Índice

Tapa

Índice

Colección

Portada

Copyright

Introducción

Agradecimientos

1. El trabajo de formación de la clase alta

¿Qué es la clase alta?

La clase alta en el cuerpo: hablar, vestir, signos que diferencian

Construir la “familia tradicional”

La posibilidad de desclasarse

El apellido hoy: sostén en un mundo que ya no es de unos pocos conocidos

2. Los circuitos educativos de la clase alta

Una escuela donde todo el mundo se conoce

La escuela construye la clase alta

Selección de escuelas: disputas entre fracciones de clase en el espacio educativo

Salir de la burbuja

3. Sentidos de la educación para la clase alta

Quemaditos, cansados de correr…

¿Estudiar para trabajar?

Escolarización y “entramado familiar” en el acceso a posiciones de privilegio

Los usos de la escuela y de las relaciones de parentesco como estrategias de reproducción

4. La educación de la clase alta. Apropiaciones y negociaciones dentro del sistema educativo argentino

Las tradiciones formativas de la clase alta

Flexibilidad de trayectorias y carácter elitista del sistema educativo

Las propuestas de reforma del sistema educativo: resistencias a los intentos de constituir un sistema de formación de élites

La consagración de un espacio para la clase alta

El Estado y la democratización segregadora: no consagrar a las élites ni desalentar la formación de circuitos propios

5. La clase alta, entre la herencia y el mérito

De terratenientes a profesionales

Algo más que “el hijo de papá”

Ser el mejor (pero con la familia y el Estado de tu lado)

“Educación de a migajas y mérito de la coyuntura”

La “mujer moderna”: entre rupturas, reconciliaciones y desclasamientos

Luchas entre fracciones de la clase dominante en el trabajo de producción del género

6. La educación moral

Nobleza obliga

La austeridad, entre distinción y protección

Cómo se enseña la “solidaridad”

Participación política y familias tradicionales

La filantropía o la privatización de la cuestión social

Reflexiones finales

Anexo. Descripción de escuelas

Referencias bibliográficas

colección

sociología y política

serie educación y sociedad

Dirigida por Emilio Tenti Fanfani

Victoria Gessaghi

LA EDUCACIÓN DE LA CLASE ALTA ARGENTINA

Entre la herencia y el mérito

Gessaghi, Victoria

© 2016, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Introducción

Mayo de 2007. La aventura comenzó al dejar atrás el umbral de casa. Desde el Conurbano, había que tomar el tren para llegar al centro de la ciudad. Por lo general, cuando el Mitre se acerca a la terminal de Retiro, miro el paisaje de edificios que lindan con la avenida del Libertador. Siempre me llamaron la atención los pisos más altos de dos de ellos, que en lugar de balcón tienen jardines. Podrían ser terrazas, pero no: son jardines con árboles y todo.

Pero ese día de mayo, si bien el recorrido era el de siempre, el viaje fue diferente. De camino a la primera entrevista de campo, debí pasar los molinetes de la estación y cruzar la calle. Para eso, eludí los puestos de los vendedores ambulantes, la multitud y su ruido, que iban y venían, la parada de taxis, los colectivos. Subí al 92.

Mientras el colectivo dejaba atrás la zona de Retiro y las oficinas espejadas, el horizonte donde Libertador conduce a la avenida Figueroa Alcorta comenzaba a desplegar sus fachadas blancas discretas, sus ventanas y balcones luminosos. Por mi parte, aún no sabía que en los próximos meses, en mis horas de trabajo “de campo”, recorrería casi exclusivamente esas calles.

Pero una vez que el colectivo cruzó la autopista 9 de Julio, a mi derecha las vías del tren dieron paso a los parques verdes. A la izquierda el centro comercial que más tarde los entrevistados de Recoleta llamarían “el Patio”. En la esquina, mi punto de llegada: nada menos que uno de esos dos departamentos que siempre contemplé extrañada desde el tren. Uno de los dos que tenían jardín en las alturas.

Ya contaré cómo era por dentro. De momento, comentaré que ese inicio del trabajo de campo fue como el de un viaje en que las coordenadas de la cercanía y la lejanía no dejaron de desplazarse. Yo estaba en un mundo cercano: a veinte minutos de casa, gracias al tren que conocía, en una zona que conocía, en el departamento de la madre de una amiga. Un mundo “próximo” y a la vez situado más allá de los confines de mi experiencia.

Encuentro con la “clase alta”[1]

La historia de cómo llegué a trabajar con la clase alta argentina es una sucesión de resistencias e imprevistos. Al interesarme por el análisis de la desigualdad educativa,[2] inicié mis estudios de doctorado decidida a profundizar una línea de trabajo atenta a la urgencia de analizar las experiencias formativas de los sectores más privilegiados en la Argentina y que, de hecho, era incipiente en ese campo de investigación. A principio de este nuevo siglo, los análisis de la fragmentación educativa (Tiramonti, 2004) se hacían eco de la preocupación acerca del legado de la crisis de 2001: una polarización social inédita que tuvo entre sus efectos más productivos movilizar la representación respecto de qué sociedad integrábamos y poner en entredicho los principios que, según creíamos, la organizaban. Se cerraba un ciclo basado en el principio de la integración del conjunto de los sectores sociales y además se veía cuestionada la igualdad que supuestamente nos caracterizaba como país (Tiramonti, 2007).

En este contexto surgió una serie de estudios que se interesaban por los sectores dominantes (o bien las élites o las clases dirigentes). La inquietud se fundaba sobre la intención de indagar acerca de esas élites que habían conducido a la Argentina hacia la crisis o habían dejado de conducirla hacia el crecimiento y la modernización. Además, ya que nuestra sociedad dejaba de representarse como igualitaria y quedaba de manifiesto la necesidad de conocer las prácticas de los más privilegiados, otra serie de investigaciones –entre otras, las propias de la sociología de la educación– se abocaba al estudio de estos sectores.[3]

Si bien ya desde 1980 diversos estudios cuestionaban la supuesta orientación igualitaria de nuestro sistema educativo,[4] el nuevo clima de época agravaba los diagnósticos expuestos en estos análisis y llevaba a plantear que el sistema educativo estaba fragmentado. En cada fragmento se ponían en juego la posición socioeconómica y la configuración de valores con los que se estructuraban los diferentes grupos sociales; con esas guías cada familia seleccionaba y evaluaba la escuela (Tiramonti, 2004). En su pormenorizada descripción de la desigualdad educativa, esos estudios subrayaban la importancia de indagar la experiencia formativa de las élites. Se desarrollaró así una pluralidad de trabajos que intentaban explorar una temática aún no atendida en nuestro país (Tiramonti, 2004, 2007, Ziegler, 2004, 2007, Villa, 2011).

Fiel a esta tradición, inicié mi recorrido sin tener muy en claro cómo daría cauce a mi interés por estudiar las trayectorias educativas de los sectores más privilegiados del país y en qué forma se concretaría ese estudio. Quería llegar a una definición acabada que, basada en determinantes económicos, remitiera a una posición estructural y me permitiese embarcarme en un trabajo de campo con sujetos concretos. También sabía que el inicio de una investigación etnográfica suele ser angustiante porque sólo más adelante, a lo largo de la tarea, se dilucida el sentido del trabajo. En mi caso, los intentos denodados por acotar un objeto de estudio me impulsaban a revisar discusiones teóricas[5] que, lejos de aclarar el panorama, lo volvían cada vez más confuso. A partir de indicios, la claridad apareció no bien decidí dejarme llevar, de manera intuitiva, por aquello que asomaba en el terreno.

Lecturas y conversaciones con expertos, pero también diálogos con amigos y allegados, me ayudaron a confeccionar una lista de veinte de los empresarios más importantes de nuestro país como muestra de lo que consideraba la clase dominante. Indagaría en sus trayectorias educativas, y para eso necesitaba concretar la primera entrevista. En ese intento, la lista llegó a manos de una compañera de facultad que prometió mostrársela a su padre: un diplomático argentino de renombre que conocía a mucha gente y a quien “le divertía” mi estudio. Unos días más tarde, Laura me contó que su padre comentaba que uno de mis posibles entrevistados no pertenecía a la clase alta: era Franco Macri.

Eso dio pie a un insospechado cambio de rumbo. Al conversar sobre aquello que diferenciaba a Macri de algunos otros hombres de negocios argentinos, empecé a conocer una trama discursiva que identificaba a la clase alta local con las grandes familias. Esa reiterada caracterización de las familias tradicionales como un grupo superior aunque –según se me explicaba– no siguieran siendo un grupo económico dominante impulsó mi enfoque etnográfico. Su presencia era tan sobresaliente en el discurso de distintos sujetos sociales que se volvía difícil no prestarles atención. Escuchar el campo me permitió refinar las categorías teóricas que guiaban mis observaciones y registros. A la vez, dio ocasión de atender a las peculiaridades que adquieren los procesos de desigualdad en nuestra configuración social específica.

Mi estudio sobre esas grandes familias se enmarcó en una tradición propia de la etnografía educativa latinoamericana[6] que retoma las críticas a las versiones más deterministas del modelo de base económica y superestructura ideológica derivada de la obra de Marx (Thompson, 1984). Su énfasis en la acción humana destaca la importancia de comprender cómo los sujetos vivencian y manejan las presiones de los procesos estructurados. Según esta corriente, la clase no es una agrupación de población, sino una relación histórica, una categoría pertinente sólo en la escala del movimiento social. Eso requiere “categorías adecuadas a la escala de la vida cotidiana, en la que adquiere relevancia el sujeto social particular, [con] sus saberes y sus prácticas”. Desde esa perspectiva, el vínculo más importante se da entre los contenidos y los sentidos, contradictorios, de relaciones y procesos sociales en los que se involucran los sujetos particulares, no en la pertenencia de clase derivada de ingreso, ocupación, etc. (Rockwell y Ezpeleta, 1985: 198).

Así, mi investigación dejó de lado cualquier pretensión de definir a las clases y su lugar en una estructura. No porque esa mirada carezca de valor, sino porque me interesaba explorar y deconstruir a la clase alta como categoría nativa. Al documentar las representaciones y prácticas heterogéneas a partir de las que los sujetos negocian las fronteras porosas e inestables de ese grupo, mi propósito ya no fue determinar si quienes se reconocen y son reconocidos como parte integrante efectivamente lo son, o no, conforme a un modelo particular de estructura de clases. Me resultó más estimulante atender a los modos en que los entrevistados disputaban la legitimidad de esa pertenencia y desde qué posiciones lo hacían y su trabajo para imponer una definición específica. Mi preocupación, lejos de atenerse a la autopercepción de los sujetos como parte de algún sector de las grandes familias, pasó a ser analizar la producción social de la clase alta en una configuración que integrara múltiples discursos, complejos sentidos y prácticas de sujetos concretos en una constante negociación.

El abordaje intentó detectar el trabajo activo y conflictivo que involucra a los miembros de ese grupo social y a la vez los trasciende. En el terreno, la clase alta surgió como relación histórica, como parte de un proceso fluido en el que se hace a sí misma tanto como es hecha por otros.

Además, la etiqueta “familias tradicionales” se difumina ante cualquier medición estadística de la estructura de clase (ocupación, prestigio, etc.). Si bien en su 80% los grupos domésticos que entrevisté pertenecen a los treinta y cinco conglomerados agropecuarios más grandes de la provincia de Buenos Aires[7] –es decir, son propietarios, en promedio, de más de 40.000 ha de tierra– y el 20% restante posee entre 10.000 y 20.000 ha, notamos una diversidad de situaciones en cuanto a ocupaciones e ingresos de sus integrantes. Productores agropecuarios, abogados, consignatarios de hacienda, diplomáticos, polistas, directoras de asociaciones filantrópicas, docentes, amas de casa: esa amplia gama de profesiones y trabajos configura sus condiciones de vida. Sin embargo, más allá de las grandes variaciones en sus ingresos, todos los entrevistados contaban con una gran fortuna acumulada colectiva o individualmente a lo largo del tiempo. Propiedades, campos productivos, obras de arte, empresas, etc., forman parte de un extenso capital que preservar para transmitirlo de generación en generación. En algunos casos, esto se logra; en otros, no.

Prestar atención a sujetos que concentran una riqueza heredada revela ciertas ventajas que ellos no conquistan per se. Como señala Johnson (2006), la fortuna familiar puede contribuir a la movilidad del grupo de parentesco, puede dar acceso a recursos para las generaciones futuras y cultivar un sentido de la seguridad. Poner el acento sobre la riqueza como una variable adicional de análisis elucida las dinámicas de la desigualdad social contemporánea.

Entre las familias tradicionales cuyos relatos presento en este libro, encontramos un 48% de hombres y un 52% de mujeres. Un tercio de ellos tiene entre 30 y 50 años, otro tercio entre 50 y 60 y el último entre 60 y 80. Todos afirman profesar la religión católica. El 70% vivió su infancia en el barrio de Recoleta. El 30% restante se crio en la provincia de Buenos Aires, ya sea en el área urbana o rural. El 85% vive actualmente en Recoleta y el 15% se radicó en el partido de San Isidro o San Fernando. Todos los entrevistados tienen estudios universitarios. Sólo un 25% de ellos realizó estudios de posgrado. El total de los hombres entrevistados se dedica a la abogacía, a la diplomacia o a la producción agrícola. En un 65%, las mujeres trabajan fuera del hogar como docentes, traductoras, productoras agropecuarias, empleadas administrativas o directoras en ONG, artistas y escritoras. Una de ellas es médica. En cuanto a la ocupación y los niveles educativos de los padres de los entrevistados de entre 50 y 60 años, notamos entre los hombres un 75% de universitarios dedicados a la abogacía y a la administración de campos. Un 60% de las mujeres había realizado estudios superiores, pero sólo el 20% había ejercido su profesión, especialmente si se relacionaba con el arte o la docencia. Además, el total de los grupos domésticos posee tierras en la provincia de Buenos Aires desde hace tres generaciones, con prescindencia del tipo de control que cada integrante ejerza. Todos declararon tener inversiones financieras y en el mundo del arte.

Los sujetos protagonistas de esta investigación dan cuenta de la heterogeneidad posible de trayectorias de clase. Entonces, sin que lo hubiese previsto, una de mis preocupaciones centrales fue seguir las sendas que los entrevistados trazaban y los rastros que dejaban sus prácticas, para documentar que la clase en tanto categoría analítica aúna la riqueza material a la experiencia subjetiva.

Al dejarme llevar por el desconcierto, pude acercarme más a las formas en que los sujetos participan en las luchas por la definición de la clase alta y reconstruir su trabajo de formación, es decir, el trabajo de representación que realizan los sujetos por imponer su perspectiva acerca de la posición que ocupan (Bourdieu, 1985). La opción de que ese debate fuese mi objeto de análisis definitivo me evitó tomar partido y me obligó a un desplazamiento, de los objetos a los procesos.

¿Y la educación?: los interrogantes centrales

La clase alta está cifrada en determinados apellidos que configuran grandes familias o familias tradicionales. Estos son el primer signo que marca la inclusión (o no) en este grupo social. Como se verá, las alianzas matrimoniales y otras estrategias de integración abren canales de ingreso, pero la garantía última parecería ser el nacimiento. La herencia material y simbólica condensada en esos apellidos –no un estatus pasible de conquista en función de méritos personales– es crucial en la disputa por la pertenencia a un grupo superior y privilegiado. Esto volvía más relevante la pregunta por la educación. Si a lo largo de la historia argentina la escuela fue vista como el gran igualador –gracias a ella, todos los ciudadanos de todos los sectores podían acceder a una movilidad social ascendente–, resulta ineludible indagar qué hace la educación por esta clase alta.

Distintas investigaciones coinciden en señalar que –en contraposición con otras experiencias nacionales (De Saint Martin, 2005, Van Zanten, 2009)– en la Argentina no existe un circuito de instituciones educativas que, con el aval del Estado, garantice el acceso a posiciones de élite, aunque no faltaron intentos de promoverlo. No hay continuidad entre la asistencia a determinadas escuelas y el ingreso a posiciones de alta jerarquía en el Estado u otros ámbitos de conducción y ejercicio del poder. La tradición pública y gratuita que caracterizó al sistema educativo argentino, particularmente al universitario, así como la imposibilidad que enfrentaron ciertos sectores de consolidar la separación de trayectos formativos –unos para la mayoría de la población y otros para las élites–, derivaron en la no correspondencia entre determinada carrera educativa y el acceso a las posiciones de privilegio (Tiramonti y Gessaghi, 2009). Estas constataciones me llevaron a indagar cómo se conformaban los respectivos circuitos educativos en el contexto de la fragmentación ya mencionada, y qué sentidos y usos adquieren la escuela y la escolarización para estas familias. También me interesó comprender de qué manera los sujetos encaran la exigencia moderna de construir “desigualdades justas” (Dubet, 2004) si no hay una meritocracia respaldada por la segmentación ex profeso del sistema educativo.

Esto daba todavía más relevancia a la pregunta por cómo se articulan los procesos de distinción de la clase alta con formas modernas de selección. Qué sentidos asume la meritocracia para estos sectores, cómo fue cambiando a lo largo del tiempo y cómo se construyen las jerarquías cuando el modelo meritocrático que se presentó a lo largo del siglo XX como dimensión esencial de la selección de las élites y de la justificación de sus posiciones a escala mundial (Darchy-Koechlin y Van Zanten, 2005) no se impuso aquí de manera uniforme ni análoga a la de otros países.

Al considerar relacionales los procesos de desigualdad, encaré el trabajo atenta a aquellos que configuran la clase alta a la vez que la trascienden, como inserta en relaciones de hegemonía. A lo largo del libro, analizo los modos en que este grupo se constituye en un entramado que integra la historia sociopolítica de nuestro país y su particular configuración institucional. Dicha trama otorga rasgos distintivos a los procesos de obtención de posiciones de privilegio. En una sociedad en la que, durante gran parte del siglo XX, la igualdad prevaleció como demanda creciente –y más o menos omnipresente según la coyuntura histórica–, en el lenguaje de las reivindicaciones y la perspectiva con que se interpretan y disputan distintas situaciones y políticas (Kessler, 2014), se forjó una matriz cultural (Grimson, 2011) que cuestiona las jerarquías preestablecidas –por rango, antigüedad, nombre–. A lo largo de mi investigación, me pregunté cómo se construye, se mantiene y se justifica una posición de privilegio si la igualdad misma –siempre frágil y disputada, y rara vez satisfecha– está instalada como motor de luchas (Kessler, 2014).

Por último, vale aclarar que documentaré una experiencia que se circunscribe a la ciudad de Buenos Aires y a ciertas zonas más ricas de la provincia de Buenos Aires. La fragmentación educativa adquiere expresiones muy distintas si tomamos el conjunto del país. La identificación de estos dos sectores “bonaerenses” con el total del país retoma una producción discursiva nativa: una perspectiva más ajustada del problema en su conjunto se expresa en detallados trabajos realizados en las diferentes jurisdicciones provinciales sobre los procesos de desigualdad social y educativa (Mellado, 2008, Ominetti, 2008, Giovine, 2015 [2013], entre otros).

La mirada: construcción etnográfica del problema de investigación

“Nosotros iremos ahora” o “Nosotros afirmamos que”, “Digamos”. Típica forma de autorrepresentación de los individuos (en general varones) que han pasado años en el ejército o en un grupo revolucionario o en una cerrada comunidad académica.

Ricardo Piglia, El camino de Ida

Para reunir “datos precisos”, los etnógrafos violan los cánones de la investigación positivista. Encontré esta tranquilizadora afirmación de Philippe Bourgois (2010) en su libro En busca de respeto. Pero la encontré mucho después de terminada mi investigación. El proceso que reconstruyo en estas páginas fue mi experiencia de aprendizaje de una mirada, de un abordaje, a lo largo de un camino en que la única hipótesis confirmada fue que no existe etnografía ideal.

Como dije, el enfoque antropológico –relacional y dialéctico (Achilli, 2005)– me permitió iniciar mi trabajo confiada en que el ir y venir entre mis conceptualizaciones iniciales y el registro de campo permitiría un análisis crítico transformador y orientaría nuevas construcciones de sentido. Pero además un enfoque etnográfico implica que el proyecto se reformule constantemente, hasta el momento de poner el punto final. El diseño de mi trabajo fue flexible: no porque se realizara en el vacío, sino porque implicó un proceso sin una direccionalidad predeterminada. Conforme avanzaba, pude configurar más adecuadamente el problema, formular nuevas y mejores preguntas y revisar mi propio plan.

Únicamente al mirar, escuchar, preguntar, formular hipótesis y cometer errores pude hacerme a la idea de cómo era el mundo que quería estudiar. Hacer campo implicó cierto desorden afín a lo aleatorio de lo cotidiano. La tarea de elección del terreno (como las demás) no concluyó en un solo acto. Desde el primer momento, mis informantes y luego los diferentes entrevistados me guiaron en la selección de nuevos informantes y señalaron que era importante prestar atención a determinados temas. Esto me permitió incorporar categorías de observación construidas en diálogo con todos ellos. Eso nunca significó regir mis observaciones por las categorías conscientemente definidas por (una parte de) los sujetos que forman parte de este terreno. De hecho, la lógica dialógica de la etnografía “exige siempre algún grado de subordinación a las expectativas y elecciones de los agentes de la sociedad convertida en objeto, pues implica una interacción significativa con ellos” y que un investigador se dará “más maña” para “componer sus categorías de observación a partir del diálogo intercultural”, que pueden derivar en “observaciones tanto más significativas, […] culturalmente válidas” (Velasco y Díaz de Rada, 1997).

Los datos etnográficos surgieron a partir de una constante negociación acerca de la relevancia y la valoración de prácticas y enunciados con los entrevistados en el campo. Entender que entre ambos se construye el saber a partir de un enigma recíproco me enseñó que el éxito dependía de un trabajo personal de relaciones personales cambiantes y que se basa en generar confianza para que los sujetos cuenten sus historias. También, que ese saber compartido es singular y está siempre en construcción; que es imprevisible en parte y que los equívocos, los conflictos, los múltiples factores personales y contextuales, las temporalidades etnográficas tienen un carácter productivo (Losonczy, 2008). Los errores en el campo –que fueron muchos–, lo inesperado y los obstáculos en el proceso, su resolución y las redefiniciones, la brecha entre lo planificado y lo realizado, las influencias de mi propia posición social fueron parte esencial del modo en que construí mis interpretaciones.

El trabajo que realicé entre los años 2007 y 2010 consistió en el análisis de las trayectorias de vida de sesenta y tres adultos de entre 80 y 30 años pertenecientes a esos grupos familiares. Hice observaciones en distintas situaciones de la vida cotidiana de los entrevistados (actividades en sus casas y encuentros en el barrio) y de sus escuelas (encuentros en horario de entrada y de salida, reuniones de padres, actividades solidarias, entre otras). Recabé y analicé material documental integrado por datos estadísticos producidos por diversos organismos (Indec, Diniece, gobierno de la ciudad de Buenos Aires, provincia de Buenos Aires, entre otros). Incluí también el registro hemerográfico centrado en las referencias a esas familias en los principales diarios nacionales (Clarín, La Nación y Página/12) entre los años 2006 y 2010, así como (auto)biografías y memorias familiares, guías sociales, guías genealógicas, libros de fotografías, entre otros.

El recurso a entrevistas me obligó a ciertos recaudos. Busqué maximizar todas las oportunidades de realizar observaciones con participación. Esto implicó prestar atención a los detalles y aun a las “texturas” de los lugares y momentos: eran tan diversos como casas, oficinas, restaurantes, puertas de colegios, cumpleaños, etc. Combinar fuentes académicas, memorística, ficción y el discurso triangulado de los sujetos tuvo por objeto hacer hablar a los entrevistados de situaciones prácticas: era un intento por reducir la distancia entre el “orden del hacer” y “el orden del decir sobre el hacer” (Lahire, 2006). Además, acceder a la mayoría de los encuentros por efecto “bola de nieve” aseguró la relación social entre los entrevistados y evitó que la etnografía resultase un relato individualizante y descontextualizado. Por último, procuré que los datos estuvieran inscriptos en un presente historizado (Rockwell, 2009) en articulación con procesos mayores que moldean –y son transformados por– la experiencia cotidiana de esos sujetos (Ortner, 2006).

La experiencia igualitaria a la que voy a apelar reiteradamente implica una operación hegemónica que ha logrado consensos inestables a lo largo de nuestra historia y que se funda en procesos que, significados de maneras diversas y contradictorias por los distintos sujetos, configuran una heterogeneidad de prácticas y sentidos. Ese imaginario remite a la experiencia de una Argentina que se constituyó, entre fines del siglo XIX y principios del XX, como una sociedad “aluvial”, como gustaba decir José Luis Romero, donde se forjó una cultura política antioligárquica e igualitarista. Muy tempranamente, distintos actores motorizaron luchas sociales que tendieron a impugnar cualquier cristalización de jerarquías y privilegios. El voto “universal” (aunque sólo masculino hasta 1947) y un sistema educativo obligatorio, laico y gratuito fueron los primeros hitos. Los bajos índices de desempleo que caracterizaron a la sociedad durante buena parte del siglo XX, la cobertura de los asalariados con sistemas de protección social de relativa eficacia, los niveles educativos cercanos a los de los países europeos más avanzados, la extensión de capas medias, la significativa movilidad social y –hasta los años setenta– una distribución del ingreso similar a la de muchos países desarrollados (Luci y Gessaghi, 2016) configuraron esta experiencia histórica que potencia en ciertas direcciones –y limita en otras– las prácticas, los sentidos y las representaciones de los argentinos. Como se verá en sus historias de vida, los sujetos actúan creativamente dentro y contra esta construcción en articulación con otras dimensiones configuradoras de las prácticas: sus trayectorias de clase, profesionales, educativas, de género, generacionales, entre otras dimensiones.

La confrontación entre lo diferente y mi subjetividad como investigadora (de clase media, mujer, etc.) fue mi instrumento principal de conocimiento (Rockwell, 2009). Por eso adopto una mirada de transmisión y en primera persona. Creo que el terreno es una experiencia personal de aprendizaje y de intercambio donde la implicación personal es constitutiva del objeto. El yo del investigador y su posición adquieren relevancia sólo en tanto está encarnado en relaciones sociales.

Entrevistados e investigadora compartimos la escena según los lazos no simétricos que entablamos; estos son fluctuantes y dinámicos. El campo no es un contrato que se establece con los sujetos de una vez y para siempre. En discusión con los estudios que pregonan las dificultades de investigar cuando el antropólogo se encuentra en una posición subalterna, diré que esa subalternidad es constantemente negociada y no siempre es tal. Al igual que cuando trabajamos en contextos de pobreza, las relaciones cambian a cada instante. Más aún, incluir el análisis de cómo se constituyen dichas relaciones de dominación-subalternidad como parte de los procesos que estudiamos echa luz sobre dinámicas que de otro modo quedarían opacadas. En el caso que nos ocupa, fue, entre otras cosas, una oportunidad de reparar en las dimensiones de la desigualdad que se juegan en lo intersubjetivo.

En síntesis, concibo el trabajo de campo como una experiencia personal e irrepetible, biológica, afectiva y cognitiva. Y esto no mella la pretensión científica, ya que la objetividad no está dada por las condiciones en el terreno, sino que es un logro tanto más sólido cuanto más haya podido el etnógrafo ser consciente de su propia subjetividad al redactar registros y diarios de campo. Si pensamos la etnografía misma como una experiencia personal de aprendizaje y transmisión, entonces un objeto social puede asumir una infinidad de descripciones y cada análisis se vuelve reflejo no de una realidad, sino de una sensibilidad. Ese proceso, la consistencia y la coherencia del trabajo conceptual prevalecen sobre las condiciones de la percepción primaria (Rockwell, 2009: 64).

Resta decir que ese descubrimiento en constante reflexión y esa construción no concluyen antes del momento de la escritura de estas líneas. Como sostiene Marguerite Duras (2000), “escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos –sólo lo sabemos después– antes, es la cuestión más peligrosa que podemos plantearnos”. En ese mismo sentido, Bruno Latour (2008) destaca que el texto no es una bonita historia, sino un laboratorio. Es un mediador: ocurren cosas en él que hacen que la idea de un libro, una tesis, un informe, sea muy diferente de lo que obtenemos al plasmarlos. No podemos ir contra la materialidad del lenguaje que se nos impone a medida que las palabras se inscriben en el papel.

En definitiva, La educación de la clase alta argentina fue la experiencia que pude narrar en respuesta a ciertas inquietudes que me son propias y para las cuales no tengo más respuesta que escribir, entrar en diálogo con los otros e intentar acercarme a una mejor interpretación (Lahire, 2004). Y esto no se agota en la escritura, sino que ahora inicia nuevas vivencias e interpretaciones en un diálogo implícito con cada lector.

[1] Este libro toma por objeto de análisis a la “clase alta”, una categoría social o nativa, esto es, que engloba representaciones o prácticas que aparecen de manera recurrente en el discurso o en las acciones de los habitantes locales (Rockwell, 2009). Tanto “clase alta” como “familias tradicionales” o “grandes familias” no son categorías teóricas, sino que pertenecen a los sujetos de la investigación. Como tales, deberían ir siempre entre comillas, aunque en lo sucesivo se prescinde de ellas.

[2] La participación de la escuela en la reproducción de la dominación social, ya sea en su dimensión económica o simbólica, fue una preocupación central de la teoría sociológica. En especial desde 1970, esos debates resultaron sumamente ricos dentro de la academia francesa y norteamericana. Si bien suscitó numerosas críticas –en un contexto de creciente pérdida de la influencia del funcionalismo y del marxismo–, esta perspectiva se demostró muy fructífera al interrogarse acerca de los modos en que la escuela forma parte de la producción de las relaciones capitalistas. Sus reformulaciones siguen proponiendo desafíos a la investigación actual (Baudelot y Establet, 1975, Bourdieu y Passeron, 2013 [1964], Willis, 1980, Lahire, 2004, Van Zanten, 2009, entre muchos otros).

[3] En el campo de la sociología de la educación, véanse Tiramonti y Ziegler (2008), Fuentes (2008), Méndez (2013), Rodríguez Moyano (2010) y Villa (2011). Dentro de otras ramas de la sociología, véanse Vommaro, Morresi y Bellotti (2015), Landau (2008), Luci (2010), Svampa (2001), Castellani (2002), Canelo (2002) y Heredia (2005). Los historiadores Hora (2015 [2002]) y Losada (2008) retoman, completan o discuten los clásicos análisis de Halperin Donghi (2014 [1972]) y Botana (1994), entre otros. También, la antropología argentina estudió los procesos en los que participan las élites: véanse Badaró y Vecchioli (2009), Gras y Hernández (2009), Sarrabayrouse Oliveira (1999), Servetto (2015) y Gessaghi (2010).

[4] Con el retorno de la democracia, varios trabajos mostraron la creciente segmentación del sistema educativo formal y la existencia de circuitos paralelos por los que transitaban los alumnos en razón de su origen socioeconómico (Braslavsky, 1985, Filmus, 1985). Las investigaciones iniciales de Braslavsky se respaldaban en estudios realizados por la sociología francesa e intentaban demostrar –al igual que Baudelot y Establet (1975) en su libro La escuela capitalista en Francia– la división de la “escuela única” en redes diferenciales por las cuales transitan los alumnos de acuerdo con su nivel socioeconómico. La segregación y la segmentación del sistema denunciaban la persistencia de mecanismos funcionales a la conservación del monopolio de la educación de calidad por parte de ciertos sectores sociales (Filmus, 1985, Braslavsky, 1985, Krawczyk, 1987). Años más tarde, varios trabajos (Kessler, 2002, Tiramonti, 2004) retomaron estos estudios y señalaron que, desde la década de 1990, estos procesos se profundizaron aún más debido a la creciente o exponencial ampliación de la brecha de las desigualdades. Al mismo tiempo, diversos trabajos retomaron “los estudios de la elección” y los planteos de la sociología urbana (Veleda, 2012, Del Cueto, 2007) para indagar sobre los efectos de la segregación espacial en la configuración de circuitos educativos diferenciales.

[5] La sugerencia de que la clase está declinando en importancia ha sido un tema reiterado en los estudios sociológicos desde la publicación de “The decline and fall of social class” de Robert Nisbet en 1959 (Hout, Brooks y Maza, 1993). Distintos autores han señalado que nuevas formas de inequidad emergen en las sociedades contemporáneas para opacar los determinismos de las desigualdades de clase (véase Gessaghi, 2010).

[6] Me refiero a los desarrollos impulsados por Elsie Rockwell en el DIE-Cinvestav mexicano y la Red de Investigadores en Antropología y Educación en la Argentina integrada por el Programa de Antropología y Educación de la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de Córdoba y la Universidad Nacional de Rosario.

[7] Me baso en las investigaciones publicadas por Eduardo Basualdo y el Programa de Investigación sobre la Propiedad Rural y la Producción Agropecuaria en la Provincia de Buenos Aires de la Flacso.

Agradecimientos

Este libro, que comenzó como un proyecto de tesis doctoral, se escribió sin que yo me diera cuenta. En esta aventura de aprendizaje, me honra haber sido parte de un momento en que el Conicet reabría sus puertas a becarios e investigadores y daba nuevo impulso a la ciencia en nuestro país: con sucesivas becas, me permitió dedicación exclusiva. En esos años, la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA desarrolló el Programa de Posgrado Participativo, que fue un apoyo inestimable. Con una beca de la Wenner-Gren Foundation investigué en la EHESS parisina. Proseguí allí mis estudios con el aporte del Ministerio de Educación de la Nación y la Embajada de Francia en la Argentina.

Tuve el privilegio de contar con la generosa guía intelectual de Guillermina Tiramonti y María Rosa Neufeld. Su afecto, su compromiso y su lucidez son más que admirables.

Guillermina me abrió las puertas del Programa Educación, Conocimiento y Sociedad del Área de Educación de la Flacso; en el Grupo Viernes y el Núcleo de Estudios sobre Elites y Desigualdades Socioeducativas desarrollé mi investigación. Allí Sandra Ziegler me brinda libertad y me invita a seguir creciendo; también me formo con “los jóvenes” Mariela Arroyo, Mariana Nobile, Verónica Tobeña y Cecilia Litichever. Sebastián Fuentes es un compañero generoso y lúcido en el estudio de las élites.

Monique de Saint Martin, siempre dispuesta a guiarme con su enorme experiencia, conoció en París mis primeras intuiciones y las reflexiones finales de la tesis: lo considero otro privilegio.

Filosofía y Letras de la UBA, y allí el Programa de Antropología y Educación, donde me recibieron inicialmente María Rosa Neufeld y Gabriela Novaro, son mi casa, mi familia. Los sucesivos proyectos de investigación que dirigieron María Rosa, Ariel Thisted y Liliana Sinisi aportaron aliento, compromiso intelectual, social y político, discusión sin concesiones. Compañeros como María Paula Montesinos –sus textos despertaron mi interés por la desigualdad educativa–, Maxi Rúa, Lucía Petrelli, Javier García, Laura Ruggiero, Mercedes Hirsch y Horacio Paoletta expanden mis horizontes.

Compartí congresos y jornadas con los equipos de Graciela Batallán, Gabriela Novaro, Laura Santillán, Elena Achilli en Rosario y Elisa Cragnolino, tan significativas en mi formación; busco emular su compromiso y su agudeza. Elisa me recibió con calidez en Córdoba; sus aportes y su aliento son muy valiosos.

Con Silvia Servetto, Graziela Perosa, Manuel Giovine, Carolina Galarza y Niche Rebolledo compartí discusiones sumamente enriquecedoras en la Red de Estudios sobre Educación Privada y Privatización de la Educación. Mis interpretaciones se afianzaron en diálogos con Matías Landau, Laura Ominetti y Alicia Méndez, amiga generosa.

Agnès van Zanten es una guía constante, lúcida y aguda. Julio Moscón y Liliana Cohen volvieron todo posible. Mariche Scaglia fue ejemplar ayuda en mi posgrado porteño. Mercedes Pico, Alejandra Cardini y sus familias, también Ángela Oria aportaron a esta investigación.

En Siglo XXI, Carlos Díaz, Yamila Sevilla, Luciano Padilla López y Marisa García Fernández hicieron valiosas sugerencias para este texto.

Llego a los afectos más cercanos. Mis amigas y colegas, Iara Enrique, Florencia Luci, Laura Cerletti, Alejandra Cardini y María Carman comparten mis pasiones de la investigación, la alegría de la vida. La familia Gessaghi es incondicional. Ana y Clara, mis mejores amigas, creen siempre en mí. Lou me inspira, Sil y Le acuden al rescate. Claudia Massin, la primera que creyó en este libro, me contagió su devoción por la escritura. Julián y Luisa son el big bang de mi universo.

A mi amor, Walter, por mirarme siempre como lo más lindo que te pasó. Me recordás siempre mis sueños (y que son alcanzables). Sos lo mejor de la vida.