Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

© 2010 Michelle Celmer. Todos los derechos reservados.
EL CORAZÓN DE LA PRINCESA, N.º 1747 - octubre 2010
Título original: Expectant Princess, Unexpected Affair
Publicada originalmente por Silhouette
® Books.
Publicada en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
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I.S.B.N.: 978-84-671-9192-9
Editor responsable: Luis Pugni


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Capítulo Uno

Junio

Aunque ella siempre había considerado que su carácter reservado era una de sus mejores cualidades, había veces que la princesa Anne Charlotte Amalia Alexander deseaba parecerse más a su hermana gemela.

Bebió un sorbo de champán y miró a su alrededor en el salón de baile. Louisa se estaba acercando a uno de los invitados: un caballero alto y atractivo que había estado mirándola toda la tarde. Ella sonrió, le dijo unas palabras y él le besó la mano que ella le ofrecía.

Era muy fácil para ella. Los hombres se sentían atraídos por su delicada belleza y cautivados por su inocencia.

¿Y a Anne? Los hombres la consideraban fría y crítica. No era un secreto que la gente, o los hombres en particular, a menudo se referían a ella como la arpía. Normalmente, ella no permitía que eso la molestara. Le gustaba creer que se sentían amenazados por su fortaleza e independencia. Sin embargo, eso no era más que un pequeño consuelo en una noche como aquélla. Todo el mundo estaba bailando, bebiendo y socializando, mientras que ella estaba sola. Pero con el delicado estado de salud de su padre, ¿era tan difícil comprender que no tuviera ganas de celebraciones?

Un camarero que llevaba una bandeja de champán pasó a su lado y ella agarró una copa nueva. La cuarta de aquella noche, tres más de las que bebía normalmente.

Su padre, el rey de Thomas Isle, quien debería haber asistido al evento benéfico que se celebraba en su honor, sufría del corazón y estaba en un estado demasiado delicado como para atender al baile. Su madre se negaba a marcharse de su lado. Anne, Louisa y sus hermanos, Chris y Aaron, tenían que hacer el papel de anfitriones en ausencia del rey.

Emborracharse no era lo mejor que podía hacer. ¿Pero Anne no hacía siempre lo que le decían? ¿No era siempre la hermana gemela responsable y racional?

Bueno, casi siempre.

Se bebió la copa de champán de dos tragos, dejó la copa vacía sobre una bandeja y agarró otra nueva. Se prometió que la bebería más despacio, porque ya sentía el calor del alcohol en el estómago y comenzaba a sentirse un poco confusa. Era… Agradable.

Bebió un largo trago de la quinta copa.

–Está preciosa, alteza –le dijo alguien desde detrás.

Ella se volvió al oír la voz y se sorprendió al ver a Samuel Baldwin, el hijo del primer ministro de Thomas Isle, saludándola.

Sam era el tipo de hombre que hacía que a las mujeres les flaquearan las piernas cuando lo miraban. Tenía treinta años, el cabello rubio oscuro y rizado y se le formaban hoyuelos en las mejillas al sonreír. Era más alto que ella, delgado y musculoso. Ella había hablado con él un par de veces, pero simplemente lo había saludado. Se suponía que era uno de los solteros más cotizados de la isla, y desde pequeño había sido educado para ocupar el puesto de su padre.

Él hizo una reverencia a modo de saludo y uno de sus mechones rebeldes cayó sobre su frente. Anne se resistió para no retirárselo hacia atrás, pero no pudo evitar preguntarse qué se sentiría al acariciarle el cabello.

Normalmente lo habría saludado con indiferencia, pero supo que el alcohol la estaba afectando porque había esbozado una sonrisa.

–Me alegro de volver a verlo, señor Baldwin.

–Por favor, llámame Sam.

De reojo, Anne vio que Louisa seguía en la pista de baile y que aquel hombre misterioso la estrechaba contra su cuerpo mirándola a los ojos. Un sentimiento de celos se alojó en el vientre de Anne. Deseaba que un hombre la abrazara y la mirara como si fuera la única mujer de la sala, como si no pudiera esperar a quedarse a solas con ella para devorarla. Quería sentirse deseada.

¿Era demasiado pedir?

Se terminó el champán de un trago y preguntó:

–¿Quieres bailar, Sam?

Ella no estaba segura de si su mirada de sorpresa se debía a su comportamiento primitivo o a la invitación en sí. Por un instante, temió que él rechazara la invitación. ¿No sería irónico teniendo en cuenta la de invitaciones que ella había rechazado durante años? Tantas que los hombres habían dejado de sacarla a bailar.

Entonces, él puso una sonrisa y dijo:

–Será un honor para mí, alteza.

Le ofreció su brazo y ella se lo agarró. Él la guió hasta la pista de baile. Había pasado tanto tiempo desde que había bailado por última vez que cuando él la tomó entre sus brazos y comenzó a moverse, ella se sintió patosa. ¿O quizá era el champán lo que había hecho que le flaquearan las piernas? ¿Quizá el aroma de su loción de afeitar lo que hacía que la cabeza le diera vueltas? Olía tan bien que ella deseó ocultar el rostro contra su cuello e inhalar hondo. Anne no recordaba cuándo había sido la última vez que había estado tan cerca de un hombre con tanto atractivo sexual.

Quizá hacía demasiado tiempo.

–El negro te sienta bien –dijo Sam, y ella tardó unos instantes en darse cuenta de que se refería al vestido que llevaba.

–Sí –dijo ella–. Sólo me falta el gorro puntiagudo.

Sam soltó una carcajada y, al oír su voz, ella se estremeció.

–De hecho, pensaba que resalta tu piel pálida.

–Oh, gracias.

Comenzó a sonar una canción lenta y Anne no pudo evitar fijarse en cómo el hombre misterioso se acercaba aún más a Louisa.

–¿Conoces a ese hombre que está bailando con mi hermana? –le preguntó a Sam, señalando con la barbilla.

–Es Garrett Sutherland. El terrateniente más rico de la isla. Me sorprende que no lo conozcas.

El nombre le resultaba familiar.

–Lo conozco de oídas. Mis hermanos lo han mencionado alguna vez.

–Parece como si tu hermana y él fueran muy amigos.

–Yo también me he fijado.

Él vio que Anne miraba a su hermana.

–¿Cuidas de ella?

Anne asintió y lo miró.

–Alguien ha de hacerlo. Es muy ingenua y demasiado confiada.

Él sonrió y ella deseó besarle los hoyuelos de las mejillas.

–¿Y quién cuida de ti?

–Nadie. Soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.

Él la estrechó contra su pecho y le preguntó:

–¿Está segura de eso, alteza?

¿Estaba coqueteando con ella? Los hombres nunca bromeaban y coqueteaban con ella. No a menos que quisieran ver su cabeza en una bandeja. Samuel Baldwin era un hombre valiente. Y a ella le gustaba. Le gustaba sentir el peso de su mano en la espalda y sentir sus senos presionados contra su torso. Nunca había sido una mujer a la que le interesase demasiado el sexo, aunque por supuesto disfrutaba teniendo aventuras de vez en cuando. Sin embargo, Sam le despertaba sensaciones que ella desconocía. ¿O era el champán?

No. El alcohol nunca le había provocado dicha sensación. Ni el deseo primitivo de que la poseyeran. O de arrancarle la ropa a Sam y acariciarle el cuerpo. Se preguntaba cómo reaccionaría si le rodeara el cuello y lo besara. Sus labios parecían tan suaves y sensuales que ella se moría por saber a qué sabían.

Deseaba tener valor para hacerlo, allí mismo, en ese momento, delante de toda esa gente. Deseaba ser como Louisa, que estaba saliendo de la sala agarrada del brazo del hombre con el que había bailado, sin importarle que todo el mundo la mirara.

Quizá había llegado el momento de que Louisa aprendiera a valerse por sí misma. Al menos por esa noche. Desde ese momento, estaría sola.

Anne se volvió hacia Sam y sonrió.

–Me alegro mucho de que hayas podido asistir a nuestro acto benéfico. ¿Lo estás pasando bien?

–Sí. Siento que el rey no se encontrara lo bastante bien como para asistir.

–En estos momentos está muy vulnerable y correría riesgo de infección si se expone a una gran multitud.

Sus hermanos pensaban que él iba a recuperarse y que la bomba a la que había estado conectado su corazón durante los nueve meses anteriores le daría a su corazón tiempo suficiente para recuperarse, pero Anne pensaba que era una pérdida de tiempo. En los últimos días estaba cada vez más pálido y tenía menos energía. A ella le preocupaba que estuviera perdiendo las ganas de vivir.

Aunque el resto de la familia mantenía esperanza, en el fondo Anne sabía que iba a morir y su instinto le decía que sería pronto.

Un repentino e intenso sentimiento de lástima se apoderó de ella y por mucho que tratara de controlarlas, las lágrimas se agolparon en sus ojos. Ella nunca se ponía triste, al menos no cuando estaba con otras personas, pero el champán debía de haberla afectado porque estaba a punto de derrumbarse y no podía hacer nada para evitarlo.

«Aquí no. Por favor, no delante de toda esta gente».

–Anne, ¿estás bien? –Sam la miraba con preocupación.

Ella se mordió el labio y negó con la cabeza.

Él se apresuró para sacarla de la pista de baile mientras ella trataba de mantener la compostura.

–¿Dónde vamos? –susurró él mientras salían del salón a un recibidor lleno de gente.

Ella necesitaba ir a un sitio tranquilo donde nadie pudiera ver cómo se derrumbaba. Un lugar donde pudiera tranquilizarse y retocarse el maquillaje para regresar a la fiesta como si no hubiera sucedido nada.

–A mi habitación –dijo ella.

–¿Arriba? –preguntó él.

Ella asintió. Se estaba mordiendo el labio con tanta fuerza que empezaba a notar el sabor de la sangre.

El acceso a la escalera estaba cortado y dos miembros del equipo de seguridad la vigilaban. Al ver que ellos se acercaban, retiraron la cuerda y los dejaron pasar.

–Su alteza ha sido muy amable y se ha ofrecido a enseñarme el castillo –les dijo Sam, aunque no era necesario.

Después ella se percató de que no lo había dicho por los guardias, sino por el resto de invitados que los estaba mirando. Tendría que acordarse de agradecérselo. El hecho de que él se preocupara por su reputación y de que fuera tan amable como para ayudarla a evitar que se avergonzara delante de todo el mundo, provocó que sintiera más ganas de llorar. Estaban a mitad de camino de la segunda planta cuando las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas y cuando llegaron a la puerta de su habitación y él la acompañó al interior, rompió a llorar con fuerza.

Ella creía que él la dejaría sola, pero Sam cerró la puerta y la abrazó.

Anne lo abrazó también, sin dejar de llorar.

–Sácalo, Annie –susurró él, acariciándole la espalda y el cabello. Nadie, excepto Louisa, la llamaba Annie y, a pesar de que apenas lo conocía, se sentía más cerca de él. Era como si hubieran compartido algo especial. Algo íntimo.

El ataque de llanto fue sorprendentemente corto. Cuando ella se tranquilizó, Sam le entregó su pañuelo y ella se secó los ojos.

–Es cierto que lloras –dijo él, sorprendido.

–Por favor, no se lo cuentes a nadie –susurró ella.

–No me creerían si lo hiciera.

Por supuesto que no. Ella era la princesa de hielo, La Arpía. No tenía sentimientos. Pero lo cierto era que sentía igual que todo el mundo aunque fuera muy buena ocultándolo. Ya no quería ser la princesa de hielo. Al menos, no esa noche. Esa noche quería que alguien conociera a la mujer que era en realidad.

Sam le sujetó el rostro con las manos y le secó el resto de las lágrimas con los pulgares. Ella miró sus ojos azules y sintió que algo se removía en su interior.

No estaba segura de si él había dado el primer paso o si había sido ella, pero de pronto sus labios se encontraron y, en ese instante, ella nunca había deseado tanto a un hombre como a él.

Era evidente que cualquier hombre que acusara a la princesa Anne de ser fría e insensible, no la había besado. Tenía un sabor dulce y salado a la vez, a champán y a lágrimas, y besaba con todo su alma y su corazón.

Aunque Sam no estaba seguro de quién había besado primero a quién, tenía la sensación de que había desatado a una especie de animal salvaje. Ella le quitó la chaqueta y le aflojó la pajarita. Le desabrochó el cinturón y los pantalones y, antes de que él pudiera recobrar la respiración, metió la mano por dentro de su ropa interior y le acarició el miembro. Sam blasfemó en silencio. Algo que nunca se atrevería a hacer en presencia de la realeza, pero le estaba costando asociar a la princesa que él conocía con la mujer salvaje que estaba caminando de espaldas hacia la cama, desabrochándose el vestido y dejándolo caer al suelo. Anne se retiró una peineta con joyas engarzadas y él observó cómo su cabello caía sobre sus hombros como si fuera seda negra. Ella sonrió con picardía, tentándolo con la mirada de unos ojos que tenían el color del cielo antes de una tormenta, gris y turbulenta.

Aunque en circunstancias normales le habría parecido un gesto infantil y maleducado, cuando sus amigos retaron a Sam para que sacara a bailar a la princesa Anne, él había tomado demasiado champán y no se lo pensó dos veces. Desde luego, nunca habría imaginado que ella le pediría salir a bailar primero. Tampoco esperaba acabar en su habitación. Ni que Anne se desvistiera hasta quedarse con un conjunto de ropa interior de encaje negro. Cuando ella se tumbó sobre la cama y gesticuló con un dedo para que se acercara, él supo que no pasaría mucho tiempo antes de que se quedara completamente desnuda.

–Quítate la ropa –dijo ella, mientras se desabrochaba el sujetador.

Sus senos eran pequeños y firmes y él no podía esperar para acariciarlos y besarlos. Se abrió la camisa con brusquedad, arrancándose un par de botones, y se quitó los pantalones, sacando la cartera para más tarde. Fue entonces cuando se percató del error que había cometido y blasfemó de nuevo.

–¿Qué ocurre? –preguntó Anne.

–No tengo preservativos.

–¿No? –dijo ella decepcionada.

Él negó con la cabeza. No solía ir a esos eventos con intención de acostarse con alguien, y si hubiera sido así, habría pensado en llevar a la mujer en cuestión a su casa donde tenía una caja de preservativos en el cajón de la mesilla de noche.

–Está todo controlado –dijo Anne.

–¿Tienes un preservativo?

–No, pero está controlado.

En otras palabras, se estaba tomando un anticonceptivo oral. Pero eso no los protegería de unaenfermedad. Él sabía que estaba sano, y era fácil suponer que ella también. Entonces, ¿por qué no? además, Anne tenía aspecto de que no aceptaría un no por respuesta.

Sam dejó el resto de su ropa en un montón y se acercó a ella. Cuando Anne tiró de él para que se acostara y lo besó de manera apasionada mientras se colocaba a horcajadas sobre él, Sam tuvo la sensación de que aquélla sería una noche que no olvidaría con facilidad.

Apenas habían empezado y ya le parecía la mejor relación sexual que había tenido nunca.

Capítulo Dos

«Está todo controlado», pensó Anne mientras se levantaba del suelo del baño, débil y temblorosa, y se apoyaba en el mueble del lavabo. ¿En qué diablos había estado pensando cuando le dijo eso a Sam? ¿Ni siquiera se había parado a pensar en las consecuencias? ¿O en la repercusión de sus actos?

Ella era la única culpable.

Se enjuagó la boca y se lavó la cara con agua fría para tratar de aliviar la náusea que sentía. El médico de la familia, que le había prometido discreción absoluta, le había asegurado que se sentiría mejor en el segundo trimestre. Pero ya estaba en la decimoquinta semana, tres semanas después de la fecha clave, y se sentía como un muerto viviente.

«Pero merece la pena», pensó mientras se cubría el abdomen con la mano.

Le costaba creer que cuando se enteró de que estaba embarazada ni siquiera estaba segura de si quería quedarse con el bebé. Su plan inicial había sido tomarse unas vacaciones en algún remoto lugar, vivir allí hasta dar a luz y después entregar a la criatura en adopción. Entonces, Melissa, la esposa de Chris, había dado a luz a trillizos y Anne acunó entre sus brazos a sus sobrinas y sobrino por primera vez. A pesar de que nunca se había planteado demasiado tener hijos, en ese instante supo que deseaba tener al bebé. Quería a alguien que la amara de manera incondicional. Alguien que dependiera de ella.

Iba a tener a su bebé e iba a criarlo sola. Con el apoyo de su familia, por supuesto. Algo que estaba convencida que recibiría en cuanto les diera la noticia. Hasta ese momento, sólo lo sabía Louisa, su hermana gemela. Y en cuanto a Sam, era evidente que él no quería nada con ella.

La noche que habían pasado juntos había sido como una fantasía convertida en realidad. Durante años, ella había oído hablar a su hermana sobre la posibilidad de encontrar al amor verdadero. Y de hecho, el sueño de Louisa se había hecho realidad en el baile y se había casado con el hombre misterioso, Garrett Sutherland. Pero hasta que Sam besó a Anne, hasta que le hizo el amor de manera apasionada, hasta que se quedaron dormidos abrazados, Anne nunca había creído en el amor. Pero entonces, al parecer, Sam no compartía sus sentimientos.

Ella estaba segura de que para él también había sido algo especial. Incluso cuando despertó sola en la cama y se percató de que él se había marchado sin decir adiós en algún momento de la noche, no perdió la esperanza. Durante semanas permaneció cerca del teléfono, deseando que la llamara. Pero nunca sucedió.

En realidad no debía sorprenderse. Sam se dedicaba a la política y todo el mundo sabía que la política y la realeza no era una buena mezcla. No si Sam quería llegar a ser primer ministro algún día, y eso era lo que ella había oído. La ley impedía que cualquier miembro de la familia real ocupara un puesto en el gobierno. ¿Podía culparlo por elegir una carrera para la que se había estado preparando toda la vida antes que a ella? Por eso ella había tomado la decisión de no contarle que estaba embarazada. Era una complicación que ninguno de los dos necesitaba. Y no estaba segura de querer complicarse a pesar del escándalo que supondría para ella.

Ya imaginaba los titulares: «La princesa Anne embarazada de un amante secreto».

No importaba cómo de liberal se hubiera vuelto el mundo en esos temas, ella pertenecía a la realeza y el estigma los perseguiría, a ella y a su hijo, durante el resto de la vida. Pero no tenía más opciones.

Al ver que se encontraba mejor decidió que debía regresar al comedor e intentar cenar un poco. Geoffrey, el mayordomo, había empezado a servir el primer plato cuando ella sintió una náusea y tuvo que disculparse para ir corriendo al servicio.

Se miró en el espejo por última vez y decidió que no conseguiría tener mejor aspecto. Al abrir la puerta estuvo a punto de chocarse con su hermano Chris, que estaba apoyado contra la pared de fuera.

«Maldita sea».

Su expresión indicaba que había oído que tenía arcadas y que se preguntaba por qué estaba enferma.

–Tenemos que hablar –dijo él, señalando con la cabeza hacia el estudio que estaba al otro lado del pasillo.

–Pero la cena… –contestó ella.

–Ahora mismo, Anne –añadió él.

Puesto que discutir con él supondría una pérdida de tiempo, ella lo siguió. Desde que su padre estaba enfermo, Chris se comportaba como el rey y el cabeza de familia. Ella estaba obligada a obedecerlo.

Podría mentirle y decirle que tenía un virus, o que se había intoxicado, pero al paso que le estaba creciendo el vientre no podría ocultar la realidad durante mucho más tiempo. Pero no estaba segura de si estaba preparada para contar la verdad.

¿O quizá su hermano ya lo sabía? ¿Se lo habría contado Louisa? Anne podría matarla de haber sido así.

Anne entró en el estudio y, a excepción de su madre, su padre y los trillizos, ¡toda la familia estaba allí!

Aaron y su esposa Liv, botánica de profesión, es