Título original: HEX

A novel by Thomas Olde Heuvelt

Translated into Spanish by Ana Isabel Sánchez Díez from

the English translation by Nancy Forest-Flier

Copyright © 2016 Thomas Olde Heuvelt, by arrangement with

The Cooke Agency International, International Editors’ Co and

Uitgeverij Luitingh-Sijthoff Amsterdam, The Netherlands.

Originally published in Dutch by Uitgeverij Luitingh-Sijthoff

Amsterdam, The Netherlands, and translated into English

by Nancy Forest-Flier.

© de la traducción: Ana Isabel Sánchez Díez, 2020

© de la presente edición: Nocturna Ediciones, S.L.

c/ Corazón de María, 39, 8.o C, esc. dcha. 28002 Madrid

info@nocturnaediciones.com

www.nocturnaediciones.com

La editorial agradece el apoyo de la Dutch Foundation for Literature

logoN

Primera edición en Nocturna: febrero de 2020

Edición Digital: Elena Sanz Matilla

ISBN: 978-84-17834-70-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

A Jacques Post,

mi chamán literario

UNO

Steve Grant dobló la esquina del aparcamiento situado detrás del Market & Deli de Black Spring justo a tiempo de ver que un antiguo organillo holandés arrollaba a Katherine van Wyler. Durante un instante pensó que se trataba de una ilusión óptica, ya que en lugar de salir despedida contra la calzada, la mujer se desvaneció entre la madera ornamentada, las alas plumosas de ángel y los tubos de color cromo del órgano. Era Marty Keller quien tiraba del organillo por el gancho del remolque y quien, siguiendo las instrucciones de Lucy Everett, lo detuvo. Pese a que cuando Katherine recibió el impacto no se oyó ningún golpe ni se vio ningún reguero de sangre, la gente empezó a acercarse desde todas partes con la urgencia que los vecinos del pueblo demuestran siempre que se produce un accidente. Aun así, nadie soltó sus bolsas de la compra para ayudarla… porque, si había algo que los habitantes de Black Spring valoraban más que la urgencia, era un cauteloso empeño en no inmiscuirse nunca demasiado en los asuntos de Katherine.

—¡No te acerques tanto! —gritó Marty, y tendió una mano hacia una niñita que había ido aproximándose con pasos titubeantes, atraída no por el extraño accidente, sino por la magnificencia de aquella máquina colosal.

Steve se dio cuenta enseguida de que aquello no había sido un accidente ni por asomo. En la sombra que se proyectaba bajo el organillo atisbó dos pies mugrientos y el dobladillo manchado de barro del vestido de Katherine. Sonrió con indulgencia: o sea que sí había sido una ilusión. Dos segundos más tarde, los compases de la Marcha Radetzky comenzaron a retumbar a lo largo y ancho del aparcamiento.

Redujo la velocidad, cansado pero bastante satisfecho consigo mismo ahora que ya casi había alcanzado el final de su gran circuito: veinticinco kilómetros en torno al perímetro del Parque Estatal de Bear Mountain hasta Fort Montgomery y después a lo largo del Hudson hasta la Academia Militar de West Point —a la que la gente de la zona se refería como The Point—, desde donde viraba hacia casa. De regreso al bosque, a las montañas. Correr le hacía sentirse bien, y no sólo porque fuera la forma ideal de liberar de su cuerpo la tensión que había acumulado tras una larga jornada impartiendo clases en la Facultad de Medicina de Nueva York, en Valhalla. Lo que lo ponía de tan excelente humor era sobre todo la deliciosa brisa otoñal que soplaba fuera de Black Spring, que revoloteaba en sus pulmones y arrastraba el olor de su sudor hacia regiones más occidentales. Era todo psicológico, desde luego. El aire de Black Spring no tenía nada de malo…, al menos nada que pudiera verificarse con un análisis.

La música había tentado al cocinero de Ruby’s Ribs para que saliera de detrás de su parrilla. Tras sumarse al resto de los espectadores, observó el organillo con suspicacia. Steve los rodeó caminando mientras se enjugaba la frente con un brazo. Cuando vio que el precioso lateral lacado del organillo era en realidad una puerta batiente, que además estaba entreabierta, ya no pudo contener una sonrisa. El organillo estaba totalmente hueco por dentro, hasta el eje. Katherine permaneció inmóvil, de pie en la oscuridad, cuando Lucy cerró la puerta y la ocultó a la vista de todos los presentes. Ahora el organillo volvía a ser un organillo. Y caray, con qué ganas sonaba.

—¿Qué? —preguntó todavía jadeante y con las manos apoyadas en las caderas—. ¿Mulder y Scully han vuelto a rellenar las arcas?

Marty se acercó a él y esbozó una gran sonrisa.

—¡Y que lo digas! ¿Sabes cuánto cuesta una gilipollez de estas? Y créeme, están de lo más rácano. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al organillo—. Es falso. Una réplica del órgano del Museo de Antigüedades Holandesas de Peekskill. Está bien hecha, ¿no? Debajo no hay más que un remolque normal y corriente.

Steve se quedó impresionado. Ahora que ya la tenía más cerca, se fijó en que, en efecto, la fachada no era más que un revoltijo de figuras de porcelana insulsas y de fruslerías pegadas con descuido…, aparte de mal pintadas. Los tubos del órgano ni siquiera eran de cromo de verdad, sino de PVC lacado en oro. Hasta la Marcha Radetzky resultaba monótona: un espejismo sin el encantador suspiro de las válvulas ni el golpeteo de los discos de cartón perforado que se esperaría de un instrumento de antaño.

Marty le leyó la mente y le dijo:

—Un iPod con un altavoz enorme. Si te equivocas de lista de reproducción, suena heavy metal.

—Yo diría que ha sido idea de Grim —comentó Steve entre risas.

—Ajá.

—Pero ¿el asunto no iba de desviar la atención de ella?

Marty se encogió de hombros.

—Ya conoces el estilo del jefe.

—Es para los acontecimientos públicos —intervino Lucy—. Para la feria o durante el festival, por si hay muchos forasteros.

—Pues buena suerte. —Steve sonrió y se preparó para seguir su camino—. A lo mejor hasta recaudáis algo de pasta, ya que os ponéis.

Se tomó el último kilómetro y medio con calma, ya en dirección a su casa de Deep Hollow Road. En cuanto la escena quedó fuera del alcance de su oído, dejó de pensar en la mujer sumida en la oscuridad, en la mujer de las entrañas del organillo, aunque la Marcha Radetzky continuó sonando en su cabeza al compás de sus pisadas.

Tras darse una ducha, Steve bajó las escaleras y se encontró a Jocelyn sentada a la mesa del comedor. Ella cerró el portátil. Con los labios curvados en la sutil sonrisa de la que él se había enamorado hacía veintitrés años, y que seguramente Jocelyn conservaría hasta el día de su muerte a pesar de las arrugas y las bolsas que iba acumulando bajo los ojos (ojeras de cuarentona, las llamaba ella), le dijo:

—Bueno, ya no hay más tiempo para los novios. Ahora le toca a mi marido.

Steve sonrió.

—¿Cómo decías que se llamaba? ¿Rafael?

—Sí. Y Roger. He dejado a Novak. —Se levantó y le rodeó la cintura con los brazos—. ¿Cómo te ha ido el día?

—Estoy agotado. Cinco horas de clase seguidas con un único descanso de veinte minutos. Voy a pedirle a Ulmann que me cambie el horario, o que instale una batería detrás del atril.

—Eres patético —dijo ella, y a continuación lo besó en la boca—. Debo avisarte de que tenemos una mirona, señor Currante.

Steve se apartó y enarcó las cejas.

—La abuelita —añadió Jocelyn.

—¿La abuelita?

Jocelyn lo atrajo hacia sí, se dio la vuelta y señaló hacia atrás con la cabeza. Steve siguió la dirección de su gesto a través de las puertas francesas abiertas de par en par que daban a la sala de estar. En efecto, de pie en el extraño rincón que quedaba entre el sofá y la chimenea, justo al lado del equipo de música —Jocelyn siempre llamaba a ese hueco su Limbo, porque no tenía ni idea de qué hacer con él—, había una mujer diminuta, encogida, flaca como un alfiler e inmóvil por completo. Su apariencia era la de algo que no casaba con la luz clara y dorada del atardecer: oscura, sucia, nocturna. Jocelyn le había puesto un paño de cocina viejo en la cabeza para que no se le viera la cara.

—La abuelita —repitió Steve en tono meditabundo.

Y a continuación rompió a reír. No pudo evitarlo: con aquel trapo encima ofrecía un espectáculo chocante, ridículo.

Jocelyn se sonrojó.

—Ya sabes que me pone los pelos de punta cuando nos mira así. Sé que es ciega, pero a veces me da la sensación de que eso da igual.

—¿Cuánto rato lleva ahí? Porque acabo de verla en el pueblo.

—Menos de veinte minutos. Apareció justo antes de que llegaras a casa.

—Qué raro. Estaba en el aparcamiento del Market & Deli. Le habían echado encima uno de sus nuevos juguetes, ¡un puñetero organillo! Supongo que la música no le ha gustado mucho.

Jocelyn sonrió y frunció los labios.

—Bueno, pues espero que le guste Johnny Cash, porque era el CD que había puesto en el reproductor y con pasar una vez por delante de ella para darle al botón ya he tenido suficiente, gracias.

—Sí, señora, bien jugado.

Steve enterró los dedos en el pelo de Jocelyn, a la altura de la nuca, y volvió a besarla.

La puerta mosquitera se abrió de golpe y Tyler entró cargado con una gran bolsa de plástico que olía a comida china para llevar.

—¡Eh! Nada de ñaca-ñaca, ¿vale? —dijo—. Soy menor de edad hasta el 15 de marzo, así que hasta ese momento mi delicado espíritu no soportaría ser corrompido. Y menos aún por mi propio acervo génico.

Steve le guiñó un ojo a Jocelyn y dijo:

—¿Eso también va por Laurie y por ti?

—A mí me toca experimentar —contestó Tyler mientras dejaba la bolsa en la mesa y se retorcía para quitarse la chaqueta—. Es lo que me corresponde por edad. Lo dice la Wikipedia.

—¿Y qué dice la Wikipedia que deberíamos hacer nosotros a nuestra edad?

—Trabajar…, cocinar…, subir pagas.

Jocelyn abrió los ojos como platos y se echó a reír. Fletcher se había colado por la puerta mosquitera detrás de Tyler y correteaba alrededor de la mesa del comedor con las orejas tiesas.

—Por Dios, Tyler, agárralo… —dijo Steve en cuanto oyó gruñir al border collie, pero ya era demasiado tarde: Fletcher había descubierto a la mujer del Limbo de Jocelyn.

El perro estalló en ladridos ensordecedores que se transformaron en un llanto tan estridente y agudo que los tres dieron un respingo. El animal cruzó el comedor como una exhalación, pero resbaló sobre las baldosas oscuras. Tyler consiguió agarrarlo a duras penas por el collar. Ladrando como un loco y arañando el aire con las patas delanteras, Fletcher se detuvo a la altura de las puertas francesas.

—¡Fletcher, abajo! —gritó Tyler, que le dio un tirón brusco a la correa.

El perro dejó de ladrar, pero, meneando la cola con nerviosismo, comenzó a emitir un gruñido profundo y muy gutural en dirección a la mujer del Limbo de Jocelyn…, que no había movido ni un solo músculo.

—Madre mía, chicos, ¿no podríais haberme dicho que estaba aquí?

—Lo siento —se disculpó Steve antes de quitarle la correa de entre las manos a Tyler—. No hemos visto entrar a Fletcher.

Una expresión burlona invadió el rostro de su hijo.

—Le sienta bien ese trapo.

El muchacho tiró su chaqueta sobre una silla y, sin decir una sola palabra más, fue corriendo al piso de arriba. No iba a hacer los deberes, dio por sentado Steve, porque en lo tocante a los deberes Tyler nunca tenía prisa. Las únicas cosas que le hacían apresurarse eran la chica con la que estaba saliendo (una monada de Newburgh que, por desgracia, no podía visitarlo muy a menudo debido al Decreto de Emergencia) o el videoblog de su canal de YouTube, en el que seguro que estaba trabajando cuando su madre lo había mandado a por comida al Emperor’s Choice. El miércoles era el día libre de Jocelyn, así que prefería no complicarse la vida a pesar de que todos los platos para llevar del restaurante chino sabían prácticamente igual.

Steve se llevó al jardín de atrás a un Fletcher que no dejaba de gruñir y lo encerró en su corral, donde el perro se puso a saltar contra la tela metálica y a caminar de un lado a otro con impaciencia.

—Para ya —le espetó Steve, tal vez con mayor dureza de la que requería la situación.

Pero es que Fletcher lo estaba sacando de sus casillas, y sabía que el animal tardaría al menos media hora más en calmarse. Hacía bastante que la abuelita no se pasaba a visitarlos, pero daba igual la frecuencia con la que se presentara: Fletcher no se acostumbraba a ella jamás.

Volvió dentro y pusieron la mesa. Steve estaba abriendo recipientes de cartón que contenían chow mein de pollo y tofu general Tso cuando la puerta de la cocina volvió a abrirse de golpe. Lo primero en entrar fueron las botas de montar de Matt, rodando por el suelo, mientras el perro seguía ladrando sin cesar.

—¡Ostras, Fletcher! —oyó vociferar a su hijo pequeño—. ¿Qué narices te pasa?

Matt irrumpió en el comedor con el casco ladeado y los pantalones de montar hechos un rebujo en los brazos.

—Uy, ñam. Comida china. —Abrazó a sus padres al pasar y dijo—: ¡Bajo enseguida!

E, igual que Tyler, subió corriendo las escaleras.

Steve consideraba que, en torno a aquella hora, el comedor era el epicentro de los Grant, el lugar donde la apasionante vida de cada uno de los miembros individuales de la familia se solapaba con la de los demás —como si de una placa tectónica se tratase— y por fin se detenía. No era sólo que cumplieran con la tradición de cenar juntos siempre que podían, también tenía algo que ver con la habitación en sí: un lugar de confianza en la casa, enmarcado con traviesas y con una vista millonaria del establo y del recinto de los caballos, situados al fondo del jardín, con la vegetación abruptamente espesa de Philosopher’s Deep justo detrás.

Estaba sirviendo los fideos con sésamo cuando Tyler entró en el comedor sujetando en las manos la cámara deportiva GoPro que le habían regalado por su decimoséptimo cumpleaños. Tenía la luz de rec encendida.

—Apaga esa cosa —ordenó Steve con firmeza—. Ya sabes cuáles son las normas cuando la abuelita está en casa.

—No voy a grabarla a ella —dijo Tyler, que acercó una silla al otro extremo de la mesa—. Mira, desde aquí ni siquiera puedo incluirla en el plano. Y ya sabes que casi nunca camina cuando está bajo techo. —Le dedicó una sonrisa inocente a su padre y adoptó su típica voz de YouTube (musicalidad 1.2, flair 2.0)—: Y ahora ha llegado el momento de hacerte una pregunta para mi très important trabajo de estadística, oh, Noble Progenitor.

—¡Tyler! —gritó Jocelyn.

—Lo siento, oh Honorable Dos Veces Dadora de Vida.

Jocelyn lo miró con determinación afable.

—Eso vas a cortarlo —dijo—. Y quítame esa cámara de la cara, estoy horrible.

—Libertad de prensa —le espetó Tyler sonriendo.

—Derecho a la intimidad —replicó Jocelyn.

—Cese de tareas domésticas.

—Recorte de pagas.

Tyler volvió la GoPro hacia su propia cara y adoptó una expresión atormentada.

—Uf, no paran de darme el coñazo. Lo he dicho en otras ocasiones y volveré a repetirlo, amigos míos: vivo en una dictadura. La libertad de expresión corre serio peligro en manos de la generación precedente.

—Así habló el Mesías —dijo Steve mientras servía el general Tso, pues sabía que de todas formas Tyler terminaría editándolo casi todo.

Su hijo mayor publicaba ingeniosos cortes con sus opiniones, absurdidades y grabaciones callejeras, acompañados de canciones pop pegadizas y vertiginosos efectos de vídeo. Se le daba bien. Y obtenía resultados impresionantes: la última vez que Steve echó un vistazo al canal de YouTube del muchacho, TylerFlow95, tenía trescientos cuarenta suscritos y más de doscientas setenta mil visitas. Incluso ganaba algún dinerillo (tan poco que era ridículo, reconocía) con los ingresos de publicidad.

—¿Qué querías preguntarme? —dijo Steve, y la cámara se volvió hacia él de inmediato.

—Si tuvieras que dejar morir a alguien, ¿a quién elegirías, a tu hijo o a toda una aldea de Sudán?

—Qué pregunta tan irrelevante.

—A mi hijo —respondió Jocelyn.

—¡Oh! —gritó Tyler con gran sentido dramático, y fuera, en su caseta, Fletcher alzó las orejas y comenzó a ladrar de nuevo con inquietud—. ¿Habéis oído eso? Mi propia madre me sacrificaría sin piedad por el bien de no sé qué pueblo africano inexistente. ¿Se trata de un indicio de su compasión hacia el tercer mundo o es un síntoma de disfunción en el seno de nuestra familia?

—Ambas cosas, cariño —dijo Jocelyn, y después gritó escaleras arriba—: ¡Matt! ¡A cenar!

—Pero, en serio, papá: imagínate que tuvieras dos botones delante, y si pulsas uno, muere tu hijo (es decir, moi), y si pulsas el otro, muere toda una aldea de Sudán; y si no te decides antes de que cuenten hasta diez, los dos se pulsan de forma automática. ¿A quién salvarías?

—Es una situación absurda —contestó Steve—. ¿Quién iba a obligarme a tomar una decisión así?

—Dame ese gusto.

—Aun así, ninguna de las dos respuestas es correcta. Si te salvo a ti, me acusarás de haber dejado morir a todo un pueblo.

—Pero es que, si no, morimos todos —insistió Tyler.

—Pues claro que dejaría morir a la aldea y no a ti. ¿Cómo iba a sacrificar a mi propio hijo?

—¿En serio? —Tyler soltó un silbido de admiración—. ¿Aunque sea una aldea llena de niños soldado, con malnutrición severa, la tripita hinchada y moscas zumbándoles alrededor de los ojos, y de pobres madres sidosas y maltratadas?

—Aun así. Esas madres harían lo mismo por sus hijos. ¿Dónde está Matt? Tengo hambre.

—¿Y si tuvieras que elegir entre dejar que muera yo o que muera todo Sudán?

—Tyler, no deberías hacer ese tipo de preguntas —dijo Jocelyn, aunque sin mucha convicción, porque sabía muy bien que una vez que su marido y su hijo mayor entraban en bucle, la intervención tenía tan pocas posibilidades de éxito como…, bueno, como cualquier intervención en el panorama político general.

—¿Y bien, papá?

—Sudán —contestó Steve—. Pero ¿de qué va el trabajo? ¿De nuestra implicación en África?

—De la honestidad —respondió Tyler—. Cualquiera que diga que salvaría a Sudán está mintiendo. Y todo el que se niegue a contestar se limita a ser políticamente correcto. Se lo hemos preguntado a todos los profesores y la única honesta ha sido la señorita Redfearn, la de filosofía. Y tú. —Oyó a su hermano pequeño bajar en tropel por la escalera y vociferó—: Si tuvieras que dejar morir a alguien, Matt, ¿a quién elegirías, a todo Sudán o a nuestros padres?

—A Sudán —fue la respuesta inmediata.

Fuera de plano, Tyler señaló hacia la sala de estar con la cabeza y se pasó dos dedos por los labios para imitar el gesto de cerrar una cremallera. Steve le lanzó una mirada reticente a su esposa, pero, al ver la forma en que Jocelyn se mordía el labio, dedujo que su mujer estaba dispuesta a seguirle el juego a Tyler. Un segundo después, la puerta se abrió y Matt entró vestido con sólo una toalla alrededor de la cintura, al parecer recién salido del baño.

—Genial, acabas de conseguirme mil visitas extra —dijo Tyler.

Matt hizo una mueca tonta ante la GoPro y después empezó a menear las caderas hacia delante y hacia atrás.

—¡Tyler, que tiene trece años! —exclamó Jocelyn.

—Va en serio. Aquel vídeo en el que Lawrence, Burak y yo hicimos playback con una canción de las Pussycat Dolls sin llevar camiseta tuvo más de treinta y cinco mil visitas.

—Eso fue casi porno —sentenció Matt, que colocó una silla junto a la de su hermano y se sentó de espaldas al salón… y a la mujer del Limbo de Jocelyn.

Steve y Tyler intercambiaron una mirada divertida.

—¿No puedes ponerte algo de ropa para sentarte a la mesa? —suspiró Jocelyn.

—¡Querías que bajara a cenar! Mi ropa huele a caballo, y ni siquiera me ha dado tiempo a ducharme. A todo esto, le he dado me gusta a tu álbum, mamá.

—¿Qué?

—Al de Facebook. —Con la boca llena de fideos, Matt apoyó las manos en el borde de la mesa y se echó hacia atrás en equilibrio sobre las patas traseras de su silla—. Eres muy guay, mamá.

—Ya lo he visto, cariño. Las cuatro patas en el suelo, ¿vale? O volverás a caerte.

Sin hacerle caso, Matt concentró su atención en el objetivo de Tyler.

—Apuesto a que no quieres saber mi opinión.

—Pues no, no quiero, hermano que huele a caballo. Preferiría que te ducharas.

—Huelo a sudor, no a caballo —replicó Matt imperturbable—. Opino que tu pregunta es demasiado fácil. Me parece mucho más interesante preguntar: si tuvieras que dejar morir a alguien, ¿a quién sería, a tu hijo o a todo Black Spring?

Fletcher emitió un gruñido grave. Steve se asomó al jardín trasero y vio al perro con la cabeza pegada al suelo tras la tela metálica, enseñando los dientes como un animal salvaje.

—Por Dios, ¿qué le pasa a ese perro? —preguntó Matt—. Aparte de estar como una cabra, claro.

—No estará la abuelita por aquí, ¿verdad? —preguntó Steve en tono inocente.

Jocelyn hizo un gesto de indiferencia y echó un vistazo en torno a la habitación.

—Hoy no la he visto por ningún lado.

Fingiendo inquietud, desvió la mirada desde el jardín trasero hacia el roble rojo y hendido que se alzaba en el extremo de la propiedad, donde el camino comenzaba a remontar la montaña: hacia el roble rojo que tenía tres cámaras de seguridad instaladas en el tronco, cada una enfocada hacia un rincón distinto de Philosopher’s Deep.

—«No estará la abuelita por aquí, ¿verdad?». —Matt sonrió con la boca llena—. ¿Qué va a parecerles esa pregunta a los seguidores de Tyler?

La madre de Jocelyn, enferma de Alzheimer desde hacía mucho tiempo, había fallecido a causa de una infección pulmonar un año y medio antes; la de Steve llevaba muerta ocho años. No es que YouTube lo supiera, pero Matt se estaba divirtiendo.

Steve se volvió hacia su hijo mayor y, con una severidad que no era en absoluto propia de él, le dijo:

—Tyler, esto tendrás que cortarlo, ¿entendido?

—Claro, papá. —Cambió a la voz de TylerFlow95—: Hagamos esta pregunta más personal. Si tuvieras que dejar morir a alguien, oh, mio padre, ¿a quién sería, a tu hijo o al resto de nuestro pueblo?

—¿Eso incluiría a mi esposa y a mi otro hijo? —preguntó Steve.

—Sí, papá —intervino Matt con una carcajada condescendiente—. ¿A quién salvarías, a Tyler o a mí?

—¡Matthew! —gritó Jocelyn—. Basta ya.

—Os salvaría a los dos —contestó Steve en tono solemne.

Tyler sonrió con picardía.

—Eso es políticamente correcto, papá.

En ese preciso instante, Matt se empinó demasiado sobre las patas traseras de su asiento. Sacudió los brazos con desesperación en un intento por recuperar el equilibrio, pero, a pesar de que hasta la salsa agridulce de su cuchara salió volando, la silla cayó hacia atrás con estrépito y Matt echó a rodar por el suelo. Jocelyn se puso en pie de un salto, gesto que sobresaltó a Tyler y provocó que la GoPro se le resbalara de las manos y cayera en su plato de chow mein de pollo. Steve vio que Matt, que aún conservaba la flexibilidad de un niño, había frenado la caída extendiendo un codo y estaba tumbado de espaldas, riéndose como un histérico e intentando sujetarse la toalla alrededor de la cintura con una mano.

—¡Hermanito al agua! —chilló Tyler.

Dirigió la GoPro hacia abajo para obtener un buen ángulo y limpió el chow mein de la lente.

Como si acabara de recibir una descarga eléctrica, Matt empezó a temblar: la expresión de su cara se transformó en una mueca de horror, se golpeó la espinilla contra la pata de la mesa y emitió un alarido estruendoso.

En primer lugar: nadie verá jamás las imágenes que la GoPro de Tyler está grabando en ese momento. Es una pena, porque si alguien las analizara sería testigo de algo muy extraño, quizá incluso perturbador, por decirlo con suavidad. Las imágenes son clarísimas, y las imágenes no mienten. Aunque se trata de una cámara pequeña, la GoPro captura la realidad a una asombrosa velocidad de sesenta fotogramas por segundo, de manera que genera secuencias espectaculares de los descensos de Tyler en bicicleta de montaña por Mount Misery y de cuando va al lago Popolopen a hacer snorkel con sus amigos, incluso cuando el agua está turbia.

Las imágenes muestran a Jocelyn y Steve mirando con perplejidad hacia la sala de estar, situada a espaldas de su hijo menor, aún tirado en el suelo. En el centro de la imagen hay un grumo de fideos y yema de huevo. La cámara se desvía hacia otro lado y Matt ya no está tumbado en el suelo: se levanta con un movimiento espástico del cuerpo y retrocede asustado hasta chocar contra la mesa. No se sabe muy bien cómo, ha conseguido que no se le caiga la toalla que lleva alrededor de la cintura. Durante un instante da la sensación de que estamos sobre la cubierta ondulante de un barco, porque todo lo que vemos está inclinado, como si el comedor entero hiciera agua. Entonces la imagen se endereza y, aunque la mancha de fideos nos oculta gran parte del panorama, vemos a una mujer demacrada cruzando el salón hacia las puertas francesas que dan a la cocina. Hasta entonces, ha permanecido inmóvil en el Limbo de Jocelyn, pero de repente está justo ahí, como si se hubiera compadecido de Matt por su caída. El trapo se le ha resbalado de la cara y en una fracción de segundo —puede que en sólo un par de fotogramas— vemos que tiene los ojos cosidos, al igual que la boca. Todo sucede tan rápido que termina antes de que nos demos cuenta, pero es el tipo de imagen que se te graba a fuego en el cerebro, y no sólo durante el tiempo suficiente para sacarte de tu zona de confort, sino para trastocarla para siempre.

Entonces Steve se precipita hacia las puertas francesas y las cierra. Al otro lado de las vidrieras de colores semitransparentes, vemos que la mujer cadavérica se detiene. Incluso oímos la ligera vibración del cristal cuando choca contra él.

El buen humor de Steve ha desaparecido.

—¡Apaga esa cosa! —exclama—. Ya.

Lo dice muy serio, y aunque su cara queda oculta a la vista (lo único que vemos son su camiseta y sus vaqueros, y un dedo de la mano que tiene libre señalando hacia la lente con furia), no nos cuesta imaginar qué aspecto debe de tener. Entonces todo se sume en la oscuridad.

—¡Venía a por mí! —gritó Matt—. ¡Nunca había hecho algo así!

Todavía estaba de pie junto a la silla caída, sujetándose la toalla alrededor de la cintura para impedir que se le cayera.

Tyler rompió a reír…, más que nada de alivio, pensó Steve.

—A lo mejor es que la pones cachonda.

—Uf, qué asco, ¿estás de coña? ¡Es una antigualla!

Jocelyn también se echó a reír. Se llenó la boca de fideos, pero sin darse cuenta de la cantidad de salsa picante que había puesto en la cuchara. Se le saltaron las lágrimas.

—Lo siento, cariño. Sólo queríamos darte un susto, pero creo que has sido tú el que la ha asustado a ella. La verdad es que es raro que haya querido acercarse a ti. Nunca hace esas cosas.

—¿Cuánto tiempo llevaba ahí? —preguntó Matt indignado.

—Desde el principio.

Tyler esbozó una gran sonrisa.

Matt se quedó boquiabierto.

—¡Ahora me ha visto desnudo!

Tyler lo miró con una mezcla de asombro absoluto y de esa especie de repugnancia rayana en el amor compasivo que sólo pueden utilizar los hermanos mayores para con sus hermanos más pequeños y cortos de luces.

—Pero si no ve, pedazo de idiota —dijo.

Limpió la lente de su GoPro y miró a la mujer ciega de detrás de las vidrieras de colores.

—Siéntate, Matt —ordenó Steve con expresión grave—. Se está enfriando la cena. —Matt obedeció, enfurruñado—. Y quiero que borres esas imágenes ahora mismo, Tyler.

—¡Venga ya! Puedo cortarla y…

—He dicho que ahora mismo, y quiero verte hacerlo. Ya conoces las reglas.

—¿Qué es esto, Pionyang?

—No me hagas repetírtelo.

—Pero si tenía un material que era la caña —murmuró Tyler sin mucha esperanza.

Sabía cuándo su padre hablaba en serio. Y, en efecto, conocía las reglas. A regañadientes, levantó la pantalla en ángulo hacia Steve, seleccionó el archivo del vídeo e hizo clic en «borrar» y luego en «aceptar».

—Buen chico.

—Tyler, da parte en la aplicación, por favor —pidió Jocelyn—. Quise hacerlo antes, pero ya sabes que se me dan fatal estas cosas.

Con cautela, Steve se dirigió hacia la sala de estar dando la vuelta por el vestíbulo. La mujer no se había movido. Allí seguía, justo delante de las puertas francesas y con la cara pegada al cristal, como si alguien la hubiera dejado allí instalada para gastar una broma macabra, como sustituta de una lámpara de pie o de una planta de interior. El pelo lacio le asomaba quieto y sucio por debajo del pañuelo de la cabeza. Si sabía que había alguien más en la habitación, no lo dejaba entrever. Steve se acercó, pero evitó expresamente mirarla e intuyó su silueta por el rabillo del ojo. Era mejor no verla tan de cerca. Sin embargo, ya la olía: el hedor de otra época, del barro y el ganado en las calles, de las enfermedades. La mujer se balanceó con suavidad y la cadena de hierro forjado que le amarraba los brazos al cuerpo enjuto chocó contra la jamba barnizada de la puerta con un ruido sordo.

—Se la avistó por última vez a las cinco y veinticuatro de la tarde a través de las cámaras de detrás del Market & Deli —oyó que decía la voz apagada de Tyler desde la otra habitación. Steve también oía susurrar a la mujer. Sabía que no escuchar sus susurros era una cuestión de vida o muerte, así que se concentró en la voz de su hijo y en Johnny Cash—. Hay avisos de cuatro personas, pero después ya no hay nada más. No sé qué de un organillo. Papá…, ¿estás bien?

Con el corazón desbocado, Steve se arrodilló junto a la mujer de los ojos cosidos y recogió el paño de cocina. A continuación se enderezó. Cuando rozó la cadena con un codo, la mujer volvió la cara mutilada hacia él. Steve le puso el trapo sobre la cabeza, se alejó de ella a toda prisa y volvió al comedor con la frente empapada en sudor. Los ladridos feroces y alarmados de Fletcher le llegaban desde el jardín trasero.

—El trapo —le dijo a Jocelyn—. Buena idea.

La familia siguió comiendo y la mujer de los ojos cosidos permaneció inerte detrás de las vidrieras de colores durante toda la cena.

Sólo se movió una vez: cuando la risa aguda de Matt resonó en el comedor, ella ladeó la cabeza.

Como si prestara atención.

Después de cenar, Tyler cargó el lavavajillas y Steve recogió la mesa.

—Enséñame lo que les has enviado.

Tyler levantó su iPhone con el registro de la HEXApp a la vista. La última entrada decía lo siguiente:

Mi. 19-09-12, 19.03, hace 16 min

Tyler Grant @gps 41.22890 N, 73.61831 O

#K @ sala de estar, Deep Hollow Road, 188

OMG, creo que le pone mi hermano pequeño.

Más tarde, Steve y Jocelyn estaban tumbados en la sala de estar —no en el sofá, como era habitual, sino en el diván del otro lado de la habitación— viendo «The Late Show» en la CBS. Matt estaba en la cama; Tyler estaba arriba trabajando en su portátil. La luz pálida de la televisión titilaba sobre las cadenas de metal que rodeaban el cuerpo de la mujer ciega, o por lo menos sobre los eslabones que no estaban oxidados. Bajo el trapo de cocina, la carne muerta de la comisura despegada se estremecía con un temblor apenas visible. Tiraba de los puntos negros e irregulares que le cosían la boca con fuerza, a excepción del único que tenía suelto en el borde y que sobresalía como un trozo de alambre retorcido. Jocelyn bostezó y se estiró con el cuerpo pegado al de Steve. Su marido supuso que no tardaría mucho en quedarse dormida.

Cuando subieron a la habitación, media hora más tarde, la mujer ciega seguía allí, una criatura de la noche que la noche ya había recuperado.

DOS

Robert Grim contemplaba la pantalla con inquietud mientras los de la mudanza sacaban del camión muebles envueltos en lona y plástico y, siguiendo las instrucciones de aquella dichosa pija cabeza de chorlito, los cargaban hasta la residencia de Upper Reservoir Road. Era la cámara D19-063, la de la propiedad de la difunta señora Barphwell, pero él no necesitaba conocer el número de la cámara para identificarla. La imagen ocupaba no sólo la mayor parte de la pared occidental del centro de control del HEX, sino también la mayor parte de los atormentados sueños que el hombre había tenido aquella noche. Cerró los ojos y, haciendo uso de toda su fuerza de voluntad, evocó una imagen nueva, una imagen sublime: Robert Grim vio alambre de púas.

«El apartheid es un sistema infravalorado», pensó. No era partidario de la segregación racial en Sudáfrica, ni del purdah estricto que separaba a los hombres de las mujeres en Arabia Saudí, pero una parte revolucionaria y alarmantemente altruista suya veía el mundo dividido entre la gente de Black Spring y la gente de fuera de Black Spring. A poder ser con gran cantidad de alambre de púas oxidado en medio. Con poco menos de diez mil voltios, si era posible. Colton Mathers, presidente del Consejo Municipal, censuraba esa actitud y, de acuerdo con las exigencias de The Point, reclamaba un proyecto de integración controlada, ya que, sin crecimiento, Black Spring moriría o se convertiría en una comuna endogámica que haría que Amishville, Pensilvania, pareciera una meca hippie. Pero el expansionismo de Colton Mathers no le llegaba a la suela del zapato a casi trescientos cincuenta puñeteros años de política de encubrimiento, lo cual suponía un alivio para todos. Robert Grim se imaginaba el ego del concejal como algo particularmente inmenso. Lo odiaba.

Grim suspiró y se desplazó con la silla a lo largo del borde del escritorio para echarles un vistazo a las estadísticas, tablas y medidas del monitor de Warren Castillo, que estaba tomando café y leyendo el Wall Street Journal con los pies encima de la mesa.

—Neurótico —dijo Warren sin levantar la mirada.

Grim cerró las manos en un puño, crispado. Volvió a mirar el camión de mudanzas.

Hacía un mes todo parecía ir viento en popa. El agente inmobiliario había llevado a la pareja de ejecutivos a visitar la casa y Grim había preparado hasta el último detalle una operación denominada «Operación Barphwell» en honor a la anciana exocupante de la propiedad. La operación Barphwell consistió en colocar una valla provisional justo detrás de la casa, junto con un camión lleno de arena, unas cuantas losas de hormigón, un enorme cartel de una constructora en el que se leía «BAZAR Y CLUB NOCTURNO POPOLOPEN, INAUGURACIÓN A MEDIADOS DE 2015» y unos altavoces de subgraves dignos de un concierto que, desde su escondite, reproducían el traqueteo de un martillo hidráulico (encontrado en la sección NEW AGE & MINDFULNESS de iTunes). Y, como no podía ser de otra manera, en cuanto las cámaras de seguridad mostraron que el coche del agente inmobiliario se acercaba a la ciudad por la Ruta 293 y Grim dio la señal de que comenzara la banda sonora, el estruendo resultó difícil de ignorar. Junto con el martillo perforador de Butch Heller, que el propio alicatador se puso a clavar al azar en las losas de hormigón, la escena sugería la construcción de un castillo en el aire.

Delarosa era su apellido, y Nueva York los había unido. Según la información que Grim había recibido desde The Point, el marido había obtenido un escaño en el Ayuntamiento de Newburgh y la esposa era asesora de comunicaciones y heredera de una fortuna forjada a base de vender ropa de hombre. Les hablarían con entusiasmo a sus amigos del Upper East Side sobre el redescubrimiento de la vida en el campo, excretarían dos coma seis bebés rechonchos y decidirían regresar a la ciudad al cabo de unos seis años.

Pero ahí era donde se complicaban las cosas. Una vez que se hubieran instalado en Black Spring, no habría vuelta atrás.

Era fundamental impedir que se mudaran al pueblo.

La efectividad de la falsa zona de obras ya debería haber sido indiscutible, pero, sólo para asegurarse, Grim había enviado a tres chavales del pueblo a Upper Reservoir Road. En Black Spring siempre había algún adolescente dispuesto a aceptar esas tareas a cambio de unos cigarrillos o una caja de cervezas Bud. En esa ocasión fueron Justin Walker, Burak Şayer y Jaydon Holst, el hijo del carnicero. El agente inmobiliario vio que su comisión se esfumaba en el aire cuando los tres chavales acusaron a Bammy Delarosa de trabajar en una esquina en cuanto se bajó del coche, además de invitarla a una masturbación colectiva al ritmo del golpeteo del martillo hidráulico.

Eso debería haberle puesto punto final al asunto. Cuando Grim se acostó aquella noche en su cama, satisfecho, se felicitó por su ingenio y se quedó dormido enseguida. Soñó con Bammy Delarosa, que en su sueño era jorobada. La joroba tenía una boca que intentaba abrirse y gritar, pero no podía porque estaba cosida con alambre de púas.

—Prepárate —le dijo Claire Hammer a la mañana siguiente cuando Grim entró en el centro de control. La mujer levantó un pedazo de papel—. No te lo vas a creer.

Grim no se preparó. Leyó el correo. Colton Mathers estaba furioso. Acusaba al HEX de cometer un tremendo error de juicio. El agente inmobiliario había empezado a hacer preguntas sobre el cartel de «BAZAR Y CLUB NOCTURNO POPOLOPEN, INAUGURACIÓN A MEDIADOS DE 2015». Grim maldijo la muerte de la señora Barphwell, pero sus parientes más cercanos habían llamado a un agente inmobiliario de Newburgh en lugar de a Donna Ross, dueña de Hometown Realty en Black Spring, a quien Grim pagaba para que siguiera la política de desalentar a la gente en lugar de atraerla. «De una u otra forma, en este caso estás tratando con forasteros —escribía Mathers—. Y una vez más, estás siendo demasiado creativo al llevar a cabo tus deberes. ¿Cómo diablos se supone que voy a librarme de este lío?».

Esa era la preocupación del concejal. La preocupación de Grim era que los Delarosa se habían enamorado de la propiedad y habían presentado una oferta. Él hizo una contraoferta de inmediato, recurriendo a una identidad falsa. Delarosa pujó de nuevo. También Grim. Perder el tiempo hasta que los compradores perdieran el interés era crucial en aquellos casos… A Black Spring le iba bastante bien en la burbuja inmobiliaria.

Una semana más tarde, Warren Castillo lo llamó desde el centro de control a la hora de comer, justo cuando estaba a punto de empezar a comerse un sándwich de cordero en Griselda’s Butchery & Delicacies. Habían reconocido el Mercedes de los Delarosa en el pueblo. Claire ya estaba en camino. El riesgo de un Código Rojo —un avistamiento por parte de forasteros— era casi nulo y Warren ya había alertado a dos personas. Lo más deprisa que pudo, y echando chispas por no haber podido terminarse el sándwich de cordero, Grim subió la montaña a toda velocidad. Cuando se topó con Claire cerca de la pasarela conmemorativa de Upper Reservoir Road, estaba sin aliento.

—¿Que quiere qué? —preguntó el neoyorquino con recelo cuando lo abordaron ante el chalé de la señora Barphwell, donde se encontraba junto con su esposa artificialmente bronceada.

Los Delarosa habían ido sin su agente inmobiliario, seguro que para convencerse una vez más del extraordinario carácter de la casa y sus alrededores.

—Quiero que cancelen la compra de esta casa —repitió Grim—. No van a hacer más ofertas, ni por esta ni por ninguna otra propiedad de Black Spring. El pueblo está dispuesto a compensarles por las molestias pagándoles cinco mil dólares a cuenta de la compra de cualquier otro terreno, en cualquier otra ubicación, siempre y cuando no sea en Black Spring.

Los Delarosa miraron a los dos funcionarios del HEX con franca incredulidad. Era un día caluroso, e incluso allí, al abrigo del bosque de Black Rock, Grim sintió que una gota de sudor le resbalaba por la sien cada vez más despejada. En cierto sentido, su calvicie lo hacía destacar, pensaba él. Las cabezas calvas inspiraban a los ejecutivos y a las mujeres. Robert Grim, a pesar de superar con creces la cincuentena, constituía una presencia intimidante debido a su altura, a sus gafas con montura de carey y a su corbata elegante, y Claire Hammer, por su parte, era una mujer que poseía una belleza intimidante, salvo por la exagerada altura de su frente, que no debería acentuar tanto.

De camino a la propiedad habían debatido sobre cómo hacer frente a la situación. Claire prefería un enfoque emocional y alguna historia melodramática sobre lazos familiares y recuerdos de la infancia. Grim estaba convencido de que, cuando te enfrentabas a ese tipo de obsesos del trabajo, lo mejor era ser rápido y directo, así que no hizo caso a Claire. Era por su frente. Le distraía. Había algo prescindible en las mujeres con la frente demasiado alta…, sobre todo si la enfatizaban así.

—Pero… ¿por qué? —preguntó el señor Delarosa cuando por fin recuperó el habla.

—Tenemos nuestras razones —contestó Grim en tono impasible—. Marcharse ahora mismo y olvidarse de todo esto redundará en su propio beneficio. Podemos exponer los detalles del acuerdo en un contrato…

—Pero, a ver, ¿a qué autoridad representa usted?

—Eso es irrelevante. Quiero que cancelen la compra, y a cambio se les entregarán cinco mil dólares. Hay cosas que el dinero no puede comprar. Para todo lo demás, aquí nos tienen.

La expresión de Delarosa era la misma que si Grim acabara de comentarle que iba a ejecutar públicamente a su esposa en el cadalso del pueblo.

—¿Cree que estoy loco? —dijo con furia—. ¿Con quién se cree que está hablando?

Grim cerró los ojos y no dio el brazo a torcer.

—Piensen en el dinero. —Él estaba pensando más bien en cianuro—. Y considérenlo una propuesta de negocios.

—¡No voy a dejar que me soborne el primer perro guardián del barrio que se me cruce en el camino! A mi esposa y a mí nos encanta esta casa y vamos a firmar la compra mañana mismo. Debería alegrarse de que no presente cargos contra usted.

—Escuchen, la señora Barphwell tenía goteras en el tejado todos los otoños. El año pasado el agua causó daños considerables en los suelos. Esta —dijo Grim al mismo tiempo que gesticulaba con ambas manos— es una casa de mierda. Hay propiedades preciosas en Highland Falls, igual de rústicas, pero justo al lado del Hudson, y los precios de los terrenos son más bajos.

—Se equivoca si cree que puede engatusarme con cinco mil dólares —replicó Delarosa. Entonces se le pasó algo por la cabeza—: ¿Son ustedes los bromistas del Bazar Nocturno? ¿Por qué diablos hacen estas cosas?

Grim abrió la boca, pero Claire se le adelantó:

—No nos caen bien —les espetó, tan rápida como siempre a pesar de detestar aquel papel—. No nos gustan los urbanitas pijos como ustedes. Contaminan el aire.

—Un poquito de humor endogámico —agregó Grim en tono confidencial.

Supo que acababan de perder su caso.

Bammy Delarosa lo miró como una idiota, se volvió hacia su marido y le preguntó:

—¿Qué nos están diciendo exactamente, cariño?

Robert Grim se imaginó que su cerebro era algo que se había chamuscado bajo una máquina de rayos uva y que ahora lo tenía incrustado en la pared interna del cráneo.

—Calla, cielo—dijo Delarosa, y la atrajo hacia sí—. ¡Fuera de aquí, antes de que llame a la policía!

—Van a arrepentirse de esto —soltó Claire, pero Grim se la llevó.

—Déjalo, Claire. No sirve de nada.

Esa noche llamó al móvil de Delarosa y le rogó que renunciara a la compra. Cuando el hombre le preguntó por qué se estaba tomando tantas molestias, Grim le contestó que Black Spring sufría una maldición desde hacía trescientos años, y que a ellos también los corrompería si decidían instalarse en el pueblo, que estarían condenados hasta la muerte, y que en Black Spring vivía una bruja malvada. Delarosa colgó.

—¡Me cago en vosotros! —gritó Grim mientras miraba a los de la mudanza. Lanzó su bolígrafo contra la pantalla grande y los veinte monitores que la rodeaban cambiaron a un nuevo ángulo de cámara para pasar a ofrecer imágenes de la gente que vagabundeaba por el pueblo—. ¡Os estaba haciendo un puto favor!

—Relájate —dijo Warren. Dobló su periódico y lo dejó sobre la mesa—. Hemos hecho todo lo que hemos podido. Puede que ese tío sea un capullo intelectual y chupapollas, pero al menos es nuestro capullo intelectual y chupapollas. Y ella está de toma pan y moja.

—Cerdo —lo insultó Claire.

Grim clavó un dedo en la pantalla.

—En el Consejo se están frotando las manos. Pero cuando esta gente monte un escándalo, ¿a quién le va tocar limpiar el desorden?

—A nosotros —respondió Warren—, y se nos da muy bien. Tío, tranquilízate un poco. Alégrate de que tengamos algo nuevo por lo que apostar. Cincuenta dólares a una aparición en casa.

—¿Cincuenta dólares? —Claire no daba crédito—. Estás loco. Desde el punto de vista estadístico, las apariciones en casa nunca son lo primero.

—Lo noto en los dedos, nena —dijo Warren, y los hizo tamborilear sobre el escritorio—. Si yo fuera ella, iría a echarle un vistazo a la carne fresca, ya me entendéis. —Enarcó las cejas—. ¿Quién se apunta?

—Cincuenta dólares…, de acuerdo —dijo Claire—. Yo digo que la ven en la calle.

—Las cámaras de seguridad —intervino Marty Keller, el analista de datos en línea, desde el otro extremo del centro de control—. Y subo la apuesta a setenta y cinco.

Los demás lo miraron como si hubiera perdido la cabeza.

—Nadie las ve jamás si no sabe que están ahí —dijo Warren.

—Él sí. —Marty señaló el monitor con un gesto de la cabeza—. Es el típico que se fija en todo. Ven las cámaras de seguridad y empiezan a hacer preguntas. Setenta y cinco.

—Cuenta conmigo —dijo Claire de inmediato.

—Y conmigo —se sumó Warren—, y la primera copa corre de mi cuenta.

Marty le dio unos toquecitos a Lucy Everett, que estaba en la silla contigua a la suya escuchando las llamadas telefónicas. La mujer se quitó los auriculares.

—¿Qué decís?

—¿Quieres participar en la apuesta? Setenta y cinco dólares.

—Claro. Aparición en casa.

—¡Vete a tomar por culo, esa es mi apuesta! —gritó Warren.

—Entonces tienes que compartir las ganancias con él —dijo Marty.

Lucy se dio la vuelta y le lanzó un beso a Warren. Él se lo limpió y se dejó caer sobre su silla.

—¿Y tú, Robert? ¿Te apuntas? —preguntó Claire.

Grim suspiró.

—Dais más asco del que pensaba. Vale, se enterarán en el pueblo. Siempre hay alguien que es incapaz de mantener el pico cerrado.

Marty lo anotó en la pizarra con un rotulador no permanente.

—Sólo quedan Liz y Eric. Les enviaré un correo electrónico. Si se unen, tendremos un bote de… quinientos veinticinco dólares. Siguen siendo doscientos setenta y cinco para ti, Warren.

—Doscientos sesenta y dos con cincuenta, cariño —dijo Claire.

—Calla, mujer dragón —dijo Warren enfurruñado.

XVII