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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Los perdidos

Título original: The Lost Ones

© 2017, Sheena Kamal

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Calderónstudio

Imagen de cubierta: Dreamstime.com

 

ISBN: 978-84-9139-218-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Uno

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Dos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Tres

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Cuatro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Cinco

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Sobre la autora

 

 

 

 

 

 

Para mi madre

UNO

1

 

 

 

 

 

La llamada se produce poco después de las cinco de la mañana.

Me pongo en guardia de inmediato, porque todo el mundo sabe que nunca sucede nada bueno tan temprano. Al menos no mediante una llamada telefónica. Nunca te comunican antes de las nueve de la mañana que un pariente adinerado ha fallecido y te ha dejado su herencia. De modo que es una suerte que yo ya esté despierta y vaya por mi segunda taza de café, así al menos me siento algo más preparada.

Acabo de regresar de mi paseo, durante el cual me he asomado por encima del rompeolas y he observado el agua tranquila y gris, igual que la propia ciudad en esta época del año. Como de costumbre, he intentado ver la corriente cálida y oscura que fluye desde Japón hasta el Pacífico Norte, moderando el frío y extendiendo sus dedos tibios por la costa. Y, como de costumbre, me han negado ese placer.

Vancouver. Hay quien dice que esto es precioso, pero eso es porque no han explorado los lugares que yo llamo hogar. Esas personas jamás han ido a Hastings Street, llena de agujas y yonquis. Nunca han contemplado el cielo y el agua grises durante meses mientras los aguaceros intentan sin éxito despejar el ambiente. Y entonces llega el verano y hace tanto calor que se pueden tostar malvaviscos en los incendios que arrasan los bosques de la provincia. El verano en la costa no está mal, pero ya hace meses que pasó cuando suena mi teléfono.

Me quedo mirando el número desconocido que aparece en la pantalla y, pasado un instante de incertidumbre, decido no contestar. Vuelve a sonar varios segundos más tarde. Estoy intrigada. Respondo, aunque solo sea porque siempre he admirado la perseverancia en una persona que llama.

—¿Diga?

Se produce una larga pausa después de que la persona al otro lado del teléfono explique con voz rasgada el motivo de su llamada. La pausa se hace incómoda. Sé que el hombre está debatiéndose, quiere decir más, pero sabe que es mala idea. Nadie quiere hablar por teléfono con alguien que divaga. Sobre todo con alguien a quien no conoce. Me lo imagino sudando al otro lado de la línea. Quizá le haya dado un calambre en las manos. Se le cae el teléfono y oigo que choca contra el suelo. Maldice durante treinta segundos mientras intenta recogerlo y recuperar la compostura.

—¿Sigue ahí? ¿Ha oído lo que he dicho? —me pregunta.

—Sí, lo he oído —respondo cuando el silencio se vuelve insoportable—. Allí estaré. —Y cuelgo el teléfono.

Nunca antes había oído el nombre de Everett Walsh, pero, según dice, yo podría saber algo sobre una chica que ha desaparecido. Sin embargo, no me dice de qué se trata. Me planteo no quedar con él, pero parece desesperado, y si hay algo que me atrae más que la perseverancia, es la desesperación.

Pese a que me gano la vida encontrando a gente, ¿qué podría saber yo sobre una chica desaparecida que justifique una llamada a estas horas?

Su desesperación es tan desgarradora que casi puedo saborearla.

2

 

 

 

 

 

Hace una fría mañana invernal en Vancouver. Habría dicho húmeda, pero eso se da por hecho cuando se habla de la costa oeste en esta época del año. En esta ciudad, si tienes dudas sobre el tiempo que hará, decántate por la opción de las precipitaciones. Estoy sentada bajo la marquesina de la parada del autobús que hay al otro lado de la calle una hora antes del encuentro, aunque mi viejo y destartalado Corolla está aparcado en el aparcamiento. La gente en los coches suele ignorar a quienes esperan en las paradas de autobús, salvo cuando el semáforo está en rojo y no tienen otro sitio al que mirar. Dado que aquí no hay semáforo, me siento invisible. Desde mi banco, veo la cafetería y el aparcamiento con claridad. La cafetería está fuertemente iluminada en la barra, pero el resto está en penumbra. Así que va a ser una reunión clandestina. Me parece bien. Sé comportarme de manera clandestina. Pero ¿podrá decirse lo mismo de Everett Walsh?

El autobús se detiene y le hago un gesto al conductor para que siga su camino. Se aleja con un gruñido y el vehículo me echa el humo negro en la cara al apartarse del bordillo.

Situada junto a la bulliciosa Kingsway, la cafetería es una mezcla de bar y restaurante, rodeada de talleres mecánicos y de restaurantes de comida rápida. De todos los antros que podría haber escogido entre su casa en Kerrisdale y el lado más sórdido de Vancouver, donde vivo yo, se ha decantado por uno con un bonito toldo rojo y molduras de un amarillo desgastado. Algo entre medias. Quizá albergue la esperanza de que ambos estemos a gusto.

Sé que el café aquí es terrible, pero las magdalenas no están mal. La gente que sale con vasos para llevar en la mano retira la tapa, da un trago y pone cara de asco. Los que llevan magdalenas ni parpadean. Se encogen de hombros y siguen su camino, como si hubieran invertido bien su dinero.

Veinte minutos antes de la hora, un Audi deportivo negro rodea el aparcamiento. Una pareja bien vestida, ambos con gafas de sol, miran hacia el interior de la cafetería. No ven a quien están buscando y empiezan a discutir. El Audi abandona el aparcamiento y regresa cinco minutos más tarde.

Aparcan junto a la puerta, el hombre se baja, sin las gafas de sol, y entra en la cafetería. Es bajito y corpulento, con el cuello ancho. Una gorra de béisbol le cubre el poco pelo que tiene. Lleva una chaqueta oscura y los hombros caídos por la derrota. La mujer se baja, da un golpe de melena, larga y pelirroja, y lo sigue hacia el interior. Le da igual quién pueda verla. Es guapa y está acostumbrada a que la miren. Sin embargo, se deja puestas las gafas de sol porque le añaden cierto aire de misterio y sex appeal. Es algo muy efectivo. El hombre de mediana edad que hay tras la barra la mira disimuladamente mientras le sirve el café. No mira al hombre que va con ella, salvo para aceptar su dinero.

Entonces esperan. Tendrán ambos cuarenta y tantos años, van arreglados y bien vestidos. No se hablan, pero el silencio entre ambos no resulta incómodo. Si una vez hubo química entre ellos, los años de matrimonio han acabado con ella. El hombre sigue interesado, pero la mujer ignora todos sus intentos por llamar su atención y se queda mirando por el ventanal hacia la entrada del aparcamiento. Ambos beben el café sin ninguna reacción aparente. O no están prestando atención, o sus papilas gustativas están en shock.

Me quedo observándolos el tiempo que queda. Obviamente no son una pareja acostumbrada a salir a tomar café juntos. No estarían aquí si no tuvieran que estar, así que la situación debe de ser grave. Tengo un mal presentimiento con esto, aunque he de admitir que también siento cierta curiosidad. Gracias a una búsqueda online que realicé esta mañana, sé que ambos son arquitectos, pero trabajan para estudios diferentes. Parecen inofensivos, de modo que bordeo la cafetería y entro por la puerta lateral. No se esperaban esto y se sorprenden cuando aparezco frente a su mesa con una magdalena en la mano.

La mujer se queda mirando mis vaqueros rasgados y mi enorme chaqueta de lana con hilos sueltos. El hombre, sin embargo, parece embobado con mi cara. Mi piel no es clara ni oscura, sino algo intermedio. Tengo los pómulos marcados y una barbilla pronunciada. Lo que más parece llamarle la atención son mis ojos. No es algo raro para aquellos que se molestan en mirar. Soy de lo más normal si no se tienen en cuenta mis ojos. Son tan oscuros que la pupila y el iris son indistinguibles, enmarcados por unas pestañas largas que podrían hacer que pareciesen bonitos hasta que se los mira de cerca; es entonces cuando uno se dará cuenta de que absorben toda la luz que hay alrededor y se niegan a soltarla. Cuando alguien me mira a los ojos, de pronto recuerda citas que tenía que concertar o compromisos anteriores que había olvidado apuntar en su agenda.

—¿Everett Walsh? —pregunto colocando una silla junto a su mesa antes de sentarme. Miro solo al hombre. La mujer necesita algo más de tiempo para superar mi aparición.

—¿Qué? Ah, sí. Ese soy. O sea, que soy yo. —Se seca el sudor de debajo de la gorra y acaba por quitársela. La mujer le mira asqueada con el ceño fruncido—. Esta es Lynn, mi esposa.

—Un placer —me dice ella con una voz fría y distante que indica que es cualquier cosa menos un placer. No me reconocen de la parada del autobús y es probable que ni siquiera se hubieran percatado de la existencia de dicha parada. No son gente acostumbrada a usar el transporte público. Afortunados ellos. El transporte público en Vancouver es lo que podríamos llamar una puta mierda, algo que evitar a toda costa, salvo que seas pobre o tengas el coche en el taller.

Al ver que Lynn ha decidido no ser de mucha ayuda, Everett toma la iniciativa.

—Gracias por venir. Quiero decir que ya sé que esto ha sido algo inesperado y que no nos conoce, pero…

—¿Quién les habló de mí? —Alguien debió de darles mi número.

Everett parpadea.

—¿Qué? Nadie. Contratamos a alguien para que la encontrara.

Ahora soy yo la que está confusa. Suele ser al revés.

—¿De qué está hablando?

—Nuestra hija ha desaparecido —dice Lynn.

Everett la mira.

—Eso ya se lo he dicho por teléfono, cielo.

Lynn se vuelve hacia él. Son visibles los años de historia en común en esa mirada que comparten.

—Su hija es la que ha desaparecido —le aclara a su marido mientras me señala a mí—. ¿Le has dicho eso por teléfono?

Yo me quedo mirándola con la boca ligeramente abierta. Es la bomba informativa que ella esperaba que fuese. Por un instante la habitación parece quedarse sin aire y comienza a crecer una tensión inesperada. Lynn me presta ahora toda su atención y, aunque no sonríe, sé que tras sus gafas de sol se siente satisfecha.

Everett se aclara la garganta. Abre la boca para hablar, pero después la cierra. Nos quedamos mirándonos el uno al otro hasta que reúne el valor para volver a intentarlo.

—Se refiere al bebé que dio usted en adopción hace quince años. —Le preocupa mi reacción, que hasta este momento había sido inexistente. Ahora me dan ganas de comprobar si sigue estando el suelo bajo mis pies o si, como sospecho, me he caído por una madriguera de pesadilla.

Saca una fotografía de su cartera y me la muestra.

Veo a una adolescente rolliza de piel clara. Aunque los ojos de la fotografía son más profundos y están ligeramente rasgados, no puede negarse que son míos. Casi negros, insondables. La melena oscura le cae por encima de los hombros, es más oscura que la mía, y tiene un adorable hoyuelo en la barbilla. Dejo de fijarme en sus rasgos y me centro en lo que hay debajo. En lo que oculta. Pasados unos segundos, veo una sonrisa en sus labios, pero no es una sonrisa sincera. Está mintiendo a la cámara, fingiendo ser feliz.

—Esa es Bonnie. Bronwyn, de hecho, pero la llamamos Bonnie. —Everett habla con orgullo. También con amor.

Yo miro a Lynn. Ella se niega a mirar la fotografía. Mastico mi magdalena mientras reordeno los pensamientos, que se han filtrado entre las grietas de la mesa de madera y yacen desperdigados por el suelo.

Everett no puede leerme el pensamiento, pero, ahora que ha empezado, no puede parar.

—Desapareció hace casi dos semanas. Pensamos que se había ido de camping con unos amigos, pero…

—Pero mintió y nos robó todo el dinero que teníamos en casa. También me robó la tarjeta y sacó mil dólares antes de que yo me diera cuenta y la anulara. —Lynn se quita las gafas de sol y yo veo las bolsas bajo los ojos inyectados en sangre. Empiezo a entender lo que está ocurriendo. Lynn casi ha perdido la esperanza. La niña a la que tanto se esforzó por adoptar se ha convertido en una adolescente y ahora está buscando el ticket para devolverla—. Ya lo había hecho dos veces antes, pero no durante tanto tiempo.

—La policía no ha sido de mucha ayuda —interviene Everett—. Han dado la alerta, pero, como se llevó el dinero, dan por hecho que ha sido su voluntad mantenerse escondida tanto tiempo. Han dejado de buscarla. Ni siquiera sé si alguna vez lo hicieron. Creo que uno de ellos habló con sus profesores, pero no llegó a ninguna parte. Es una buena chica…

Lynn resopla.

—Dicen que es una fugitiva crónica o algo así, Everett. Nos ha robado.

—¡Es una buena chica! —insiste Everett—. Pero últimamente daba problemas —admite—. Tenía nuevos amigos. Salía hasta tarde. La han visto con la gente del hip-hop. Creemos que ha estado bebiendo y consumiendo drogas. Sí, es cierto que ya se escapó antes, ¡pero siempre regresaba! Esta vez no. ¿Por qué? ¿Por qué no ha vuelto aún a casa? —La emoción le sobrepasa y se cubre el rostro con las manos. Es triste ver llorar a un hombre adulto, pero me niego a apartar la mirada. Es en momentos así en los que se ve si alguien está siendo auténtico. Es fácil distinguir las lágrimas falsas, así que es mejor estar comprometido con el asunto. Y él lo está. Este hombre está sufriendo.

Lynn se queda mirándolo durante unos segundos y entonces se vuelve hacia mí. No le pone una mano en el hombro, no trata de consolarlo.

—Hemos encontrado el historial de búsqueda de su ordenador. Ella sabía que nos oponíamos, pero aun así andaba buscando por internet a sus padres biológicos. Empleando esas… ¿cómo se llaman?

Me mira como si yo debiera llevar la respuesta preparada, pero me encojo de hombros.

Ella no parpadea.

—Esas páginas que reúnen a hijos adoptados con sus padres biológicos. Es menor de edad, así que no puede inscribirse en las páginas oficiales, pero hemos oído que hay otras no autorizadas. Comunidades online de gente que busca a otra gente. Esperamos por su bien que no se haya puesto en contacto con usted, pero, de haberlo hecho…

Everett se recompone el tiempo suficiente para mirarla con fastidio.

—Por favor, disculpe a mi esposa. Solo queremos saber dónde está nuestra hija.

Es fácil leer entre líneas. Lo que quieren decir es que soy una mala influencia, aunque solo viera a la niña en una ocasión y es imposible que se acuerde de mí. Me doy cuenta de que me culpan de sus problemas con las drogas y el alcohol. En su cabeza, la chica ha despreciado todo su cariño y ha sacado mi naturaleza; ha huido para estar con su verdadera familia y juntas llevaremos una vida disoluta y plagada de alcohol. Nos reiremos de ellos.

No hay nada más humillante que ver cómo la gente decente te mira con desdén. Aunque no me atrevo a dejar que se me note, y apenas me sirve de consuelo saber que sus vidas se desmoronan más deprisa que la mía. Ahora entiendo por qué Everett estaba tan desesperado por quedar conmigo.

Soy su último recurso.

—Hace unos años estaba obsesionada con encontrar a sus padres biológicos. Hablaba con sus amigas del tema, pero entonces paró y nosotros pensamos que se le había olvidado. Pero nos dimos cuenta de que había encontrado los papeles de la adopción. Su certificado de nacimiento. Es usted una mujer difícil de encontrar; tuvimos que contratar a un detective, pero pensábamos que tal vez Bonnie hubiera logrado ponerse en contacto con usted de alguna forma.

Yo le miro con el ceño fruncido.

—Eso no tiene ningún sentido. Legalmente ustedes han de tener un certificado de nacimiento corregido. Mi nombre no debería aparecer por ninguna parte.

—Lo sabemos —responde Everett—. Hubo una confusión y nos entregaron el certificado equivocado. Más tarde nos dieron el certificado corregido y nos pidieron que destruyéramos el original.

Lynn no mira a Everett, pero sus palabras van dirigidas a él.

—Pero Everett se lo quedó.

—Lo siento —dice—. ¿Vale? ¿Cuántas veces tendré que decirlo? Lo siento mucho.

—Yo no he sabido nada de ella —les digo pasado un minuto. Ya casi me he comido la magdalena, y tanto la puerta principal como la lateral me resultan muy tentadoras. Al final la curiosidad puede más que yo—. ¿Qué ocurrió el día en que desapareció?

Lynn se encoge de hombros.

—Dijo que se iba de camping.

—Sí, eso ya lo han dicho. ¿Dónde estaban ustedes?

Se miran. No les resulta cómodo poner sus capacidades como padres bajo el microscopio.

—Estábamos trabajando —me dice Lynn. Tiene los ojos entornados y su voz suena varios decibelios por encima de lo que pretendía. Algunos de los clientes de la cafetería se vuelven para mirarnos antes de seguir con su horrible café.

—Quizá se haya puesto en contacto con su padre biológico —comenta Everett en un intento por recuperar el control de la conversación. Le dirige a Lynn una sonrisa de disculpa. Parece estar muy acostumbrado a ello.

Ni hablar. Así que niego con la cabeza.

—En eso no puedo ayudarles. —Me levanto de la mesa y salgo de manera abrupta, igual que cuando llegué. Se me pasa por la cabeza disculparme, pero nunca he entendido ese impulso canadiense de pedir perdón cuando no has hecho nada malo.

Mientras me dirijo hacia la puerta, oigo a Lynn susurrar:

—Buena idea, Ev. Simplemente genial.

Oigo pasos a mis espaldas mientras atravieso el aparcamiento. Me tenso cuando se acercan. Es Everett. Me pone la fotografía en las manos.

—¿Nora? El encuentro no ha ido como esperaba. Lynn… tiene mucha presión en el trabajo en estos momentos y hace tiempo que las cosas entre Bonnie y ella no andan bien.

De nuevo adopta una expresión de disculpa. Espera que le diga «ya pasó, no ha sido nada». Pero, al igual que Lynn, ignoro su descarada petición de consuelo y comprensión. Se pone rígido y veo que un intenso rubor se extiende desde su cuello. Intento devolverle la foto, pero se aparta.

—Quédesela. Pero, por favor, si sabe algo de ella, llámenos. He escrito nuestra información de contacto detrás de la foto. Es… es una buena chica. Pese a todo. Solo quiero que vuelva a casa.

Es la segunda vez que dice eso. Está intentando creerlo por todos los medios. Una buena chica. Me pregunto qué querrá decir con eso. Parece bastante mezquina.

—¿Por qué contrataron a un detective para buscarme a mí y no a ella? —le pregunto. Y acto seguido se me ocurre la respuesta—. Porque pensaban que acudiría a mí, así que soy su punto de partida.

—Y nuestro punto final también —dice dándose la vuelta—. Se le da muy bien huir. No nos ha dejado otra opción.

Camino hacia mi destartalado Corolla intentando controlar el pánico que surge en mi interior. Everett Walsh se ha desvivido por ponerse en contacto con la madre biológica de su hija desaparecida, aunque no existe ninguna prueba que apunte a que mantengo contacto con la niña a la que renuncié hace tantos años. La chica ha estado buscándome, pero ¿y qué? Muchos niños buscan a sus padres biológicos, sin éxito. No es tan raro. Me entrega una foto, aunque yo no se la he pedido. Trata de impresionarme diciendo lo buena que es. No está mintiendo, pero cada vez son más evidentes sus intentos de manipulación. Su historial como fugitiva ha puesto en peligro cualquier investigación seria sobre su desaparición y él se agarra a un clavo ardiendo.

Que haya logrado encontrarme no significa nada. Mi nombre aparece en el certificado de nacimiento original. Pero ¿cómo diablos sabe que me dedico a buscar a personas desaparecidas?

¿Y sabrá que su mujer ha mentido al decir dónde se encontraba el día en que desapareció su hija?

3

 

 

 

 

 

La chica está sentada en las rocas y sopesa su próximo movimiento. Cree que tiene una conmoción, pero no sabe cómo estar segura de ello. Le sangran la cabeza, los brazos y las muñecas. Tiene un ligero dolor en la parte trasera de la cadera, pero no recuerda haberse golpeado allí. Oye las olas, que rompen en las rocas y amenazan con arrastrarla al océano. Está tan mareada que sabe que no sería capaz de resistirse. El agua tiene un poder en sí misma, un poder que le asusta.

Tiene que moverse.

Pronto pensarán que está muerta y dejarán de buscarla. Se aferra a esa idea como a un talismán y se hace un ovillo. La sal que transporta el aire hace que le escuezan los ojos. Saca la lengua para atrapar una gota de agua de mar que resbala por su cara y se da cuenta de que es una lágrima.

4

 

 

 

 

 

El cruce entre Hastings y Columbia se encuentra en el peor barrio de Vancouver, en el lado este del centro. La ciudad está a punto de embarcarse en un intento de rejuvenecimiento en la zona, pero de momento sigue siendo lo que ha sido siempre: un barrio de mala muerte. Sin embargo, como los precios del mercado inmobiliario de Vancouver son los que son, es la única opción viable para un enamorado del centro que pretende abrir su agencia de detectives junto al amor de su vida, un laureado periodista que alquila parte de la oficina como free lance, escribe su libro y trabaja en su blog de noticias.

Yo soy la recepcionista y ayudante de documentación de ambos. Ninguno puede permitirse pagarme por separado, pero, en esta nueva economía de compartir gastos, han encontrado la solución. Y yo también. Durante los últimos tres años he estado viviendo gratis debajo de la agencia para ahorrar la señal para una vivienda en propiedad. Pero eso mis jefes no lo saben. Ellos creen que no es más que un sótano con viejos informes y un escobero, y jamás se han molestado en comprobarlo. A veces dicen algo sobre mi Corolla, que siempre está aparcado en la parte de atrás, pero no saben que es mío. Dan por hecho que pertenece al tío del final del pasillo que se dedica a servicios de marketing, y nunca me he molestado en sacarles de su error.

Al final de la calle, una calle llena de yonquis, traficantes, proxenetas y putas, se encuentra el paraíso hípster de Gastown. Gastown es la zona que separa a los ricos de los pobres, la gente que puede permitirse vivir en las mejores partes de la ciudad y los demás que, como yo, viven gratis de okupas y aceptan lo que sea. Los jefes viven en Kitsilano, que está cerca de la playa, pero lo suficientemente lejos de la peste que desprenden los alrededores de su oficina, así que son felices. Se trata de Sebastian Crow, un divorciado de hombros caídos, y Leo Krushnik, el homosexual más extravagante que he conocido jamás. Están locamente enamorados, aunque no tan locamente en el caso de Seb; él solo está enamorado. Seb, un brillante corresponsal en el extranjero, se reconcilió con su homosexualidad en una etapa tardía de la vida, a los cuarenta y tres, después de dos úlceras provocadas por el estrés postraumático de cubrir la guerra de Kosovo y durante su matrimonio con una abogada. Sin embargo, no podía negar la pasión que sentía por el joven investigador privado y contable forense de su esposa. De manera que lo dejó todo para ayudar a Leo a abrir su propia agencia de detectives, al margen de la cual ahora trabaja. Sus capacidades periodísticas contribuyen de vez en cuando, pero en general el negocio es de Leo.

Lo que me lleva a recordar una lección que me tomo a pecho: nunca abras un negocio con tu pareja. Ahora el trabajo y el hogar están inevitablemente entrelazados, y Seb solo encuentra respiro cuando está solo en su escritorio o solo en el bar del otro lado de la calle, cuando Leo está ocupado.

—Vaya, ahí está nuestra excelente detectora de mentiras —dice Leo cuando entro.

Hoy llego tarde. Eso es raro. Nunca llego tarde –vivir en el sótano tiene sus ventajas–, pero mi reunión con los Walsh me ha hecho perder tiempo. En vez de aportar un nuevo cliente, he llegado a las nueve y media sin nada que lo justifique ni ganas de dar una explicación. Al otro extremo de la zona de recepción, Leo me mira desde detrás del escritorio. Con sus gafas de diseño y su traje a medida, arreglado, pero informal, uno no pensaría que se trata de un investigador privado, y esa es una de las razones por las que es tan bueno en su trabajo. La gente suele subestimarlo, lo cual es un error.

Seb abre la puerta de su despacho y se queda mirándome desde el umbral. Lleva las gafas de lectura pegadas con celo en un lateral y aparecen torcidas sobre el puente de la nariz.

—¿Va todo bien, Nora? —me pregunta con tranquilidad. Mi retraso ha alterado su rutina. Esta mañana ha tenido que prepararse él el café y estará preguntándose por qué.

—Sí —respondo mientras me siento detrás de mi escritorio. La luz roja del teléfono de la oficina no parpadea. No hemos recibido ninguna llamada desde ayer—. Siento llegar tarde.

—Puedes llegar tarde más a menudo —interviene Leo—. En serio, Nora, necesitas vivir un poco. Sal por ahí. Invierte dinero en tu vestuario.

Es improbable que ocurra cualquiera de esas tres cosas, y Leo lo sabe. Ha mantenido esta conversación unilateral en muchas ocasiones. La ausencia de historias emocionantes que contar por mi parte, sumada a mi desafortunada indumentaria laboral, que consiste en dos vaqueros rotos y tres chaquetas de lana grandes que tapan los agujeros de mis camisetas, es un elemento de discordia para él.

Justo cuando está a punto de embarcarse en otra explicación sobre la importancia de tener prendas básicas de calidad y prendas de marca, se abre la puerta de la entrada y golpea la pared con fuerza. La sala parece estremecerse. Entra una mujer rubia y delgada y contempla la habitación como si le perteneciera. Nos ignora a Seb y a mí. Se centra en Leo. Es nuestra clienta más regular.

—Tengo trabajo para ti.

—Melissa —comenta Leo.

Ella lo mira con los ojos entornados.

—Estás manteniendo al padre de mi hijo. ¿Cómo va a pasarme la pensión de Jonas si está sin blanca? De todos es sabido que el dinero del libro ya se lo gastó, y se ha saltado el plazo de entrega del siguiente mientras juguetea con un maldito blog. ¿Quién gana dinero con los blogs en la actualidad? —Habla para la habitación, recordándonos a todos una vez más lo bien informada que está. La exmujer de Seb sabe que no puede jugar la carta de la pensión porque gana más dinero que él. Así que utiliza a su hijo, concebido como último intento por salvar su matrimonio, como excusa para venir aquí y averiguar si realmente su exmarido es más feliz con otro hombre.

Deja caer el informe sobre mi mesa.

—Tenemos que encontrar a este tío antes de la próxima semana.

Seb suspira desde su despacho.

—En serio, no necesito tus limosnas. Ya hemos hablado de esto.

—Bueno, pues yo sí —responde Leo con una sonrisa falsa—. Si tu bufete quiere contratarme, claro está. Tengo la mejor agencia de detectives de la ciudad. Mira, toma un panfleto. —Le entrega un folleto hábilmente diseñado en el que invirtió cerca de doscientos dólares el año pasado en un esfuerzo por cambiar de imagen—. Por favor, díselo a tus amigos.

Todos sabemos que Melissa, una prestigiosa abogada defensora, no tiene amigos. Encaja el golpe y se queda mirando a Leo con cierta hostilidad. No entiende que este alegre inmigrante polaco con sobrepeso pueda resultar más atractivo que ella. No entiende cómo el detective privado al que su bufete contrataba de vez en cuando, al que ella misma contrató para seguir a su marido cuando este se volvió distante, pudiera acabar seduciendo a su marido en vez de investigar con discreción como se suponía que debía hacer. No entiende cómo su marido pudo volverse gay delante de sus narices.

Es demasiado para ella. Así que se encamina hacia la salida.

—La semana que viene —anuncia de nuevo sin dirigirse a nadie en particular.

Y desaparece. Todos suspiramos aliviados cuando la puerta se cierra con el mismo ímpetu con el que se abrió.

Seb se queda mirando a Leo con rabia y cierra su puerta de golpe. Leo se entretiene con unos papeles que tiene sobre la mesa. Todo el mundo finge no sentirse humillado por necesitar cualquier caso que se le presente, porque han pasado dos años desde el moderado éxito editorial del libro de Seb sobre el genocidio en Kosovo. Se han gastado casi todo el dinero en su casa del centro y en el divorcio.

Aun así, un caso es un caso y no podemos permitirnos ser exquisitos.

La carpeta, claro está, es para mí.

En este negocio yo localizo a los testigos y estoy presente en los interrogatorios para decidir si mienten o no. Para descubrir qué es lo que intentan esconder. Esa es mi especialidad. Leo se ofreció a pagarme un programa de entrenamiento especial en detección de mentiras, solo para que fuera oficial, pero sé que no tiene dinero para permitírselo y además a mí nunca me ha gustado presumir de mis conocimientos. A veces es mejor mantener oculta tu mayor habilidad. He aprendido esa lección de la peor manera posible.

Abro la carpeta y me quedo mirando una imagen de Harrison Baichwal sonriendo a la cámara. Sus cejas pobladas son lo primero en lo que me fijo, y en una barba recortada que le cubre casi toda la cara. Tras él se aprecia un rompeolas y en el cielo no hay una sola nube. El hombre de la foto no tiene ni idea de lo que le depara el futuro y no sabe que la oscuridad puede colarse en cualquier imagen soleada, proyectando sombras por todos lados. Harrison Baichwal ha sido testigo de un asesinato, ha realizado una declaración poco consistente en la que asegura no haber visto nada fuera de lo normal antes de los hechos en cuestión y desde entonces está desaparecido.

Trato de no pensar en hijas desaparecidas y ponerme a trabajar. Pero aun así. Aun así le doy vueltas a la cabeza, imagino horribles hipótesis sobre lo que les ocurre a las jovencitas que no vuelven a casa. No conozco a esa chica, pero no puedo seguir mintiéndome. Todavía ocupa un lugar en mi conciencia. En todos estos años nunca me he permitido pensar en el espacio que ocupa realmente en mi cabeza.

5

 

 

 

 

 

Las personas mienten a todas horas y por cualquier cosa. Cuando les haces preguntas incisivas, mienten también. Lo importante para pillar a un mentiroso, incluso al más avezado, es hacer la pregunta correcta. Ser específica. «¿Dónde estuviste anoche, cielo?» es una pregunta abierta. Un mentiroso aficionado puede pasarse años esquivando preguntas así. Siempre es mejor decir: «¿Estuviste tirándote a la cajera de la gasolinera ayer entre las 19.37 h y las 22.18 h?».

Un mentiroso aficionado contará toda la verdad casi de inmediato si se enfrenta a una pregunta como esa. Un mentiroso experimentado se dará cuenta de que el juego todavía no ha terminado. Quizá tu mejor amiga Nancy vio a alguien que se parecía a él entrar en una habitación de motel con alguien que se parecía a la cajera de la gasolinera. Era de noche. La noche es oscura. No había luna la noche anterior y él escogió una habitación alejada de las farolas. Puede que hubiese pruebas fotográficas o puede que no. El mentiroso siempre intentará buscar una salida y contestará con más preguntas para averiguar cuánto sabes realmente. Además, ¿puede demostrarse ante un tribunal si está en juego la nulidad de un contrato prenupcial? Un buen mentiroso le dará la vuelta a tus argumentos y te hará sentir mal por tu falta de confianza y por tu cínica visión del mundo.

Aun así, un mentiroso ha de tener en cuenta muchas posibles salidas cuando se le pone en entredicho, pero, mientras todas esas ideas pasan por su cabeza, su cuerpo delata el hecho de que las está pensando. Un parpadeo. Un tic en los labios. El tamborileo de los dedos o la mandíbula apretada de forma involuntaria. Un cambio de tono casi imperceptible. Así es como se sabe que el tipo está mintiendo.

Y bien podría ser una mujer. Joven, vieja o cualquier cosa entre medias. La mentira es una parte perfectamente normal de la experiencia humana. Todo el mundo miente y casi todos lo hacen lo suficientemente bien para lograr engañar a quienes les rodean.

Bueno, todo el mundo menos yo. La mentira no es algo natural para mí. Ni siquiera la mentirijilla más banal es una opción. Generalmente prefiero evitar la verdad antes que tratar de alterarla.

Me quedo mirando la fotografía de Harrison Baichwal y me pregunto qué habrá dicho en su declaración como para no querer defenderlo ante un tribunal.

Leo no es estúpido. Sabe que no estoy cualificada para este trabajo. Por eso los encargos de vigilancia y seguimiento más serios se los pasan a Stevie Warsame, un joven somalí, antiguo policía de Alberta. Stevie es un contratista muy comprometido y solo acepta un caso a la vez, a cambio de una sustancial suma de dinero. Su meticulosidad es asombrosa; su velocidad, no tanto. No puedes acelerar algo que se está cociendo, tiene por costumbre recordarme cada vez que se digna a pasarse por la oficina, generalmente para recoger un cheque. Solo puedes observar y escuchar, y solo cuando tengas la imagen completa podrás actuar.

Leo no tardó en darse cuenta de que no era una opción para una nueva agencia subsistir solo con las investigaciones legales, los casos aburridos, la documentación y los encargos que él llevaba. Necesitaba un hombre dedicado a la vigilancia y que tuviera acceso a un equipo, en caso de que fuera necesario, y Stevie encajaba en esa descripción. Es bueno y, lo más importante, está disponible. Como sabe lo fácil que resulta seguir a la gente, se muestra reservado hasta resultar enervante. Sus anteriores empleadores no podían con él. No tiene habilidades sociales. Cuando está trabajando en un caso, es imposible encontrarlo.

Por eso los trabajos menos importantes acaban cayéndome a mí. Yo no tengo el currículum de Stevie, pero suelo hacer bien el trabajo.

Como recepcionista y ayudante de documentación, eso es mucho pedir, pero, gracias a la localización de testigos y a las notas que tomaba durante las entrevistas, mis jefes descubrieron esta habilidad tan peculiar que tengo. No es nada científico, aunque hay quienes aseguran poseer un conocimiento científico en este campo. No soy el doctor Watson ni Sherlock Holmes. Elemental, quizá, y también cuestión de observación. Tengo una extraña sensación cuando se cuenta una mentira. Una repulsión que me sube por dentro cuando un mentiroso está haciendo todo lo posible por enturbiarlo todo o salvar el pellejo. A menudo no sé lo que es; solo lo sé cuando lo veo. Y los años que pasé en el sistema de acogida me ayudaron a perfeccionar esa capacidad.

Puede que Harrison Baichwal no sea un mentiroso, pero oculta algo. Una madre de dos hijos fue tiroteada en su tienda de ultramarinos y el chico a cuya familia pertenecía la pistola no para de mentir. Sus acaudalados padres quieren que Melissa despelleje a Harrison en el estrado, sembrar la duda de que su hijo no era el que estaba aquel día en la tienda con una pistola robada, pero Harrison no entra al juego. Ha desaparecido y no se le puede entregar la citación. Y ahora yo tengo que encontrarle y descubrir por qué.

6

 

 

 

 

 

No voy a mentir porque, como ya he dicho, no suelo hacerlo: los años posteriores a convertirme de manera oficial en una superviviente fueron particularmente oscuros. Tuve tres horribles recaídas durante ese periodo y una mañana, un par de semanas después de tener la tercera, oí un leve sonido junto a la puerta trasera de la oficina. Al principio pensé que era una manifestación de mi resaca, pero, después de pasarme una hora acurrucada en un rincón, envuelta en una manta, me enfadé. Bueno, eso no es cierto. Me entró la paranoia, me bebí una cerveza para calmar los nervios y entonces me enfadé.

Cuando salí, con una tubería de acero en la mano, me encontré con una bola de pelo sucio olisqueando con asco el recipiente de un chow mein que yo misma había tirado a la basura la noche anterior. La bola de pelo me miró con ojos torvos y estiró su elegante lomo, pero no hizo amago de marcharse cuando intenté ahuyentarla. Desde entonces la he llamado Whisper. Y aquel día dejé de tener recaídas, porque una alcohólica no puede cuidar de nadie, y lo sé por experiencia. Si alguien te elige, es un honor y será mejor que estés dispuesta a hacerlo lo mejor posible. No es frecuente que alguien te elija. Todo el mundo, hasta un chucho sarnoso, tiene opciones.

Whisper es de un color gris que hace juego con las aceras del suelo y con las nubes del cielo. Recorre conmigo la ciudad a cualquier hora del día y de la noche, y ve lo que los demás se niegan a ver. Aunque no me gustan especialmente los animales, resulta imposible negar que somos afines. Lo mejor de Whisper es que siempre me recuerda que al menos yo soy más feliz que otra criatura. Cada día me mira con ojos de pena. Incluso cuando se tira un pedo, apenas suena y solo deja un leve olor. Fuera lo que fuera lo que la trajo hasta mi puerta, es su pequeño secreto, pero debía de tenerlo complicado como para marcharse a buscar una nueva vida en la peor zona de la ciudad.

Y ha demostrado su valía desde el primer día. La llevo conmigo cuando busco información porque la gente pasea a sus perros a cualquier hora del día y de la noche. Es una verdad aceptada en el mundo de las mascotas que un perro necesita ejercicio y que la persona debe asegurarse de que eso suceda. Nadie se fija en quien pasea a un perro, sobre todo si tanto el perro como la persona parecen meterse en sus propios asuntos. Eso hace que Whisper sea la tapadera perfecta para una misión de vigilancia. Está en esa edad en la que ya no es un precioso cachorro ni un lamentable perro viejo. Está justo entre medias y no llama mucho la atención. Me recuerda a mí, salvo porque está salida.

La única desventaja de Whisper es que está siempre cachonda, aunque el veterinario del final de la calle me asegura que está esterilizada. Es parte sabueso, parte lobo y cien por cien ninfómana. Dejando a un lado su pelo fosco, a juzgar por su excelente forma física sé que antes estaba bien cuidada, pero me imagino que su actitud promiscua hizo que la expulsaran. Se tira a cualquier cosa que la olisquee durante más de cinco segundos. Después se arrepiente y se pasa una semana deprimida. Después del subidón hormonal viene el autodesprecio. No me enfado con ella porque a mí me pasaba lo mismo.

La veo como un ejemplo de lo que podría pasarme si me dejara llevar.

—Qué zorra —le digo con cariño después de cada episodio. Entonces ella lloriquea y mete la cabeza en el cuenco del agua como si estuviera intentando ahogarse.

Cuando Leo y Seb se van a casa por la tarde, bajo al sótano y la despierto. Como yo, prefiere salir cuando el sol se esconde.

—Tenemos que encontrar a alguien —le digo. Levanta la cola como si estuviera pensando en moverla, pero vuelve a dejarla caer contra el suelo. Se incorpora y va hacia la puerta. No le gusta admitirlo, pero le encanta espiar a la gente casi tanto como a mí.

7

 

 

 

 

 

La negativa del canadiense medio a procrear lo suficiente para alcanzar el nivel de reemplazo generacional, situado en 2,1 hijos, ha obligado a llevar a cabo una política de inmigración progresiva. Estamos por debajo del 2, y eso no es bueno. No podemos mantener la economía a esos niveles. ¿Quién contribuirá a aumentar el producto interior bruto? Los racistas y proteccionistas pueden gritar todo lo que quieran, pero, si no empiezan a hacer bebés más deprisa, el futuro de Canadá dependerá del multiculturalismo. Sus redes de seguridad en el terreno social dependen de ello.

Lo que hace que Canadá sea un choque de culturas. Sin embargo, tratándose de Canadá, no es tanto un choque como una coexistencia pacífica con algunos comentarios maliciosos en el campo de golf. En su mayor parte. Pienso en todo esto, sentada frente a la tienda de ultramarinos de Surrey mientras veo a los indios pasar. Y por indios me refiero a indios de la India, a veces de Fiji. La comunidad aquí es principalmente surasiática, pero los clientes forman un tapiz étnico. Todo el mundo necesita chicles y pastillas para la garganta.

Whisper y yo estamos sentadas en un banco del parque al otro lado de la calle, frente al establecimiento, y observamos a la mujer que hay detrás del mostrador. Es una mujer de mediana edad, con tripa y el pelo largo y teñido, recogido bajo un pañuelo suelto. Admiro la eficacia con la que realiza sus tareas. La economía de movimientos, las manos delgadas que cobran los productos con rapidez, el modo indiferente con que responde a las preguntas, ni más ni menos servicial de lo necesario. Cuando no hay clientes, se pone con el inventario.

No parece esta una mujer preocupada por la seguridad de su marido.

A las 19 h un joven de veintitantos años le da el relevo y Bidi Baichwal se va a casa. No la sigo. Sé dónde vive con su marido, ahora desaparecido, los ancianos padres de ella y sus hijos adolescentes. La vigilancia profesional es un trabajo de equipo, pero, una vez más, Stevie Warsame no está por ninguna parte y Leo acaba de recibir un caso de contabilidad forense, así que, por el momento, estoy sola. Confío en que Bidi se vaya a casa porque ha tenido un día muy largo y apuesto a que querrá pasar la noche con sus hijos. Me quedo y observo al joven, el primo de Bidi, que llegó de la India el año pasado. A juzgar por el archivo que me dejó Melissa sobre la mesa, sé que se llama Amir. Es un buen empleado, pero tiene una mirada afligida capaz de competir con la de Whisper. Se hace cargo del turno de noche, pero su dominio del inglés no es tan bueno como el de Bidi y tarda el doble de tiempo en responder a las preguntas. Sin embargo, a la gente no parece importarle, porque tiene algo de vulnerable, algo que hace que los demás quieran ser pacientes o aprovecharse de él.

Según pasa el tiempo, todo a mi alrededor va quedándose tranquilo y en silencio. Me recuerda a ese momento justo anterior al amanecer, cuando el silencio queda suspendido en el aire y dormir se vuelve imposible. Cuando mis monstruos salen de su escondite e invaden el mundo en busca de sustento. Pero no me permito pensar en Bonnie. Ni siquiera la conozco. Llevo tantos años bloqueando su recuerdo que ya no sabría ni cómo sacarlo a la superficie de nuevo. Lo que veo es la cara de mi hermana Lorelei. ¿Qué haría si ella desapareciera? Sé por instinto que, si se tratara de Lorelei, yo no estaría aquí sentada investigando un caso.

A las 23 h Amir cierra la tienda. Lo sigo hasta un edificio de apartamentos situado a seis manzanas del hogar de los Baichwal. Casi todas las ventanas están a oscuras a esta hora de la noche, salvo por algunas aves nocturnas. Dos minutos después de que entre en el edificio, una sombra cruza una ventana del tercer piso. Las luces de ese apartamento están encendidas. Alguien estaba esperándolo.

Observo hasta que se apagan las luces, y en todo ese tiempo no puedo dejar de pensar que ahí fuera hay una chica desaparecida que tiene mis mismos ojos.

8

 

 

 

 

 

La casa de Kerrisdale está a oscuras. Everett y Lynn deben de estar durmiendo. Esta noche no hay luna y no hay ninguna farola frente a esta finca, así que es especialmente siniestra. Pero incluso en la oscuridad distingo que se trata de una preciosa casa de dos alturas con un jardín de piedras en la parte delantera y un elegante cartel de madera con la palabra BIENVENIDOS colgado sobre la puerta. El cartel está hecho a mano y me doy cuenta de que se trata de un ebanista amateur. Doy por hecho que Everett es el responsable. Everett y quizá Bonnie. ¿Lo habrán hecho juntos? Desde fuera es la única prueba de que quizá aquí viva una chica joven. Pero esta es la dirección que aparecía escrita en el reverso de la foto que Everett me entregó frente a la cafetería.

Estoy tan interesada en el cartel que casi no me fijo en el hombre que hay sentado en un sedán oscuro contemplando la casa. Para cuando lo veo, ya es demasiado tarde para darme la vuelta, así que adopto una actitud informal, como si hubiera salido a dar un simple paseo nocturno. El hombre no está dormido, así que sé que no es policía. Además está comiendo una manzana. Jamás he visto a un policía comerse una manzana y, aunque sospecho que debe de ocurrir de cuando en cuando, no me lo imagino en una operación de vigilancia. Everett dijo que la policía había catalogado a Bonnie de fugitiva. Por lo tanto es improbable que quisieran mantener a un agente allí.

Paso junto a él con Whisper y, tras una mirada inicial en la cual evalúa mis rasgos faciales y los mechones de pelo oscuro que asoman por debajo de mi capucha, deja de prestarme atención. Obviamente no soy una amenaza, ni la persona a la que está espiando, así que vuelve a centrarse en la casa.

No me preocupa que me haya visto la cara porque no recordará mi aspecto por la mañana. Si le presionaran, podría decir «quizá fuese nativa, altura media, flacucha». Si quisiera ser malo, añadiría «pecho plano, sin estilo, con un perro feo».

Doy una vuelta a la manzana y encuentro un lugar que está fuera de su campo de visión. Le observo durante un rato mientras él vigila la casa. Me pregunto si lo habrán contratado para vigilar a Bonnie, en caso de que regrese, pero descarto esa idea casi de inmediato. No necesitarían a nadie para vigilar la casa si ellos están dentro.

La imagen se vuelve más complicada. Hay una tercera parte implicada.

Se enciende una luz en un dormitorio que hay encima del garaje. La ventana se abre ligeramente y emerge del interior una nube de humo. Se asoma una mano delgada y dispersa el humo de la ventana. Lynn está fumando por estrés en una habitación que no es la suya, en un lugar donde espera que Everett no pueda verla. Desde mi posición, sentada en el césped a varias casas de distancia, no sé si el tío del sedán se ha fijado en eso, si lo ha anotado en su libreta para incluirlo en su informe. Una mujer, cuya conciencia culpable no le permite dormir, pasa la noche fumando en el dormitorio de su hija desaparecida.