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Rufino Blanco Fombona

Antología

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9007-337-7.

ISBN ebook: 978-84-9007-338-4.

Sumario

Créditos 4

Presentación 9

La vida 9

El español 11

Personalidad de la raza 11

La arrogancia española 17

La independencia 26

I. Carácter de la Revolución 26

II. Proceso de las ideas liberales 28

La idea de España en América 32

La americanización del mundo 36

I 37

II 39

III 43

IV 48

V 49

La América de origen inglés contra la América de origen español 54

El libro español en América 58

Tirano Banderas 75

I 75

II 77

III 78

Un escritor de España que resucita en América 81

Sarmiento 89

Carácter del personaje 89

Darío 103

I. Cómo era el poeta 103

II. Vida en París 108

III. La ruptura 115

Lugones 129

I. El poeta 129

II. Literatura mulata. Su psicología 133

III. Estigmas de la literatura lugonesca 134

IV. Barroquismo y simulación 137

V. La ausencia de personalidad en Lugones 139

a) El prosista 140

b) El poeta 140

c) Actor y autor 141

d) Las montañas del oro 141

e) Lunario sentimental 142

f) El libro de los paisajes 143

g) Los crepúsculos del jardín 147

h) Odas seculares 152

i) El libro fiel 154

VI. Ideas y opiniones 155

VII. El caballero Lugones 158

González Prada 160

Aparición y papel histórico de González Prada. El hombre 160

El hombre de ideas 167

Un libro español sobre letras extranjeras 175

Oscar Wilde 183

De Profundis 183

Gogol 186

Revisor 186

Ibsen 189

Nora la noruega 189

Dostoievski-María Baskirtsev 192

Anatole France 193

La fuerza del espíritu 195

El cine yanqui y algunos de nuestros pueblos 197

Libros a la carta 203

Presentación

La vida

Rufino Blanco Fombona (Venezuela, 1874-Argentina, 1944), fue narrador, publicista y ensayista.

Como editor fundó entre 1910 y 1920 un proyecto editorial latinoamericano al que llamó la Biblioteca Americana. Fue considerado como una gloria de las letras hispanoamericanas. Fue un autor combativo y polemista y su impetuosa vida política, la mayor parte de ella en Europa como perseguido y desterrado por el gobierno de Juan Vicente Gómez, dejó una profunda huella en España y Latinoamérica. En este libro la reflexión sobre el temperamento español coincide con apreciaciones sobre Sarmiento, González Prada, Darío y Lugones.

El español

Personalidad de la raza

No existe raza menos gregaria que la española. Pocas tienen tanta personalidad. Es individualista en sumo grado. Lo fue siempre. El mismo hecho de acogerse a vivir en comunidades, en conventos, no es para comunizar la vida, sino para individualizarla. A lo sumo se llega, por obediencia, por espíritu de sacrificio, para ser grato a Dios, a confundir la vida propia con la del monasterio o comunidad en cuyo seno se habita; entonces el convento es «mi convento»; la Orden es «mi Orden».

Hubo un tiempo en que a las órdenes se las llamaba religiones. «Mi religión, nuestra religión», decían, por ejemplo, los dominicos, como si los jesuitas, los benedictinos, pertenecieran a otra fe. En el extranjero decíase otro tanto; pero es muy probable que la expresión se haya formado en España, cuya voz entonces repercutía en el mundo, y el mundo solía devolverla como un eco.

Es muy frecuente que unas a otras comunidades se odien y declaren guerra sin cuartel. También surgen a veces en los conventos de España individualistas, a prueba de reglas. San Pedro de Alcántara estuvo treinta y seis meses en un monasterio sin hablar con nadie, sin mirar siquiera la cara a sus compañeros de reclusión. Luego vivió treinta años en el yermo, de rodillas. Los trapistas, fenómenos de antisociabilidad, que han desaparecido de casi todo el mundo, aún perduran y florecen en algunos rincones de España.

El bravío individualismo español lo induce a desamar la acción asociada. En nuestros días, desde el juicio por jurados hasta el parlamentarismo han hecho bancarrota en España. En cambio, han florecido espontáneamente, siempre que la ocasión fue propicia: en política, el cacique; en religión, el cenobita, y como una morbosidad social, el bandolero.

El bandido fue tipo muy popular y muy prestigioso en Andalucía, donde el carácter regional y el terreno lo favorecieron, mientras no hubo telégrafos, ferrocarriles y guardia civil. Ahora la guardia civil, ayudada por la prensa, el telégrafo, el ferrocarril y los fusiles de repetición, ha exterminado a los bandoleros.

Los mismos ideales sociales de nuestro tiempo se tiñen en España de un color especial. España es más anarquista que socialista. Muchos de los epílogos sangrientos que están haciendo verter lágrimas en los hogares españoles con motivo de la presente lucha de clases resultan ajenos a toda presión de sindicatos y parecen la obra espontánea y personal de individualidades que juzgan, condenan y ejecutan por sí y ante sí.1

Los franceses están, por ciertos segmentos de su espíritu, como el sentido de organización, sino el de jerarquía, mucho más cerca de los alemanes que de los españoles. Es verdad que llevan en las venas bastante sangre germánica. En un país de individualismo tan exaltado y tan anárquico como España es difícil que nadie hubiera intentado nunca, como Augusto Comte en Francia, organizar, disciplinar, cosa tan íntima, arbitraria y discorde como los sentimientos.

Cuando a Simón Bolívar se le ocurrió prácticamente, antes que a Comte se le ocurriera en teoría, la idea de legislar sobre los sentimientos —amor de la patria, moralidad pública, respeto a los ancianos, etc.—, la repulsa a su proyecto de una Cámara de Censores y a la institución de un Poder Moral fue unánime. América, hija de España, rechazó el proyecto con toda la indignación de su individualismo amenazado.

En España nadie está de acuerdo con nadie.2

Enemiga de sumisión a pragmáticas, cánones y coacciones disciplinarias, España es un país poco bohemio. Se prefiere la estrechez en libertad a la jaula llena de cañamones. A los mendigos que pululan en ciudades, villorrios y carreteras es casi imposible reducirlos a habitar en asilos.

Uno de los ingenios españoles que con más sagacidad ha buceado en los últimos tiempos el alma de su país observa:

En la Edad Media nuestras regiones querían reyes propios, no para estar mejor gobernadas, sino para destruir el poder real; las ciudades querían fueros que las eximieran de la autoridad de los reyes ya achicados, y todas las clases sociales querían fueros y privilegios a montones. Entonces estuvo nuestra Patria a dos pasos de realizar su ideal jurídico: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: «Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana».3

¿Qué es ello sino superabundancia de personalidad, individualismo; un individualismo que desborda por su mismo exceso de las personas a las entidades de geografía política?

El individualismo español lo patentiza, entre otras cosas, su manera de guerrear, desde los tiempos de Viriato y Sertorio hasta Espoz y Mina, el Empecinado y demás guerrilleros de la lucha contra Napoleón. En España nace la guerra de guerrillas, único medio de que cada localidad posea su caudillo y su hueste, único medio de que cada jefecito, es decir, cada jefe de guerrilleros se imagine jefe de ejércitos, factor de primer orden en todo momento de peligro. En esta forma de combatir cada soldado, en vez de reducirse a número de tropa sin voz ni voto, cuya personalidad desaparece en la del cuerpo que integra, tiene iniciativas personales, combate como ser humano, no como mera máquina, y puede, en algún momento decisivo, significarse con las proporciones de héroe. Los conquistadores de América no son sino guerrilleros, algunos de gran talento militar, como Cortés, o de vastos planes, como Balboa. Y fuera de Bolívar, Miranda, Sucre, San Martín y Piar, ¿qué fueron los caudillos de nuestra emancipación sino guerrilleros, algunos estupendos y casi fabulosos como Páez? Los americanos heredaron de España la aptitud guerrera y la forma de combatir.

¿Se quiere algo más individualista que estos mismos hombres que realizaron la epopeya de América en el siglo XVI? Ellos que miraron, como Nietzsche, más allá del Bien y del Mal, practicaron en carne viva lo que siglos más tarde Nietzsche preconizó sobre el papel: tuvieron no la moral de los esclavos, sino la moral de los amos. La moral de los amos, ¿no consiste en la exaltación del individualismo, en desarrollar al máximum la voluntad de potencia del individuo? ¿Qué otra cosa hicieron aquellos ínclitos guerrilleros de la conquista? Este sentimiento de exagerado individualismo se extiende a la región, puede llamarse regionalismo. Este sentimiento que también heredó América, ha sido perjudicial en América y en España.

• • •

La raza española, aunque imperialista, es enemiga del imperio. Rechaza la unidad y tiende a la independencia provincial y de comunas. La unidad imperial la realizan en España monarcas extranjeros y absolutistas. Lo castellano es el municipio libre, dentro del Estado; las provincias independientes con fueros propios; la libertad federativa, no la unidad autocrática.4

En España, desde los tiempos de las invasiones históricas, que se llevan a cabo con increíble facilidad, hasta los actuales gérmenes de separatismo en Cataluña y Vasconia, el espíritu de localidad o regionalismo es talón de Aquiles.

Ese mismo espíritu la ha salvado o dignificado, con todo, en más de una ocasión. Los invasores se estrellan a menudo contra la tenacidad defensiva de alguna ciudad heroica; los cartagineses, contra Sagunto; los romanos, tiempo adelante, contra Numancia; los franceses, en nuestros días, contra Zaragoza y Gerona. Porque estas defensas no son como la defensa de Verdún contra los alemanes: un país entero y aun varios países representados por sus ejércitos salvaguardando una ciudad fortificada; son las mismas ciudades, a veces casi inermes, entregadas a su propio esfuerzo, que luchan contra los invasores. La isla de Margarita, en las guerras americanas de emancipación, defendió sus pueblos hasta a pedradas, en la misma forma local e intransigente que Gerona, Zaragoza y Sagunto. Hubo entonces otros ejemplos análogos.

América, junto con el exagerado individualismo, heredó la tendencia localista, el amor desenfrenado de la independencia y la ineptitud para constituir grandes unidades políticas. A ello se debe el que hoy no forme uno, dos o tres Estados fuertes, sino caterva de microscópicas republiquitas.

El Libertador de América, Simón Bolívar, cuyo genio político fue tan grande, por lo menos, como su genio militar, soñó desde la iniciación de su carrera con formar un Estado americano de primer orden que llevase la batuta en los negocios de nuestro planeta. Ya en 1813 un ministro suyo, inspirado visiblemente por el Libertador, habla de un Poder que pueda servir de contrapeso a Europa y establecer, dice; «el equilibrio del universo». En 1815, en la célebre carta que —vencido por los españoles, desterrado por la anarquía criolla— dirige en Kingston a un caballero inglés, trata Bolívar de la posible creación de dos o tres grandes Estados americanos. En 1818 escribe a Pueyrredón, director de las provincias argentinas, que la América española, unida, debe formar un gran Poder; debe constituirse «el Pacto americano que, formando de todas nuestras Repúblicas un Cuerpo político, presente la América al mundo con un aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones antiguas. La América, así unida, podrá llamarse la reina de las naciones, la madre de las Repúblicas».

En 1819 apenas independiza con la victoria de Boyacá, en el corazón de los Andes, el virreinato de Nueva Granada, funda una fuerte república militar, Colombia, englobando tres Estados: el antiguo virreinato de Nueva Granada, la Capitanía general de Caracas y la Presidencia de Quito. En 1822 invita, en nombre de Colombia, a todas las repúblicas hispanas de América a celebrar una unión que haga frente no solo a España, sino a toda Europa, recién organizada en agresiva Alianza de tronos, llamada Santa. En 1825 sueña en formar el imperio republicano de los Andes, con casi toda la América del Sur, desde la mitad norte del antiguo virreinato del Plata hasta los pueblos del mar Caribe y el golfo mexicano. En 1826 convoca a todos los Estados recién emancipados de España al Congreso Internacional de Panamá, con el fin de echar las bases del derecho público americano y erigir, a pesar de los celos locales, el gran Poder Interamericano, la Sociedad de Naciones, por encima de las soberanías parciales, un Estado Internacional que constituyese a nuestra América, de facto, en «la madre de las Repúblicas», en «la más grande nación de la tierra».

Este gran sueño de Bolívar, que fue el más alto honor de su vida, salvo el de haber realizado la emancipación del continente, no pudo cumplirse. Él no podía hacerlo todo. Era necesario el contingente de los pueblos. Y contra su ideal unificador alzóse el ideal de patrias chicas, el espíritu localista, que convirtió a la América en un haz de repúblicas microscópicas, carentes de influencia internacional y fácil presa de ambiciosos caudillos sin más horizonte ni más prestigio que el de sus campanarios natales.

El individualismo y el localismo hereditarios triunfaban del hombre de genio. El hombre de genio veía entorpecidos sus planes por microbios a quien despreciaba: Santander en Cundinamarca, Rivadavia en Argentina, Páez en Venezuela, Freyre en Chile. Pero aquellos microbios eran una gran fuerza; representaban, sin saberlo, el espíritu de la raza.

La arrogancia española

Acostumbrado por su carácter enérgico y de combate a las decisiones de la fuerza, el español es orgulloso. No cuenta en las grandes ocasiones sino consigo mismo, lo que le infunde conciencia, a menudo exagerada, del propio valer y de la propia personalidad.

El orgullo español, que también puede llamarse arrogancia, porque no es callado, sino expresivo y visual, tiene su culminación en el siglo XVI. Y es natural, porque todo pueblo en sus épocas de esplendor se ensoberbece. Los romanos de Augusto, los franceses de Napoleón, los ingleses de Victoria, los alemanes de Guillermo II y hasta los yanquis de Wilson, ¿no han sido de un orgullo insufrible? Los españoles del tiempo de Carlos V y de Felipe II también lo fueron.

Se ha dicho que en aquella época se creían, como pueblo, superiores a todas las demás naciones. Brantôme ve desfilar a los soldaditos de los tercios castellanos, y admirado prorrumpe: «Los llamaríais príncipes por su arrogancia». Esa misma arrogancia la descubren más tarde los tipos de soldados que inmortalizó el pincel de Velázquez en La rendición de Breda. Observación magnífica es la de que, por arrogante, osó España acometer empresas máximas con medios deficientes; aunque la arrogancia puede, en este caso, no ser considerada como factor exclusivo, sino que debe dársele parte a la imprevisión y a la tendencia a conceder puesto al azar en toda empresa. Pero la arrogancia luce patente.5

Individualista y orgulloso, cada español se cree el centro del universo. Imagina que de él brota no se sabe qué fuente de autoridad, superior a la autoridad reconocida. Hoy mismo puede advertirse cómo le cuesta trabajo obedecer al policía en la calle, al cobrador en el tranvía, al juez en el Juzgado, al presidente de la Cámara en el Parlamento.

Lo típico de esta arrogancia, ya personal, ya colectiva, no es que dé al aire penacho altivo y frondoso en épocas de fortuna y excelsitud nacional —que nunca se debieron en España sino a la espada—, sino que jamás declina. Perdura a través de todas las edades y de todas las circunstancias.

—Yo soy Alvar Núñez, para todo el mejor —exclama, desafiador, en presencia del rey Alfonso, un héroe del añejo poema del Cid. Ya el orgullo ahoga a los héroes.

Los españoles del siglo XVI creían una superioridad el haber visto la luz en la Península Ibérica. Con claro sentido de la época, del carácter nacional y del personaje, pone un poeta en boca del conde de Benavente, general de Carlos V y enemigo del condestable de Borbón, también soldado imperial, esta jactancia:

...Que si él es primo de reyes,

primo de reyes soy yo...,

llevándole la ventaja

que nunca jamás manchó

la traición mi noble nombre,

¡Y HABER NACIDO ESPAÑOL!

Ni la propia majestad del rey les hace doblegar el orgullo. La antigua ceremonia de los grandes de España, que se cubren ante el rey, quizá no tenga otro fundamento psicológico. «Cada uno de nosotros vale tanto como vos y todos juntos más que vos —decían, como sabemos, los nobles aragoneses al monarca—. Somos iguales al Rey, dineros menos», decían los castellanos. Los refranes populares confirman esta altivez, que se extiende a todas las clases.

Los bienes materiales suelen sacrificarse de buen grado a una satisfacción de amor propio.

¿No prende fuego a su palacio toledano ese mismo conde de Benavente porque el emperador le obliga a ceder aquella mansión para morada provisoria del condestable?

Ni ante la muerte declina la arrogancia de aquellos españoles del siglo XVI.

Cuando iban a morir, a manos del verdugo, los últimos defensores y mártires de las antiguas libertades comunales de Castilla: Padilla, caudillo de los comuneros de Toledo; Maldonado, de los de Salamanca, y Juan Bravo, de los de Segovia, asesinados por autocracia de los príncipes austríacos, un pregonero precedía la fúnebre comitiva. El pregonero divulgaba: «Esta es la justicia que manda a hacer Su Majestad a estos caballeros, mandándolos degollar por traidores...». Como lo escuchara Juan Bravo, escupió furioso a la cara del pregonero y a la del rey enérgico mentís: «Mientes tú y quien te lo mandó decir. Traidores, no; defensores de la libertad del reino». Ya en el patíbulo, frente a frente de la muerte, Juan Bravo, tan digno de su nombre, se encaró con el verdugo y, pensando en Padilla, le dijo: «Degüéllame a mí el primero para que no vea la muerte del mejor caballero que queda en Castilla».6

En el siglo XVII, ya en carrera tendida hacia una irremediable decadencia, la arrogancia española, que no es ocasional, sino ingénita, asombra a los viajeros. Con una particularidad: esa orgullosa arrogancia no se descubre solo en las clases favorecidas por el nacimiento, o la política, o la riqueza; extiéndese a todas. Se descubre lo mismo en la insolencia de un favorito poderoso como el conde-duque de Olivares o de un cortesano que se enamora de la reina, como Villamediana, y que a trueque de perderse, manifiesta con jactancia, haciendo un equívoco: «Mis amores son reales»; pero también se vislumbra en la apostura del labriego y bajo los harapos del mendigo.

En el siglo XVII, la condesa D’Aulnoy deja, lo mismo que otros muchos viajeros, impresiones de carácter interesante y pintoresco. Refiere la viajera que en un pueblo de Castilla riñó cierto caballero español que la acompañaba al cocinero de la fonda. La señora oía las voces desde su habitación. A los cargos del caballero escuchó, sorprendida, esta respuesta del fámulo: «No puedo sufrir querella, siendo cristiano viejo, tan hidalgo como el Rey y un poco más». «Así se alaban los españoles —comenta la dama extranjera— cuando se juzgan obligados a defender su orgullo.»7

«Los españoles —observa poco más adelante— arrastran su indigencia con aire de gravedad que impone; hasta los labriegos parece que al andar cuentan los pasos.»8 Esta observación la repiten, en una u otra forma, durante el siglo XIX, viajeros de diversas nacionalidades, lo que prueba que a todos les llama la atención: un yanqui, Washington Irving; un francés, Théophile Gautier; una rusa, María Bashkirtsev.

Las mujeres de España suelen no ser ni menos arrogantes ni menos corajudas que los hombres. Los ejemplos abundan en todas las épocas. Podrían citarse desde Isabel la Católica, siempre a caballo en su jaca y en su energía, hasta la monja Alférez; desde doña María de Padilla hasta Agustina de Aragón, y desde las mujeres de Medina del Campo y Tordesillas, ciudades que preferían ser abrasadas a rendirse, en la guerra civil de las comunidades, hasta las manolas del 2 de mayo en Madrid. Tirso de Molina pone en boca de una infanta española esta viril jactancia:

Veréis si en vez de la aguja

sabrá ejercitar la espada

y abatir lienzos de muro

quien labra lienzos de Holanda.

• • •

En la decadencia personal o de patria se mantiene erguido este arrogante y fiero orgullo. Y el contraste entre la persona o la patria venida a menos y la altivez altisonante e intempestiva produce honda impresión, que a un tiempo lastima y mueve a risa.

Ese es precisamente uno de los tesoros que explotó el genio de Cervantes: don Quijote, desarmado, caído, vapuleado, sin poderse mover, en el colmo de la impotencia, discurre como Hércules y ofrece castigar o perdonar con absoluto desconocimiento de su triste estado. «¿Leoncitos a mí?», exclama en cierta ocasión, desdeñoso de la fiera y más león que los leones. Esta sublime ceguera, esta heroica y absurda actitud ha sido en ocasiones la de España en cuanto nación.

A promedios del siglo XIX estaba España, como todos sabemos, bien decaída y de pronunciamiento en pronunciamiento acrecentaba su desprestigio. El arrogante patriotismo nada percibía, sino majestad, poderío en la nación —y envidia de la grandeza española en los demás pueblos—. Los poetas loan a su país como un romano del siglo de Augusto pudiera cantar a Roma. «El pueblo que al mundo aterra», lo llama, en brioso apóstrofe, uno de los más celebrados poetas de entonces, en canto «Al dos de mayo».

Y no se trata de poetas; esto es, de exaltados e imaginativos: el país entero, y aun ya a fines del siglo, compartía la creencia de una grandeza nacional indeclinable. Eminente sociólogo de España lo confirma: «Por cierto teníamos el dicho de que cuando el león español sacudía la melena, el mundo se echaba a temblar».9

Muy adelantada la guerra de emancipación de América, establecidas ya repúblicas que funcionaban como entidades internacionales; después de ocho o diez años de incesante combatir, después de haber perecido en los campos del Nuevo Mundo, a manos de los soldados de Bolívar, múltiples expediciones europeas, una de las cuales —la conducida por el general don Pablo Morillo— ha sido considerada por el propio Morillo como la expedición militar más completa, aguerrida y numerosa que en cualquier tiempo hubiera salido a combatir fuera del territorio español, todavía en aquellas circunstancias ordena el gobierno de Madrid o permite que a los caudillos libertadores se les siga juicio personal como a vasallos rebeldes —es decir, como a traidores— aplicándoles el código medieval de Las siete Partidas, y no se les considere como a beligerantes, según el Derecho de Gentes.

Un fiscal del rey, en la Real Audiencia de Caracas, don Andrés Level de Goda, hombre donoso, de agudísima intención y abierto al espíritu de los tiempos nuevos, escribe a S.M. que no se pueden seguir juicios en rebeldía contra aquellos triunfadores caudillos de ejércitos y contra jefes de Estado. «Esto no es tumulto ni cofradía —expone—; es guerra en toda forma, y los que nos la hacen son nuestros enemigos.»10

Respecto de los juicios demuestra con humor de buena ley lo ridículo del procedimiento. Se pregona en algunas de las escasas poblaciones aún sin tomar por los patriotas que tal o cual de aquellos caudillos debe comparecer ante la justicia «bajo el apercibimiento de incurrir en las penas de la ley». Como factor de alguna operación militar, preséntase algún día ante la ciudad del pregón ese caudillo u otro. ¿Y qué ocurre? «Todos corremos —dice Level—, y el pueblo con nosotros.» «Llamar a un reo —comenta el fiscal en su documento al Monarca—, llamar a un reo por edictos y pregones, venir el reo y huir el juez, escribano y pregonero, porque no le quieren aguardar ni aun ver su cara, la penetración de V.M. no solamente lo encontrará indecoroso a la Real Audiencia, que es viva imagen de V.M., sino también muy cómico y un objeto adecuado a las páginas del famoso romance de Cervantes.»11

Por boca y pluma de aquel magistrado del antiguo régimen, de aquel funcionario del rey, salían las ideas modernas de la revolución de Hispanoamérica: era la filtración de las ideas ambientes en uno de sus opositores. La conmoción revolucionaria había provocado un cambio en aquella conciencia que, a su turno, reaccionaba contra la antigua sociedad.

En Madrid por aquel tiempo, 1819, la reacción triunfante asume la actitud de don Quijote, molido a palos y hablando de exterminar.

En vísperas de la guerra de España con Yanquilandia, ¿qué decían algunos de los más importantes periódicos de Madrid, diarios serios, rectores de opinión? Les parecía pesadilla irrealizable —y así lo preconizaban— que advenedizos mercachifles de Nueva York y sudados tocineros de Chicago pudiesen encorvar la cerviz del soberbio león ibero. Casi nadie echó cuentas; casi nadie titubeó. A Pi y Margall y a algún otro espíritu clarividente que aconsejaban un poco de liberalismo con la isla de Cuba, alzada en armas por sus libertades y motivo de la guerra, se les desoyó y se les despreció.

En cuanto a los yanquis, nadie pensó en su riqueza, ni en su Marina, ni en sus tropas, ni en sus recursos múltiples de defensa y ataque. El oro solo no obtendría victorias. Los barcos debían ser de madera; las tropas ni la raza sentirían el sentimiento patriótico: ¿no es un pueblo de aluvión, retorta de razas diversas, producto de pueblos múltiples?

Con ideas tan arrogantes como erróneas, España, ciega de cólera y de orgullo, se lanzó a la guerra. ¿Fracasar? ¡Cómo sería posible! El viejo y bravo león de España, ¿no era un bravo y viejo amigo de la tragedia? ¿No había visto y desafiado las naves de Fenicia, los caballos númidas de Cartago, las águilas de Roma? ¿No movió zarpas y dientes contra los invasores de todo tiempo y toda raza? Contra visigodos de Suecia, vándalos del Báltico, suevos del centro de Germania, alanos de la Escitia, claros árabes del Asia y tostados berberiscos del África? Por último, ¿no rechazó triunfante al corso sojuzgador de media Europa?

La ignorancia de las condiciones propias y de las condiciones del adversario sorprende. El orgullo impidió enterarse. No faltaron clérigos o clericales que apabullasen a los yanquis, tildándolos de herejes. ¿Iba a imponerse y a triunfar la herejía contra las milicias de Cristo? Al fin de las cuentas pudieron recordar los milicianos del Sagrado Corazón aquellos antiguos versitos populares:

Vinieron los sarracenos

y nos molieron a palos;

que Dios protege a los malos

cuando son más que los buenos.

No los recordaron antes de la molienda, sino después, porque otra de las deficiencias del carácter español consiste precisamente en la incapacidad que lo aqueja para ver la verdad, máxime si la verdad lo ofende, lo mismo que para sacar lecciones provechosas de la experiencia de los demás y de la propia experiencia.

Un pensador hispano de altura y autoridad expone: España entró en la guerra con los Estados Unidos «por un desconocimiento de las circunstancias sin precedente en la Historia».12

El desconocimiento del adversario era completo. El desconocimiento propio no era menor. El orgullo, esa venda impenetrable, impedía ver. El mismo pensador analiza el estado psicológico del país en vísperas de la guerra. Sus palabras tienen la triple autoridad del hombre observador, del hombre verídico y del hombre patriota.

Todavía en las postrimerías del siglo XIX —dice— brillaba esplendorosa en la cima de nuestra conciencia la representación de aquel glorioso pasado, llenándonos de fatua presunción; todavía seguíamos creyendo que nuestro Ejército era invencible; nuestros gobiernos, previsores; nuestra magistratura, incorruptible; portento de saber nuestro profesorado; modelo de mansedumbre y caridad nuestro clero. España seguía siendo para nosotros la primera de las naciones; su suelo, el más rico; sus habitantes, los mejor dotados. Por cierto teníamos aún el dicho de que cuando el león español sacudía la melena, la tierra se echaba a temblar.13

Era la gota serena del orgullo que impedía ver claro. Heroica y lamentable ceguera.

Fue la de España, también en aquella ocasión, la actitud de don Quijote: «¿Leoncitos a mí?». Pero su quijotismo, aunque tenía por fundamento, como el de la novela, el desconocimiento o el desprecio de la realidad —además del orgullo y sobrestimación de sí—, era de otra naturaleza que el quijotismo del héroe de Cervantes.

El héroe de Cervantes lucha por el bien de los demás; su locura, como la de Cristo, consiste en darse en holocausto, en redimir. Don Quijote es un libertador. E hizo bien el don Quijote en carne y hueso —Bolívar— cuando, en el lecho de muerte, comentó su trágico destino de redentor inmolado diciendo: «Jesucristo, don Quijote y yo hemos sido tres grandes majaderos». Majaderos dijo para no decir redentores.14 El quijotismo de España en 1898 fue muy otro: luchó por esclavizar a una isla remota que merecía la libertad a que aspiraba; luchó por encadenar. Y cuando se tropezó con los Estados Unidos, cuya codicia asumía, con suma discreción, un papel de abnegado paladín de la justicia, España no supo, por exceso de orgullo, entenderse directa, generosa y hábilmente con Cuba. Fue a la guerra con los yanquis sin saber a lo que iba. Y la lucha hispano-yanqui se convirtió en rebatiña de apetitos coloniales.

España no supo salir de América.

Su último yerro, antipolítico hasta un grado inimaginable y obra de su orgullo metropolitano arrastrado por los suelos, fue el de querer negociar a Cuba, en el Tratado de París, como una mercancía y oír la respuesta negativa del yanqui, más dura que un bofetón: no se le reconocían a España derechos sobre Cuba; no podía cederla ni enajenarla, ni negociarla en ninguna forma. Cuba era un pueblo libre que había conquistado con las armas en la mano su soberanía.

Capítulos III y IV de El conquistador español del siglo XVI, en Obras selectas, Madrid-Caracas, Edime, 1958, págs. 116-130.


1 Un testimonio reciente lo corrobora. Léase en La Voz, de Madrid, 17 de diciembre de 1921, la entrevista de un redactor de ese periódico con dos jefes sindicalistas de Barcelona: Pestaña y Noi del Sucre. El repórter, refiriéndose a la serie de atentados de carácter social —o tenidos por tales— que se cometieron en Barcelona ininterrumpidamente, pregunta a Pestaña cómo los jefes sindicalistas no pudieron impedir aquellas agresiones de que se acusa al sindicalismo catalán, y Pestaña responde textualmente:

—Era muy difícil, por no decir imposible. Obraban por iniciativa particular y con absoluta independencia.

2 No hace mucho pudo leerse en la prensa que los periódicos de Madrid, después de innúmeras reuniones, no logran ponerse de acuerdo para encontrar una fórmula que los salve de la ruina; es decir, de las fauces de la Papelera Española. Es necesario saber que la Papelera Española es un ávido monopolio que a la sombra de un arancel proteccionista succiona y aniquila con cínico descaro y manifiesta injusticia el vigor y la sustancia de las empresas editoriales y periodísticas. La Papelera aspira —y con razón, puesto que la dejan—, no solo a continuar con el monopolio del papel, sino a implantar el monopolio editorial: la Empresa Calpe es suya; al monopolio del diarismo: uno de los mejores periódicos de la mañana y el mejor periódico de la noche son suyos; y suyos, indirectamente, los periódicos a quienes obliga con favores, a quienes puede hacer fracasar por medio de hábiles hostilidades. El clamor fue tanto, que el Gobierno se vio precisado a permitir la entrada libre del papel extranjero para salvar a los editores de libros y periódicos. La Papelera pone en juego sus influencias, llama antipatriótica a la medida gubernamental que tiende a salvar las industrias españolas del libro y del diario, no solo permitir la libre importación del papel, que en la Europa deshecha y arruinada por la guerra se adquiere más barato que en la España pacífica y enriquecida. Pues bien: ni dueños de casas editoras ni dueños de empresas periodísticas llegan a ponerse de acuerdo para salvarse de la Papelera y de la ruina. Los diarios ni siquiera se conciertan para fijar el precio y tamaño de los periódicos.

En el ABC, diario madrileño, pudo leerse (15 de febrero de 1921): «El acuerdo que en la redacción de El Imparcial adoptaron varios directores de periódicos quedó roto por falta de unanimidad en su cumplimiento». Otro periódico de Madrid rompe por lo sano, y dice: «En vista de que es imposible tratar nada serio con algunos periódicos, pues jamás cumplen aquello a que se comprometen y solo se preocupan de su particular conveniencia, se desliga en absoluto La Correspondencia de España de todo compromiso colectivo y recaba su completa libertad de acción».

3 Ángel Ganivet, Idearium español, edición de Granada, MDCCCXCVII, pág. 57.

4 América tuvo, aun en lo más crudo del poder español, una relativa independencia municipal de que no siempre ha gozado después en tiempos de la República. La federación entre nosotros, ya que se quería implantar, no necesitó ser, como ha sido y es en Argentina, Venezuela, México, etc., caricatura servil de los yanquis; pudo tomar por base la antigua independencia comunal de Castilla y nuestra propia tradición de municipios autónomos. Los comuneros del Socorro, en el Virreinato de Nueva Granada, son tan heroicos defensores y mártires de la libertad como los victimados por la autocracia austríaca en Villalar.

5 «Es realmente portentoso cómo, con los escasos medios de que disponía, realizase hechos tan grandes, pues fueran cuales fuesen los dominios imperiales de Carlos V, España sola llevó a cabo sus guerras de religión y la conquista y colonización de América. Fue la arrogancia española la que todo lo desafió.» C. O. Bunge, Nuestra América, edición de Buenos Aires, pág. 47.

6 ¿Hoy sucede algo diferente? El 16 de marzo de 1921 han fusilado en Valencia a un soldado que hirió a un capitán. El soldado, condenado a muerte, escribe con la mayor serenidad a su padre, a su madre —y probablemente inducido por los jefes— al capitán ofendido, a quien pide perdón; pero ruega al confesor que no entregue la carta al capitán sino después de que se cumpla la ejecución. Eso se llama orgullo.

7 Relación que hizo de su viaje por España la señora condesa D’Aulnoy en 1679 (primera versión castellana), Madrid, 1891, pág. 81.

8 Relación..., op. cit., pág. 82.

9 M. de Sales y Ferré, Problemas sociales, Madrid, 1911, pág. 12.

10 Documentos para la historia de la vida pública del Libertador, Vol. VII, edición oficial. Caracas, 1876, pág. 137.

11 Documentos..., Vol. VII, págs. 137-138.

12 M de Sales y Ferré, op. cit., pág. 12.

13 M de Sales y Ferré, op. cit., pág. 12.

14 Sobre esta frase ha bordado Unamuno su magnífico ensayo Don Quijote Bolívar. Michelet habló de un «Quijote de la libertad», lo que es redundante. Más penetración alcanzó Unamuno llamando simplemente al héroe de la libertad, al Libertador, Don Quijote Bolívar.