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Pablo Andrés Escapa

 

 

Voces de humo

 

 

 

 

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Pablo Andrés Escapa, Voces de humo

Primera edición digital: mayo de 2016

 

ISBN epub: 978-84-8393-582-8

 

 

Pablo Andrés Escapa, 2007

De la fotografía de cubierta, Manuel Maristany, 2007

De la portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016

 

 

Voces / Literatura 88

 

 

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A Olivia

sombra sobre la hierba

 

 

 

 

 

 

De pronto, el tren

Los versos que subrayan cada sección son de un poema de Antonio Pereira, «El mixto», incluido en su Cancionero de Sagres (1969).

Cigarras

 

«Que por Pascua», pide una voz, «resuciten las cigarras».

Y Amparo las trae en los oídos cuando vuelve de ver los páramos, que quieren verdear bajo las nubes. Amparo viene rezando por tallos firmes, por la salud de los hijos que se alimentarán de espigas. Y pide, según se corona una cuesta, por los campanarios que tocan a misa de Resurre­c­ción: para que las campanas sean una fiesta, como las alas de las cigarras que saben bajar el cielo con su música. De su canto está el hambre desterrada y toda necesidad salvo la de que el tiempo pase. Amparo quiere que sea ya verano y que el viento esparza el polvo que exhala el trigo volteado, como un suspiro de oro. Y en seguida poner mesa y mantel blanco donde el pan tenga bueno el acomodo.

Las cigarras llevan las tardes prendidas de sus alas. Erigen memorias que detienen el curso del sol y dictan labores donde no existe la necesidad, ni las ganas de ver el mundo como es. Hasta alumbran páginas doradas por las que corren los metales enterrados. En el siglo primero del mundo lleva cigarras en los oídos el romano que atiende al relato de un soldado, venido de algún confín remoto del imperio. Y de regreso a su villa, envuelta en pinos musicales que adormece el mar, escribe de otro modo lo que ha oído: «Vencidos los bosques sagrados que el dios guarda, atrás los ríos que borran la memoria, alzados a montes segurísimos donde antes llegarían las olas del océano que las armas del romano, viven hombres rústicos cuyo suelo mana bermellón y oro bajo la uña ardiente del caballo». Entonces suspende la escritura para seguir oyendo a los insectos que forjan, altos sobre las playas, imperios hegemónicos.

Amparo, después de tantos años sin atreverse a negar a las cigarras, mira al cielo como miran al cielo las criaturas desterradas: siempre en busca de pozos de milagro. Ya hace mucho que las cigarras cantaron la Resurrección, muy lejos, en los trigales que no quisieron las nubes desbordar. Mandó el sol agostos todo el año, y el siguiente y el otro, hasta el último que se pudo resistir sin ser de adobe. Ahora la oración que vibra en los oídos es una letanía de buenos propósitos para despedirse de la tierra pobre: «que haya suerte», «que Dios os guíe», «que no veáis desgracia mayor de la que salís».

El carro con la casa a cuestas deja una nota sostenida por donde se afila la pena del hombre que lo gobierna mudo, camino de ganar un horizonte cada vez más complicado de promesas. Por aquel rumbo, dijo una voz, acaso semejante a la del soldado del imperio dos mil años atrás, la tierra está llena de tesoros. Lo decía un hombre de pelo muy blanco, como nata sobre el llano desolado, un hombre promentiendo gozos cuando se creía que la tierra no tenía nada que ofrecer, ni siquiera el canto maduro de las cigarras. Pero las palabras maduraron como semillas en la desesperación.

 

Cae la noche lejos de todo lo conocido. Y pesa un frío nuevo y rumor de agua continua. Aquí, se duele Amparo, no hay campos de trigo que salvar, ahora que puede tocarse el agua con las manos.

Al amanecer se oyen silbidos emboscados que parecen perseguir al carro por el pie del monte. Los ojos del hombre buscan en la distancia. También los niños vuelven la cabeza y sienten las manos de su madre reuniéndoles los hombros.

Viene el ruido anunciándose en una respiración sofocante, en temblores de la mañana que todos sienten, en pájaros que aletean por encima de la mula para que se agite y haga vacilar el carro al borde del barranco. Entonces crece junto al río que vigilan un inmenso toro negro y un aliento muy blanco que los deja sordos cuando pasa por su lado. Amparo se lleva una mano al pecho después de que el tren se haya perdido. La mujer duda un momento de su paso; luego cierra los ojos por saber si el vapor se queda a vivir en los oídos, como las cigarras de Pascua.

Aún alienta el estruendo en los corazones cuando el hombre desciende hacia la vía. Vuelve agarrándose a las hierbas y respira con fuerza mientras abre la mano. Al sol arde una piedra menuda de carbón. La enseña como un misterio de luz negra a todas las miradas que nacen en el carro. Un dedo infantil señala brillos paralelos en la piedra, vestigios de plantas primitivas, ordenados como granos en la espiga. Y parece que, de pronto, el mundo y sus promesas hubieran anidado sobre la mano abierta.

Es entonces cuando el hombre cierra el puño, cuando el hombre vuelve los ojos al cielo por donde se desenreda una culebra blanca de humo y dice:

–Ya habemos de estar cerca.