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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Michelle Celmer

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Acuerdo perfecto, nº. 1984 - junio 2014

Título original: Caroselli’s Christmas Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4290-8

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

–Como tu abogado y amigo, Giuseppe, he de decirte que creo que es una muy mala idea.

Giuseppe Caroselli estaba sentado en su sillón de cuero, el que su difunta esposa le había regalado por su octogésimo quinto cumpleaños, mientras Marcus Russo lo miraba desde el sofá. Y tenía razón. El plan que Giuseppe había ideado podía explotarle en la cara y crear otra desavenencia en una familia que ya había tenido bastantes disputas. Pero era un anciano y no tenía mucho tiempo. Podía quedarse sentado sin hacer nada, pero el resultado hipotético era demasiado desolador como para imaginárselo. Tenía que hacer algo.

–Es lo que hay que hacer –le dijo a Marcus–. Ya he esperado suficiente.

–No sé qué sería peor –respondió Marcus, se levantó del sofá y caminó hasta la ventana, desde la que se veía el parque situado al otro lado de la calle–. Si dicen que no, o si dicen que sí.

–No me han dejado elección. Por el bien de la familia, hay que hacerlo –mantener el legado de los Caroselli siempre había sido su prioridad. Era la razón por la que había huido de Italia en la Segunda Guerra Mundial, sin hablar una palabra de inglés, con unos pocos dólares en el bolsillo y la receta secreta de su abuela para preparar chocolate. Sabía que el apellido Caroselli estaba destinado a grandes cosas.

Había trabajado y ahorrado hasta reunir el dinero necesario para abrir la primera tienda de bombones Caroselli en el centro de Chicago. Durante los siguientes sesenta años, el apellido Caroselli se había hecho conocido en todo el mundo, pero ahora corría el peligro de desaparecer para siempre. De sus ocho nietos y seis biznietos, no había ni un heredero que pudiera seguir con el apellido familiar. Aunque sus tres hijos tenían cada uno un hijo, seguían todos solteros y no parecían tener ganas de casarse y formar una familia.

Giuseppe no tenía otro remedio que intervenir y hacerles una oferta que no pudieran rechazar.

Llamaron a la puerta del estudio y apareció el mayordomo.

–Ya están aquí, señor.

«Justo a tiempo», pensó Giuseppe con una sonrisa. Sabía que podía confiar en sus nietos. Eran tan ambiciosos como él.

–Gracias, William. Diles que pasen.

El mayordomo asintió y abandonó la habitación. Pocos segundos más tarde entraron sus nietos. Primero Nicolas, encantador y afable, con una sonrisa que le había librado de tener problemas con la autoridad, pero que le había causado problemas con las mujeres. Después de Nick entró su primo Robert, serio, centrado y leal. Y en último lugar el mayor de sus nietos, el ambicioso Antonio Junior.

Giuseppe se levantó del sillón y sus articulaciones se resintieron con el movimiento.

–Gracias por venir, chicos –señaló el sofá–. Por favor, sentaos.

Sus nietos obedecieron sin dudar.

–Probablemente os preguntaréis por qué estáis aquí –continuó Giuseppe mientras volvía a sentarse.

–Me gustaría saber por qué teníamos que mantenerlo en secreto –respondió Nick con el ceño fruncido–. Y por qué está Marcus aquí. ¿Hay algún problema?

–¿Estás enfermo? –preguntó Tony.

–En plena forma –les aseguró Giuseppe. O en la plena forma que pudiera estar un hombre de noventa y dos años–. Hay un asunto de gran importancia que debemos discutir.

–¿Hay problemas con el negocio? –preguntó Rob.

–No se trata de negocios –les dijo–. Al menos directamente. Se trata del apellido Caroselli, que morirá a no ser que os caséis y tengáis hijos.

Nonno, ya hemos hablado de esto –contestó Nick–. Yo, personalmente, no estoy preparado para sentar la cabeza. Y creo que hablo en nombre de todos cuando digo que otro discurso no va a cambiar eso.

–Lo sé. Por eso en esta ocasión he decidido ofreceros un incentivo. He depositado en un fondo la cantidad de treinta millones de dólares que se repartirán entre tres cuando los tres os hayáis casado y tengáis un hijo varón.

Los tres se quedaron con la boca abierta.

Nick fue el primero en recuperarse.

–¿De verdad vas a darnos diez millones a cada uno por casarnos y tener un hijo?

–Con condiciones –respondió Giuseppe.

–Si vas a intentar endosarnos matrimonios concertados con muchachas italianas, olvídalo –dijo Rob.

–Podéis casaros con quien os apetezca.

–Entonces, ¿dónde está la trampa? –preguntó Tony.

–Primero, no podéis contárselo a nadie. Ni a vuestros padres ni a vuestras hermanas. Ni siquiera a vuestra prometida. Si lo hacéis, renunciaréis a vuestro tercio del dinero y se dividirá entre los otros dos.

–¿Y? –preguntó Nick.

–Si yo muero antes de dos años y todavía ninguno de vosotros ha tenido un hijo, el dinero regresará a mi herencia.

–Así que el reloj está en marcha –murmuró Nick.

–Claro que podría vivir hasta los cien años. El médico dice que tengo una salud excelente. Pero, ¿estáis dispuestos a correr ese riesgo?

–¿Qué pasa con Jessica? –preguntó Nick–. Ella tiene cuatro hijos, pero sospecho que no le has dado ni un centavo.

–Quiero a tu hermana, Nick, y a todas mis nietas, pero sus hijos nunca llevarán el apellido Caroselli. Se lo debo a mis padres y a mis abuelos. Pero tampoco quiero ver sufrir a mis nietas, y por eso ha de ser un secreto.

–¿Piensas hacernos firmar un contrato? –preguntó Tony antes de volverse hacia Marcus.

–Eso le he sugerido yo –contestó Marcus–, pero vuestro abuelo se niega.

–Nadie firmará nada –dijo Giuseppe–. Tendréis que confiar en mi palabra.

–Claro que confiamos en tu palabra, nonno –dijo Nick–. Nunca nos has dado razón para no hacerlo.

–Yo pienso lo mismo de vosotros. Por eso confío en que mantengáis nuestro acuerdo en secreto.

Tony frunció el ceño.

–¿Y si te mueres? ¿La familia no lo descubrirá entonces?

–No sospecharán nada. El dinero ya está en el fondo, separado del resto de mi fortuna. Y solo Marcus, como abogado y albacea de mi testamento, tendrá acceso a él. Se asegurará de que el dinero se distribuya convenientemente.

–¿Y si no estamos preparados para formar una familia? –preguntó Rob.

Giuseppe se encogió de hombros.

–Entonces perdéis diez millones de dólares y el dinero se lo quedarán los demás.

–¿Quieres una respuesta hoy? –preguntó Nick.

–No, pero al menos me gustaría que me dijerais que pensaréis en ello.

Los tres nietos se miraron entre sí y después asintieron.

–Claro que lo haremos, nonno –contestó Rob.

Giuseppe sintió un gran alivio. No era una garantía, pero tampoco habían rechazado la idea, lo cual ya era algo. Además, dada su naturaleza competitiva, estaba seguro de que, si uno de ellos aceptaba, los otros dos le seguirían.

Tras varios minutos hablando de negocios y de la familia, Nick, Rob y Tony se marcharon.

–¿Y bien? –preguntó Marcus cuando la puerta del estudio se cerró tras ellos–. ¿Cómo crees que reaccionarán cuando descubran que no hay treinta millones?

Giuseppe se encogió de hombros.

–Creo que se sentirán tan felices y tan agradecidos por mi intervención que el dinero no significará nada para ellos.

–Tienes ese dinero, Giuseppe. ¿Has pensado en la posibilidad de entregárselo realmente si cumplen tus condiciones?

–¿Y enajenar a mis otros nietos? ¿Qué tipo de hombre crees que soy?

Marcus negó exasperado con la cabeza.

–¿Y si te equivocas? ¿Si realmente desean el dinero? ¿Si se enfadan porque los has mentido?

–No se enfadarán –además, era un riesgo que estaba dispuesto a correr con tal de salvar el apellido Caroselli.

Capítulo Uno

 

Otra vez tarde.

Con una mezcla de enfado y sorpresa, Terri Phillips vio como su mejor amigo, Nick Caroselli, atravesaba el restaurante en dirección a su mesa favorita junto a la barra, donde se reunían todos los jueves por la noche para cenar.

Con su pelo negro, sus ojos marrones, su tez bronceada y su cuerpo esbelto, las cabezas se giraban a su paso. Pero, típico de Nick, él no parecía darse cuenta. No era que fuese ajeno al efecto que producía en las mujeres, o que no usara su encanto para salirse con la suya cuando era necesario, pero con ella ya no funcionaba.

–Siento llegar tarde –dijo, con esa sonrisa torcida que ponía cuando intentaba no meterse en un lío. Tenía nieve en el pelo y las mejillas sonrosadas por el frío, lo que indicaba que había recorrido a pie las dos manzanas desde las oficinas centrales de Chocolate Caroselli–. Hoy he tenido mucho trabajo.

–Solo llevo aquí unos minutos –respondió ella, aunque probablemente fuesen más de veinte. El tiempo suficiente para haberse bebido dos copas del champán con el que debían estar brindando.

Nick se inclinó para darle un beso en la mejilla, y su barba incipiente le acarició la piel. Terri aspiró el olor de su jabón de sándalo, regalo que ella le había hecho por su cumpleaños, mezclado con el dulce aroma del chocolate que siempre se le pegaba cuando pasaba el día en la cocina de pruebas de la empresa.

–¿Sigue nevando? –preguntó ella.

–Prácticamente es una ventisca –contestó él mientras se quitaba el abrigo y metía en la manga la bufanda y los guantes de cuero; costumbre que había adquirido cuando eran niños, después de haber perdido innumerables manoplas y bufandas–. Puede que tengamos una blanca Navidad este año.

–Eso sería fantástico –al haber pasado los primeros nueve años de su vida en Nuevo México, Terri no había visto nevar hasta que se había mudado a Chicago, y todavía le encantaba.

–He pedido lo de siempre –le dijo mientras él se sentaba.

–¿Celebramos algo? –preguntó Nick al ver la botella de champán.

–Podría decirse que sí.

–¿De qué se trata?

–Primero, te encantará saber que he roto con Blake.

–Vaya. ¡Ese sí que es motivo de celebración!

A Nick nunca le había caído bien su último novio; el último de una larga y deprimente lista de relaciones fallidas. No consideraba que Blake tuviera lo que hacía falta para que ella fuese feliz. Y resultaba que estaba en lo cierto. Aunque le hubiese llevado cuatro meses descubrirlo.

–¿Y qué te dijo cuando le dejaste? –preguntó él tras dar un sorbo a su copa de champán.

–Que nunca encontraré a alguien como él.

Nick se rio.

–Bueno, sí, de eso se trata, ¿no? Era tan interesante como un clip, pero con la mitad de personalidad.

–Es un buen tipo, pero no es para mí –le dijo ella.

En ese momento apareció la camarera con la cena. Una pizza con doble de pepperoni y pan de queso. Cuando se marchó, Nick le dijo:

–Ya sabes que está por ahí el hombre adecuado para ti. Ya lo encontrarás.

Terri solía pensar eso también, pero tenía casi treinta años y ningún novio potencial a la vista. Según su plan de vida, ya debía estar casada y con dos hijos, razón por la que había decidido tomar cartas en el asunto.

–Hay otra cosa más que tenemos que celebrar –le dijo a Nick–. Voy a tener un bebé.

Él dio un respingo en su asiento y dejó la copa en la mesa con tanta fuerza que le sorprendió que no se rompiera.

–¿Qué? ¿Cuándo? ¿Es de Blake?

–¡Dios, no!

–Sea quien sea, espero que se quede a tu lado.

–No hay nadie –le informó mientras servía un trozo de pizza en cada plato–. De hecho, no estoy embarazada todavía.

Nick frunció el ceño.

–Entonces, ¿por qué has dicho que vas a tener un bebé?

–Porque lo tendré, con suerte, a lo largo del año que viene. Voy a ser madre soltera.

Él se recostó en su asiento y la miró asombrado.

–¿Cómo? Quiero decir, ¿quién va a ser el padre?

–Voy a recurrir a un donante.

–¿Un donante? ¿No hablarás en serio?

Terri intentó ignorar la decepción que sentía. Había albergado la esperanza de que Nick lo comprendería, de que se alegraría por ella. Obviamente no era así.

–Hablo muy en serio. Estoy preparada. Soy solvente económicamente y, dado que trabajo desde casa, no tendré que llevar al bebé a la guardería. Es el momento perfecto.

–¿No sería mejor que estuvieras casada?

–Estoy cansada de buscar al hombre perfecto. Siempre dije que quería tener mi primer bebé a los treinta, y ya casi los he cumplido. Y siempre he querido tener una familia. Desde que murió mi tía, no tengo a nadie.

–Me tienes a mí –respondió él con determinación.

Sí, le tenía a él, por no mencionar a su familia, pero no era lo mismo. A la hora de la verdad, ella seguía siendo una forastera.

–Esto no significa que ya no vayamos a ser amigos –le aseguró–. De hecho, es probable que te necesite más que nunca. Serás la única familia del bebé además de mí. Su tío Nicky.

Pero aquel cumplido no borró la disconformidad de su cara. Apartó el plato como si hubiese perdido el apetito y dijo:

–Te mereces algo mejor que un donante de semen.

–No puede decirse que tenga mucha suerte con los hombres.

–Pero, ¿qué pasa con el bebé? –preguntó Nick–. ¿No se merece tener un padre y una madre?

–Como bien sabes, tener un padre y una madre no garantiza que tengas una infancia feliz.

Su ceño fruncido demostró que sabía que tenía razón. Aunque no le gustara admitirlo, su infancia le había dejado unas cicatrices profundas e imborrables.

–Esperaba que lo comprendieras –le dijo y le entraron ganas de llorar. Y ella rara vez lloraba. Al menos delante de otras personas.

–Lo comprendo –dijo Nick, y estiró el brazo por encima de la mesa para darle la mano–. Solo quiero que seas feliz.

–Esto me hará feliz.

–Entonces yo también soy feliz.

Terri esperaba que hablase en serio, que no estuviese diciéndole sin más lo que sabía que quería escuchar. Pero, mientras cenaban y charlaban, Nick parecía distraído, y entonces comenzó a preguntarse si habría sido buena idea contarle lo del bebé, aunque no podía entender por qué aquello debería importarle.

Tras terminar de cenar, se pusieron los abrigos y caminaron hacia la puerta.

–¿Has venido en coche o en autobús? –le preguntó Nick antes de salir.

–En autobús –respondió.

–Regresa conmigo a la oficina y te llevaré a casa.

–De acuerdo.

Había dejado de nevar, pero se había levantado un viento frío y la acera estaba resbaladiza, lo cual hizo que el trayecto fuese complicado. Así fue como se dio cuenta de que Nick estaba especialmente callado y con el ceño fruncido.

Cuando llegaron a las oficinas de Chocolate Caroselli, el edificio estaba cerrado, de modo que Nick utilizó su tarjeta para entrar. La tienda de chocolatinas ocupaba la práctica totalidad de la planta baja, el vestíbulo olía a chocolate.

Nick se palpó los bolsillos y maldijo en voz baja.

–Me he dejado las llaves del coche en el despacho.

–¿Quieres que te espere aquí abajo?

–No. Puedes subir –respondió. Y entonces sonrió–. A no ser que seas una espía industrial que intenta robar la receta secreta de Caroselli.

–Claro, porque los dos sabemos lo buena cocinera que soy.

Pasaron frente al mostrador de información y Nick usó su tarjeta para activar el ascensor. Solo personal autorizado y las visitas consentidas podían acceder más allá de la planta baja. Y nadie, salvo la familia Caroselli y los empleados con autorización especial, podía entrar en la cocina de pruebas.

Terri no pudo más que sonreír cuando él abrió la puerta del despacho y encendió la luz. Sobre el escritorio había pilas de papeles que no dejaban espacio para trabajar.

Nick abrió el cajón del escritorio, sacó las llaves del coche y se quedó allí de pie. Era evidente que algo le preocupaba, y Terri quería saber qué era.

–¿Qué sucede, Nick? Te conozco lo suficiente como para saber cuando te pasa algo.

–He estado pensando. Hay algo de lo que debemos hablar.

–De acuerdo –respondió ella, y el corazón se le encogió ligeramente al ver que no la miraba. Además, debía de prever una conversación larga, porque se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de la silla. Ella hizo lo mismo y después apartó una pila de papeles para poder sentarse junto a él en el borde de la mesa.

Nick se quedó callado unos segundos, como si estuviera dándole vueltas a algo. Después la miró y dijo:

–¿De verdad deseas hacerlo? Tener un bebé, quiero decir.

–De verdad lo deseo.

–¿Y si yo tuviera una manera mejor?

–¿Una manera mejor?

–Para los dos.

–No sé lo que quieres decir.

–Conozco al hombre que sería un padre perfecto para tu bebé. Alguien que estaría cerca. Alguien dispuesto a aceptar la responsabilidad económica durante el resto de la vida del bebé.

Fuera quien fuera aquel supuesto hombre perfecto, parecía demasiado bueno para ser real.

–¿De verdad? ¿Quién?

–Yo.

Terri se quedó sin habla durante unos instantes. ¿Nick deseaba tener un bebé con ella?

–¿Por qué? Siempre te has mostrado firme en tu decisión de no querer tener hijos.

–Confía en mí si te digo que será un trato beneficioso para ambos.

–¿Beneficioso por qué?

–Has de prometerme que no le dirás a nadie lo que voy a contarte. Jamás.

–De acuerdo.

–La semana pasada mi abuelo nos convocó a Rob, a Tony y a mí en su casa para una reunión secreta. Nos ofreció diez millones de dólares a cada uno si le damos un heredero que continúe con el apellido Caroselli.

–Dios santo.