cumplido los 14 años de edad. En Filipinas, sesenta mil niñas son forzadas a prostituirse cada año. Actualmente, hay más de cincuenta millones de niñas casadas en el mundo. El abuso y la violencia sexual contra las niñas no es un patrimonio de los países más pobres, y ha crecido sistemáticamente en los más ricos.

En el Brasil, más de ciento sesenta mil jóvenes negros han sido asesinados entre 2002 y 2010, como muestra el excelente trabajo plasmado por Julio Jacobo Waiselfisz, investigador de Flacso Brasil, en su Mapa da violência.[6] Mientras en los últimos años el número de asesinatos de jóvenes blancos tuvo una disminución significativa (-39,8%), el de jóvenes negros no dejó de crecer, con un aumento del 24,1% en la última década. En 2002 moría un 71,6% más de jóvenes negros que blancos. En 2001, moría un 237,4% más. Cada veinticinco minutos muere asesinado, en el Brasil, un joven negro.

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La persistencia de la desigualdad y la injusticia social, la falta de oportunidades educativas, la fragilidad de las políticas públicas de atención a la infancia y la juventud, en sociedades con alto grado de corrupción e impunidad de sus fuerzas de seguridad, constituyen fuentes permanentes de violación de los derechos más elementales de los niños, las niñas y los jóvenes.

Nos hemos acostumbrado a una retórica de los derechos humanos que parece imperturbable a su sistemática y obstinada violación. Nos hemos acostumbrado a aceptar un discreto ejercicio de taxonomización de los derechos humanos: los derechos de los que tienen poder, recursos y oportunidades y los derechos del resto, de cumplimiento casi siempre inconcluso, frágil y fortuito. Los primeros son universales. Los segundos, ocasionales. A los primeros los garantiza la ley. A los segundos, la suerte.

Mil millones de personas viven en condiciones de miseria, hambre y sufrimiento en el mundo. No creo que hayan conmemorado los 65 años que acaba de cumplir la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

El cumplimiento y el compromiso efectivo con los derechos humanos dependen de múltiples factores. Superar las condiciones de explotación, alienación y mercantilización que viven hoy millones de personas, especialmente los niños, las niñas y los jóvenes, resulta fundamental.

No menos significativa debe ser la promoción de una cultura de los derechos humanos basada en valores de justicia, igualdad, solidaridad y bien común, tan ajena y, aparentemente, tan distante y extraña en nuestras sociedades. Se trata de romper la coraza cognitiva, el blindaje subjetivo que nos protege e inmuniza ante el sufrimiento ajeno, en particular, el de los más débiles. Se trata de entender que, cuando un niño sufre la arbitrariedad de la violencia, se resumen y reproducen allí, en ese acto brutal, la génesis de la violación de los derechos humanos a todos los niños y niñas del mundo. No hay ni puede haber derechos humanos para ricos y derechos humanos para pobres. Aceptar algo como eso significa aceptar el fracaso de los valores, las luchas y las conquistas que acompañaron y brindaron sentido a una concepción emancipatoria y radicalmente democrática de una sociedad basada en la primacía de los derechos, la justicia social y la igualdad. Esa es una sociedad que aún debemos construir, ciertamente; pero naturalizar como inevitables las violaciones a los derechos humanos (tanto en los países ricos como en los países pobres), y resignarnos o permanecer indiferentes ante este hecho nos aleja de ella cada vez más.

Desde el punto de vista de los derechos humanos, un niño condensa el valor de la infancia. Violar su dignidad, violar su integridad, violar sus derechos supone vulnerar a todos los niños y niñas del planeta. En esto reside el valor transformador, emancipatorio y radicalmente democrático de los derechos humanos. O los tienen todos, o no los tiene nadie. O se los protege para todos, o no se los protege para nadie. Esta perspectiva nos permite combatir el universalismo cínico e inocuo que defienden los sectores dominantes. Los poderosos creen que los derechos humanos se cumplen cuando ellos se los prestan durante algunos pocos segundos a los que nunca acceden a sus beneficios, a los pobres y excluidos, a los olvidados y humillados. Los poderosos suelen creer que los derechos humanos son como las limosnas que depositan en el regazo de los hambrientos. Ellos creen que la Declaración Universal de los Derechos Humanos es nada más que eso, una “declaración”.

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Mientras formulo estas reflexiones, el mundo despide a Nelson Mandela. No deja de ser curioso que la unanimidad alrededor de su enorme y generosa figura acabe reivindicando a un Mandela pasteurizado y lánguido, conciliador y reflexivo, no al Mandela guerrero y combativo que pudo sobrevivir a casi treinta años de cárcel por luchar por un país y un mundo más justos e igualitarios. Resulta sorprendente que despidamos a Mandela sin recordar que el racismo, la discriminación y la violencia criminal contra los más pobres siguen hoy plenamente vigentes. Y que lo mejor que podemos hacer para reivindicar su figura es continuar luchando contra ellos, recuperando su legado.

La mañana del 7 de septiembre, en Zavaleta, un barrio popular de la ciudad de Buenos Aires, Kevin Molina, de 9 años, murió. Dicen que fue por una bala perdida. Pero fue por la prepotencia, la impunidad y la violencia que día a día se ejercen contra los más pobres. Fue por la injusticia, por la falta de oportunidades, por la humillación que día a día les disparan a los más pobres.

Un niño más ha muerto, un pibe más, un chico, un gurí, un cabrito, un pelado, un crío, un chaval, un mocosito, un enano, un chamaco, una criança, un menino. Uno, igual a tantos otros. El único. Todos.

Cierren los ojos. Por favor, cierren los ojos y piensen que quien está debajo de esa mesa frágil y destartalada no es Kevin, sino su hijo, su hija. Cierren los ojos e imaginen. No los abran, por favor. Cierren los ojos e imaginen a su hijo, como Kevin, temblando de miedo, meado de miedo, agarrado de una mano que no es la suya, pidiendo por favor que todo pare, que las balas desaparezcan y que lo dejen ir a jugar con sus amigos. Cierren los ojos y, por favor, no lloren, porque Kevin no tuvo tiempo de llorar.

Cierren, por favor, los ojos y piensen que esa angustia, ese vacío, ese inmenso dolor que quizás ustedes están sintiendo en este momento son infinitamente menores que los que sintió la madre de Kevin. Cierren los ojos y sepan que muy probablemente ustedes y yo, casi todos, nos olvidaremos de Kevin muy pronto, menos su mamá, menos sus amigos, que prometieron vivir por él.

Si no somos capaces de sentir que Kevin es igual a cualquiera de nuestros hijos, quizás no hayamos entendido nunca qué son los derechos humanos.

En cada nacimiento, la humanidad se inventa y nos entrega un fragmento de su legado. En cada nacimiento, la humanidad se inventa y nos exige que protejamos a los recién llegados. Vivamos nosotros también por Kevin y por todos los que como él dejan sus risas y sus sueños debajo de una mesa chueca que no logra defenderlos.

3 Esta crónica constituye un fragmento de la conferencia inagural que he pronunciado en el Foro Mundial de Derechos Humanos realizado en Brasilia del 10 al 13 de diciembre de 2013.

4 El asesinato de Kevin ha sido denunciado por La Garganta Poderosa, medio de difusión de La Poderosa, una organización que desarrolla trabajo comunitario, movilización popular y comunicación en numerosos barrios y villas de la Argentina. Un contundente testimonio sobre su asesinato es el editorial de La Garganta Poderosa del mismo 7 de septiembre de 2013, disponible en <lapoderosa.org.ar/?p=10373>.

5 Unesco, Una crisis encubierta: conflictos armados y educación, París, Unesco, 2011, disponible en <unesdoc.unesco.org/images/0019/001921/001921155S.pdf>.

6 J. J. Waiselfisz, Mapa da violência 2012. Crianças e adolescentes, Río de Janeiro, Flacso, 2012, disponible en <www.mapadaviolencia.org.br/mapa2012_crianca.php>. Para más información, véanse las crónicas reunidas en la sección “Racismo y violencia” de este libro.