Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Dedicatoria

Agradecimientos

Introducción. El campo como problema

1. La primera estación de nuestro debate sobre el campo. El latifundio como problema político

Campo y barbarie

Rosismo y latifundio

El ideal farmer

El desvanecimiento del problema del latifundio

Socialismo y latifundio

Optimismos del Centenario

2. Una nueva imagen del campo. El latifundio como problema social

El fin de la gran propiedad en Europa

El conflicto de clase llega al campo

La protesta agraria en la ciudad

La declinación del agricultor independiente: latifundio y arrendamiento en el centro del problema agrario

El problema del campo pierde centralidad

La Gran Depresión acentúa la crisis social

La izquierda renueva sus ideas: una propuesta colectivista

El retroceso de la izquierda

Conservadores y chacareros

Los consensos en el seno de la élite dirigente

Campo y ciudad hacia 1940

3. El fin de la utopía agraria. El latifundio como problema económico

Perón, enemigo del latifundio

Perón vuelve sobre sus pasos: un nuevo enfoque del problema

Críticas en el seno del peronismo

La consagración de una nueva utopía

Las novedades del momento desarrollista

El comunismo en el debate sobre el campo

Alende desafía (brevemente) a los terratenientes de Buenos Aires

La reforma de Horacio Giberti

De chacareros a propietarios

4. El campo en nuestros días

Bibliografía

Roy Hora

¿CÓMO PENSARON EL CAMPO LOS ARGENTINOS?

Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe

Hora, Roy

© 2018, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

En memoria de Yasushi Ishii (1959-2011)

Agradecimientos

Colegas y amigos me brindaron su ayuda y su consejo a lo largo de esta investigación. Un bosquejo parcial del argumento desplegado en estas páginas fue escrito para ser incluido en La Argentina como problema, un volumen compilado por Carlos Altamirano y Adrián Gorelik. Aprendí sobre los temas que este ensayo aborda gracias al intercambio de ideas con mis colegas y amigos del Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes y del Posgrado en Historia de la Universidad de San Andrés. Juan Buonuome, Lila Caimari y Eduardo Míguez leyeron versiones preliminares del trabajo y me hicieron valiosas sugerencias. Carlos Díaz, Caty Galdeano y el equipo de Siglo XXI fueron, otra vez, los editores con que todo autor quisiera contar. El Conicet y el Centro de Historia Intelectual de la Universidad Nacional de Quilmes proveyeron fondos para presentar avances en distintas reuniones académicas. A todos ellos, mi gratitud.

Introducción

El campo como problema

La Argentina respira campo. Es el país de las grandes estancias y el hogar de la que en sus años de apogeo fue la clase terrateniente más opulenta de América Latina. Nación de eximios jinetes, forjó un poderoso mito ecuestre –el gaucho– que celebra a las clases populares de la campaña. Gran potencia agrícola, ayer del trigo y hoy de la soja, llegó a vanagloriarse de su condición de “granero del mundo”. El campo fue, desde muy temprano, su único sector con verdadera capacidad exportadora y su gran locomotora de crecimiento. En la era dorada del desarrollo exportador, sus ganados fueron motivo de orgullo nacional, y ese sentimiento hoy se prolonga bajo la forma del particular aprecio que sus habitantes sienten por el consumo de carne vacuna. Identificado con las élites tanto como con las clases populares, el campo está tan arraigado en la cultura argentina que a nadie puede sorprender que el conjunto de motivos que evocan al mundo de las extensas planicies pampeanas ocupe una posición privilegiada en el repertorio de temas de lo nacional.

Hace ya mucho tiempo, sin embargo, que ese mundo rural es más evocado que conocido, más imaginado que experimentado. De hecho, otras dimensiones de la vida pública reflejan cuán central ha sido la ciudad en el desarrollo histórico de nuestro país. Para 1900, a la vez que se vanagloriaba de sus dorados trigales y sus valiosos ganados, la Argentina poseía una de las tasas de urbanización más elevadas del planeta, además de ciudades enormes y vibrantes como Rosario o Córdoba y sobre todo Buenos Aires, la mayor urbe de América Latina y de todo el Hemisferio Sur. Con el transcurso de los años, la gravitación de estas metrópolis no hizo sino crecer en importancia y, de manera silenciosa, fue dejando en un segundo plano al país rural. Emblemas de su modernidad y lugar de residencia de todos los actores que animan su vida cultural y sus luchas políticas, desde hace más de una centuria que el destino nacional se figura y se disputa en esas ciudades. De allí que, para la mayor parte de los argentinos de las cuatro o cinco últimas generaciones, la experiencia de lo rural haya sido cada vez más fragmentaria, lejana e indirecta.

Sin embargo, y aun cuando la Argentina late al sincopado ritmo de su vida urbana, el campo nunca dejó de ocupar un lugar de relieve en el debate ciudadano. En un país en el que la herencia colonial y la precolombina carecen de espesor y vitalidad, y en el que nada que sea anterior al siglo XIX proyecta su sombra en el siglo XX, ello no se debe a que la campaña haya ofrecido inspiración a los nostálgicos de un pasado mítico que el proceso de cambio social erosionó de manera irremediable. Hijo de la expansión capitalista y principal impulsor de los progresos económicos de un país que durante mucho tiempo prefirió confiar en el futuro antes que conmemorar o revivir el pasado, el orden productivo forjado en las fértiles praderas pampeanas es casi tan moderno como la sociedad urbana que prosperó gracias a él. No obstante, la centralidad de lo rural en la discusión pública no se deriva, exclusivamente, de su condición de motor productivo de esta nación agroexportadora. También se explica porque, durante más de una centuria, las controversias sobre la naturaleza del orden económico y social imperante en el campo han servido para imaginar un país distinto y mejor y, a la vez, para figurar qué obstáculos impiden construirlo. El campo ha sido nuestro gran espejo, un territorio donde a lo largo de la historia una y otra vez proyectamos esperanzas y frustraciones. Y si hay un tópico en torno al cual ha girado el debate ciudadano sobre el campo es el referido al poderoso influjo de la gran propiedad, a sus características, su legado y su futuro o, para decirlo con el lenguaje de los actores e intérpretes de ese drama: el problema del latifundio.

Descripto muchas veces como una rémora del pasado, un obstáculo al progreso o un foco de desigualdades e injusticias, el latifundio pampeano constituyó el eje en torno al cual se articuló el gran debate argentino sobre el campo. A diferencia de otras cuestiones rurales, la problemática del latifundio no sólo afecta a los habitantes de la campaña o de esa región. El contraste con el tratamiento que recibieron otros temas agrarios lo pone de relieve. Así, por ejemplo, en más de una ocasión la opinión pública se conmovió frente a relatos que evocan las miserias del trabajo forzado en obrajes madereros o yerbatales del Chaco y Misiones, o que denuncian la explotación de los campesinos de las provincias andinas. Muchos argentinos también debatieron sobre los peligros asociados a la gran propiedad en manos extranjeras en regiones fronterizas o periféricas, como el Chaco y sobre todo la lejana Patagonia, y otros alzaron su voz para denunciar el duro trato recibido por las poblaciones indígenas de esas zonas. Por cierto, todas estas cuestiones nos recuerdan las fracturas y violencias que el país rural ha venido acumulando a lo largo del tiempo, y nos invitan a imaginar maneras originales de reparar viejos agravios y poner fin a injusticias que todavía laceran a nuestra comunidad. Sin embargo, aun cuando fueron capaces de generar extendidos sentimientos de empatía y solidaridad, ni la causa de los indígenas, ni la de los campesinos ni la de los trabajadores rurales han ocupado una posición tan relevante en la imaginación política y la agenda pública como el problema del latifundio pampeano. Y es que las grandes estancias que se extendían sobre las tierras más fértiles del país han sido vistas como un elemento decisivo de un sistema de poder que marcó a fuego no sólo a la campaña sino a toda la sociedad argentina. De allí que la concentración del suelo pampeano posea ese estatuto singular que por mucho tiempo la ubicó en el centro de la imaginación política nacional.

En efecto, todas las problemáticas recién evocadas sólo lograron concitar la atención de las élites dirigentes y de la opinión ciudadana en circunstancias muy específicas y, casi siempre, por breves períodos. Considerados asuntos de relevancia acotada a una región o a una coyuntura singular, la reflexión sobre la Argentina nunca pudo articularse desde esas atalayas. El respeto que merecen las historias de lucha de trabajadores rurales, indígenas y campesinos no debe hacernos olvidar que sus causas siempre ocuparon un papel marginal en el debate. El tema del latifundio pampeano, en cambio, pertenece a otra categoría y posee otra envergadura. La propiedad terrateniente nos habla de una problemática que trasciende al campo y que, además, ha mantenido su vigencia a lo largo de gran parte de la historia del país independiente. Emblema de un orden rural que ofende la sensibilidad democrática, símbolo de aquello que es preciso desterrar para forjar un país distinto y mejor, el latifundio fue denunciado una y otra vez no sólo como un tópico rural sino como un obstáculo para la construcción de una nación moderna e integrada. La historia del problema del latifundio nos habla del campo, pero también de las contradicciones y dilemas de la Argentina toda.

Teniendo en cuenta este cuadro, no sorprende que la concentración del suelo pampeano se haya convertido, desde muy temprano, en uno de los objetos de crítica preferidos de los descontentos con el orden existente. El vasto eco alcanzado por la denuncia de la gran propiedad que impuso su marca sobre las mejores tierras del país suele concebirse como uno de los triunfos ideológicos más significativos de nuestra izquierda. De hecho, desde las contribuciones al tema que dio la pluma de Juan B. Justo a comienzos del siglo XX, los actores ubicados en el margen izquierdo del arco político no sólo alzaron la voz contra el latifundio sino que se preciaron de haber colocado esta problemática en el centro de la discusión pública. En 1939, Nicolás Repetto, entonces principal figura del Partido Socialista, celebraba el hecho de que hasta expertos agrícolas de gran prestigio como Pedro Marotta y Hugo Miatello, que a su juicio no tenían simpatía alguna por las ideas “avanzadas” que profesaba la izquierda, habían hecho suyas las soluciones al problema de la tierra propuestas por Justo casi cuarenta años antes y desde entonces defendidas por sus herederos políticos.[1] Un cuarto de siglo más tarde, ya entrada la década de 1960, era el jefe comunista Victorio Codovilla quien afirmaba satisfecho que la prédica antilatifundista articulada y amplificada por su organización había “penetrado hasta tal punto en el pueblo, que casi todos los partidos políticos –excepto, desde luego, los conservadores– han introducido en sus plataformas electorales un punto concerniente a la reforma agraria”.[2] Si se toma en cuenta la amplitud de este humor antilatifundista, y la insistencia con que la izquierda se atribuía su paternidad, no extraña que muchos analistas coincidieran con este diagnóstico. De hecho, en un ensayo publicado en 1987, Hilda Sabato constataba que los argumentos asociados con el pensamiento de la izquierda referidos a “la excesiva concentración de la tierra y el rol retardatario de los terratenientes pampeanos en la historia del país hoy prácticamente son sentido común de una franja muy amplia de los argentinos”.[3]

La contribución de esta franja del universo político-ideológico a la definición del problema del campo es indudable, y este trabajo dedicará varias páginas a ponerla de relieve. Los estudios realizados en el seno de la izquierda académica y política ayudaron a precisar la magnitud de la concentración del suelo pampeano y ofrecieron valiosas hipótesis sobre su naturaleza y consecuencias. Y, por supuesto, también cumplieron una importante tarea a la hora de popularizar la denuncia de la gran propiedad. Sin embargo, al colocar las ideas de los abanderados de la causa de la democracia social en el panorama más amplio de la discusión sobre el campo, se hace visible todo lo que la izquierda –tanto la que se proclamó reformista como la que se dijo revolucionaria– compartió con otras corrientes de mayor gravitación en nuestra vida cívica. Este punto resulta crucial para entender cómo fue la historia de ese debate. Pues la impugnación del latifundio, más que un tópico propio de un segmento particular de la opinión, constituye un fenómeno ubicuo, de raíces antiguas y profundas en la cultura política nacional.

El universo de los enemigos de la gran propiedad fue más vasto de lo que nuestra imaginación histórica gusta reconocer. En un ensayo escrito en 1940, Alejandro Bunge se refería al latifundio como una “vieja preocupación”, para entonces muy arraigada en la cultura nacional.[4] No se equivocaba. Eduardo Míguez ha recordado hace poco que el tema ya ocupaba la atención de los grupos dirigentes del siglo XIX. Enemigos de la concentración del suelo en pocas manos y del arcaísmo productivo habitualmente asociado a ella, nuestros liberales aspiraron a torcer las fuerzas del mercado con el fin de incidir sobre el patrón de desarrollo agrario.[5] Pero figuras como Bernardino Rivadavia y Domingo F. Sarmiento –por mucho tiempo muy celebrados por la izquierda– no fueron los únicos que se propusieron favorecer la pequeña explotación familiar. “La insatisfacción ante un régimen de tenencia de la tierra dominado por la gran propiedad y la gran explotación es uno de los motivos más tradicionales en el legado ideológico sobre el cual construyó el conservadurismo argentino su credo político”, observó Tulio Halperin Donghi hace más de tres décadas.[6] Aun cuando la sesgada memoria de Codovilla no era capaz de admitirlo, ni siquiera los compañeros de ruta y los herederos políticos de Julio A. Roca y Roque Sáenz Peña se excluyeron del consenso antilatifundista.

La idea de que, dominado por grandes propiedades poco capitalizadas y atrasadas tecnológicamente, el campo estaba muy lejos de su verdadero potencial productivo también fue una creencia extendida entre los estancieros modernizadores que fundaron la Sociedad Rural Argentina.[7] Aun cuando protegieron los derechos de propiedad de los capitalistas agrarios, en su momento también estos jefes ruralistas creyeron necesario reformar el latifundio. No en vano Sarmiento, uno de los mayores enemigos del latifundio en la era liberal, se sintió cómodo en su compañía. Y a esto hay que agregar que los representantes del interés terrateniente concibieron la empresa familiar de manera positiva. Así, por ejemplo, en los años de entreguerras la Sociedad Rural afirmó de manera recurrente que “el agricultor debe ser propietario”.[8] Todo ello explica por qué, en un libro que recoge la experiencia de su visita a la Argentina en 1942-1943, el sociólogo rural Carl Taylor se muestra sorprendido por la amplitud de esta creencia. Este distinguido investigador estadounidense señala:

No hay quizás sociedad en el mundo cuyos integrantes aprecien tanto la propiedad de la tierra como la Argentina, y no hay convicción más extendida entre los argentinos que la idea de que una distribución más amplia de la propiedad de la tierra contribuiría al desarrollo de un orden social mejor y más democrático. Esta convicción es compartida por muchos propietarios de grandes extensiones así como por los más de 200.000 arrendatarios, grandes y chicos. Independientemente de su conocimiento sobre la vida rural, la mayor parte de los habitantes de las ciudades comparte esta creencia.[9]

Estos argumentos nos invitan a tener presente que las distintas ramas de la familia socialista y comunista no estuvieron solas en la impugnación a la concentración del suelo. Si sus diatribas nunca les permitieron liderar la protesta contra el orden rural ha sido, entre otras cosas, porque este sector de la opinión no fue el único enemigo del latifundio, y tampoco su único intérprete.

A diferencia de lo sucedido en Gran Bretaña o Alemania, Rusia o el sur de los Estados Unidos, Brasil o Chile, en nuestro país el latifundio nunca gozó de verdadera legitimidad histórica. Quizá porque en el período colonial el país no tuvo una clase propietaria rural que fuese a la vez una clase dominante, o porque careció de un campesinado sometido al poder terrateniente, la gran propiedad nunca fue concebida como parte del orden natural de las cosas. Su justificación siempre fue contextual, nunca sustantiva: en su momento fue defendida como el instrumento más adecuado para expandir la frontera, para doblegar el desierto y someter a sus moradores más recalcitrantes, para poner en producción áreas inexplotadas, o para volcar capitales en la actividad rural. Pero conforme estos objetivos se alcanzaban, la gran estancia debía ceder su lugar a una estructura de propiedad y un régimen de explotación dominado por la empresa familiar. La pequeña propiedad fue el horizonte ideal que la sociedad argentina hizo suyo, y por mucho tiempo ninguna corriente de opinión de cierta gravitación creyó necesario o posible desafiar.

De allí que, al contemplar el debate sobre el campo con la perspectiva del historiador, se observa que las disputas entre los principales actores del escenario político e ideológico, pese a todo lo intensas y dramáticas que pudieron parecerles a sus protagonistas, y pese a que con mucha frecuencia se inscribieron en luchas políticas más amplias y más ásperas, tendieron a recortarse sobre un fondo de coincidencias. El punto central de este acuerdo era una visión crítica de la gran propiedad y una marcada preferencia por la empresa familiar como base sobre la cual erigir el orden social y productivo en la campaña. La creación de un campo de agricultores propietarios fue hasta tiempos muy recientes nuestra única utopía agraria, acariciada y promovida tanto desde la derecha como desde la izquierda. No sólo Sarmiento y Justo la hicieron suya. También el conservador Manuel Fresco y Juan Domingo Perón, e incluso monseñor Gustavo Franceschi además del ya mencionado Codovilla, proclamaron el deseo de un campo poblado por familias de agricultores que labraran su propia tierra. Tan amplio fue este consenso que ni siquiera las expresiones más agresivas de la derecha se privaron de alzar su voz contra la gran propiedad. Así, por ejemplo, los guerrilleros de la pluma nucleados en el filonazi y antisemita Crisol hicieron suyo el argumento de que “en la raíz misma de nuestra organización económica […] nos encontramos con que el latifundio domina omnímodo”. También para Enrique Osés y sus camaradas de causa en la extrema derecha nacionalista, la expansión de la propiedad familiar era la única solución de fondo al “problema de la tierra mal distribuida”.[10]

Ya a fines del siglo XVIII, el ideal de un campo poblado por agricultores propietarios fue el norte que inspiró la denuncia del latifundio a lo largo de nuestra historia. Una y otra vez, el poder seductor de este programa opacó otros proyectos quizá incluso más próximos a la ilusión de un orden rural igualitario. Utopías como las asociadas al nombre de Henry George o al de Karl Marx –la estatización del suelo y su cesión en contratos vitalicios o de muy largo plazo a agricultores arrendatarios, o la propiedad social y la producción cooperativa– siempre fueron la apuesta perdedora de pequeñas minorías militantes.

Por cierto, el hecho de que la Argentina tuviese una sola gran utopía agraria no equivale a sostener que la unidad de perspectivas fue la marca distintiva en el análisis del problema del campo. Un heterogéneo conjunto de voces provenientes de la izquierda, el centro y la derecha dio testimonio de los distintos estilos de abordaje y puntos de vista que, como en muchos otros temas de relevancia pública, nutrieron el choque de ideas e intereses.[11] Este ensayo sugiere, sin embargo, que la diversidad de inspiraciones político-ideológicas no constituye ni la expresión más elocuente ni la más relevante de la pluralidad de enfoques que caracteriza la discusión sobre los dilemas de nuestro campo. Sostiene, en cambio, que las novedades más significativas en el modo de imaginar nuestro gran problema agrario –tanto por su relevancia conceptual como por su peso en la discusión entre los expertos y sus ecos en la opinión ciudadana– se observan al explorar cómo la manera de concebir a la gran propiedad se transformó a lo largo del tiempo.

En efecto, los argumentos esgrimidos para denostar la concentración del suelo sufrieron sus principales mutaciones, más que al calor de las alternativas del debate político-ideológico, como producto del cambio en el contexto más amplio en que esa disputa se inscribió. Nuestra visión sobre el problema fue mutando al compás de las grandes transformaciones en el universo de ideas y de temas que encuadraron la querella ciudadana. De allí que para comprender los hitos verdaderamente decisivos de la reflexión sobre el campo importa menos la filiación político-ideológica de los actores de este debate que el tipo de cuestiones que conforman lo que podemos llamar, utilizando una expresión hoy tenida por sospechosa y caída en desuso, el espíritu de una época.

En un país como la Argentina, no debiera sorprender que un determinado Zeitgeist permee las zonas más densamente pobladas del arco político-ideológico y tenga una considerable influencia sobre el modo de conceptualizar los problemas que se discuten en la esfera pública. Pues aunque nuestras disputas ciudadanas suelen poseer un carácter intenso y por momentos polarizado y agonal, que en ocasiones tiene un fuerte (y, sobre todo en el último medio siglo, muy negativo) impacto sobre la solidez de las instituciones, la controversia política también se caracteriza por el predominio de visiones del orden social deseable de impronta reformista y moderada. El estudio de cómo los argentinos pensamos el campo nos permitirá apreciar que, por debajo de esa siempre agitada superficie de enfrentamiento y conflicto, por detrás del ruido y la furia de la lucha política, yace un espacio más consensual y más apacible, inspirado por ideas similares y marcado por importantes coincidencias.

En síntesis, este ensayo se propone explorar la trayectoria de las ideas sobre el campo a la luz de la perspectiva delineada en los párrafos precedentes. Su principal foco de atención son los discursos de figuras públicas: intelectuales y políticos, agrónomos, economistas y expertos en temas rurales (el registro literario y poético, en cambio, cae fuera del alcance de este ensayo). A través del estudio de las maneras en que este tipo de figuras pensaron el problema agrario, intenta reconstruir los climas de ideas sobre el campo a lo largo de nuestra trayectoria histórica. Se argumenta que, más que un objeto cristalizado y de sentido unívoco, la manera de imaginar el campo y sus problemas –y entre ellos en primer lugar el de la gran propiedad– fue transformándose al calor de las grandes mutaciones de la querella ciudadana, que fijaron las principales estaciones de este debate. En mayor o menor medida, se sostiene, todos los actores de la vida pública se vieron obligados a encuadrar sus visiones dentro de esos parámetros. Al estudiarlo en esta clave, el tema del campo se nos ofrece no sólo como un punto de observación de la disputa político-ideológica sino también como un objeto que invita a reflexionar sobre la naturaleza de las ideas políticas argentinas y de los dilemas que han concitado la atención de los principales actores de nuestra vida cívica.

¿Cuáles fueron los hitos que encuadraron esta reflexión? Luego de precisar en qué circunstancias históricas la concentración del suelo comenzó a ser concebida como un tema digno de atención, este ensayo explora los tres momentos que signaron el debate sobre la propiedad terrateniente. En primer lugar, se refiere a una etapa inicial en la que, mientras la economía exportadora desplegaba toda su fuerza expansiva, el latifundio fue pensado, de modo predominante, como un asunto de naturaleza eminentemente política. Esta manera de reflexionar sobre el problema agrario dominó la discusión en el período de construcción de las instituciones de la república liberal, es decir, en la segunda mitad del siglo XIX. Lo que interesaba a los hombres de ese tiempo eran, sobre todo, las consecuencias de la concentración de la propiedad sobre la vida política. Entonces, ese campo dominado por grandes latifundios fue denunciado, principalmente, como el enemigo de una sociedad de ciudadanos libres.

A continuación, el ensayo gira la atención hacia una segunda estación de las controversias sobre el presente y el futuro del campo. En los estudios elaborados en las cuatro décadas que corren entre el Centenario y la llegada de Perón al poder, las preocupaciones en torno a la relación entre concentración del suelo y orden político perdieron relevancia. Fueron desalojadas del centro del escenario por nuevas visiones para las que esas estancias que se extendían sobre miles de hectáreas representaban ante todo un escollo para la construcción de una sociedad más moderna e integrada y, por sobre todas las cosas, más igualitaria. En esos años, la cuestión que mayor interés concitó no fue la incidencia del latifundio sobre la economía o la política sino sobre la sociedad. Y ello al punto de que la gran propiedad rural se convirtió en el ejemplo más acabado de las iniquidades del orden social argentino.

Nacida tras la huelga agraria de Alcorta de 1912, esta encarnación del problema del campo alcanzó su cénit entre la Gran Depresión y el primer gobierno de Perón. En esos años en que el patrón de crecimiento exportador tuvo rendimientos decrecientes, las demandas de justicia social dominaron la discusión sobre el campo, y empujaron la reforma más lejos que en cualquier momento del pasado. Desde entonces, sin embargo, el énfasis en el vínculo entre latifundio e injusticia social perdió atractivo intelectual y relevancia política, y, en el curso de la década de 1950, un nuevo desplazamiento semántico hizo que el campo pasara a ser interpelado a partir de inquietudes nacidas al calor de los desafíos que enfrentaba una Argentina animada por el sueño del desarrollo manufacturero. De allí que, en la era signada por la industrialización por sustitución de importaciones cuyo momento dorado se prolongó hasta comienzos de la década de 1970, el latifundio fuese conceptualizado ante todo como un tema económico y, en particular, como un obstáculo a la diversificación de la economía y una traba al avance industrial. La preocupación por la incidencia política de la gran propiedad o la contribución del latifundio a la forja de una sociedad desigual sólo mantuvieron un lugar prioritario en la agenda de sectores sin verdadero peso en el debate público. En esa sociedad que le había dado la espalda a la idea de que el campo era parte del futuro, y cuyo destino se jugaba por entero en la ciudad, aquello que mantuvo viva la preocupación por los problemas del campo fue su dimensión económica.

Primero la política, más tarde la sociedad, luego la economía: estos fueron los tres dominios que encuadraron la discusión ciudadana sobre el presente y el futuro de la sociedad nacida en las vastas planicies pampeanas. Por supuesto, no todas las contribuciones al debate agrario se definieron a partir de estos parámetros ni se recortaron sobre estos moldes. Por otra parte, las fronteras entre estas tres esferas, así como las conexiones y relaciones entre ellas, fueron definidas y conceptualizadas de maneras muy distintas en diversos abordajes. Pero el énfasis en alguno de estos tres planos –enfocados respectivamente en el latifundio como un tema de naturaleza política, social o económica– definió, a lo largo del tiempo, las intervenciones más relevantes. Y si ello fue así, sugiere este libro, es porque el debate sobre el campo se colocaba en sintonía con preocupaciones más generales de la vida pública: primero la construcción del orden político, luego la lucha por la justicia social, más tarde la ilusión del desarrollo económico.

Antes de comenzar a explorar estas cuestiones, conviene detenerse un instante con el fin de introducir un interrogante que un trabajo de esta naturaleza no puede ignorar. Se ha indicado ya que, por debajo del ruido y la furia del combate político y la disputa de intereses, la discusión sobre el campo pone de relieve un conjunto de coincidencias fundadas sobre la premisa de que la gran propiedad carecía de legitimidad histórica y que, más temprano o más tarde, debía ceder su lugar a la empresa agraria de base familiar. ¿Por qué, entonces, este amplio consenso antilatifundista no se tradujo en propuestas de reforma capaces de alterar de manera sustantiva y perdurable el régimen de tenencia del suelo?

No debería sorprender que los terratenientes más poderosos emplearan todos sus recursos para frenar el avance de un programa de esta naturaleza. La política de los intereses desempeñó un papel innegable y fundamental en la definición del perfil social y productivo del campo. Pero la clave de la ausencia de un asalto frontal a la empresa agraria de gran escala no radica en la capacidad de resistencia de los grupos más privilegiados. Es preciso tomar distancia de las miradas que piensan la historia nacional a la luz de las representaciones que los actores políticos se forjan sobre ellos mismos y sobre los motivos de sus acciones –que suele llevar a concebirla ante todo como una lucha entre el bien y el mal, la verdad y el error– y analizar las disputas en torno al conflicto de la tierra situándolas en su contexto, atendiendo a un conjunto más amplio y preciso de determinaciones.

En este sentido, un primer elemento a considerar es que la moderación de las iniciativas antilatifundistas estuvo en sintonía con rasgos de la imaginación política nacional ya señalados, entre los que se destaca el imperio de visiones a la vez reformistas y moderadas tanto del orden social deseable como del modo de alcanzarlo. Como veremos, esta forma de abordar el problema signó la actitud ante el latifundio no sólo entre las fuerzas dominantes de nuestra escena cívica sino también en la izquierda.

Ideas y tradiciones políticas, sin embargo, no dan cuenta sino de modo muy parcial de la timidez de las iniciativas de reforma del orden rural. La modestia de los esfuerzos orientados a combatir la gran propiedad, además de estar asociada a la primacía de una manera moderada y reformista de concebir a la sociedad, debe ser relacionada con un conjunto de factores cuya gravitación fue cambiando con el transcurso de las décadas. El más relevante de ellos es que, contra lo que sugieren las posiciones que enfatizan la rigidez de la estructura agraria y sus limitadas potencialidades productivas, el patrón de crecimiento centrado en las exportaciones rurales no sólo tuvo un notable dinamismo económico sino que, a lo largo de extensos períodos, también exhibió una considerable capacidad inclusiva.

Aunque distribuyó sus frutos de manera muy desigual, el desarrollo agrario pampeano no fue un proyecto para pocos. Por más de un siglo, la explotación de esta vasta pradera hizo de la Argentina el país más exitoso de América Latina no sólo en materia económica sino también social. La gran estancia fue parte central de un entramado productivo dinámico y complejo, cuya expansión trajo importantes mejoras para vastos sectores de la población rural y urbana y que, por largas décadas, generó más acuerdos que conflictos. La historia de este patrón de crecimiento no fue una saga de ascenso lineal. Hubo momentos de estancamiento e incluso de crisis y retroceso, que pusieron sobre el tapete las injusticias del mundo rural y crearon un clima favorable a su reforma. Pero aun en las etapas menos positivas de la trayectoria de la economía exportadora, las empresas de mayor escala tuvieron un considerable poder para empujar la rueda del crecimiento, e incluso llegaron a ofrecer beneficios a sectores que se proclamaban hostiles a la gran propiedad.

En esta línea de razonamiento, otro aspecto a tener en cuenta es que los principales impugnadores de las desigualdades del campo siempre tendieron a exagerar el grado de concentración del suelo, y a negar la importancia de las explotaciones agrícolas de menor tamaño con las que, en líneas generales, las empresas de gran escala tenían más puntos de colaboración que de conflicto. Rara vez reconocieron que el campo pampeano no fue una sociedad de latifundios sino con grandes propiedades. Este tipo de empresa sin duda existió, y su importancia es indudable, pero siempre formó parte de un panorama más complejo. Y los demás actores de ese cuadro deben ser integrados en toda explicación del funcionamiento y la trayectoria del agro pampeano y del problema de la tierra.

Estos dos factores –el dinamismo del orden productivo rural, el peso acotado que en su seno tenía la gran propiedad– hicieron, si no menos visible, al menos más tolerable la presencia de esas enormes estancias que fueron un elemento singular y distintivo de nuestro campo. Más eficientes de lo que muchas veces se sugiere, la presencia de la gran empresa no signó por entero la organización social y productiva rural. Quienes restan significación a estos fenómenos y afirman, en cambio, que la supervivencia del latifundio es el producto de la gravitación económica de la gran propiedad (pues se trataría del único sector capaz de proveer las divisas que demanda la economía nacional) o del poder de los señores de la pampa (esa todopoderosa oligarquía a la que se supone dueña de nuestro destino) ofrecen una respuesta pobre e ideologizada –y por ello inapropiada– a los interrogantes que este libro intenta responder.

Por último, una explicación satisfactoria de la suerte de la gran propiedad pampeana también debe integrar otros elementos de considerable influjo en la vida política nacional: los costos económicos y fiscales de una reforma, la alta tasa de urbanización, el peso de los actores y las estructuras de poder arraigados en las grandes urbes y, por supuesto, el horizonte de ideas a partir del cual los grupos dirigentes definieron los caminos más apropiados para promover el crecimiento económico e impulsar el progreso político y social de la nación. Todos estos factores resultan cruciales para entender cómo se desplegaron las visiones sobre el campo, cuál fue la suerte de las iniciativas políticas dirigidas a reformar la gran propiedad y, finalmente, qué sobrevive del latifundio y del problema del latifundio pampeano en nuestras visiones sobre qué debería ser el campo en el siglo XXI.

[1] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación, t. II, 1939, p. 304.

[2] Victorio Codovilla, “La liberación nacional y social y el programa del partido”, en Trabajos escogidos, t. I, Buenos Aires, Anteo, 1972, p. 140.

[3] Hilda Sabato, “La cuestión agraria pampeana. Un debate inconcluso”, Desarrollo Económico, 27(106), 1987, p. 293.

[4] Alejandro Bunge, “El problema social de la tierra”, en Una nueva Argentina, Buenos Aires, Hyspamérica, 1984 (1ª ed., 1940), p. 353.

[5] Eduardo José Míguez, “Del feudalismo al capitalismo tardío. El fin de la historia… agraria”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, 46, 2017, pp. 186-187.

[6] Tulio Halperin Donghi, “Canción de otoño en primavera. Previsiones sobre la crisis de la agricultura cerealera argentina (1894-1930)”, en El espejo de la historia. Problemas argentinos y perspectivas sudamericanas, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017, p. 251.

[7] Tulio Halperin Donghi, Vida y muerte de la República verdadera (1910-1930), Buenos Aires, Emecé, 2000, pp. 128, 134. Véase también, del mismo autor, José Hernández y sus mundos, Buenos Aires, Sudamericana, 1985.

[8] Anales de la Sociedad Rural Argentina, vol. 54, 1920, p. 54.

[9] Carl Taylor, Rural Life in Argentina, Baton Rouge, Louisiana State University Press, 1948, p. 174.

[10] Enrique Osés, “La redistribución de la tierra argentina”, Crisol, 23/9/1936, p. 1.

[11] Para una introducción a la literatura sobre los problemas agrarios, véase Osvaldo Barsky, Marcelo Posada y Andrés Barsky, El pensamiento agrario argentino, Buenos Aires, CEAL, 1992.