978-84-945283-2-3-72.jpg

Foca / Investigación / 143

Vicente Romero

Habitaciones de soledad y miedo

Corresponsal de guerra, de Vietnam a Siria

Foca.jpg

Habitaciones de soledad y miedo es una narración apasionada de los principales acontecimientos mundiales de los últimos cuarenta años, de los que el autor ha sido testigo directo: desde las guerras de Vietnam o Angola y los sangrientos golpes de Estado en Chile o Argentina en los años 70 hasta la epidemia de ébola en Sierra Leona en 2014 y los conflictos bélicos actuales en Somalia o Siria, pasando por las guerrillas de América Central en los años 80, las guerras civiles en la ex Yugoslavia, las matanzas tribales en Ruanda durante los años 90, el atentado contra las Torres Gemelas, las guerras de Afganistán e Iraq, o la cárcel de Guantánamo.

En sus páginas se describen centenares de noches pasadas al raso en los frentes de guerra, en hoteles de lujo de la retaguardia o en precarios refugios abarrotados de fugitivos, y otros tantos días vividos entre la tensión militar y el absurdo político más extremos. El texto no sólo revela los entretelones del trabajo periodístico, en situaciones ante las cuales el único estado de lucidez posible es la perplejidad, sino que ofrece una galería de personajes que constituyen un completísimo retrato de todo lo bueno y lo malo de que es capaz el ser humano.

Un emocionante caleidoscopio de conmovedora intensidad, que atrapará al lector desde la primera página. Asomarse a lo más oscuro del ser humano da vértigo, pero, con todo, siempre hay lugar para la esperanza, de la mano de quienes, ante la ineficacia oficial, actúan a título individual para tratar de paliar el horror que otros han sembrado.

Vicente Romero Ramírez (Madrid, 1947) es uno de los nombres más reconocidos en el periodismo español. Como enviado especial ha cubierto los principales conflictos internacionales, desde las guerras de Vietnam y Camboya hasta la actualidad de los refugiados de Siria o las cárceles secretas de la CIA y Guantánamo.

Corresponsal volante, primero del diario Pueblo y después de TVE, ha informado desde un centenar de países. Autor de más de 350 reportajes en Informe Semanal y En Portada, además de crónicas para Telediario, ha dirigido dos series de documentales y el programa Buscamundos, y publicado una docena de libros.

A lo largo de su carrera ha recibido numerosos galardones, como –entre otros– el Ondas Internacional, el Víctor de la Serna de la Asociación de Prensa de Madrid, los premios del Club Internacional de Prensa, del Festival de Nueva York, el Cirilo Rodríguez o el Bravo, así como el de la Asociación Pro Derechos Humanos, el de Unicef o la Medalla de Oro de Cruz Roja Espa­ñola.

 

 

Diseño de portada

RAG

Fotografías de portada: Afganistán, 2008 (arriba) y Camboya, 1980 (debajo); © Vicente Romero

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Para comunicarse con el autor:vicente.romero.ramirez@gmail.com

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Vicente Romero, 2016

© Ediciones Akal, S. A., 2016

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

facebook.jpg facebook.com/EdicionesAkal

twitter.jpg @AkalEditor

ISBN: 978-84-16842-03-2

 

A mis amigos Jesús Mata (in memoriam) y Evaristo Canete, los dos mejores operadores de la historia de la televisión en España.

Y a mi hijo Miguel Romero Grayson,

de quien he aprendido muchas cosas trabajando juntos.

 

«Este libro nace de la decepción, de la cólera, del fracaso. Constituye una autocrítica.» Jean Ziegler (¡Viva el poder!, 1987)

«La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.» Gabriel García Márquez (Vivir para contarla, 2002)

«El periodismo es un oficio cruel.» Eugenio Scalfari, fundador del diario La Repubblica (entrevista con Juan Cruz en El País, 15 de febrero de 2009)

«¿Qué le ha pasado a nuestra sensibilidad moral? ¿Hemos tenido alguna vez una? ¿Qué significan esas palabras? ¿Se refieren a un término muy raramente utilizado en estos días: conciencia? ¿Una conciencia para usar no sólo con nuestros propios actos sino para usar también con nuestra responsabilidad compartida en los actos de los demás? ¿Está todo muerto?» Harold Pinter (discurso ante la Academia Sueca, 2005)

La insuperable perplejidad

El único estado de lucidez posible es la perplejidad. Después de muchos años intentando informar de las cosas que pasaban en el mundo, esforzándome inocentemente en estudiarlas, resumirlas y exponerlas de modo coherente, he llegado a la conclusión de que el buen periodismo es un oficio casi imposible. Y la perplejidad envuelve todas las ilusiones que he atesorado. Constatarlo no es una frustración, ni mucho menos la admisión de un fracaso. Al contrario, me parece el logro personal más importante e inesperado de mi trabajo. La realidad puede ser tan contradictoria que resulte incomprensible. Los instantes que de ella percibimos y describimos los periodistas sobre el terreno suelen reducirse a aproximaciones fragmentarias e imágenes desenfocadas. Pero estamos obligados a creer y asegurar lo contrario, para presentar esos rompecabezas incompletos de la actualidad como resúmenes de hechos y situaciones establecidas, que sirven como base de análisis y debate... aunque sólo los más ingenuos y los más cínicos puedan hacerlo sin vacilar.

Tardé mucho en constatar y asumir esta evidencia, tan opuesta a los postulados básicos del periodismo. Sin embargo, siempre intuí que era imposible «entender el mundo» cuyos acontecimientos puntuales tenía que explicar en mis crónicas. Desde el principio sospeché que se me escapaban algunas claves, que me parecían ocultas o indescifrables aunque para otros ojos pudieran resultar obvias. Cuando empecé a ejercer este oficio maravilloso, escribía con miedo de equivocarme, temiendo que hubiera muchas más causas ocultas de las que imaginaba. Siempre hice esfuerzos para documentarme, tratando de paliar mi desconocimiento y de superar mis prejuicios culturales antes de enfrentarme a los hechos que tenía la misión de contar. Gracias a ello, al cabo de tantos años de periodismo, por fin me siento absolutamente seguro de no haberlo logrado casi nunca.

Rafael Alberti explicó el estado de «insuperable perplejidad», con tanto ingenio como economía de palabras, cuando tituló un puñado de poemas como Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Era su reacción ante el cine absurdo del slapstick, que retrataba en blanco y negro una realidad desencajada por genios del humor como Sennett, Keaton o Chaplin, hasta resultar cómica, patética y conmovedora. Pero su afirmación sirve también para los retratos en color de retazos de la trágica realidad del mundo que cada día ofrece la televisión. Porque ambas distorsiones, pese a sus diferentes principios y técnicas, acaban resultando ajenas y distantes para quienes las contemplan durante unos momentos. La vida –nuestra realidad inmediata– sigue inalterada e inalterable después de haber reído o llorado frente a la pantalla. Lo peor es eso: la frustración de saber que la tarea de mostrar las consecuencias de un orden mundial basado en la injusticia radical no contribuye a cambiarlo. Las estadísticas del horror se asumen como inherentes a un sistema inmutable. Y las imágenes más conmovedoras sólo producen reacciones individuales de carácter puntual. Bertolt Brecht describió así su propia perplejidad: «Me dicen: “¡Come y bebe, goza de cuanto tienes!”. / Pero ¿cómo puedo comer y beber / si al hambriento le quito lo que como / y al sediento le falta mi vaso de agua? / Sin embargo, como y bebo».

Cuanto más se implica el periodista, su desconcierto resultante es mayor. Ahora no sólo soy el doble de tonto que antes, sino que la constatación de mi propia incapacidad me ha convertido en dos tontos. Y entiendo mejor que nunca aquella frase/título de Alberti. Porque la continua sensación de impotencia intelectual conduce a un territorio vecino de la bipolaridad o la esquizofrenia. Manuel Vicent confesó que se gasta un dineral yendo al psicoanalista «sólo para comprobar que soy un idiota»[1].

¿«Enfermedad profesional» o mera consecuencia de las características de nuestra sociedad? Tal vez, simplemente, haya que admitir la «inevitabilidad del absurdo» y aplicar una cierta «lógica de la locura» al trabajo de contar la realidad. Pero no en las formas individuales que distinguen a poetas y genios, sino como base fundamental del comportamiento humano. Muerto y sepultado con honores Descartes, fusilado e incinerado Marx, sus asesinos sirven a quienes se han adueñado de los destinos del mundo sin defender más valores que los bursátiles, y opuestos a reconocer otro método de conocimiento que la comunión mediática con el pensamiento único.

La información se ha convertido en una mercancía que se compra y se vende, como un objeto de consumo considerado tan esencial como perfectamente prescindible. La primera consecuencia de la manipulación mercantil de las noticias es que los periodistas acabemos casi siempre oficiando como sacerdotes de la confusión. Ryszard Kapuściński confesaba su sensación de impotencia al admitir que «este mundo cambia tan deprisa, de forma tan radical y violenta, que no puedo escribir ningún libro ni dar ninguna descripción convincente. No hay tiempo para hacer una reflexión profunda desde fuera»[2]. El vértigo informativo, la descontextualización de los hechos, la fragmentación de las noticias, son tan sólo la punta del iceberg del problema. Pero describen la primera causa de ineficacia del periodismo. Y ayudan a entender la incapacidad del público para comprender la realidad. Porque no hay quien asimile una información compleja y condensada al máximo, recibida en minuto y medio, mientras se engulle un plato de lentejas o unos calamares en su tinta.

 

[1] El País, 22 de noviembre 2005.

[2] El País, 1 de mayo de 2003.

1. HABITACIONES DE BIENESTAR

Maputo (Mozambique)

Acabo de comprobar que, a pesar de cuantas amarguras alimentan mi pesimismo, el mundo está en orden. Y que lo esencial funciona. Porque se ha abierto la puerta de la habitación que ocupo en el lujoso hotel Polana de Maputo –una pequeña joya arquitectónica levantada en 1921 por los amos portugueses de la capital colonial, que entonces se llamaba Lourenço Marques– y un sirviente negro con chaleco dorado, tras darme las buenas tardes y pedirme permiso para entrar, ha depositado sobre la cama una bandeja de yute primorosamente trenzado, con mi ropa limpia.

Las camisas lavadas, planchadas con almidón, plegadas sobre un armazón de cartulina, con pajaritas de papel adornando sus cuellos y embutidas en bolsas de plástico selladas, suponen una visión tranquilizadora. Contemplándolas he sentido la seguridad de saber que, en el salón que da acceso a los jardines del hotel, el pianista mozambiqueño continuaría tocando suavemente melodías de tiempos mejores sin que nadie le prestara atención. Y también que la enorme pisci­na, situada en una terraza que se alza frente al Índico, permanecerá iluminada durante toda la noche por si cualquier huésped asaltado por una pesadilla necesitara comprobar que todos los lujos que nos están injustamente reservados continúan ahí, esperando a que finalice nuestro bien ganado descanso y decidamos disfrutarlos.

El teléfono me conecta con Madrid. Mi amigo Juan Antonio Moreno, director de producción de TVE, me pregunta si no estoy pasando demasiado calor, y le explico que tengo el balcón abierto para respirar la brisa del mar al anochecer. A continuación me llama el embajador de España en Maputo para contarme qué equipos forman el grupo de la Champions que le ha tocado al Real Madrid. Sí: todo sigue en orden; el mundo marcha.

Debería de vencer la pereza a que predispone el bienestar del Polana y ponerme a escribir sobre la visita que por la mañana hicimos al T3, uno de los barrios más empobrecidos de la capital mozambiqueña, que, por carecer de todo, ni siquiera tiene nombre. Una letra y un número bastan para identificar el lugar donde se levantan sus casuchas de adobe y cañizo, junto a la cárcel de Ma­chava. Ese establecimiento penitenciario proyecta su sombra amenazadora sobre el T3 como única promesa de futuro para un vecindario que sobrevive privado de casi todo. Los misioneros maristas mantienen la escuela de Nostra Senhora do Livramento, el único centro de enseñanza secundaria del distrito, de cuyo entorno social da idea que el ordenador del centro esté protegido por una jaula de gruesos barrotes, con una ventanilla por la que sale y entra el teclado. Su director, el español Alberto Vera, nos explicó que no conseguía mantener un profesorado estable porque cada curso el sida mataba a varios maestros sin que hubiera quienes los reemplazaran. Para solucionar el problema, el colegio solicitó que las autoridades permitiesen salir de la cárcel a algunos reclusos cualificados para ejercer como enseñantes. Pero se impuso la solución contraria, ante el temor de que los presos aprovecharan la actividad docente para fugarse. Y, así, los alumnos entran cada día en el recinto penitenciario para recibir clases. «Saben que van a la cárcel para no tener que ir a la cárcel en el futuro», comentaba Alberto.

Sentado ante el ordenador, busco con la vista la copa de drambuie que olvidé a medias. El hielo se ha derretido. No importa. El minibar, provisto de caprichos en abundancia, me garantiza más existencias de pequeños lujos desconocidos para la inmensa mayoría de los mozambiqueños. Mientras me sirvo otro carísimo licor de malta con miel importado de Europa, pienso que, en los más humildes bares de Maputo y en las tertulias callejeras de los barrios, las copas del atardecer son del llamado whisky xangana: alcohol producido en destilerías artesanas a partir de caña o piel del cajú, cuya simiente es el sabroso anacardo, un líquido amarillento que sirve para conectar con los espíritus y desahogar las penas.

Abro un paquete de almendras tostadas, traídas desde California, doy un par de tragos de drambuie y sigo tecleando las notas de rodajes de la jornada. Por la mañana una misionera de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl nos contaba que la gente se muere a puñados a causa del sida en el hospital de Chokwe, a algo más de dos horas en coche al norte de Maputo. No disponen de fármacos suficientes, pero, si los tuvieran, tampoco podrían suministrarlos por falta de las elementales infraestructuras sanitarias precisas. Y porque muchos de los enfermos no ingieren la dieta mínima para resistir la agresión química que la medicación supone. La religiosa lo comentaba con palabras dolorosas: «Si no podemos darles un vaso de leche diario a nuestros pacientes, ¿cómo vamos a pensar en pagar las facturas de los grandes laboratorios farmacéuticos?».

Entretanto, mis camisas recién lavadas, almidonadas y planchadas permanecen sobre la cama. Es una tontería que no me haya atrevido a meterlas en el armario. En el fondo, tampoco necesito contemplarlas para saber que la sociedad de privilegiados a la que pertenezco se prolonga artificialmente y continúa envolviéndome, para protegerme de la miseria que da cerco a la ciudad. Los hoteles constituyen confortables refugios donde engañarnos y afianzar nuestra necesidad de creer que, pese a todo, el mundo tampoco funciona tan mal. El Polana no sólo nos mantiene aislados de la realidad mozambiqueña, sino que nos vacuna contra los efectos de su durísima visión, proporcionándonos una gratificante terapia de lujos para que sigamos siendo quienes éramos antes de pasearnos por los escenarios de la injusticia. Atrincherarnos en sus habitaciones, nos vuelve capaces de sentir que esos barrios de adobe que hemos filmado no son más que paisajes lejanos, escenarios de vidas tan ajenas como imposibles de imaginar.

Las melodías familiares que el pianista toca y repite incansablemente cada día consiguen que las cosas más duras que hemos visto y escuchado nos parezcan escenas de fábulas africanas imaginadas por un novelista inglés. Por ejemplo, la historia que esta tarde corría de boca en boca por las callejas del T3 sobre una mujer detenida entre los contrabandistas hormigas que van y vienen de un lado a otro de la frontera sudafricana. La Policía de fronteras abrió su saco de legumbres y encontró un cargamento de testículos humanos, que en Sudáfrica se pagan bien para actos de hechicería.

En esa «alienación del bienestar» garantizada por los grandes hoteles, encender el televisor no equivale a establecer una conexión con el mundo exterior. Porque en la pantalla sólo aparece la cara iluminada de la Tierra; es decir, la información y la diversión propias de los países enriquecidos, espejo de los intereses de nuestra sociedad de oropeles que, para probar su firmeza y superioridad universal, se manifiesta mediante la presencia de camareros de exquisitos modales y chalecos dorados que traen puntualmente nuestras ropas, apiladas sobre una bandeja de artesanía elaborada por algún indígena hambriento a cambio de una milésima parte del dineral que pagamos por ese reconfortante servicio de lavado-almidonado-planchado-plegado-etcétera.

Pongo la televisión y resuena la voz inevitable de la CNN, que, como decía Neruda sobre la Voice of America, «es como oír a una gallina rara». Al inglés que sus locutores mastican como el chicle se suman los efectos de un continuo batiburrillo de imágenes donde, entre titulares tan rotundos como ambiguos, la actualidad se mezcla con el archivo mientras el faldón de la biz bar (la «barra de negocios») presenta los últimos datos del mercado financiero internacional con la veneración que merecen las esencias fundamentales del sistema.

El interminable diluvio de letras y cifras de los negocios de los poderosos me lleva a recordar la anécdota que ayer volvió a evidenciar la existencia de las dos economías superpuestas en los países más empobrecidos del planeta. En una sucursal bancaria pedí que me cambiaran unos euros por dinero mozambiqueño para traérselo a un amigo coleccionista de monedas. Como respuesta, el cajero me regaló un buen puñado de meticales. «No sirven para nada; lo que le he dado son sólo unos céntimos de euro», me explicó. Le faltó decir que el metical sólo lo utilizan los condenados a la pobreza, cuyas vidas y ambiciones tampoco cuestan casi nada. Los camareros del Polana jamás aceptarían una propina en ese dinero sin valor, con el que una nación entera paga sus gastos cotidianos en los mercados callejeros y las tiendas de los barrios. Pero no en los bancos, locales donde los miserables jamás penetran, sin que haga falta prohibirles la entrada. Y los empleados bancarios regalan a los clientes extranjeros ese toy money, dinero de juguete, como un recuerdo sin valor.

Enseguida me siento agredido, tanto por el mensaje final que la CNN transmite como por el tono que emplea. Prefiero la penuria de medios de la televisión mozambiqueña, que ofrece una ventana estrecha para asomarse a otro mundo insospechado, más allá de la pobreza, de dignidad y esperanza. Pero tampoco lo aguanto mucho rato. En un canal internacional de deportes encuentro la repetición de un partido jugado por el Bayern de Múnich en un campo helado de Bielorrusia, con las bocas de los espectadores humeando al cantar o gritar. Otro mundo. Esta tarde una veintena de chavales descalzos jugaban al fútbol con una pelota de trapos atados con cuerdas junto al colosal basurero de Maputo, también humeante pero por la putrefacción. Su sueño es emular al mítico Eusebio, la Perla Negra o la Pantera de Mozambique, el famoso futbolista portugués que nació en Mafalala, uno de los peores barrios de Lourenço Marques, y huyó de la miseria corriendo tras un balón.

Vuelve a sonar el teléfono. Mis compañeros Evaristo Canete y Carlos Dias Oliván proponen que cenemos un arroz con mariscos en O manjar dos deus, uno de los mejores restaurantes de la ciudad, donde suelen darse cita los expatriados de las organizaciones humanitarias que actúan en Mozambique. No tengo hambre. Y en mi mesa están abandonadas varias dulzainas que esta tarde compramos por vicio en Versalles, la mejor de las confiterías que los portugueses dejaron como parte de su herencia cultural; un nombre que parecía comercial durante el dominio de los petulantes colonos lusitanos pero que resulta inadecuado para la modesta clientela africana, y que contrasta con el de la pequeña tienda de alimentos vecina, mucho más enraizado en la realidad: Ganha pouco.

Yo preferiría volver al que es mi comedero favorito en Maputo desde antes de la independencia: el Pipiripí (que en castellano sería Quiquiriquí), un establecimiento popular cuyo éxito a lo largo de los años se ha basado en la fórmula «pollo asado, patatas y cerveza», donde he cenado incontables veces con compañeros tan queridos como Outi Saarinen, Jesús Mata o José Jiménez Pons. Una noche, al entrar en su terraza con Andrés Menéndez y José Martínez, se nos acercó uno de los críos harapientos que siempre pululan por sus alrededores y nos entregó unas monedas para que le comprásemos una ración de patatas fritas, ya que los camareros no permitían entrar a los limosneros. Cuando salimos con la bolsa de papel, un pequeño grupo de niños nos esperaba en la acera. Estaban hambrientos y habían juntado sus dineros para compartir aquella modesta comida. Entonces decidimos invitarlos a cenar con nosotros. «Estos golfillos no pueden entrar aquí», nos informó el encargado del local. «Estos señores son nuestros invitados», respondimos con firmeza.

Media docena de críos compartieron varios galetos con los tres periodistas, nosotros con cervezas y ellos con vasos de leche. Durante la cena nos contaron que vivían y dormían en la calle, acurrucados unos con otros bajo unos cartones. El mayor, diez años; seis, el más pequeño. Ninguno sabía lo que era una madre ni un colegio. Uno se llamaba Barata (cucaracha) y otro Castigo; nombres tradicionales africanos, traducidos en la época colonial. Tras los abundantes postres, la pandilla volvió a la calle con el encargo de cuidarnos el coche, que era su negocio habitual con los extranjeros. Y cumplieron a conciencia aquella tarea, con la que pretendían devolvernos el favor: al salir, los encontramos a todos dormidos, abrazados a las ruedas del vehículo. Un año después, cuando volví a Maputo con Canete y Martínez, un grupo de niños corrió hacia nosotros gritando y se nos colgaron del cuello. «Ustedes nos invitaron a cenar en el Pipiripí.» Aquella noche había sido para ellos una excepción inolvidable.

Pero Canete y Oliván insisten en ir a O manjar dos deus. Y tengo que ceder. Disfrutaríamos una cena copiosa. Tanto que la abundancia de las sobras nos causaría malestar. Y pediríamos que nos las empaquetaran para llevárnoslas a los alrededores de la preciosa estación de ferrocarril, donde permanece anclada la primera locomotora que tuvo Mozambique. Al anochecer habíamos visto allí una bandada de criaturas arrebujadas contra un muro: críos abandonados, niños y adolescentes separados de sus familias, unos huérfanos, otros perdidos, algunos exsoldados. Pararíamos el coche y enseguida comenzarían a surgir pequeños bultos de la oscuridad para suplicar una limosna. Nuestras sobras les parecerían un festín tan espléndido como inesperado. Nos preguntaríamos qué estábamos haciendo. ¿Caridad, ayuda, descargar la mala conciencia? Y yo recordaría una vez más a Jean Ziegler: «Los buenos sentimientos no son suficientes; son un lujo para los hijos de los ricos»[1]. Finalmente, acabaríamos la noche refugiándonos en el Luso, un famoso bar del puerto repleto de borrachines atraídos por sus strippers blancas.

Todo ello ocurriría lejos, infinitamente lejos del Polana; es decir, a kilómetro y medio de distancia, donde las casas son de cañizo o adobe. Otro mundo, cuyos habitantes se esfuerzan en sacar agua de los pozos para hacer una masa con harina de mijo y cenar antes de dormirse en la oscuridad, sin electricidad que caliente ni ilumine sus miserias desde el atardecer hasta la salida del sol. Nada de él tiene que ver con el mundo aparte de mi hotel, cuyos lujos sirven de antídoto contra el vértigo interior de quienes nos asomamos al vacío social los instantes precisos para retratar la pobreza extrema y la injusticia radical que desconocemos en la alienación de nuestros privilegios. Ziegler explica que «la mayoría de nosotros no se atreve a ver el mundo tal cual es; de hacerlo así, nos volveríamos locos».

Por eso, antes de salir de la habitación, vuelvo a asomarme al balcón para contemplar esa piscina iluminada que resume los valores eternos, occidentales y cristianos, conforme a los cuales me enseñaron a vivir. Sus reflejos azules, mis camisas embutidas en bolsas de plástico y las melodías del incansable pianista negro del salón consiguen alejarme de la realidad circundante –de la realidad real– agigantando al tonto que llevo dentro: un imbécil satisfecho que esta noche, otra vez más, cenará bien y dormirá mejor tras escribir una crónica para el Telediario sobre las insuperables miserias de Mozambique.

Los Centuriones

LOS MILITARES NO SON GENTE SERIA

Enseguida comprendí por qué nunca entendería la guerra, ninguna guerra. Bastó con que abriera los ojos la primera vez que me encontré en un escenario bélico y escuchara la verborrea de los portavoces militares. La lógica más básica rechina cuando se pervierten o atropellan los valores elementales del hombre. Cuando se justifica desde el poder que se mate y se muera por el interés supremo de la patria, la maldita razón de Estado alcanza su grado de aberración más extremo. Entonces, los hechos bélicos se envuelven en épica. La retórica oficial se acompaña de fanfarrias, y la guerra se explica con lengua de madera, como si fuera otra película. Más allá del patetismo y la tragedia de sus víctimas, los periodistas describimos su transcurso con palabras neutras e incluso analizamos sus causas en un tono frío que aparente objetividad, tratando incluso de adivinar las razones últimas de quienes gestionan los conflictos. Pero lo cierto es que las guerras siempre escapan a cualquier posibilidad de entendimiento. Porque sus circunstancias despiadadas y su mecánica absurda producen sensación de irrealidad. Si el público conociera algunas de nuestras experiencias personales, vividas poco antes o después de transmitir una crónica, en los frentes de combate o en los cuarteles de retaguardia, la imagen que tendrían de los conflictos armados y sus gestores sería muy diferente, aunque tal vez igualmente incierta.

Georges Clemenceau[2], tras constatar la locura política que significa dejar en manos de centuriones los asuntos más graves del Estado, ironizó con amargura sobre el error que suponía encomendar a los militares la dirección de una guerra. ¿Acaso los políticos ofrecerían mayores garantías de sensatez? Sus discursos y sus gestos suelen resultar menos elementales y sugieren una consistencia ideológica mayor. Pero, en definitiva, si «la justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música», como escribió Clemenceau, también se puede asegurar que, en sí misma, la lógica de la guerra es a la lógica lo que los compases rudos de una banda castrense son a un concierto de la Suisse Romande.

En una inolvidable escena de Sopa de ganso[3], la película más corrosiva de los hermanos Marx, el general Chico informaba al presidente Groucho de que sus cañones en retaguardia estaban disparando contra sus propias tropas en las trincheras de vanguardia. A la pregunta de qué debían hacer, Groucho le respondía de modo implacable: «Seguir disparando. Ningún ejército serio puede admitir tal error...». Aquel diálogo me viene a la memoria cada vez que la artillería o la aviación norteamericanas han bombardeado sus propias líneas atacantes o las de sus más sufridos aliados, algo que ha ocurrido repetidamente durante décadas desde la guerra de Vietnam hasta las de Afganistán o Iraq. Nieto como soy de Descartes, he coincidido y chocado frecuentemente con esos incorregibles nietos de Groucho, uniformados con distintas tonalidades de verde, que gruñían órdenes en diferentes lenguas, adornados por galones e incluso distinguidos por numerosas medallas como recompensa al heroísmo, la disciplina y otros valores fundamentales entre los que siempre he echado en falta reconocimientos oficiales a la inteligencia o la solidaridad.

El Mercado

LOS PRECIOS DEL AUXILIO

Mozambique sólo disponía de cinco helicópteros, cedidos por el Ejército de la vecina Sudáfrica[4], para prestar auxilio al millón de víctimas causadas por las inundaciones que devastaron cinco de sus provincias en febrero de 2000. El agua arrasó casi un tercio de las zonas cultivadas, ahogó al ganado, contaminó los pozos y destruyó carreteras, vías férreas y tendidos eléctricos. Los helicópteros no daban abasto para rescatar a millares de personas que habían quedado aisladas en tejados, árboles o colinas, ni mucho menos para distribuir alimentos entre la población desplazada y hacerle llegar asistencia médica.

En el hospital de Chokwe, una de las zonas más afectadas por las inundaciones, las misioneras españolas de San Vicente de Paúl lograron salvar a medio centenar de enfermos subiéndolos a la torre del campanario, donde permanecieron tres días antes de ser evacuados. Ante la gravedad de la situación, las monjas no vacilaron en contratar por teléfono un helicóptero de una compañía privada sudafricana, sin que les preocupara que su modesta caja no dispusiera de dinero suficiente. Sor Marina Suela Moreno nos contó, justamente escandalizada, que el precio por hora de vuelo superaba los 2.000 euros. Cotización de mercado: la urgencia de la demanda impulsó un alza tan desmesurada como despiadada. «Los beneficios de los negociantes del auxilio aéreo son tan gigantescos que han hecho imposible contratar todos los vuelos necesarios», denunciaba Javier Martín Pérez, delegado del Movimiento por la Paz, el Desarme y la Libertad (MPDL) en Maputo.

Las inundaciones hicieron que Mozambique pasara de golpe a depender enteramente de la solidaridad internacional. Incluso dejaron de tener sentido las estadísticas que lo señalaban como una de las naciones más pobres del mundo, con una renta mayoritaria inferior a los 1.200 euros, una expectativa media de vida de cuarenta y siete años y más de 200.000 muertes anuales de niños por enfermedades asociadas a la desnutrición. Las empresas de transporte sudafricanas cobraron puntualmente las abultadas facturas por los vuelos de ayuda humanitaria. Y, si las misioneras pudieron pagar la suya, fue gracias a la financiación anónima de un millonario español.

La Vida

LOS PÁJAROS SABEN

—Los pajarillos son más sabios que nosotros, porque ellos saben en quiénes pueden confiar, aunque desconfíen de casi todo el mundo.

Era la explicación de un comerciante de Katmandú, en un inglés rudimentario, ante el asombro que nos producía el entrar y salir de pájaros en la tienda donde Ricardo Iznaola, Jesús Mata, mi mujer, mi hijo y yo buscábamos tankas[5] tibetanas. La existencia de varios nidos semiocultos en las vigas de madera de la techumbre justificaba el trajín de unas pequeñas aves que no mostraban temor alguno a los seres humanos.

—Ahora hay mucho movimiento porque saben que falta poco para que eche el cierre –contaba el vendedor–. Conocen los horarios comerciales y adaptan su vida a ellos. Nunca se queda ninguno fuera.

—¿Les da usted de comer?

—Yo les doy una casa segura, que ya es bastante. También recojo a los polluelos que caen al suelo y los devuelvo a su nido. Pero la comida corre por cuenta de ellos.

—¿Y no le importa que le manchen la tienda?

—Mi relación con los pájaros es mi forma de «complicidad con la vida», mi pequeña cura personal del malestar que me causa el materialismo de mi trabajo y de mi existencia.

La profundidad de Asia.

[1] En El hambre en el mundo explicada a mi hijo, Barcelona, El Aleph, 2010.

[2] Primer ministro francés y ministro de la Guerra en 1917.

[3] Duck soup, 1933.

[4] Cuando trascendió la gravedad de la catástrofe, Malaui prestó dos helicópteros. España envió otros cuatro, así como Francia y Alemania.

[5] Tankas (también escrito thangkas) son pinturas tradicionales budistas, generalmente sobre seda.